La ciudad sagrada (61 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

Se detuvo en la entrada, cuando una fugaz sensación de alarma atravesó la neblina de malestar y desasosiego que lo rodeaba. Sentía que si no se tumbaba de inmediato, caería al suelo. Y sin embargo, la oscuridad de la habitación que tenía ante sí era tan absoluta, que parecía
arrastrarse
ante sus ojos, inexplicablemente. Era el fenómeno más desagradable, casi repugnante, que Bonarotti había visto o imaginado en su vida. O tal vez fuese aquel repentino olor el que le provocaba náuseas, el fuerte y empalagoso aroma a flores. Empezó a tambalearse.

De pronto lo envolvió un suave manto de aturdimiento y se desplomó, internándose en la oscuridad de la entrada.

62

E
ntrecerrando los ojos bajo los furiosos fogonazos de los relámpagos, Sloane vio a Nora desaparecer en la tormenta. Tenía que dirigirse hacia el cúmulo de rocas formado por el desprendimiento, no había otro lugar donde esconderse en aquella dirección. Mientras la buscaba con la mirada, Sloane notaba el frío peso de la culata del arma en la palma de su mano. Sin embargo, no sacó el revólver ni hizo ningún movimiento para reanudar la persecución.

Se quedó inmóvil, vacilante. El estupor inicial de haber visto aparecer a Nora de entre las sombras con vida estaba desapareciendo, para dar paso a una sensación de confusión. Nora la había llamado asesina. De algún modo, Sloane no podía pensar en sí misma como en una asesina. Rememorando la escena, recordando la expresión en el rostro de Nora, Sloane sintió cómo le crecía una profunda ira en el pecho. Nora le había pedido el parte meteorológico y ella se lo había dado, palabra por palabra. Si Nora no hubiese sido tan testaruda y terca, si no hubiese insistido en la idea de marcharse…

Sloane respiró hondo, tratando de tranquilizarse. Tenía que reflexionar sobre todo aquello, actuar con cautela y calma. Sabía que Nora no era una amenaza física inmediata, pues ella tenía el arma de repuesto del campamento en su poder. Aunque, por otra parte, Nora podía tropezarse con Swire o Bonarotti por ahí fuera durante la noche.

Se pasó el dorso de la mano por la frente, secándose las gotas de lluvia. Por cierto, ¿dónde estaban Swire y Bonarotti? No se encontraban en la ciudad ni en el campamento. No podían estar vagando por ahí, en plena tormenta y en la oscuridad. Ni siquiera Swire era tan cabezota. No tenía ningún sentido.

Recordó entonces el fabuloso descubrimiento que acababan de realizar. Un descubrimiento mucho más extraordinario que la propia Quivira, un descubrimiento que Nora había tratado de impedir por todos los medios. Al recordar esto último, Sloane sintió cómo su cólera iba en aumento. Las cosas habían ido mejor de lo que cabía esperar. Todo con lo que siempre había soñado se hallaba ahí arriba, en esa kiva, esperando a que ella reclamase su descubrimiento como el suyo propio. Ya se había hecho todo el trabajo sucio. Sería fácil hacer entrar en razón a Bonarotti, incluso a Swire. Sloane cayó en la cuenta, casi con sorpresa, de que las cosas habían ido demasiado lejos para volver atrás, sobre todo con Aragón y Smithback muertos. Lo único que se interponía en su camino era NoraKelly.

Se oyó un débil acceso de tos en la oscuridad. Sloane se volvió, tirando instintivamente del arma que llevaba en el cinturón. El ruido provenía de la tienda de urgencias médicas.

Se acercó a la tienda, sacando la linterna del bolsillo y cubriendo el extremo de la misma para tapar la luz. Luego se detuvo en la entrada con gesto vacilante. Tenía que ser Swire, o tal vez Bonarotti, no quedaba nadie más. ¿Habrían oído a Nora? Una sensación demasiado parecida al pánico se apoderó de ella. Luego se asomó al interior de la tienda, blandiendo el arma.

Para su inmensa sorpresa, vio a Smithback tendido en un saco de dormir, durmiendo. Por un momento se limitó a mirarlo, y luego logró atar cabos. Nora sólo había mencionado la muerte de Aragón. Inexplicablemente, ella y Smithback habían conseguido sobrevivir.

Sloane dejó caer la linterna y se puso de rodillas, apoyando la espalda contra la pared empapada de la tienda. No era justo. Las cosas estaban saliendo tanbien… Tal vez hubiese podido encontrar el modo de solucionar lo de Nora, pero ahora también estaba Smithback…

De pronto el escritor abrió los ojos.

—¡Ay! —exclamó, levantando la cabeza con una mueca de dolor—. Hola.

Pero Sloane no estaba mirándolo.

—Me ha parecido oír unos gritos hace un momento —susurró Smithback—. ¿O lo he soñado?

Sloane le ordenó guardar silencio con un movimiento del arma.

Smithback la miró, parpadeando. Luego abrió los ojos desorbitadamente.

—¿A qué viene ese revólver?

—¿Por qué no te callas de una puta vez? —le espetó Sloane—. Estoy intentando pensar.

—¿Dónde está Nora? —preguntó Smithback al tiempo que un gesto de suspicacia ensombrecía su rostro.

Por fin Sloane lo miró y entonces un plan empezó a tomar forma en su mente.

—Creo que está escondida en el desprendimiento de rocas que hay al fondo del cañón —contestó al cabo de un momento.

Apoyándose en un codo, Smithback intentó incorporarse y luego se desplomó de nuevo.

—¿Escondida? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

Sloane inspiró hondo. Sí, pensó con rapidez. Es la única solución…

—¿Por qué está escondida Nora? —preguntó Smithback con la voz teñida por la preocupación.

Sloane lo miró. Ahora tenía que ser fuerte.

—Porque voy a matarla —respondió con la máxima calma posible.

Smithback empezó a toser dolorosamente mientras trataba de incorporarse de nuevo.

—Me parece que no te he entendido —dijo, desplomándose otra vez—. Creo que todavía debo de estar delirando. ¿Has dicho que vas a matar a Nora?

—Sí. Eso es lo que he dicho.

Smithback cerró los ojos y lanzó un gemido.

—Nora no me ha dejado otra elección. —Al pronunciar aquellas palabras Sloane intentó aislarse de la situación, desprenderse de cualquier emoción. Todo, su vida entera, dependía de llevar su plan a buepuerto.

Smithback la miró e inquirió:

—¿Qué es esto? ¿Una broma macabra o qué?

—No es ninguna broma. Voy a esperar aquí hasta que vuelva. —Sloane meneó la cabeza con resignación y añadió—. Lo siento mucho, Bill, pero tú vas a ser el cebo. Ella nunca dejaría el valle sin ti.

Con una mueca de dolor, Smithback trató en vano de levantarse. Sloane comprobó el tambor del arma, la cerró y colocó el tambor en su sitio. No era un arma segura, y bloqueó el percutor como precaución.

—¿Por qué? —preguntó Smithback.

—Una pregunta muy aguda, Bill —dijo Sloane con sarcasmo, incapaz de reprimir su ira por más tiempo—.No me extraña que seas periodista.

Smithback la miró.

—Estás loca.

—Eso sólo me facilita lo que tengo que hacer.

El escritor se humedeció los labios y volvió a preguntar.

—¿Porqué?

—¿Por qué? —repitió mirándole fijamente—. Por culpa de tu preciosa Nora, por eso. Nora, que cada día me recuerda más a mi queridísimo padre. Nora, que quiere controlarlo todo, hasta el último detalle, y llevarse toda la gloría. Nora, que pretendía nada menos que abandonar la Kiva del Sol, sin más. Lugar que, por cierto, contiene un hallazgo increíblemente importante, un tesoro de cuya existencia ninguno de vosotros tenía la más remota idea.

—O sea, que habéis encontrado el oro —murmuró Smithback.

—¡Oro! —repitió con desdén—. Estoy hablando de cerámica.

—¿Cerámica?

—Ya veo que eres igual de ignorante que los demás —repuso, advirtiendo el tono de incredulidad en la voz de Smithback—. Escucha, hace quince años el Metropolitan pagó un millón de dólares por la crátera de Euphronios. Eso es sólo una vieja copa griega para el vino. El mes pasado, un pequeño cuenco roto del valle de Mimbres se subastó en Sothebyʹs por casi cien de los grandes. Las vasijas de la Kiva del Sol no sólo son infinitamente más hermosas, sino que son las únicas muestras intactas de su clase. Pero eso a Nora no le importa. Me dijo que cuando regresáramos a la civilización me acusaría de asesinato. Quiere destrozarme la vida, ¿sabes? —Meneó la cabeza con gesto amargo—. Así que dime, Bill, tú eres un juez implacable de la humanidad. Ahora tengo que tomar una decisión. Puedo volver a Santa Fe como descubridora del mayor hallazgo arqueológico del siglo, o puedo regresar y enfrentarme a la vergüenza, quizá incluso a una vida entera entre rejas. ¿Qué se supone que debo hacer? —Smithback permaneció en silencio—. Exacto —prosiguió Sloane—.No tengo mucha elección, ¿no crees? Cuando Nora vuelva por ti, morirá.

Smithback de pronto se irguió sobre un brazo.

—¡Nora! —gritó a pleno pulmón—. ¡Vete de aquí! Sloane te está esperando con un…

Con un brusco movimiento, Sloane le golpeó la cabeza con la culata del arma. El escritor cayó de costado, lanzó un gemido y se quedó inmóvil.

Sloane lo observó unos segundos y echó un vistazo alrededor. Encontró una pequeña lámpara a pilas entre el equipo, la encendió y la colocó en una esquina de la tienda. Después de recoger su linterna del suelo, la apagó, abrió la cremallera de la tienda sin hacer ruido y salió afuera, a la oscuridad.

La tienda se hallaba cerca de un grupo de gruesos chamizos. Muy despacio, en silencio, Sloane se encaramó a los chamizos, se volvió y se tendió boca abajo, mirando la tienda. La lámpara del interior emitía un brillo tenue, acogedor y atrayente. Estaba completamente oculta entre la oscura vegetación, aunque a pesar de ello gozaba de unas vistas inmejorables de la tienda. La silueta de cualquiera que se acercase a ella se vería delatada por la tenue luz. Cuando Nora volviese por Smithback —y Sloane estaba segura de que lo haría—, su silueta sería un blanco fácil.

Pensó en Black, solo y enfermo, esperándola en la kiva. Intentó mentalizarse para lo que iba a suceder. En cuanto cumpliese su objetivo, arrastraría a Nora hasta el río y, en apenas unos segundos, la corriente se la llevaría hasta el estrecho cañón del otro extremo del valle, que la haría picadillo. Y cuando los restos de Nora alcanzasen al fin el río Colorado, sería imposible practicarle una autopsia. Todos creerían que se la había tragado la primera riada, tal como debía haber sucedido desde un principio. Nadie lo sabría. Y entonces, claro está, tendría que hacer lo mismo con Smithback. Sloane cerró los ojos un momento, reacia a pensar en eso. Pero ya no le quedaba otra alternativa: tenía que terminar lo que la riada no había sabido hacer.

Acodándose en el suelo, Sloane levantó el arma y la sostuvo con ambas manos. Acto seguido, se dispuso a esperar.

63

A
aron Black estaba tendido en la kiva, confuso y terriblemente asustado. El brillo intermitente de la lámpara moribunda seguía iluminando a duras penas el reducido y polvoriento espacio. Sin embargo, Black tenía los ojos cerrados para no ver la oscuridad, para no ver el abrumador testimonio de su fracaso. Parecía que habían pasado horas desde que Sloane se había marchado, pero tal vez sólo hubiesen pasado minutos; le resultaba imposible saberlo.

Se obligó a abrir los ojos. Estaba ocurriendo algo terrible; puede que ya llevase sucediendo un buen rato y ahora que el momento de actividad febril había dado paso a una decepción aplastante, empezaba a ser consciente de ello. Quizá el aire estuviese enrarecido. Necesitaba salir de allí, respirar aire fresco. Reunió la fuerza suficiente para ponerse en pie, se tambaleó y, atónito, sintió que se le doblaban las piernas.

Cayó hacia atrás, agitando los brazos débilmente. Una vasija empezó a rodar con frenesí y fue a parar junto a su cadera, dejando el rastro de una serpiente en el suelo polvoriento. Debía de haber tropezado. Intentó levantarse y vio cómo una de sus piernas se le iba hacia un lado con un movimiento espasmódico, mientras sus músculos se negaban a obedecer. La lámpara, inclinada hacia un lado, emitía una pálida corona bañada en polvo.

De vez en cuando, durante su adolescencia, Black había tenido una pesadilla recurrente que lo atormentaba hasta lo indecible: se veía paralítico, incapaz de moverse. Ahora le parecía estar viviendo esa pesadilla. Sus miembros parecían estar completamente paralizados, incapaces de aceptar sus órdenes.

—¡No puedo moverme! —chilló y, con un súbito estremecimiento, reparó en que no había sido capaz de articular las palabras. De su boca había salido un horroroso resoplido, y sintió cómo la saliva le resbalaba por la mejilla. Lo intentó de nuevo y oyó una vez más el horrible bufido, sin pronunciar palabra alguna. El terror fue en aumento. Presa de pánico, intentó en vano levantarse. Extrañas formas y figuras retorcidas empezaron a poblar la oscuridad ante sus ojos; se volvió para apartar la mirada, pero su cuello se negaba a moverse. Cerrando los ojos, sólo consiguió que las formas adquiriesen unas dimensiones descomunales.

¡Sloane!, trató de gritar, levantando la mirada en la turbia penumbra, temeroso incluso de parpadear. Sin embargo, ya ni siquiera oyó el resoplido de aire de la boca. Entonces la lámpara titiló de nuevo y se apagó.

Intentó chillar, pero no ocurrió nada. Se suponía que Sloane iba a traerle medicinas. ¿Dónde estaba? En la cerrada oscuridad las alucinaciones le rodeaban, parloteando, susurrándole cosas: criaturas retorcidas, calaveras sonrientes, dientes con incrustaciones rojas de carniolas, el incesante tintineo de los esqueletos al desplazarse por la kiva, el parpadeo de las llamas y el olor a carne humana asada, los gritos, las víctimas haciendo gargarismos con su propia sangre…

Era demasiado horrible. No podía cerrar los ojos, que le escocían con una presión interna. Tenía la boca permanentemente abierta con la esperanza de emitir un grito que nunca se materializaba. Al menos todavía reconocía las formas que lo rodeaban como alucinaciones, lo que significaba que aún era capaz de distinguir la realidad de la irrealidad, pero… ¡cuán espantoso era no sentir nada! No saber ya dónde tenía las piernas o los brazos, perder la sensación intrínseca de dónde estaba su propio cuerpo… El pánico a la parálisis, el miedo protagonista de sus peores pesadillas, se apoderó de nuevo de él.

Era incapaz de entender qué había salido mal. ¿Realmente Nora había muerto? ¿Estaba muriendo él también en la horrible oscuridad de aquella kiva? ¿De veras habían estado Sloane y Bonarotti en la kiva con él? Quizá habían acudido a Aragón en busca de ayuda. Pero no… Aragón estaba muerto, como Nora.

Aragón, Smithback, Nora… él había sido tan culpable de sus muertes como si hubiera apretado el gatillo. No había hablado cuando debía haberlo hecho, abajo en el valle. Había dejado que sus ansias de fama inmortal, de realizar el gran descubrimiento de la historia, se impusiesen a su sentido común. Gimió horrorizado; obviamente nadie iba a acudir en su ayuda. Estaba solo en la oscuridad.

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