La ciudad sagrada (58 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

La sensación de irrealidad fue incrementándose hasta hacerse pavorosamente intensa, y Black retrocedió unos pasos para tratar de despejarse. Al hacerlo, sintió un cansancio abrumador. Miró primero a Bonarotti, que seguía balanceando su pico con una cadencia acompasada y regular. Luego dirigió la mirada a Sloane, que esperaba detrás, con el cuerpo todavía tenso por la expectación.

Se oyó un repentino desprendimiento del muro y Black volvió la cabeza hacia la kiva. Se había derrumbado un pedazo enorme de adobe, que se deshizo en trozos más pequeños de color tierra al caer desplomados obre las rocas de debajo. Black vio entonces que el boquete era lo bastante grande para que cupiese una persona.

Recogió una de las lámparas de Sloane del suelo y echó a andar hacia adelante.

—¡Apártate de mi camino! —ordenó, empujando a Bonarotti a un lado con brusquedad.

El cocinero retrocedió tambaleándose, tiró el pico al suelo y se volvió para enfrentarse a Black con el entrecejo fruncido. Sin embargo, éste lo ignoró por completo, tratando desesperadamente de enfocar la lámpara hacia el interior del agujero.

—¡Apartaos! —exclamó Sloane detrás de ambos—. ¡He dicho que os apartéis, los dos!

Bonarotti vaciló unos instantes y luego dio un paso atrás. Black lo imitó, sorprendido por el tono glacial de las palabras de Sloane.

La mujer se adelantó al tiempo que tomaba unas cuantas fotografías más. Luego se colgó la cámara del cuello, se volvió hacia Black y le arrebató la lámpara de las manos.

—Ayúdame a entrar —dijo.

Black colocó las manos sobre las caderas de ella, levantándola mientras Sloane se abría paso entre las rocas y en el interior del boquete. Vio cómo el haz de luz de su lámpara enfocaba frenéticamente el techo de la kiva y luego se alejaba hasta difuminarse en un brillo tenue. Black la siguió rápidamente, escarbando entre las rocas, escurriéndose por el tosco agujero y deslizándose al otro lado, cayendo al suelo con movimientos torpes y escupiendo puñados de polvo. Algo en su interior le decía que no era así exactamente cómo Howard Carter habría irrumpido en aquella kiva.

Tras dejar la lámpara en el suelo, Sloane yacía junto a ella en la polvareda. Temblando de excitación, Black se puso de pie, agarró el asa curvada y metálica de la lámpara y la levantó en el aire. En ese momento su brazo protestó, y unas punzadas de dolor le recorrían los pulmones al respirar, pero él ni siquiera era consciente de todo aquello: había llegado la hora del descubrimiento más importante de la historia; aquél era el momento decisivo de su vida.

Bonarotti también había entrado en la kiva y ahora se hallaba junto a él, pero Black no le prestó atención. Por todas partes el brillo del oro centelleaba en la oscuridad. Resoplando por el entusiasmo, se inclinó y tomó en sus manos el objeto más cercano, un plato lleno de una especie de polvillo.

De inmediato supo que algo iba mal. El plato que sostenía en la mano era muy ligero, y el material demasiado cálido al tacto. Aquello no parecía oro. Tras arrojar el polvillo del plato al suelo, se lo acercó a la cara.

Acto seguido, se irguió y tiró el objeto con gesto de consternación.

—¿Qué coño estás haciendo? —exclamó Sloane.

Pero Black no la oyó. Con una desesperación súbita y salvaje, miró alrededor, a la Kiva del Sol, cogiendo objetos y arrojándolos al suelo de nuevo. Aquello no tenía ningún sentido. Tropezó, cayó al suelo y luego se levantó haciendo un gran esfuerzo. La decepción, después de sus febriles esperanzas, era infinita, más de lo que podía soportar. Instintivamente miró a sus compañeros. Bonarotti estaba de pie e inmóvil bajo el tosco boquete, con un gesto de estupefacción dibujado en su semblante recubierto de polvo.

Entonces Black volvió lentamente la mirada a Sloane. En su dolor e indescriptible consternación, no podía comprender que el rostro de la mujer, en lugar de desesperación, reflejase una completa y luminosa victoria.

57

E
ra imposible saber cuánto tiempo había pasado antes de que por fin Nora sintiese cómo una ráfaga de aire fresco le alborotaba el pelo húmedo de la frente. Poco a poco, el recuerdo de dónde estaba y de lo sucedido fue regresando a su memoria. Sintió unos martillazos implacables en las sienes mientras absorbía el aire fresco.

Notó un peso muerto apoyado contra su espalda. Lo empujó un poco y el peso se movió ligeramente, dejando que una tenue luz se filtrase por la cavidad. El rugido del cañón se había aplacado hasta convertirse en una vibración ronca y atronadora que traqueteaba en su estómago. O tal vez fuese simplemente que sus oídos tapados por el agua estuviesen amortiguando el sonido.

Liberando las piernas y revolviéndose en medio de horribles dolores, descubrió que el peso muerto a su espalda era Smithback, que estaba tumbado sobre un costado, inmóvil. Tenía la camisa hecha jirones alrededor del torso. La luz era muy débil en el interior de la cueva, pero al examinar la espalda del reportero con más atención, advirtió con horror que estaba llena de señales como si le hubieran azotado brutalmente. El grueso feroz de la riada había pasado por encima de ellos mientras estaban apretujados en el refugio de roca; Smithback la había protegido —y sufrido los lacerantes azotes del agua— con su propia espalda.

Nora apoyó la cabeza con suavidad en el pecho del hombre, colocando una mano temblorosa sobre su cara mientras lo auscultaba. El latido del corazón era débil, pero al menos estaba vivo. Casi sin saber lo que hacía, empezó a besarle las manos y la cara. Smithback levantó las pestañas y abrió unos ojos vidriosos y apagados. Al cabo de un momento, centró la mirada. Movió la boca sin emitir ningún sonido, con el rostro crispado en un rictus de dolor.

Por detrás del hombro de Smithback, más allá del borde de su pequeño escondrijo, Nora vio la riada a metro y medio por debajo de ellos, ahora convertida en una suave lengua de agua que, no obstante, se hinchaba otra vez. El caudal había disminuido desde el primer torrente feroz, pero Nora se sorprendió al advertir que parecía estar creciendo de nuevo en lugar de disminuir.Un canalillo de agua chorreaba por los laterales del cañón y goteaba en la parte exterior de la boca de la cavidad, por lo que dedujo que debía de estar cayendo un nuevo aguacero en la cuenca alta. No sólo estaba oscuro en la cueva donde se refugiaban, sino que fuera también parecía oscurecer por momentos. Debía de haber pasado horas inconsciente.

—¿Puedes incorporarte? —le preguntó. El esfuerzo de pronunciar aquellas palabras hizo que un martilleo le sacudiera las sienes.

Con gran esfuerzo, Smithback trató de incorporarse, estremeciéndose de dolor y respirando con dificultad. El movimiento hizo que unos pequeños regueros de sangre fresca le recorrieran el estómago y se deslizaran hasta sus muslos. Cuando Nora lo ayudó a sentarse, advirtió con claridad las heridas de la espalda.

—Me has salvado la vida —dijo Nora, apretándolela mano.

—No, todavía no —respondió él entre jadeos, tiritando.

Con mucho cuidado, Nora asomó la cabeza al exterior, examinando la pared rocosa que había encima del hueco en busca de posibles puntos de apoyo. Estaba completamente lisa, por lo que era imposible escalar hasta arriba. Bajó la vista con gesto pensativo. De alguna forma tenían que salir de aquella cueva, eso por descontado. No podían pasar una noche allí dentro. Si la temperatura seguía bajando, Smithback podía sufrir una hipotermia, y si el caudal del agua seguía creciendo —o si se producía una nueva acometida de la riada como la anterior—, no lograrían sobrevivir. Sin embargo, no había ninguna salida… salvo la de lanzarse a la corriente y esperar lo mejor.

La corriente que seguía su curso bajo sus pies era rápida pero suave, un flujo lineal que avanzaba de forma regular por las paredes lisas del estrecho cañón. Vio fragmentos de los escombros naturales cabeceando en el agua, gravitando hacia el centro. Si lograban nadar hacia el centro de la corriente, tal vez pudiesen dejarse arrastrar por la garganta en dirección al valle, sin que la fuerza del agua los estrellase contra las paredes del cañón.

Smithback la observó, tensando la comisura de sus labios mientras seguía el razonamiento de la joven.

Nora le devolvió la mirada.

—¿Podrás nadar? —le preguntó.

Smithback se encogió de hombros.

—Te ataré a mí —dijo.

—No —protestó el escritor—. Así sólo te arrastraré conmigo hacia el fondo.

—Tú me salvaste la vida. Ahora no podrás librarte de mí. —Con sumo cuidado, tiró de los jirones de su camisa, arrancó las mangas y las retorció hasta formar una soga corta. Luego ató un extremo a su muñeca izquierda y el otro a la derecha de Smithback.

—Esto es una locura… —musitó Smithback.

—Debes ahorrar fuerzas para la travesía. Y ahora escucha, sólo tendremos una oportunidad. Está oscureciendo, ya no podemos esperar más. Lo más importante es acercarnos todo lo posible al centro de la corriente. No será fácil, porque el cañón es muy estrecho, de modo que cuando veas que te acercas demasiado a una de las paredes, sepárate de ella dándole una rápida patada. Lo más peligroso será cuando la riada nos arroje al valle. En cuanto lleguemos allí, debemos dirigirnos a toda prisa hacia la orilla. Si nos dejamos arrastrar hasta el cañón del fondo, estamos perdidos.

Smithback asintió con la cabeza.

—¿Estás listo?

Smithback asintió de nuevo, entrecerrando los ojos y con los labios amoratados.

Esperaron a que pasara una ola. Luego Nora se volvió hacia Smithback y ambos se miraron fijamente mientras ella lo tomaba con fuerza de la mano. Hubo un momento de vacilación y al fin ambos se deslizaron hacia la corriente.

Al contacto con el agua, Nora advirtió que estaba tan fría que le nublaba los sentidos. Además, la corriente era asombrosamente fuerte, mucho más de lo que le había parecido desde la cueva de roca. Mientras avanzaban, descubrió que no había posibilidad de controlar su descenso, pues lo único que podía hacer era luchar por impedir que se estrellasen contra las paredes asesinas, cada vez más cerca de ellos. La superficie del agua bullía y se revolvía, llena de diminutas astillas de madera y restos de vegetación que danzaban con frenesí alrededor de ambos. A mayor profundidad, un torbellino de gravilla y arena le envolvía las piernas. Smithback se afanaba en nadar junto a ella, y lanzó un grito cuando la raíz retorcida de un árbol le golpeó en el hombro.

Al cabo de un angustioso minuto, Nora vio una luz grisácea ante ellos, en medio de la creciente oscuridad. La pared del cañón se acercó peligrosamente y Nora se apartó de ella con una patada desesperada. De pronto salieron en volandas del cañón y se precipitaron a lomos de una gigantesca loma de agua, que surcó por encima de la ladera del pedregal y fue a parar a una charca borboteante. Se oyó un rugido furioso y Nora vio cómo el agua la arrastraba bajo las olas. Tirando de la improvisada soga, la mujer empujó a su compañero a la superficie frenéticamente, hasta que salieron de nuevo a la luz. Mirando alrededor sin dejar de escupir agua, se horrorizó al ver que ya habían recorrido la mitad del valle. Muy cerca de ellos se hallaba la estrecha grieta del otro extremo del valle, y la riada chocaba y se filtraba en ella con una furiosa confusión de ensordecedores sonidos. En ese momento quedaron atrapados en un remolino que los arrastró hacia las aguas mansas que había junto a la orilla.

Mientras se revolvía, Nora sintió un golpe en el estómago, seguido de un doloroso rasguño. Buceó en el agua en busca de algo donde agarrarse mientras ambos seguían luchando con la corriente. Descubrió que había quedado atrapada en el extremo de un matorral de enebro. Palpó la copa con las manos buscando una rama más gruesa y sintiendo cómo la corriente seguía tirando de ellos, insistiendo en arrastrarlos consigo.

—¡Estamos encallados en la copa de un árbol! —exclamó. Smithback asintió en señal de que le había entendido.

Recuperando el equilibrio, Nora echó un vistazo al a orilla. Sólo estaba a quince metros de distancia, pero era como si estuviese a cincuenta, dada la escasa capacidad de maniobra que tenían para atravesar a nado la corriente.

Miró río abajo y vio la copa de otro árbol que, azotado y zarandeado por la corriente, asomaba entre las aguas. Si se soltaban, podrían agarrarse a él. Si sus ramas no cedían bajo la fuerza del agua, más adelante había un tercer árbol desde el cual podrían alcanzar las aguas mansas de la orilla.

—¿Estás listo? —le preguntó.

—Deja de preguntarme lo mismo. Odio el agua.

Nora se lanzó corriente abajo, agarró el siguiente árbol y luego el tercero, arrastrando a Smithback consigo, cuya cabeza apenas sobresalía unos centímetros en el agua. De repente sus pies tocaron el fondo, maravillosamente sólido tras el paso de la riada. Muy despacio, empujó su cuerpo hacia arriba para encaramarse al lodazal que había cerca de la alameda mientras Smithback seguía tras ella. Se dejaron caer con pesadez sobre un torbellino de ramas rotas y el periodista se desplomó de dolor. Nora deshizo la maraña de ramas que los rodeaba y se recostó sobre su espalda, respirando espasmódicamente y escupiendo agua sin dejar de toser.

Se produjo el repentino destello de un rayo seguido del brusco chasquido de un trueno y Nora alzó la vista para ver que una segunda tormenta, no tan intensa, había encapotado el cañón con un manto de oscuridad. Le vino a la memoria el parte meteorológico. Cielos despejados, habían dicho. ¿Cómo habían podido equivocarse de aquella manera?

La lluvia arreció. Nora dirigió la mirada hacia la orilla desolada, en dirección al campamento. Advirtió que había algo extraño, aunque no estaba segura de qué era. Entonces lo comprendió: habían vuelto a instalarlo cuidadosamente, montando de nuevo las tiendas y poniendo el equipo al resguardo de la lluvia bajo una lona.

Supongo que tiene sentido, pensó. Nadie iba a salir de allí en mucho tiempo; al menos, no a través del cañón.

Sin embargo, el campamento estaba desierto.

¿Habría acudido el resto de la expedición a Quivira en busca de refugio? Pero en ese caso… ¿por qué seguían allí ahora que había pasado la peor parte de la riada?

Se incorporó y miró a Smithback, que estaba tumbado boca abajo, empapado de agua y de su propia sangre, sobre la arena. Estaba malherido, pero al menos seguía vivo. No como Aragón. Lo mejor sería llevarlo al calor y el abrigo de una tienda.

—¿Puedes andar? —le preguntó.

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