La ciudad sagrada (66 page)

Read La ciudad sagrada Online

Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

—Pero ¿cómo?

—Conozco un camino secreto, el que utilizan los propios lapapieles para entrar y salir del valle. Es extremadamente difícil, pero debo sacarles a usted y a su amigo de aquí cuanto antes.

Beiyoodzin echó a andar deprisa y sin hacer ruido a través de las sombras veteadas, fuera del campamento y de nuevo hacia el saliente de la pared rocosa. Utilizando la oscuridad de la pared de roca como protección, se abrieron paso a través del desprendimiento hacia el otro extremo del cañón, donde el río crecido retozaba contra la garganta secundaria aún más estrecha, desapareciendo en una violenta cascada. El sonido del agua era aquí mucho más intenso, y la totalidad de la entrada del cañón estaba cubierta del habitual velo de niebla. Sin detenerse, Beiyoodzin atravesó la cortina de agua pulverizada y desapareció. Tras titubear unos instantes, Nora lo siguió.

Al llegar al otro lado encontró una pequeña plataforma de roca inclinada. La senda, cincelada sobre la roca, empezaba justo detrás de la cortina de agua y seguía hacia abajo, a escasos metros por encima del fragor de la catarata. Una vez en el estrecho cañón, el reflejo de la luz de luna era tenue, y Nora se deslizó por la superficie resbaladiza y cubierta de musgo de la roca con mucho cuidado. Sabía que un solo paso en falso podía hacer que se precipitase por el borde y cayese sobre las aguas turbulentas, en dirección al angosto laberinto de roca afilada y a una muerte segura.

Al cabo de unos minutos, la pendiente de la senda se suavizó hasta unirse a un nuevo saliente de roca. Unas nubes de bruma fría se alzaron desde el agua revuelta y la envolvieron como un manto. En aquel trecho del camino la presencia constante de humedad había creado un extraño microclima de musgos, flores colgantes y espesa vegetación. Moviéndose a un lado, Beiyoodzin apartó un velo de exuberantes heléchos y, en la penumbra que apareció detrás, Nora logró vislumbrar la silueta de Smithback, sentado, con los brazos alrededor del cuerpo, esperando.

—¡Bill! —exclamó cuando el hombre se puso en pie atónito y su rostro esbozó un gesto de alegría indescriptible.

—¡Oh, Dios mío! —dijo—. Nora, te creía muerta. —Abrazándola sin fuerzas, la besó.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó la mujer al tiempo que acariciaba el horrible verdugón que mostraba una de sus sienes.

—Tengo que darle las gracias a Sloane. Ese sueñecito me ha sentado de maravilla. —Pero la debilidad en su voz y el acceso de tos que siguió a sus palabras delataban su verdadero estado—. ¿Dónde está? ¿Y dónde están los demás?

—Tenemos que ponernos en marcha —intervino Beiyoodzin con apremio.

Señaló hacia adelante y Nora siguió su dedo con la mirada. Vio entonces el estrecho y oscuro sendero que conducía hacia arriba por la pared del cañón, zigzagueando a través de las fisuras y los pináculos de roca y sorteando las grietas. Bajo la pálida luz de la luna tenía un aspecto terrorífico: un camino espectral e insustancial, hecho para los fantasmas y no para los seres humanos.

—Yo iré primero —le susurró Beiyoodzin a Nora—. Luego Bill y luego usted.

La miró un momento, escrutando su rostro. A continuación se volvió y enfiló el sendero, apoyando el peso de su cuerpo contra la pared del cañón y avanzando por la cuesta con sorprendente agilidad para alguien de su edad. Smithback se agarró a un punto de apoyo en la roca y, temblando, echó a andar detrás del anciano. Nora lo siguió.

Subieron lenta y penosamente por la escarpada senda, con cuidado de sortear las algas y el musgo resbaladizo que crecían en los salientes bajo sus pies. El rugido de la cascada retumbaba desde abajo con una fuerte vibración que sacudía el aire. Nora advirtió que Smithback apenas era capaz de seguir, y que cada paso requería de él toda su energía.

Al cabo de unos angustiosos minutos, salieron del microclima. La garganta secundaria era cada vez más estrecha y la menguante luz de la luna, cada vez más escasa, hacía el penoso avance aún más difícil. A unos metros de distancia, justo en el límite de su alcance de visión, Nora vio que el sendero se retorcía y desaparecía al doblar una esquina. En la curva un pequeño parapeto de roca se extendía justo por encima de la catarata de abajo.

—¿Cómo estás? —le preguntó Nora a Smithback.

Al principio no contestó. Luego jadeó, tosió un poco y levantó el dedo pulgar de una mano.

De pronto, Beiyoodzin se detuvo y alzó una mano sobre su hombro a modo de advertencia.

—¿Qué pasa? —preguntó Nora deteniéndose, mientras el miedo volvía a apoderarse de ella.

En ese momento también ella percibió el aroma dulzón a campanillas en la brisa refrescante. Miró a Beiyoodzin en silencio.

—¿Qué pasa? —inquirió Smithback.

—Nos está siguiendo por el sendero —informó Beiyoodzin. Los años parecieron aflorar de repente a su rostro ajado y arrugado. Sin añadir nada más, reanudó el ascenso.

Lo siguieron tan deprisa como les permitían sus fuerzas por la abrupta pared de roca. Nora se mordía el labio para hacer más soportable el dolor de su pierna herida.

—Más rápido —los apremió Beiyoodzin.

—Bill no puede ir más… —dijo Nora, pero se interrumpió de repente.

No detrás, sino delante de ellos, en la brusca revuelta del camino, había aparecido una sombra, una mancha negra sobre el débil brillo de la pared rocosa. La pesada piel de lobo despedía un hedor nauseabundo, y la franja de la parte inferior estaba empapada en sangre. Dio un paso vacilante hacia ellos y luego se paró. Mareada de miedo y horror, Nora oyó el áspero resuello que fluía a través de la máscara ensangrentada. En la penumbra le pareció ver un par de puntos rojos, dos ojos rabiosos de furia, dolor y maldad.

Para su sorpresa, Beiyoodzin siguió. Al llegar al saliente de roca que había justo antes del recodo dio un salto para encaramarse a él con cuidado. El lapapieles lo observaba inmóvil. Hurgando entre sus ropas, Beiyoodzin extrajo su fardo de medicinas, lo abrió y rebuscó en el interior. Sin apartar los ojos del lapapieles, esparció una pequeña línea de polen y maíz molido, casi invisible, sobre el estrecho saliente que había entre ambos, entonando un cántico suave.

Mientras Nora lo observaba en pavoroso silencio, el lapapieles dio un paso al frente, hacia la raya de polen. Beiyoodzin pronunció una palabra:


Kishlinchi.

El lapapieles se detuvo, escuchando. Beiyoodzin meneó la cabeza con gesto apesadumbrado.

—Por favor, ya basta —musitó—. Haz que esto acabe aquí.

El lapapieles siguió esperando. A continuación, Beiyoodzin extrajo una pluma de águila que blandió ante él.

—Crees que el mal te ha fortalecido, pero sólo te ha debilitado. Te ha hecho débil y monstruoso. El mal es la ausencia total de fortaleza. Ahora te pido que seas fuerte y que pongas fin a todo esto. Es la única manera que tienes de salvar tu vida, porque el mal siempre acaba consumiéndose a sí mismo.

Con un rugido de ira, el lapapieles desenvainó un cuchillo de obsidiana. Dio un paso al frente, traspasando la raya de polen, y enarboló el cuchillo a escasos centímetros del corazón de Beiyoodzin.

—Si no regresas conmigo, entonces te suplico que te quedes aquí, en este lugar —añadió Beiyoodzin con la voz quebrada—. Si eliges el mal, quédate con el mal. Toma la ciudad si es eso lo que debes hacer. —Señaló a Nora y añadió—: Llévate a esos intrusos, si es eso lo que satisface tu sed de sangre. Pero deja al pueblo, deja a nuestro pueblo en paz.

—Pero ¿qué dice? —exclamó Smithback, sorprendido. Sin embargo, ni el lapapieles ni Beiyoodzin prestaron oídos a sus palabras. El anciano buscó algo más entre su vestimenta y extrajo otra bolsa, mucho más vieja y desgastada, con ribetes de plata y turquesas. La mirada de Nora fue de Beiyoodzin a la bolsa de medicinas y luego de nuevo al rostro del anciano, mientras en su interior se mezclaban unos sentimientosde ira, temor y traición. Sigilosamente apoyó una mano en el hombro de Smithback con la intención de hacerle retroceder en la senda para alejarse de la confrontación.

—Ya sabes qué es esto —dijo Beiyoodzin—. Esta bolsa contiene la Piedra Milagrosa de los Padres, la posesión más valiosa del pueblo nankoweap. Hubo un tiempo en que tú también la venerabas. Te la ofrezco como garantía de mi promesa. Quédate aquí, no molestes más a nuestro pueblo.

Despacio, con aire solemne, abrió la bolsa y la sostuvo en el aire con manos temblorosas, aunque Nora no sabía si los temblores se debían al miedo o a la edad.

El lapapieles vaciló unos instantes.

—Tómala —le susurró Beiyoodzin. La monstruosa figura avanzó un poco y tendió los brazos para coger la bolsa, inclinando el cuerpo hacia adelante.

De repente, con la velocidad de un rayo, Beiyoodzin arrojó la bolsa a la cara del lapapieles.

Una espesa nube de polvo surgió de su interior, cubriendo la máscara de la figura y esparciéndose en largas líneas grises sobre la piel ensangrentada. El lapapieles lanzó un rugido de asombro e indignación, retorciéndose y tratando de arrancarse la máscara violentamente, perdiendo el equilibrio. Con agilidad felina, Beiyoodzin abandonó de un salto el saliente de roca para regresar al sendero. El lapapieles empezó a dar patadas frenéticamente mientras luchaba por escapar de la nube de polvo, tambaleándose al borde del precipicio para caer finalmente al vacío con un aullido de furia. Nora contempló la caída en las sombras de color violeta y moteadas por la luna: la piel de lobo dando rabiosas sacudidas, los miembros agitándose en el aire con desesperación, la máscara desprendiéndose del rostro mientras el alarido espeluznante se confundía con el rugido del río unos metros más abajo. Y entonces, de repente, desapareció.

Por un momento permanecieron inmóviles. Beiyoodzin miró a Nora y a Smithback y asintió con tristeza.

Con una mueca de dolor, Nora ayudó a Smithback a enfilar la cuesta en dirección a Beiyoodzin, que estaba de pie junto al recodo, con la mirada fija en el abismo.

—Siento haberles asustado de ese modo —dijo con voz pausada—, pero a veces la única defensa que tenemos consiste en interpretar el papel del coyote, el embaucador.

Sin dejar de mirar hacia abajo, tendió el brazo y tomó la mano de Nora entre las suyas. La mano del anciano era fría, ligera y seca como una hoja.

—Y tantas muertes… —murmuró el viejo—. Tantas muertes… Pero al menos el mal se ha consumido a sí mismo.

Luego levantó la mirada y Nora vio bondad y compasión, así como una tristeza infinita, en sus ojos.

Por unos instahtes ambos se miraron en silencio, hasta que Beiyoodzin dijo:

—Cuando esté lista, la llevaré hasta su padre.

EPILOGO

C
abalgando a paso ligero y regular, los cuatro jinetes enfilaban su camino por el cañón conocido con el nombre de Raingod Gulch. John Beiyoodzin, a lomos de un magnífico alazán, guiaba al grupo. Nora Kelly lo seguía, cabalgando al lado de su hermano Skip. La gigantesca forma de
Teddy Bear
caminaba junto a ellos, y su lomo casi rozaba los vientres de los caballos al pasar por debajo. Bill Smithback iba el último, con su abundante cabello aprisionado bajo un sombrero de vaquero de ante. El extenuante tratamiento a base de antibióticos que los médicos les habían prescrito a él y a Nora había terminado dos semanas antes, pero bajo el ala del sombrero, la piel del escritor todavía luchaba por recuperar un color saludable.

El cielo de finales de agosto estaba salpicado de ligeros cúmulos de nubes que vagaban por un campo de color turquesa brillante. Los carrizos revoloteaban alrededor del grupo, inundando el pequeño cañón con sus gorjeos. Un alegre riachuelo, flanqueado por fragantes álamos, fluía chispeante por un lecho de arena blanda. En casi cada recodo del cañón se veían pequeños huecos con antiguos asentamientos anasazi en su interior; ninguno de ellos contaba con más de dos o tres habitaciones, pero eran muy hermosos en su humilde perfección.

Nora dejó que su caballo trotase libremente, sin pensar en nada que no fuese aquel sol calentándole sus doloridas piernas, el murmullo cercano del agua o el suave balanceo de su montura. Sonreía cada vez que oía a Smithback rezongar y proferir insultos contra su perezoso caballo, que se paraba constantemente para mordisquear un grupo de tréboles o arrancar de cuajo la parte superior de un cardo, haciendo caso omiso de las amenazas y las imprecaciones de su jinete. Era evidente que el hombre no tenía ningún don para los caballos.

Pensó en lo afortunada que era por tenerlo junto a ella, y por estar allí ella misma. Recordó su lucha por salir de aquella jungla de piedra el mes anterior, con la creciente debilidad de Smithback y la suya propia a medida que la enfermedad micótica empezó a manifestarse en su organismo. De no ser por Skip y Ernest Goddard, que habían acudido a su encuentro a mitad de camino con caballos de repuesto —y de no ser por la lancha motora que estaba esperándoles al comienzo de la expedición, o por los helicópteros que aguardaban en Page—, seguramente habrían muerto. Y pese a todo, por un tiempo Nora creyó que era preferible morir a tener que darle a Goddard la horrible noticia, el modo en que su increíble descubrimiento se había transformado en una tragedia personal tan terrible para él.

Allí, a cincuenta kilómetros al noroeste de las ruinas de Quivira, el paisaje parecía estar construido a menor escala: amigable, verde y exuberante… John Beiyoodzin había hecho una nueva pausa en su largo relato; en realidad no era la primera que hacía a lo largo del trayecto, para darles tiempo de asimilar la historia antes de proseguir con ella.

Mientras se abrían paso a través del silencio iluminado por el sol, Nora dejó de preocuparse por Goddard para pensar en su propio padre, y en lo que hasta entonces había logrado averiguar desde su último viaje por aquel cañón. No se había llevado prácticamente nada de Quivira. A decir verdad, lejos de ser un buscador de tesoros, había recompuesto las excavaciones realizadas de un modo que habría complacido al mismísimo Aragón. Sin embargo, por dicha razón se había expuesto a un alto nivel de concentración de polvo micótico y había contraído la enfermedad. Prosiguiendo camino hacia el norte con la esperanza de encontrar ayuda, su enfermedad había empeorado de tal forma que apenas podía seguir montando a su caballo. Nora se preguntó cómo debió de sentirse en esos momentos. ¿Aterrorizado? ¿Resignado? Recordaba que de niña le había oído decir que quería morir encima de la silla de montar. Y así era como había muerto. O casi. Al final, demasiado enfermo para seguir cabalgando, había desmontado, había dejado en libertad a sus caballos y se había preparado para recibir a la muerte.

Other books

A White Heron and Other Stories by Sarah Orne Jewett
Turn Coat by Jim Butcher
Requiem for Moses by William X. Kienzle
Democracy 1: Democracy's Right by Christopher Nuttall
Rescued by the Pack by Leah Knight
Swing Low by Miriam Toews