La ciudad sagrada (43 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

—Nos encantaría —respondió Nora, y lo siguieron por el laberinto de rocas hasta el campamento. El hombre les indicó que se sentaran sobre unas piedras y luego se agachó junto al fuego y le dio la vuelta a la liebre. Removió las ascuas con un palo, extrajo varios chiles envueltos en papel de aluminio y los puso unos encima de otros al lado del fuego, para que se mantuviesen calientes.

—Les oí venir, ¿saben? De modo que decidí subir ahí arriba y vigilarles. No vienen muchos turistas por aquí, así que hay que andarse con mucho ojo.

—¿Es que hemos armado mucho jaleo o algo así? —preguntó Smithback.

El hombre le lanzó,una fría mirada y desenterró una cantimplora de la arena a la sombra de una roca. Se la pasó a Nora, que la aceptó en silencio y se dio cuentade lo sedienta que estaba. Atizó las ascuas del fuego, lo reavivó con unas cuantas ramas de enebro y luego volvió a mover la liebre.

—Así que son ustedes los del campamento del valle de Chilbah —dijo sentándose frente a ellos.

—¿Chilbah? —inquirió Smithback, sorprendido.

El hombre asintió.

—El valle que hay detrás de la cordillera de ahí. Les vi el otro día, desde arriba. —Se volvió hacia Nora y añadió—: Y supongo que ustedes me vieron a mí. Y ahora están aquí porque alguien ha matado a sus caballos y creen que podría ser yo.

—Sólo encontramos un rastro de huellas —dijo Nora con cautela—. Y conducen justo hasta aquí.

En lugar de responder, el hombre se levantó, pinchó la liebre con la punta de un cuchillo y volvió a sentarse sobre sus talones.

—Me llamo John Beiyoodzin.

Nora se detuvo un momento a considerar aquella respuesta.

—Lo siento, no nos hemos presentado —contestó—. Soy Nora Kelly, y éste es Bill Smithback. Soy arqueóloga y Bill es periodista. Estamos realizando una exploración arqueológica.

Beiyoodzin asintió.

—¿Creen que tengo aspecto de ser un asesino de caballos? —preguntó de pronto.

Nora vaciló unos instantes.

—Supongo que no sé qué aspecto debería tener un asesino de caballos.

El hombre trató de asimilar aquellas palabras. A continuación, su mirada se suavizó, una sonrisa afloró a sus labios y meneó la cabeza con resignación.

—La liebre está lista —anunció, levantándose y agarrando el asador con mano experta. Lo puso sobre una roca plana y cortó dos patas con gran habilidad.Colocó cada una de ellas en un trozo de arenisca plano y delgado y, como si fueran platos, los tendió a Nora y Smithback. Acto seguido, desenvolvió los chiles y guardó el papel de aluminio con cuidado. Retiró con rapidez la piel tostada de cada chile y se los ofreció.

—Ando un poco escaso de cubiertos —se disculpó, ensartando su porción de conejo con un cuchillo.

El chile picaba muchísimo, y los ojos de Nora se humedecieron al probar el primero, pero lo cierto esque estaba muerta de hambre. Junto a ella, Smithback daba buena cuenta de su comida con avidez. Beiyoodzin los observó un momento y asintió en señal de aprobación. Terminaron el pequeño festín sin decir una sola palabra.

Beiyoodzin les ofreció la cantimplora y después se produjo un silencio incómodo.

—Bonita vista —comentó Smithback—. ¿Cuánto cuestan los alquileres por aquí?

Beiyoodzin se echó a reír, ladeando la cabeza hacia atrás.

—Lo que cuesta no es el alquiler, sino llegar hasta aquí. Sesenta y cuatro kilómetros a caballo sin encontrar ni gota de agua desde mi pueblo. —Miró alrededor y el viento le alborotó el pelo—. Por las noches, puedes extender la vista a más de mil kilómetros cuadrados y no ver ni una sola luz.

El sol empezaba a ponerse y la extraña y complicada hondonada del paisaje estaba convirtiéndose en una superficie puntillista de dorado, púrpura y amarillo.Nora miró a Beiyoodzin. Pese a que éste no había llegado a negarlo explícitamente, estaba segura de que no era el hombre que andaban buscando.

—¿Puede ayudarnos a averiguar quién mató a nuestros caballos? —le preguntó.

Beiyoodzin la miró de hito en hito y dijo:

—No lo sé. ¿Qué clase de exploración están haciendo?

Nora vaciló un momento, preguntándose si su propósito era cambiar de tema o iniciar una revelación inminente. Aunque él no hubiese matado a los caballos,tal vez sabía quién lo había hecho. Respiró hondo, confusa y cansada.

—Es un asunto confidencial —respondió—. ¿Le importa que no se lo diga ahora mismo?

—¿Es en el valle de Chilbah?

—No exactamente.

—Mi pueblo —dijo el indio, señalando hacia el norte— está por allí. Nankoweap… En nuestro idioma significa «Flores junto a las balsas de agua». Vengo aquí todos los veranos para acampar durante un par de semanas. La hierba es buena, hay gran cantidad de leña y un estupendo manantial ahí abajo.

—¿No se siente solo? —inquirió Smithback.

—No —se limitó a responder.

—¿Por qué viene aquí?

Beiyoodzin parecía un poco desconcertado por aquella pregunta tan directa. Lanzó a Smithback una penetrante mirada y susurró quedamente:

—Vengo aquí para volver a ser de nuevo un ser humano.

—¿Y el resto del año? —insistió Smithback.

—Lo siento —intervino Nora—. Es que es periodista, por eso siempre hace demasiadas preguntas. —La arqueóloga sabía que en la mayoría de las culturas amerindias se consideraba de mala educación mostrar curiosidad y realizar preguntas directas.

Sin embargo, Beiyoodzin se echó a reír otra vez.

—No pasa nada, pero me sorprende que no haya traído una grabadora o una cámara. La mayoría de los blancos siempre las llevan consigo. Bueno, respondiendo a su pregunta, soy pastor de ovejas, aunque también realizo ceremonias. Ceremonias de curación.

—¿Es usted hechicero? —preguntó Smithback de inmediato.

—Sólo un curandero tradicional.

—¿Qué clase de ceremonias?

—Realizo la ceremonia de las Cuatro Montañas.

—¿De veras? —siguió preguntando Smithback con sumo interés—. ¿Y para qué sirve?

—Es una ceremonia de tres noches. Cantos, sudoración y remedios a base de hierbas.

Cura la tristeza, la depresión y la desesperanza.

—¿Y funciona?

Beiyoodzin miró al periodista a los ojos.

—Pues claro que funciona. —El hombre parecía cada vez más esquivo ante el interés pertinaz de Smithback—. Por supuesto —agregó—, siempre hay enfermos incurables aun a pesar de las ceremonias. Por eso vengo aquí todos los años. Por los fracasos.

—¿Una especie de búsqueda de inspiración? —indagó Smithback.

Beiyoodzin hizo un ademán con la mano.

—Si para usted acampar aquí, rezar e incluso ayunar durante unos días es una «búsqueda de inspiración», entonces supongo que sí. Sin embargo, no lo hago por la inspiración, sino por la curación espiritual; para recordarme a mí mismo que no necesitamos mucho para ser felices. Eso es todo. —Se removió en e lsuelo, echando un vistazo alrededor—. Pero necesitan ustedes un lugar donde extender los sacos de dormir.

—Hay muchísimo sitio por aquí —señaló Nora.

—Bien —contestó Beiyoodzin. Se recostó hacia atrás y se llevó las manos arrugadas detrás de la nuca, apoyando la espalda contra la roca. Los tres contemplaron la puesta de sol en el horizonte y vieron a la oscuridad arrastrarse lentamente por el paisaje. El cielo brillaba con los vestigios de luz, un extraño púrpura intenso que se difuminaba en el color de la noche. Beiyoodzin se lió un cigarrillo, lo encendió y empezó a dar caladas frenéticamente, sujetándolo con torpeza entre el dedo índice y el pulgar, como si fuese la primera vez que fumaba.

—Siento sacar el tema de nuevo —dijo Nora—,pero si sabe algo sobre quién puede haber matado a lo scaballos, me gustaría oírlo. Es posible que nuestras actividades hayan ofendido a alguien.

—Sus actividades… —El hombre exhaló una nubecilla de humo en la quietud del crepúsculo—. Todavía no me han hablado de ellas.

Nora dudó unos instantes. Al parecer aquella información era el precio de su ayuda. Por supuesto, no había garantías de que pudiese ayudarles y, pese a todo,era vital que averiguasen quién estaba detrás de aquellas muertes.

—Lo que voy a decirle es confidencial —le advirtió—. ¿Puedo confiar en su discreción?

—¿Me está preguntando si se lo pienso decir a alguien? No, si usted me dice que no lo haga. —Arrojó la colilla del cigarrillo al fuego y empezó a liar otro—.Tengo muchas adicciones —añadió señalando el cigarrillo—. Ésa es otra de las razones por las que vengoaquí.

Nora lo miró.

—Estamos excavando un asentamiento anasazi.

Fue como si de repente los músculos de Beiyoodzin se paralizasen, pues su mano se detuvo en el actode enrollar la punta del cigarrillo. Luego siguió moviendo los dedos. La pausa fue breve pero elocuente. Terminó de liar el pitillo y se recostó de nuevo, en silencio.

—Se trata de una ciudad muy importante —prosiguió Nora—. Contiene piezas valiosísimas, únicas. Sería una gran tragedia que alguien las saquease. Nos tememos que estas personas quieran alejarnos de ella para poder expoliar el yacimiento.

—Expoliar el yacimiento —repitió—. ¿Y se llevarán ustedes esas piezas? ¿Las meterán en algún museo?

—No —contestó Nora—. Por ahora, vamos a dejarlo todo tal como está.

Beiyoodzin siguió fumando, pero sus movimientosahora eran estudiados y lentos, y tenía los ojos opacos.

—Nunca vamos al valle de Chilbah —les explicó parsimoniosamente.

—¿Por qué no?

Beiyoodzin sostuvo el cigarrillo ante su rostro mientras el humo se le escapaba entre los dedos. Miró a Nora con ojos turbios e inquirió:

—¿Cómo mataron a los caballos?

—Les rajaron el vientre —contestó la arqueóloga—. Los destriparon y colocaron las entrañas formando una espiral. Les metieron unos palos con plumas en lo sojos. También les arrancaron trozos de piel.

El efecto que aquellas palabras tuvieron en Beiyoodzin se hizo aún más evidente. Se puso muy nervioso y arrojó el cigarrillo al fuego, pasándose una mano por la frente.

—¿Les arrancaron la piel? ¿De dónde?

—De dos partes del pecho y el bajo vientre. También de la frente.

El viejo no dijo nada, pero Nora advirtió que la mano empezaba a temblarle, y aquello la asustó.

—No deberían estar ahí —susurró con tono apremiante—. Tienen que salir de ahí inmediatamente.

—¿Por qué? —preguntó Nora.

—Es muy peligroso. —Vaciló unos instantes y añadió—: Circulan muchas historias entre los nankoweap sobre ese valle y… sobre el que hay más allá. Pueden burlarse de mí, porque la mayoría de los blancos no creen en esas cosas, pero lo que les sucedió a esos caballos es brujería. Es un mal terrible. Lo que están haciendo, excavar esa ciudad, va a matarles como no se marchen ahora mismo. Sobre todo ahora que ellos… los han encontrado.

—¿«Ellos»? —repitió Smithback—. ¿Quiénes son ellos?

Beiyoodzin bajó el tono de voz.

—Los brujos con manchas de arcilla. Los lapapieles, los corredores de piel de lobo.

En la penumbra Nora sintió un escalofrío. Junto a ella, Smithback se removió, inquieto.

—Perdón, ¿qué ha dicho? —inquirió el periodista—. ¿Ha dicho
brujos?

Hubo un leve matiz en sus palabras que no pasó inadvertido para el indio. Éste miró a Smithback con gesto indescifrable en la creciente oscuridad.

—¿Cree usted en el mal?

—Por supuesto.

—Ningún nankoweap normal mataría a un caballo; para nosotros, los caballos son sagrados. No sé cómo llaman ustedes a las personas malas, a los seres malignos de su mundo, pero nosotros llamamos a los nuestros «lapapieles», «corredores de piel de lobo». Tienen muchos nombres y adoptan muchas formas. Están totalmente fuera de nuestra sociedad, pero toman las cosas buenas de nuestra religión y les dan la vuelta. Pueden pensar lo que quieran, pero los lapapieles nankoweap existen. Y en Chilbah hay una fuerza que los atrae. Porque la ciudad era un lugar de hechicería, crueldad, brujería, enfermedad y muerte.

Nora no estaba escuchando sus palabras. Los lapapieles… Su mente regresó al rancho desierto, a la figura oscura y escalofriante que se había abalanzado sobre ella, al ser peludo que había echado a correr tras su camioneta por el camino de tierra, persiguiéndola.

—No pongo en duda la veracidad de sus palabras —señaló Smithback—. En los últimos dos años he visto cosas bastante extrañas con mis propios ojos, pero¿de dónde vienen esos «lapapieles»?

Beiyoodzin se quedó en silencio, con los brazos apoyados en las rodillas y las manos oscuras entrelazadas. Lió otro cigarrillo, dirigió la mirada hacia el suelo y permaneció inmóvil. El silencio se incrementó a medida que pasaban los minutos. Nora tan sólo percibía el ruido que emitía el caballo al pastar sobre la hierba. Entonces, con la mirada todavía fija en el suelo y el cigarrillo sujeto entre los dos dedos, el viejo habló de nuevo.

—Para ser un brujo, tienes que matar a alguien a quien ames. Alguien cercano, un hermano o una hermana, a tu padre o tu madre. Los matas para obtener poder. Después, cuando entierran a esa persona, hay que desenterrar su cuerpo en secreto. —Prendió el cigarrillo—. Y luego conviertes la fuerza vital de esa persona en mal.

—¿Cómo? —susurró Smithback.

—Cuando se crea la vida, el Viento,
liebei,
la fuerza vital, penetra en el cuerpo. En el lugar donde el Viento entra en el cuerpo provoca un pequeño remolino, como una onda en el agua. Deja esas marcas en la yema de los dedos de los pies y las manos, y también en la parte posterior de la cabeza. Los brujos cortan estas partes del cadáver. Luego las secan, las muelen y fabrican una especie de polvillo. Perforan el cráneo por detrás y hacen un disco para lanzar maleficios. Si la muerta es una hermana, el brujo practica el coito con el cadáver y utiliza los fluidos para fabricar otra sustancia pulverulenta. Se llama
Alchiʹbin
lehh tsal:
«la sustancia de cadáver incestuoso».

—Dios mío… —farfulló Smithback.

—Se van a un lugar apartado por la noche. Se quitan la ropa, se recubren el cuerpo con manchas de arcilla blanca y se ponen las joyas enterradas con los muertos, la plata y las turquesas. Colocan pieles de lobo o de coyote en el suelo, a cada lado. A continuación recitan ciertas frases del Canto del Viento Nocturno pero al revés. Una de esas pieles se levanta del suelo y se les pega al cuerpo. Y entonces adquieren el poder.

—¿En qué consiste ese poder? —inquirió Nora.

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