La ciudad sagrada (41 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

Al terminar, se puso en pie en silencio y le entregó aNora unos clavos nuevos y unas herraduras, así como un martillo y un cincel.

—¿Estás segura de que sabrás hacerlo? —le preguntó. Nora asintió y el vaquero le hizo señas a Smithback de que montase—. Anoche hacía mucho viento en el valle —añadió Swire, asegurando la silla de montar y tendiendo las riendas a Smithback—. Tal vez por eso no haya huellas aquí abajo en la arenilla. Quizá tengáis más suerte arriba o en el otro lado.

Nora aseguró las alforjas, comprobó que la silla estaba bien sujeta y luego montó.

—Smithback va a necesitar un arma —comentó.

Tras meditarlo unos segundos, el vaquero le entregó su pistola y un puñado de balas.

—Preferiría llevarme el rifle —sugirió el escritor.

Swire negó con la cabeza y repuso:

—Si aparece alguien por esa montaña, quiero tenerlo a tiro.

—Bueno, pero asegúrate de que no somos nosotros —sugirió Smithback, subiendo a lomos de
Compañero.

Nora echó un último vistazo alrededor y luego miró a Swire.

—Gracias por los caballos. —Espoleó a
Arbuckles
para alejarlo del grupo.

—Un momento. —Nora se volvió hacia Swire, que dijo mirándola fijamente—. Buena suerte.

Se alejaron del arroyo y empezaron a cruzar el terreno irregular en dirección a la pesada mole de la cordillera que se erguía ante ellos, envuelta en sombras pese al deslumbrante sol de la mañana. Además del débil murmullo del arroyo y el canto de los carrizos del desfiladero, Nora percibía un leve y monótono zumbido, como el sonido deuna magneto. Al llegar a lo alto de una pequeña cuesta dos bultos de escaso tamaño aparecieron ante sus ojos: los restos de
Hoosegow
yCuervo, cubiertos por una nube negra de moscas.

—Dios mío… —murmuró Smithback.

Arbuckles empezó a brincar y a relinchar bajo el peso de Nora, que giró a la izquierda, esquivando así los cadáveres, contra el viento. Pese a ello, al pasar no pudo dejar de fijarse en una maraña de visceras de color azul grisáceo achicharrándose bajo el sol, atrapadas en tracerías negras de moscas. Cuando dejaron atrás la escena de la matanza, Nora se detuvo.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Smithback.

—Voy a parar un momento para examinar los cadáveres más de cerca.

—¿Te importa si me quedo aquí? —inquirió.

Tras desmontar del caballo y dejar las riendas en manos del periodista, Nora volvió sobre sus pasos hacia el montículo. Las moscas, molestas por su intromisión, se alzaron en una masa ruidosa y furibunda. Las altas corrientes de aire habían barrido el suelo, pero descubrió viejas huellas de caballo y otras de coyote más recientes. Salvo por las pisadas de las botas de Swire, no había rastro de huellas humanas. Tal como les había explicado el vaquero, las entrañas formaban una espiral y unas plumas de guacamayo de colores vistosos —sorprendentemente fuera de lugar en el paisaje árido— asomaban por las cuencas de los ojos. En los cuerpos de los animales había clavadas varias ramas pintadas y emplumadas.

Cuando se disponía a volverse para alejarse, algo más llamó su atención. A ambos caballos les habían cortado una parte circular de piel de la frente. Acercándose un poco más, descubrió que también les habían arrancado trozos similares en cada costado del pecho, simétricamente, así como a ambos lados del bajo vientre. ¿Por qué? ¿Qué explicación tiene todo esto?, se preguntó.

Incapaz de encontrar respuesta a sus preguntas, Nora meneó la cabeza y abandonó el escenario de la carnicería.

—¿Quién puede haber hecho una cosa así? —le preguntó Smithback al volver.

Era la misma pregunta que había estado haciéndose durante la última hora. La respuesta más probable era demasiado espeluznante para considerarla siquiera.

Al cabo de veinte minutos llegaron al pie de la cadena montañosa y poco después, subiendo por la suave cuesta que conducía hacia arriba, coronaron la cima de la Espalda del Diablo. Nora detuvo a los caballos y desmontó de nuevo, recorriendo lentamente con la mirada el paisaje que se desplegaba ante ella. La enorme cordillera divisoria dominaba miles de kilómetros de cañones de roca resbaladiza. Al norte, vio la distante joroba azul de Barney Top; hacia el nordeste, el silencioso centinela de Kaiparowits. Justo al frente, divisó las estrechísimas y diabólicas revueltas que conducían al pie de la pared de la abrupta cordillera. Allá abajo, en alguna parte, yacían
Fiddlehead, Huracán
y
Perezoso.

—Dime que no vamos a bajar por ahí otra vez, ¿a que no? —rogó Smithback.

Nora no le contestó. Se alejó unos pasos de los caballos y examinó las pequeñas porciones de terreno arenoso que había entre las rocas. No había huellas de caballos, pero cabía la posibilidad de que el viento de la cumbre las hubiese borrado.

Dirigió la mirada hacia abajo, hacia el camino por donde habían venido. A pesar de que había realizado la ascensión atenta a cualquier rastro anómalo que encontrase en el suelo, no había visto más que viejas huellas de herraduras. Sintió un escalofrío, pues sabía muy bien que aquél era el único camino de acceso al valle y, sin embargo, de algún modo los misteriosos asesinos de los caballos se habían marchado sin dejar ninguna huella tras de sí.

Contempló el vertiginoso sendero que descendía ante ellos y conducía al pie de la pared de la Espalda del Diablo. Al verlo de nuevo, le pareció que terminaba en el borde, sin más, para desaparecer en el mismísimo vacío. Sabía que siempre era más peligroso bajar que subir. El terrorífico recuerdo del modo en que había luchado desesperadamente por su vida en la pared del precipicio, pataleando en el aire y tratando de agarrarse al suelo con las uñas, volvió a su memoria con redoblada fuerza. Aunque ya no llevaba ningún vendaje, empezó a frotarse la punta de los dedos, que seguían doliéndole con el recuerdo.

—Voy a bajar un trecho a pie —murmuró Nora—.Tú espera aquí.

—Cualquier cosa con tal de no bajar por ahí —replicó Smithback—. No puede haber peor forma de bajar por un precipicio, salvo cayéndote, por supuesto. Y por lo menos, eso sería más rápido.

Nora inició el descenso por la pendiente vertical. La primera parte, de roca resbaladiza, lógicamente no mostraba rastro alguno del misterioso jinete, pero al llegar a la parte del sendero cubierta de rocas desperdigadas, se detuvo; allí, en una pequeña parcela de arena, descubrió una huella reciente. Era la huella de un caballo desherrado.

—¿Es que vamos a bajar por ahí? —la apremió Smithback con inquietud cuando Nora regresó a la cima de la cordillera.

—Sí —contestó ella—. Swire no tuvo ninguna visión. Alguien subió hasta aquí arriba a caballo.

Nora respiró hondo un par de veces. Luego empezó a bajar con cuidado por la senda, sujetando las riendas de
Arbuckles
y tirando de él. El caballo se detuvo al borde del sendero, pero tras la firme insistencia de Nora, el animal dio un primer paso y luego otro. Smithback la siguió, guiando a
Compañero.
Nora oía los resoplidos del animal y el ruido de los cascos desnudos al pisar la superficie de piedra. Mantenía la vista fija en la senda que se abría ante sus pies, respirando de forma regular, tratando de no mirar hacia el abismo insondable que se extendía más allá del borde. Sin embargo, por un momento desvió la mirada instintivamente: abajo se extendía el valle seco, las extrañas formaciones rocosas como guijarros diminutos agolpados y los raquíticos enebros, que desde allí no eran más que simples puntitos negros en la distancia. A
Arbuckles
le temblaban las patas, pero mantenía la cabeza gacha como si mirara hacia el suelo, y seguía bajando despacio. Puesto que ya había ascendido por aquella senda anteriormente, Nora conocía los puntos más peligrosos y difíciles, de modo que guiaba a su caballo para que sortease dichos obstáculos cuando era necesario.

Justo antes del segundo recodo, Nora oyó resbalar a
Arbuckles
y, en un acceso de pánico, soltó la cuerda que guiaba al caballo. Tras unos angustiosos instantes, el caballo dejó de rascar la roca y se quedó quieto, temblando. Sin duda el hecho de no llevar herraduras hacía que los caballos tuviesen mayor capacidad de agarre sobre el suelo. Al inclinarse para recoger la cuerda dos cuervos que volaban pared arriba en la dirección del viento pasaron casi rozándoles. Se acercaron tanto que Nora distinguió con claridad sus ojos redondos y brillantes acechándoles, mientras volaban alrededor de ellos. Uno de los cuervos dejó escapar un fuerte graznido.

Veinte minutos más tarde, Nora llegó al final de lsendero. Al volverse, vio a Smithback recorrer el último trecho de pendiente hacia ella. Se sentía tan aliviada que casi sintió deseos de abrazarle.

De pronto la dirección del viento cambió y trajo hasta ellos una vaharada hedionda: los tres caballos muertos, a unos cincuenta metros de distancia, yacíans obre un cúmulo de rocas fragmentadas.

Quienquiera que hubiese bajado por la senda igual que ellos sin duda se habría parado a examinar aquellos caballos.

Después de entregar a Smithback las riendas de
Arbuckles
, Nora echó a andar hacia los caballos muertos, luchando contra un sentimiento creciente de horror y culpa. Los animales yacían separados entre sí, con el vientre reventado y las tripas esparcidas entre las rocas. También allí encontró las huellas que estaba buscando: el rastro del caballo desherrado. Sin embargo, para su sorpresa, vio que el rastro no procedía del sur, como en el caso de su expedición, sino del norte, en la dirección del pequeño poblado indio de Nankoweap, a varios días de camino de allí.

—El rastro lleva hacia el norte —informó a Smithback, haciéndole señas de que desmontase.

—Estoy impresionado —repuso el reportero al poner el pie en el suelo—. ¿Y qué más puedes decirme del rastro? ¿Era un semental o una yegua? ¿Un caballo picazo o bayo?

Nora extrajo las herraduras de unas alforjas y se arrodilló junto a
Arbuckles.

—Puedo decirte que seguramente era el caballo de un indio.

—¿Y cómo demonios lo sabes?

—Porque los indios suelen montar caballos desherrados. Los anglosajones, en cambio, suelen herrar sus caballos desde el momento en que empiezan a montarlos. —Colocó las herraduras en los cascos de
Arbuckles
, clavó los clavos y luego los remachó con cuidado. Los caballos de Swire, cuyas pezuñas eran suavísimas después de tantos años del uso de herraduras, no podían ir desherrados ni un minuto más de lo necesario.

Smithback sacó el arma que le había dado el vaquero, comprobó su estado y volvió a guardarla en su chaqueta.

—¿Y había alguien encima de ese caballo?

—No soy una rastreadora tan experta, pero estoy segura de que Roscoe no es de la clase de personas que suelen tener visiones.

Nora herró el caballo de Smithback y, guiando a Arbuckles con la cuerda, empezó a seguir aquel rastro, que mostraba dos clases de huellas: unas que se alejaban y otras que se acercaban. A pesar de que el viento había barrido numerosas partes, el rastro era perfectamente visible y serpenteaba hacia el norte, a través de los macizos dispersos de arbustos. Durante un largo trecho, recorrió la falda de la cordillera fragosa. Luego se apartó de ella bruscamente para adentrarse en una serie de desfiladeros paralelos, rodeados por los salientes bajos de una roca negra volcánica.


Oye,
¿dónde aprendiste a rastrear? —le pregun‐ó Smithback—. No sabía que el Llanero Solitario diese clases a los arqueólogos.

Contrariada, Nora le miró e inquirió con acritud:

—¿Es para tu libro?

Por la expresión de su rostro, Smithback parecía sorprendido.

—No. Bueno, sí… supongo. Todo me sirve para documentarme. Pero lo cierto es que siento curiosidad.

Nora suspiró y comentó:

—La gente del Este creéis que rastrear es una especie de don, o puede que una habilidad étnica instintiva, cuando la verdad es que a menos que estés rastreando sobre roca, una pradera o lava, no es tan difícil. Tú limítate a seguir las huellas de la arena.

Prosiguió hacia el norte, pero la voz de Smithback no le dejaba concentrarse.

—Me parece increíble que pueda haber un paisaje tan hostil, tan distinto a todo —estaba diciendo—.Cuando pisamos estos cañones por primera vez, no podía creer lo horrible y yermo que era todo, no se parecía en nada a valle Verde, donde estudié. Sin embargo, cuando lo piensas, hay algo tranquilizador incluso en su soledad, algo limpio en todo este vacío. Es casi como un salón de té japonés, si me apuras. He estado muy ocupado investigando la ceremonia del té este año, desde que…

—Oye, ¿no podrías callarte un rato? —lo interrumpió Nora con exasperación—. Serías capaz de agotar al mismísimo Jesucristo y hacerle huir del Cielo.

Tras un largo rato de agradable silencio, Smithback habló de nuevo.

—Nora, ¿por qué no te caigo bien exactamente? —preguntó con voz queda.

Perpleja, Nora se detuvo al oír sus palabras y se volvió hacia él. El escritor tenía una expresión seria en el rostro, prácticamente insólita en él. Se quedó de pie en silencio a la sombra de
Compañero.
La vestimenta de vaquero, que le había parecido tan ridicula una semana antes, se había convertido en un verdadero uniforme de trabajo, arrugado y polvoriento, que se adaptaba perfectamente a su cuerpo espigado. La palidez de su rostro había desaparecido, dando paso a un bronceado intenso a tono con su pelo castaño. Nora se percató, con un leve estremecimiento, de que era la primera vez que le había oído llamarla por su nombre en lugar de aquel odioso «señora directora», y aunque no era capaz de analizar por qué —y tampoco tenía tiempo, a pesar de que hubiese querido hacerlo—, lo cierto es qué una parte de ella se alegraba al pensar que a Smithback le preocupaba qué sentía por él.

Nora abrió la boca para contestar. ¿Te refieres a por qué me caes mal, además de por ser un engreído fanfarrón con un ego del tamaño de Texas?, quiso decirle, pero se contuvo al darse cuenta de que no estaba siendo justa con Smithback. Pese a todas sus excentricidades, había empezado a sentir aprecio por el periodista. Ahora que lo conocía mejor, había descubierto que su egocentrismo se veía atenuado por ciertas dosis de autocrítica y capacidad para reírse de sí mismo, que resultaban un rasgo personal encantador.

—No era mi intención ofenderte ni nada por el estilo —dijo al fin—. Y no es que no me caigas bien. Pero por poco te cargas la expedición, eso es todo.

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