La ciudad sagrada (67 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

—Mi primo encontró el cuerpo —explicó Beiyoodzin, reanudando su historia—. Yacía en el interior de una cueva en lo alto de un pequeño cerro. Al parecer, llevaba allí seis meses. Los coyotes no pudieron llegar hasta allí, de modo que no lo habían molestado.

—¿Cómo encontró el cuerpo su primo? —inquirió Skip.

—Estaba buscando una oveja extraviada. Vio algo extraño en el hueco y trepó hasta allí para echar un vistazo. —Beiyoodzin hizo una pausa para aclararse la garganta—. Junto al cuerpo había un cuaderno, el que ahora tiene Nora, y en el bolsillo delantero de su camisa encontró una carta, con el correspondiente sello y la dirección del destinatario. A su lado también había un cráneo de un puma con incrustaciones de turquesas. De modo que mi primo regresó a Nankoweap, y como era muy hablador, el pueblo entero pronto supo de la existencia del cadáver de un hombre blanco en un cañón del sur. Y a causa del cráneo con turquesas, también se enteraron de que aquel hombre blanco había encontrado la ciudad que habíamos guardado en secreto durante tantos años… —Su voz se quebró unos instantes antes de proseguir con un tono más suave y reflexivo—. No era una ciudad de nuestros ancestros. Los pocos que habían estado allí, y mi abuelo era uno de ellos, decían que era una ciudad de muerte, opresión y esclavitud, de brujería y conjuros maléficos. En nuestra historia hay relatos que hablan de un pueblo que llegó del sur, que esclavizó a los anasazi y los obligó a construir estas grandes ciudades y rutas. Sin embargo, fueron destruidos por el mismo dios que les dio su poder. La mayoría de los que iban a la ciudad regresaban con la enfermedad de los espíritus y morían al cabo de muy poco tiempo. De eso hace muchísimos años. Ningun ode los miembros de mi pueblo ha vuelto a la ciudad desde entonces… hasta hace poco. —Beiyoodzin lió un cigarrillo con mano experta—. El descubrimiento del cadáver creó un problema en la tribu, pues el secreto de la ciudad yacía con el cuerpo de aquel hombre. Revelar la presencia del cuerpo sería traicionar el secreto de la ciudad.

—¿Y por qué no destruyeron la carta y el cuaderno, sin más? —preguntó Nora.

Encendió el cigarrillo y le dio una calada. Luego respondió:

—Creemos que es extremadamente peligroso manipular los efectos personales de los muertos. Es una forma segura de contraer la enfermedad de los espíritus, y todos sabíamos de qué había muerto el hombre blanco. Así pues, durante dieciséis años, el cuerpo permaneció allí, sin que nadie le diese sepultura. Sencillamente parecía que la opción más fácil era no hacer nada.

Beiyoodzin detuvo su caballo bruscamente y se dirigió a Nora.

—No fue una decisión acertada, y estuvo mal. Porque todos sabíamos que el cuerpo de la cueva tenía una familia; que alguien lo amaba y se preguntaría dónde estaba y si seguía con vida. Fue muy cruel no hacer nada. Y a pesar de ello parecía la solución más segura y sencilla. Sin embargo, de esta forma provocamos un pequeño desequilibrio, que fue haciéndose cada vez mayor, hasta desembocar en la expedición que les trajo a ustedes aquí y en todos esos terribles asesinatos.

Nora arreó a su propio caballo para colocarse junto al anciano.

—¿Quién envió la carta? —preguntó en voz baja. Llevaba semanas deseando hacerle aquella pregunta.

—Había una vez tres hermanos. Vivían en una caravana a las afueras de nuestro pueblo con su padre alcohólico. La madre los había abandonado y se había marchado con alguien hacía unos años, pero eran chicos listos, de modo que consiguieron unas becas y se fueron a estudiar a Arizona. El contacto con el mundo exterior los perjudicó, pero a cada uno de un modo muy distinto. Dos de ellos dejaron de estudiar y regresaron al pueblo muy pronto. Estaban asqueados por el mundo que habían encontrado y sin embargo, éste los había hecho cambiar. Se habían vuelto impacientes, irritables, ansiosos por obtener la clase de riqueza y poder que no puede encontrarse en un pueblo como el nuestro. Ya no encajaban con los demás miembros de la tribu. Empezaron a apartarse del modo natural de hacer las cosas y a hurgar en los conocimientos prohibidos, aprendiendo prácticas malvadas. Encontraron a un viejo, un hombre malo, un primo del hombre que asesinó a mi abuelo. Él los ayudó y les reveló la magia más negra de todas. El pueblo empezó a rechazarlos y, como reacción, ellos nos rechazaron también a nosotros. Con el tiempo, descubrieron los secretos del mayor tabú de todos, las antiguas ruinas, y con sumo agrado aprendieron los puntos oscuros de su historia que todavía permanecían entre nuestro pueblo.

»El tercer hermano se graduó en la universidad y regresó a casa. Al igual que ocurrió con los otros dos, no encontró ningún trabajo adecuado para él aquí, ni esperanzas de encontrar uno. A diferencia de sus hermanos, se había convertido a la religión del hombre blanco. Se burlaba de nuestras creencias y nuestro temor a la enfermedad de los espíritus. Pensaba que éramos supersticiosos e ignorantes. Sabía de la existencia del cuerpo de la cueva, y consideraba que dejarlo allí, sin enterrarlo, era un pecado, de modo que extrajo el cadáver, guardó cuidadosamente las posesiones del hombre, cubrió el cuerpo con arena y plantó una cruz. Luego envió la carta en una oficina de correos. —Beiyoodzin se encogió de hombros y agregó—: Por supuesto, algunas partes de esta historia son sólo suposiciones mías. No estoy seguro de por qué envió la carta. No podía saber si lograría llegar a su destino dieciséis años después de haber sido escrita. Puede que lo hiciese para reparar un mal que él creía habíamos cometido. O puede que estuviese furioso por lo que él consideraba que eran supersticiones nuestras. Tal vez hizo lo correcto, no lo sé, pero lo cierto es que provocó una enorme discusión con sus dos hermanos. Habían bebido más de la cuenta y hubo una pelea. Lo acusaron de revelar el secreto de la ciudad al mundo exterior. Y los dos hermanos mataron al tercero.

Beiyoodzin volvió a interrumpirse. Espoleó al caballo y emprendieron la lenta marcha por el cañón, mientras los animales chapoteaban entre las aguas del arroyo. Al doblar un recodo sorprendieron a un ciervo que dejó de beber y huyó por el lecho del arroyo, levantando cascadas cristalinas de agua con sus patas que emitieron destellos bajo la luz del sol.

—Los dos hermanos renegaron de todo cuanto tuviese relación con el mundo exterior del hombre blanco, pero también de las buenas formas de nuestro pueblo. Veían la ciudad maldita como su propio destino. Basándose en las leyendas que circulaban entre nuestro pueblo, al final encontraron el mayor secreto de todos, la kiva escondida, e irrumpieron en ella. Entraron sólo una vez, no para robar sus tesoros, por supuesto, sino el inmenso alijo de polvo mortal. Se convertiría en su propia arma para sembrar el terror y reclamar venganza. Después volvieron a sellar la kiva cuidadosamente, de la manera adecuada. —Meneó la cabeza con resignación—. Querían proteger sus secretos, los secretos de la ciudad entera, a toda costa. En todos los aspectos ya se habían convertido en
eskizzi,
brujos. Y con el asesinato de su hermano, la transformación era completa. Según nuestras creencias, el requisito definitivo para convertirse en un lapapieles consiste en asesinar a alguien a quien ames.

—¿De veras cree que tenían poderes sobrenaturales? —preguntó Skip.

Beiyoodzin sonrió.

—Detecto el escepticismo en su voz. Es cierto que las raíces prohibidas que masticaban les conferían mucha fuerza y gran velocidad, así como la capacidad de soportar el dolor y el impacto de las balas sin sentir nada. Y sé que el hombre blanco cree que la brujería es una superstición. —Miró a Skip—. Pero también he visto brujos en la sociedad del hombre blanco. Llevan traje en lugar de pieles de lobo, y maletines en lugar de sustancia de cadáver. De niño, vinieron y me llevaron a un internado, donde me pegaban por hablar en mi propia lengua. Más adelante, los veía venir a nuestro pueblo con contratos mineros y petrolíferos.

Al doblar un nuevo recodo el cañón dio paso a una pequeña alameda. Beiyoodzin se detuvo y les ordenó que desmontaran de los caballos. Viéndose en libertad, éstos corrieron a pastar por la extensa capa de hierba que cubría la orilla del arroyo.
Teddy Bear
se encaramó a una enorme roca y se desperezó, contemplando el mundo bajo sus pies como si fuera un león, con la cabeza erguida de orgullo. Skip se acercó a Nora y le pasó el brazo por los hombros.

—¿Cómo estás? —le preguntó abrazándola.

—Estoy bien —contestó—. ¿Y tú?

Skip miró alrededor y respiró hondo.

—Un poco nervioso, pero bastante bien. Francamente hacía tiempo que no me sentía tan bien.

—Te agradecería que le quitases la mano de encima a mi novia —bromeó Smithback, acercándose a ellos. Juntos, observaron a Beiyoodzin mientras el anciano desataba su fardo de medicinas de los arreos de la silla, la examinaba unos instantes y señalaba con la cabeza hacia un suave sendero que enfilaba la ladera de la colina hasta llegar a un pequeño montículo de roca. Arriba, Nora vio el hueco donde yacía el esqueleto de su padre.

—Es un lugar precioso… —murmuró Skip.

Beiyoodzin guió el camino por el sendero hasta la pequeña cueva. Nora se detuvo al llegar a lo alto, de pronto un tanto reacia a mirar en su interior. Se volvió y recorrió el cañón con la mirada. Las lluvias habían hecho brotar una alfombra de flores. Tras una meditada reflexión, los dos hijos de Padraic Kelly habían decidido dejar el cuerpo donde estaba, en la región de rocas rojizas que tanto amaba, encima de uno de los más bellos y aislados cañones del Escalante. Ninguna otra tumba podría proporcionarle más dignidad ni mayor reposo.

Nora sintió el abrazo de su hermano sobre su hombro y por fin se volvió hacia el refugio de roca.

En la penumbra del interior vislumbró la silla de montar y las alforjas de su padre cuidadosamente colocadas en el muro posterior de la cueva, con la piel resquebrajada y desvencijada por el paso de los años. A su lado estaba el cráneo de turquesas, hermoso y vagamente siniestro a pesar de estar allí, tan lejos del maléfico embrujo de la Kiva de la Lluvia. Bajo una fina capa de arena yacían los huesos de su padre. En los lugares donde el viento había barrido la arena, revelando pedazos de ropa vieja, se atisbaba el apagado marfil del hueso, la curva del cráneo; Nora vio que había muerto mirando al valle que se extendía bajo sus pies.

Contemplaron la escena durante largo rato, sin pronunciar una sola palabra. Entonces, muy despacio, Nora hurgó en su bolsillo y sus dedos acariciaron un pequeño cuaderno: el diario de su padre, robado de su cuerpo por el brujo que ella misma había matado y que luego Beiyoodzin le había devuelto. Lo abrió y sacó un sobre amarillento que había insertado entre las páginas, la carta que lo había provocado todo.

Ésta iba dirigida a su madre y había sido escrita justo antes de que su padre llegara a la ciudad. No obstante, la última anotación en el diario de Padraic Kelly era para sus hijos, y había sido escrita tras el descubrimiento de la ciudad, en aquel mismo refugio de piedra donde ahora yacía su cuerpo. Y por fin, en presencia de su padre y Skip, Nora empezó a leer sus últimas palabras.

Dio un paso hacia adelante, deteniéndose a los pies de la tumba. La cruz aún seguía allí, dos trozos retorcidos de madera de cedro atados con una correa de cuero. Sintió cómo Smithback movía la mano para cogerle la suya, y le devolvió el gesto con gratitud. Tras el horror de los últimos días en Quivira y a pesar de su propia enfermedad y dolor, el escritor había sido una compañía agradable, tranquilizadora y fiel. La había acompañado al acto en memoria de Peter Holroyd en Los Angeles, donde había dejado el ejemplar maltrecho de Endurance de su compañero muerto, junto al monumento de piedra que habían erigido en lugar de una tumba, pues los restos de su cuerpo no habían sido hallados. Smithback volvió con ella al funeral en memoria de Enrique Aragón en el lago Powell. Allí habían fletado un barco hasta el lugar donde, a trescientos metros de profundidad, yacía el querido Templo de la Música de Aragón.

Nora sabía que, con el tiempo, regresarían a Quivira. Un equipo seleccionado por el instituto, dotado con máscaras de oxígeno y trajes especiales, se encargaría de grabar documentos en vídeo del yacimiento. El descubrimiento de Sloane —la cerámica micácea de una belleza y valor extraordinarios— sería cuidadosamente estudiado y documentado en el instituto, bajo la dirección del propio Goddard en persona. Y puede que con el tiempo, Smithback incluso llegase a escribir una crónica de la expedición, o al menos la parte de la misma que no provocase en Goddard un dolor insoportable.

Lanzó un hondo suspiro. Quivira estaría esperándola. No había posibilidades de que se divulgase su ubicación ni que llegase a ser del dominio público, el polvo venenoso se encargaría de ello. Casi todas las personas que conocían su ubicación exacta —con la excepción del pueblo nankoweap— estaban muertas. Sabía que los supervivientes guardarían el secreto.

Nora observó cómo Beiyoodzin se inclinaba sobre el esqueleto, desataba el pequeño fardo de gamuza y bajaba la cabeza. Después de extraer un puñado de polen y maíz molido, lo esparció sobre el cuerpo y empezó a entonar un cántico suave y rítmico, hermoso por su sencilla monotonía. Los demás inclinaron la cabeza.

Cuando terminó de cantar, Beiyoodzin miró a Nora. Tenía los ojos brillantes y el rostro sonriente.

—Le doy las gracias —le dijo— por permitirme devolver el equilibrio a mi pueblo. Se lo agradezco en mi nombre y en el de los miembros de mi tribu.

Era el turno de Skip. Cogió la carta de las manos de Nora y empezó a darle vueltas, nervioso. Luego se arrodilló, sacudió la arena con suavidad y la colocó en el bolsillo de la camisa de su padre. Permaneció arrodillado unos minutos, hasta que por fin se puso de pie lentamente y regresó al lado de Nora.

Nora respiró hondo, tranquilizándose. Acto seguido, abrió el diario de su padre por la anotación final y empezó a leer en voz alta:

A mis queridísimos hijos, Nora y Skip:

Cuando leáis estas líneas, estaré muerto. Padezco una enfermedad que me temo contraje en la ciudad que descubrí: la ciudad de Quivira. Aunque no estoy seguro de que este diario llegue hasta vosotros algún día, confío en el fondo de mi corazón en que así será, porque quiero hablaros a través de estas páginas una última vez.

Si está en vuestras manos, os pido que dejéis que las ruinas de Quivira sigan siendo desconocidas, que nada ni nadie altere sus mudas paredes de adobe. Es un lugar maldito, ahora lo sé por la experiencia de mi breve exploración. Puede incluso que sea la causa de mi muerte, aunque no entiendo por qué. Tal vez sea mejor no saber algunas cosas, dejar que mueran y regresen a las entrañas de la Tierra, tal como hacemos nosotros.

Sólo os pido una cosa a cada uno de vosotros. Skip, no bebas, por favor. Es algo que se lleva en los genes y te garantizo que no sabrás controlarlo. Yo no supe. Y Nora, te lo ruego, perdona a tu madre. Sé que en mi ausencia, es posible que me culpe de lo sucedido. Cuando te hagas mayor, te será difícil perdonar, pero recuerda que, en cierto modo, tenía razón al culparme. Y, a su manera, siempre os ha querido con todo el corazón.

Éste es un hermoso lugar para morir, hijos míos. Por las noches el cielo se llena de estrellas, el arroyo murmura a lo lejos, abajo, y el aullido de un coyote resuena en un cañón distante. Vine aquí en busca de riquezas, pero la visión de Quivira hizo que cambiara de objetivos. De hecho, no he dejado ningún rastro de mi paso por allí, y sólo me he llevado una cosa conmigo, algo que era para ti, Nora, como prueba de que tu padre sí llegó a encontrar la legendaria ciudad, pues fue allí donde descubrí, por vez primera, que había dejado mis verdaderos logros, a vosotros dos, atrás en Santa Fe.

Sé que no he sido un gran padre, ni siquiera un buen padre, y os aseguro que lo siento de veras, con toda mi alma. Hay tantas cosas que podría haber hecho como padre y que nunca hice… Por todo ello, dejad que mi último acto como padre sea deciros lo siguiente: os quiero a los dos. Y os querré siempre, hasta el fin de los tiempos, por toda la eternidad. Mi amor por vosotros brilla con más fuerza que los miles de estrellas que tachonan la bóveda del cielo. Puede que yo muera, pero mi amor por vosotros jamás morirá. Papá.

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