El periodista tragó saliva y asintió con la cabeza. Nora lo ayudó a levantarse; el hombre se tambaleó un poco, avanzó unos pasos y luego se apoyó de nuevo sobre ella.
—Sólo un poco más —murmuró Nora.
Casi arrastrándolo con ella, lo llevó hasta la franja de tierra más elevada del campamento desierto. Después de meterlo en la tienda reservada a las urgencias médicas, rebuscó entre el instrumental y extrajo unos cuantos calmantes, un antibiótico tópico y unas vendas. A continuación se detuvo para asomar la cabeza por la tienda y echar un vistazo alrededor. Una vez más, le sorprendió que no hubiera nadie. ¿Habrían desaparecido todos en la riada? No, por supuesto que no; alguien tenía que haber levantado las tiendas. Además, seguro que Sloane y Swire habían sabido reconocer de inmediato lo que se avecinaba y se habían asegurado de que todo el mundo se pusiese a salvo.
Abrió la boca, a punto de gritar. Sin embargo, su instinto le dijo que debía permanecer en silencio, aunque no entendía por qué.
Volvió a entrar en la tienda y miró a Smithback.
—¿Cómo estás? —le preguntó con ternura.
—Como nuevo —contestó estremeciéndose de dolor—. Bueno, más o menos.
Al observar el pelo húmedo que el periodista llevaba pegado a la frente, Nora sintió cómo la embargaba una súbita oleada de cariño.
—¿Podrías levantarte otra vez? —inquirió.
Él la miró.
—¿Porqué?
Nora meneó la cabeza.
—Porque creo que deberíamos salir de aquí cuanto antes. —Vio la extrañeza reflejada en sus ojos castaños—. Aquí pasa algo extraño —prosiguió—, y sea lo que sea, me gustaría averiguarlo cuando estemos lejos de aquí. —Le ofreció un par de calmantes, le tendió una cantimplora y empezó a curarle las terribles heridas de la espalda. El periodista dio un respingo, pero no protestó.
—¿Cómo es posible que no te quejes? —le pregun‐tó Nora.
—No lo sé —farfulló—. Supongo que tengo la espalda dormida por el agua fría.
Smithback tiritaba, aunque tenía la frente perlada de sudor. Tiene fiebre, se dijo Nora. En el exterior la lluvia estaba arreciando y se había levantado un fuerte viento que azotaba los costados de la tienda. Nora decidió que definitivamente no podía mover al reportero de allí, al menos no de momento.
—Quédate en el saco de dormir —dijo, acariciándole la mejilla—. Voy a ver si consigo algo caliente para que te lo bebas. —Después de cerrar con delicadeza el saco de dormir, la mujer se levantó y se dirigió a la abertura de la tienda.
—Nora —masculló la voz que había en el interior del saco, despacio y soñolienta.
La mujer se volvió.
—¿Sí?
Smithback la miró.
—Nora —repitió—. Escucha… después de todo lo que ha sucedido entre nosotros… bueno, la verdad es que me gustaría decirte lo que siento.
La arqueóloga lo miró fijamente y, acercándose a él, tomó la mano del periodista entre las suyas.
&msah;¿Sí?
Smithback esbozó una débil mueca y susurró:
—La verdad es que siento… como si me hubiera pasado por encima una apisonadora.
Nora meneó la cabeza y se echó a reír.
—Eres incorregible.
Se inclinó sobre él y le dio un suave y prolongado beso.
—Por favor, señora directora, un poco más… —murmuró Smithback.
Nora esbozó una luminosa sonrisa. A continuación, retrocediendo unos pasos, salió de la tienda y cerró la cremallera de la entrada. Encorvando la espalda bajo la lluvia, atravesó el campamento y se dirigió al armario de las provisiones.
S
loane Goddard estaba de pie en la oscuridad de la kiva, contemplando las hileras de relucientes vasijas. Durante un buen rato no vio nada más, era como si el mundo exterior del tiempo y el espacio se hubiese retirado a una galaxia lejana, sin dejar nada más que aquel reducido espacio tras de sí. Mientras contemplaba el espectáculo, se olvidó de todo lo demás: de la muerte de Holroyd y la riada, de Nora y los otros, de la inquietante presencia de los asesinos de caballos…
A lo largo de la historia sólo se habían encontrado unos pocos fragmentos de cerámica micácea negro sobre amarillo. El hecho de ver vasijas enteras suponía toda una revelación. Eran trascendentalmente hermosas, la cerámica más exquisita que había visto en su vida. Cada pieza había sido modelada y fabricada con suma perfección, puliéndolas con piedras lisas para darles un lustre sensual. La arcilla con que estaban hechas resplandecía con un amarillo intenso, pero habían realzado soberbiamente el color agregando mica prensada a la arcilla. La cerámica resultante brillaba con luz propia, y mientras Sloane admiraba los montones de cuencos y jarras, figurillas jorobadas, cráneos, vasijas y efigies, sintió que todo aquello era mucho más hermoso que el oro. Poseían una calidez y una vitalidad de las que carecía el metal precioso. Cada pieza había sido decorada con dibujos geométricos y zoomórficos de habilidad y capacidad artística superlativos: tenía ante sí la historia pictográfica completa del pueblo anasazi.
Todo estaba allí, tal como ella había creído desde el principio: la mayor concentración de la historia de cerámica micácea. Aquél había sido el proyecto favorito de su padre: a lo largo de treinta años, había rastreado cada uno de los fragmentos más raros, trazando hipotéticas rutas comerciales en busca de su origen. Debido a la escasa cantidad de fragmentos encontrados, había esgrimido la teoría de que aquella clase de cerámica era la posesión más preciada del pueblo anasazi, y que debía de estar almacenada en una sede central, probablemente religiosa. Por fin, tras localizar los puntos de distribución de los fragmentos conocidos, había llegado a la conclusión de que la ubicación de dicha sede debía hallarse en algún lugar de los cañones laberínticos. Por un tiempo había acariciado el sueño de encontrarla él mismo, pero había envejecido y enfermado. Pero de pronto, al conocer el proyecto de Nora y la carta de su padre, la esperanza había renacido en él. Dedujo que si realmente existía Quivira, era allí donde debía hallarse el origen de la fabulosa cerámica. Por supuesto, no eran más que especulaciones, demasiado arriesgadas para que un hombre de su posición pudiese publicarlas o incluso propagarlas. Sin embargo, bastaban para organizar una expedición, con su hija formando parte del equipo.
Sloane sabía que si finalmente descubrían la ciudad, hablaría de la cuestión en privado con Nora, pero no permitiría de ningún modo que ésta participase del gran descubrimiento. Nora ya había tenido su parte de gloria, más de la que merecía. Cuántas veces, durante el viaje a Quivira, había lamentado aquella situación: ahí estaba, acatando las órdenes de una simple académica segundona, que ni siquiera tenía su propia plaza de titular, cuando era a ella a quien, con todo el derecho, correspondía estar al mando de la expedición. Al final sería Nora, y por extensión el padre de Sloane, quienes se llevarían los reconocimientos, un nuevo ejemplo de la desconsideración de su padre y su falta de confianza en ella.
Bien, pues la situación había cambiado. Si Nora no hubiese sido tan egoísta, tan obcecadamente autoritaria, las cosas no habrían tenido por qué acabar así. Sin embargo, como por obra del destino, el descubrimiento sería sólo suyo. Ahora era ella la directora de la expedición y sería su nombre el que aparecería en los anales de la historia relacionado con el descubrimiento de la legendaria cerámica. Todos los demás —Black, Nora y especialmente su padre— quedarían subordinados.
Poco a poco, Sloane regresó al presente. De soslayo, vio a Bonarotti, sumido en una silenciosa decepción, caminando con las piernas rígidas hacia el boquete que había ayudado a abrir. Al cabo de un momento, subió al banco de piedra y salió al exterior de la cueva.
Recorrió con la mirada el multitudinario conjunto de cerámica. De pronto reparó en un enorme agujero en el suelo, que le había pasado inadvertido hasta entonces. De forma inexplicable, parecía haber sido cavado recientemente. Sin embargo, aquello no tenía sentido: ¿quién si no ellos había estado en el interior de aquella kiva en los últimos setecientos años? ¿Y a quién se le ocurriría la estupidez de excavar unos cuantos kilos de polvo y hacer caso omiso de uno de los hallazgos más importantes en la historia de Norteamérica?
Pero su alegría era demasiado intensa para seguir pensando en ese pequeño detalle. Se volvió hacia Black con entusiasmo: pobre Aaron Black, que había dejado que su deseo infantil de encontrar un tesoro dorado cegase al maduro arqueólogo que habitaba en su interior. Ella no había intentado sacarle de su error, por supuesto: ¿para qué apagar su entusiasmo cuando su apoyo había sido tan importante para ella? Además, una vez que hubiesen pasado la decepción y la vergüenza iniciales, seguro que se daría cuenta de lo infinitamente importante que era el verdadero descubrimiento.
Pero lo que vio de Black en la oscuridad de la kiva la llenó de estupor. Tiene un aspecto horrible, pensó. La piel parecía habérsele encogido de repente. Un par de ojos rojos y húmedos miraban al frente con gesto perdido, en un rostro cubierto de un polvo pálido que estaba convirtiéndose en barro sobre su piel sudorosa. Sloane vio reflejada en sus ojos una breve y aterradora visión de Peter Holroyd, paralizado por el miedo y la enfermedad, en la cámara junto al sepulcro real.
Black tenía la boca flácida y al caminar parecía tambalearse. Dio un paso más, cogió un cuenco y extrajo un collar dorado de cuentas micáceas bajo la luz de la lámpara.
—Cerámica —dijo con voz apagada.
—Sí, Aaron: cerámica —convino Sloane—. ¿No es fantástico? La micácea negro sobre amarillo que los arqueólogos llevan buscando más de cien años.
El hombre miró el collar, parpadeando, sin verlo. Entonces, muy despacio, lo elevó en el aire y lo colocó alrededor del cuello de Sloane con manos temblorosas.
—Oro —masculló—. Yo quería darte oro.
Sloane tardó unos minutos en asimilar sus palabras. Advirtió que trataba de dar un paso al frente, tambaleándose de nuevo.
—Aaron —dijo con tono apremiante—. ¿Es que no te das cuenta? Esto vale mucho más que el oro. Muchísimo más. Estas vasijas cuentan…
Se interrumpió con brusquedad. Black tenía el rostro crispado y se apretaba las sienes con las manos. Instintivamente Sloane dio un paso atrás. Mientras lo observaba, a Black empezaron a temblarle las piernas y se desplomó contra el muro interior de la kiva, deslizándose hasta caer sobre el banco de piedra.
—Aaron, estás enfermo —musitó, al tiempo que una sensación de pánico borraba de un plumazo su exaltación triunfal. Esto no puede estar sucediendo, pensó. Ahora no…
Black no respondió. Intentó incorporarse estirando los brazos, y tiró al suelo varias vasijas en el intento.
Sloane avanzó hacia él con determinación y le cogió una mano.
—Aaron, escucha. Voy a bajar al campamento por el botiquín médico. Volveré en cuanto pueda.
Se encaramó rápidamente al boquete y salió de la kiva. A continuación, sacudiéndose el polvo de las piernas, echó a correr fuera de la cueva, a través del callejón y en dirección a la ciudad silenciosa.
A
rrodillándose junto a Smithback, Nora se metió en el bolsillo una linterna que había encontrado en una de las bolsas impermeables y ayudó al periodista a engullir una pequeña taza de caldo humeante. A las puertas de la tienda, el hornillo portátil de propano chisporroteaba y crepitaba al enfriarse. Tras retirarle la taza vacía de las manos, lo ayudó a tumbarse de nuevo en el interior del saco, extendió una manta de lana sobre él y se aseguró de que estuviera cómodo. Le había puesto una camisa y unos pantalones secos, y ahora parecía hallarse fuera de peligro. Sin embargo, mientras siguiese lloviendo, era inútil tratar de moverlo. Ella sabía que lo que necesitaba Smithbackera dormir. Consultó el reloj de pulsera que había colgado en el poste principal de la tienda. Eran más de las nueve y sin embargo, inexplicablemente, nadie había regresado todavía al campamento.
Empezó a pensar en lo sucedido. La tormenta que había provocado la riada debía de haber sido enorme, por lo que resultaba inexplicable que alguien en lo alto de la meseta no la hubiese visto…
Se levantó rápidamente. Smithback la miró y esbozó una débil sonrisa.
—Gracias —dijo.
—Tienes que dormir —contestó ella—. Voy a subir a las ruinas.
Smithback asintió, mientras cerraba los ojos. Nora cogió la linterna y se deslizó al exterior de la tienda en medio de la oscuridad. Después de encenderla, siguió el cilindro de luz hacia la base de la escala de cuerda. Su cuerpo magullado le dolía y se sentía exhausta. Una parte de ella temía y presentía al mismo tiempo lo que quizá encontraría en la vieja ciudad. Sin embargo, Smithback debía descansar, y abandonar el valle en aquellas circunstancias era imposible. Así pues, como directora de la expedición no tenía otra opción que entrar en Quivira y averiguar por sí misma qué estaba ocurriendo exactamente.
Las gotas de lluvia relucían ante el haz amarillo como destellos de luz intermitentes. Al acercarse a la pared de roca vio una figura oscura bajar por la escalera y saltar sobre la arena. La silueta y el ágil movimiento eran inconfundibles.
—¿Eres tú, Roscoe? —inquirió Sloane.
—No —contestó Nora—. Soy yo.
La figura se quedó paralizada. Nora dio un paso hacia adelante y observó el rostro de Sloane, iluminado bajo el resplandor de la linterna. En su cara no vio signos de alivio, sino de estupor y confusión.
—Tú… —musitó Sloane, y Nora creyó percibir un atisbo de ira en su voz.
—¿Se puede saber qué está ocurriendo? —preguntó Nora, tratando de conservar la calma.
—¿Cómo has…? —empezó a decir Sloane.
—Te he hecho una pregunta —la interrumpió—.¿Qué está pasando aquí? —Instintivamente dio un paso atrás y, por primera vez, se fijó en el collar que rodeaba el cuello de Sloane: unos abalorios de gran tamaño, obviamente prehistóricos, de color amarillo, amarillo
micáceo,
brillaban bajo el haz de luz.
Mientras Nora contemplaba el collar, lo que había comenzado como un temor vacilante se convirtió de pronto en una fuerte convicción.
—Lo has hecho, ¿verdad? —susurró—. Has entrado en la kiva.
—Yo… —Sloane fue incapaz de terminar la frase.
—Has entrado en esa kiva pese a todo lo ocurrido —dijo Nora—. ¿Tienes idea de lo que dirá el instituto?¿De lo que dirá tu padre?