La ciudad sagrada (55 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

En ese momento vio un destello de amarillo entre el marrón turbio de las aguas: la bolsa donde se hallaba el cadáver de Holroyd. Y al cabo de unos segundos, distinguió algo más, atrapado en una ola vertical: un torso humano, con un brazo todavía pegado a él, cubierto con los jirones que quedaban de una camisa marrón. Mientras Black contemplaba la escena con una mezcla de repugnancia y estupor, el truculento despojo humano se irguió en la cresta de la ola y giró sobre sí mismo, de tal modo que el brazo empezó a agitarse en el aire en una macabra súplica de ayuda. Luego se confundió con una bruma de marrones y grises, hasta sumergirse de nuevo en la riada.

Casi de manera inconsciente, retrocedió un paso, y luego otro más, hasta que sus talones chocaron contra la roca del muro de contención. Más que sentarse, se desplomó sobre él y le dio la espalda al valle, sin querer presenciar nada más.

Se preguntó qué había hecho. ¿Era acaso un asesino? No, por supuesto que no. Nadie había mentido. El parte meteorológico había sido claro e inequívoco. La tormenta se encontraba a treinta kilómetros de distancia, el agua podía haber ido a cualquier parte…

El bramido de la riada prosiguió a sus espaldas, pero Black se esforzó por no prestarle oídos. En su lugar, levantó la vista hacia las frías entrañas de la ciudad que se extendía ante él; oscura aun en la brillante luz de la mañana, serena, del todo indiferente a la catástrofe que estaba ocurriendo en el valle, un poco más allá. Contemplando la ciudad, empezó a sentirse mejor. Respiró lentamente, dejando que el nudo que le comprimía el pecho aflojase su presión. Empezó a pensar de nuevo en la Kiva del Sol y en el tesoro que contenía… y especialmente en la inmortalidad que representaba. Schliemann, Carter, Black.

Sintió cierto desasosiego, cierto sentimiento de culpa, y luego miró a Sloane. Ésta seguía inmóvil al borde del precipicio, contemplando el valle. Tenía la mirada turbia, pero en su rostro Black leyó una mezcla de emociones que no podía ocultar del todo: asombro, horror y, en el brillo de sus ojos y la ligera curva en la comisura de los labios… una inequívoca expresión de triunfo.

51

R
icky Briggs escuchó el sonido distante con irritación. Aquel rítmico golpeteo sólo podía significar una cosa: un helicóptero que, por el ruido, volaba en aquella dirección. Meneó la cabeza. Se suponía que los helicópteros debían mantenerse fuera del espacio aéreo del puerto deportivo, aunque rara vez lo hacían. A menudo eran helicópteros que hacían vuelos de recreo por el lago o iban de camino al río Colorado o al Gran Cañón. Molestaban a las barcas, y cuando algo molestaba a los pasajeros de éstas, luego venían a quejarse a Ricky Briggs. Lanzó un suspiro y reanudó su trabajo con el papeleo.

Al cabo de un momento, alzó la vista otra vez. El ruido de aquel helicóptero era distinto del sonido habitual: un poco más bajo y gutural, extrañamente entrecortado, como si en realidad hubiera más de uno. Pese al zumbido, oyó el ruido de un motor diesel al aparcar junto al edificio, la comidilla de los curiosos. Con aire distraído, se inclinó para mirar por la ventana. Lo que vieron sus ojos le hizo dar un brinco en el asiento.

Dos helicópteros gigantescos se acercaban desde el oeste, volando a escasa altura. En sus cascos anfibios ostentaban sendos logotipos de Guardacostas a cada lado. Disminuyeron la velocidad hasta quedar suspendidos en el aire justo detrás de la zona de recreo del puerto deportivo, batiendo sus enormes hélices en el aire. Un pontón, de gran tamaño colgaba de uno de ellos. Debajo, el agua se arremolinaba en un torbellino de espuma blanca. Las casas flotantes oscilaban con fuerza y los bañistas con la piel tostada por el sol se agolpaban con curiosidad en la orilla de cemento.

Briggs cogió su teléfono móvil y salió corriendo hacia la pista de asfalto ardiente mientras marcaba el número de la torre de control de Page.

Fuera, en el calor asfixiante, le aguardaba una nueva sorpresa: un enorme remolque de caballos aparcado en la rampa, igual que la otra vez, con las palabras instituto arqueológico de santa fe grabadas a un lado. Mientras lo observaba, dos furgones de la Guardia Nacional aparcaron detrás de él. Un ejército de hombres uniformados bajó por la parte posterior, portando barreras para cortar la circulación. La multitud prorrumpió en murmullos cuando el helicóptero dejó caer el pontón al agua con un estruendoso chapoteo.

Su teléfono chirrió y oyó una voz al otro lado del diminuto auricular.

—Page —dijo la voz.

—¡Llamo desde Wahweap! —exclamó Briggs—.¿Qué coño está pasando en nuestro puerto deportivo?

—Tranquilícese, señor Briggs —le aconsejó la voz serena del controlador del tráfico aéreo—. Se ha puesto en marcha una operación de rescate a gran escala. Acabamos de enterarnos hace escasos minutos.

Un grupo de guardias estaba colocando las barreras para el tráfico, mientras que otro había bajado a la plataforma para abrir el paso y ahuyentar a las barcas del puerto deportivo.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo ? —replicó Briggs.

—La operación se centra en la zona desértica, al oeste de Kaiparowits.

—Dios santo. Vaya lugar para perderse… ¿De quién se trata?

—No lo sé. Nadie quiere decir nada.

Deben de ser esos arqueólogos zumbados, pensó Briggs. Sólo a unos locos se les ocurriría adentrarse en ese desierto. Un nuevo ruido de motor vino a añadirse al barullo y, al volverse, el hombre vio un semirremolque transportando marcha atrás una enorme lancha motora de líneas pulcras y elegantes en dirección al agua. Dos cajas de motores diesel idénticos sobresalían de la popa como si de unas torretas de ametralladoras se tratara.

—¿Para qué quieren los helicópteros? —inquirió Briggs al teléfono—. Los laberintos de cañones de ahí son tan estrechos y retorcidos que es imposible ver nada desde el aire. Además, tampoco podrían aterrizar en ninguna parte aunque viesen algo.

—Creo que sólo están transportando el equipo hasta el otro extremo del lago. Ya se lo he dicho, se trata de algo muy gordo.

Habían depositado la barca en el agua con gran rapidez, y emitiendo un rugido el semirremolque se alejó del lago y abandonó la plataforma inundada de agua. La lancha motora cobró vida, dio media vuelta y acarició el muelle, esperando lo suficiente para que subieran a bordo dos hombres: un joven que llevaba una camiseta con el logotipo de José Cuervo, y un hombre enjuto de pelo gris con unos pantalones caqui. Un perro marrón de aspecto monstruoso saltó a la barca tras ellos. De inmediato la lancha salió rugiendo a toda velocidad a través de la zona de recreo, dejando a cientos de motos acuáticas temblequeando como posesas a su paso. Los gigantescos helicópteros levantaron el hocico en el aire y se dispusieron a seguirla.

Briggs contemplaba la escena con incredulidad, mientras el remolque bajaba deslizándose por la rampa hacia el pontón que lo aguardaba en el agua.

—Esto no puede estar sucediendo —farfulló entredientes.

—Ya lo creo, que está sucediendo —le aseguró su interlocutor—. Estoy seguro de que también lo llamarán a usted. Ahora tengo que colgar.

Briggs dio un furioso manotazo al teléfono, pero en ese instante empezó a sonar: un chirrido agudo e insistente que se oyó con claridad pese al escándalo de aquellos preparativos y las exclamaciones de los curiosos.

52

B
lack se desplomó junto al fuego extinguido, exhausto y empapado de pies a cabeza. La tardía lluvia derramaba su cadencia regular sobre sus hombros, no tan violentamente como apenas una hora antes, pero con enormes goterones que se repetían sin cesar. Sin embargo, Black no le prestaba atención.

Pese a que la fiereza inicial de la riada se había aplacado, el agua seguía bramando por el centro del valle, con su superficie turbulenta y marrón como la espalda musculosa de una bestia inmunda. Con aire distante, observó su amplio curso, sorteando y pasando por encima de árboles atascados, dirigiéndose a la entrada de la garganta secundaria que había en el otro extremo del valle donde, en tan reducido espacio, la violencia del agua volvió a desatarse, levantando enormes olas de espuma y agua pulverizada hacia el cielo encapotado.

Llevaban casi dos horas inmóviles al borde del agua. Sloane había realizado un valeroso intento de rescate recorriendo las orillas, tendiendo cuerdas sobre el caudal de la riada y rastreando el agua sin cesar en busca de posibles supervivientes. Black nunca había visto un intento tan heroico, o quizá una interpretación tan buena… Se restregó los ojos con las manos mientras permanecía sentado y encorvado hacia adelante. Puede que Sloane no hubiese estado actuando… En ese momento estaba demasiado cansado para que le importase.

Al final, todos excepto Sloane habían decidido volver al campamento. Las bolsas impermeables que habían sobrevivido al maremoto, esparcidas por el viento, ahora estaban apiladas en un mismo montón; habían vuelto a montar las tiendas de campaña y retirado la maraña de ramas y palos rotos. Mientras trabajaban, nadie había pronunciado una palabra. Era como si tuviesen que hacer algo constructivo, cualquier cosa. Cualquier actividad era mejor que quedarse allí inútilmente, contemplando el agua con impotencia.

Black se recostó hacia atrás, inspiró hondo y miró alrededor. Junto a él, en filas ordenadas, vio el equipo que se suponía iban a llevar consigo de vuelta a casa, todavía en sus bolsas y listo para ser transportado, una silenciosa pantomima del viaje de vuelta a través del cañón secundario que nunca había llegado a tener lugar. No había nada más que hacer.

Siguiendo el ejemplo de Black, Bonarotti se acercóy empezó a montar su equipo de cocina en silencio. Más que cualquier otra cosa, aquel gesto parecía ser la muda confirmación de que habían perdido toda esperanza. Tras extraer un pequeño asador y una botella de gas propano, preparó una cafetera exprés y la protegió de la lluvia con su cuerpo. Swire se acercó a ellos poco después con aspecto consternado. Sloane hizo lo propio al cabo de unos minutos, avanzando en silencio desde las aguas turbulentas. Bonarotti les sirvió una taza de café y Black se bebió la suya con gratitud, apurándola de un sorbo y sintiendo cómo el calor del café se filtraba por sus doloridos miembros.

Sloane aceptó la taza que le tendía Bonarotti. Luego miró a Swire y a continuación, lanzándole una mirada más elocuente, a Black antes de mirar de nuevo al cocinero. Finalmente dijo, rompiendo el silencio.

—Creo que debemos aceptar el hecho de que nadie ha sobrevivido a la riada. —Hablaba en voz baja y con tono vacilante—. Es imposible que les diera tiempo atravesar el cañón.

Absorto, Black escuchaba la premura del agua y el palpitar de la lluvia.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Bonarotti.

Sloane suspiró y comentó.

—Nuestro equipo de comunicaciones está inservible, así que no podemos pedir ayuda por radio. Aunque organizasen una operación de rescate en nuestra búsqueda, tardarían al menos una semana en llegar al valle exterior, tal vez más. Y el agua ha bloqueado nuestra única salida. Tendremos que esperar hasta que baje el nivel. Si siguen las lluvias, eso podría significar mucho tiempo.

Black miró a los demás. Bonarotti estaba observando a Sloane, sosteniendo la taza de café en sus manos con aire protector. Swire tenía la mirada perdida, aturdido aún por cuanto acababa de suceder.

—Hemos hecho todo lo posible —prosiguió la mujer—. Por suerte, la mayor parte del equipo se ha salvado de la riada. Ésa es la buena noticia. —Bajó el tono de voz y agregó—: La mala noticia, terrible, es que hemos perdido a cuatro compañeros, incluyendo a nuestra directora de expedición. Y con respecto a eso, no hay nada que podamos hacer. Es una tragedia que no creo que ninguno de nosotros sea capaz de asimilar del todo. —Hizo una pausa—. Nuestro primer deber es llorar su muerte. Tendremos tiempo, en los días y las semanas que seguirán, de recordarlos en nuestros pensamientos, pero hagamos ahora un minuto de silencio para tenerlos presentes en nuestras plegarias.

Sloane inclinó la cabeza. Se produjo un silencio tan sólo alterado por el ruido del agua. Black tragó saliva. Pese a toda la humedad que le rodeaba, tenía la garganta seca.

Al cabo de unos minutos, Sloane levantó la vista de nuevo.

—Nuestro segundo deber consiste en recordar quiénes somos y por qué vinimos aquí… Vinimos aquí para descubrir una ciudad perdida, para explorarla y documentarla. Luigi, hace unos minutos me preguntaste qué íbamos a hacer ahora. Sólo hay una respuesta para esa pregunta. Mientras estemos atrapados aquí dentro, tenemos que seguir con el plan inicial. —Se interrumpió para beber un sorbo de café—. No podemos permitirnos el lujo de desmoralizarnos, de quedarnos aquí sentados de brazos cruzados y sin hacer nada, esperando un rescate que puede que se produzca o puede que no. —Hablaba despacio y escogiendo muy bien cada palabra, tomándose el tiempo necesario para mirar a cada uno de los miembros del grupo—. Y todavía nos queda por delante la labor más productiva de todas: documentar la Kiva del Sol.

En ese momento el gesto ausente desapareció del rostro de Swire, que miró a Sloane, sorprendido.

—Lo ocurrido hoy es una tragedia —prosiguió Sloane, con voz más firme, pero está en nuestras manos el impedir que se convierta en algo peor, en una tragedia inútil. La Kiva del Sol es el descubrimiento más excepcional de una expedición excepcional. Es la forma mássegura de garantizar que Nora, Peter, Enrique y Bill sean recordados, no por su muerte sino por sus obras. —Hizo una pausa, y añadió con tono solemne—: Es lo que Nora habría querido…

—¿Estás hablando en serio? —la interrumpió Swire de improviso. La sorpresa y la confusión habían dado paso a algo peor—. ¿Que eso es lo que Nora habría querido? ¿Y eso fue antes o después de que te echara de la expedición?

Sloane se volvió hacia él.

—¿Tienes alguna objeción, Roscoe? —preguntó. Hablaba con calma, pero había un intenso brillo en susojos.

—Se trata más bien de una pregunta —contestó Swire—. Una pregunta sobre ese parte meteorológico tuyo.

Black sintió cómo el estómago le temblaba con una súbita punzada de miedo, pero Sloane se limitó a responder a la afrenta del vaquero devolviéndole una mirada glacial. Luego preguntó:

—¿Qué pasa con el parte meteorológico?

—Esa riada bajó veinte minutos después de que anunciases cielos despejados.

Sloane esperó unos segundos, sin dejar de mirar a Swire, dejando que la crispación creciese en el ambiente.

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