La ciudad y los perros (3 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

Ha llegado al pasadizo que desemboca en el patio de quinto. En la noche húmeda, conmovida por el murmullo del mar, Alberto adivina detrás del cemento, las atestadas tinieblas de las cuadras, los cuerpos encogidos en las literas. «Debe estar en la cuadra, debe estar en un baño, debe estar en la hierba, debe estar muerto, dónde te has metido, jaguarcito». El patio desierto, vagamente iluminado por los faroles de la pista, parece una placita de aldea. No hay ningún imaginaria a la vista. «Debe haber una timba, si tuviera un cobre, un solo puto cobre, podría ganar los veinte soles, quizá más. Debe estar jugando y espero que me fíe, te ofrezco cartas y novelitas, de veras que en los tres años nunca me ha encargado nada, fuera caray, ya veo que me jalan en Química». Recorre toda la galería sin encontrar a nadie. Entra a las cuadras de la primera y la segunda sección, los baños están vacíos, uno de ellos apesta. Inspecciona los baños de otras cuadras, atravesando ruidosamente los dormitorios, a propósito, pero en ninguno se altera la respiración sosegada o febril de los cadetes. En la quinta sección, poco antes de llegar a la puerta del baño, se detiene. Alguien desvaría: distingue apenas, entre un río de palabras confusas, un nombre de mujer. «Lidia. ¿Lidia? Parece que se llamaba Lidia la muchacha ésa del arequipeño ése que me enseñaba las cartas y las fotos que recibía, y me contaba sus penas, escríbele bonito que la quiero mucho, yo no soy un cura, qué carajo, usted es un tarado. ¿Lidia?» En la séptima sección, junto a los urinarios, hay un círculo de bultos: encogidos bajo los sacones verdes, todos parecen jorobados. Ocho fusiles están tirados en el suelo y otro apoyado en la pared. La puerta del baño está abierta y Alberto los distingue a lo lejos, desde el umbral de la cuadra. Avanza, lo intercepta una sombra.

—¿Qué hay? ¿Quién es?

—El coronel. ¿Tienen permiso para timbear? El servicio no se abandona nunca, salvo muerto.

Alberto entra al baño. Lo miran una docena de rostros fatigados; el humo cubre el recinto como un toldo sobre las cabezas de los imaginarias. Ningún conocido: caras idénticas, oscuras, toscas.

—¿Han visto al Jaguar?

—No ha venido.

—¿Qué juegan?

—Póquer. ¿Entras? Primero tienes que hacer de campana un cuarto de hora.

—No juego con serranos —dice Alberto, a la vez que se lleva las manos al sexo y apunta hacia los jugadores—. Sólo me los tiro.

—Lárgate, poeta —dice uno—. Y no friegues.

—Pasaré un parte al capitán —dice Alberto, dando media vuelta—. Los serranos se juegan los piojos al póquer durante el servicio.

Escucha que lo insultan. Está de nuevo en el patio. Vacila unos instantes, luego se encamina hacia el descampado. «Y si estuviera durmiendo en la hierbita, y si se estuviera robando el examen, durante mi turno, mal parido, y si hubiera tirado contra, y si». Cruza el descampado hasta llegar al muro posterior del colegio. Las contras se tiraban por allí, pues al otro lado el terreno es plano y no hay peligro de quebrarse una pierna al saltar. En una época, todas las noches se veían sombras que franqueaban el muro por ese punto y volvían al amanecer. Pero el nuevo director hizo expulsar a cuatro cadetes de cuarto, sorprendidos al salir y desde entonces una pareja de soldados ronda por el exterior toda la noche. Las
contras
han disminuido y ya no se practican por allí. Alberto gira sobre sí mismo; al fondo está el patio de quinto, vacío y borroso. En el descampado intermedio distingue una llamita azul. Va hacia ella.

—¿Jaguar?

No hay respuesta. Alberto saca su linterna —los imaginarias, además del fusil, llevan una linterna y un brazalete morado— y la enciende. Atravesado en la columna de luz, surge un rostro lánguido, una piel suave y lampiña, unos ojos entrecerrados que miran con timidez.

—¿Qué haces aquí, tú?

El Esclavo levanta una mano para protegerse de la luz. Alberto apaga la linterna.

—Estoy de imaginaria.

Alberto ¿ríe? El ruido vibra en la oscuridad como un acceso de eructos, cesa unos instantes, luego brota de nuevo el chorro de desprecio puro, porfiado y sin alegría.

—Estás reemplazando al Jaguar —dice Alberto—. Me das pena.

—Y tú imitas la risa del Jaguar —dice el Esclavo, suavemente—; eso debería darte más pena.

—Yo sólo imito a tu madre —dice Alberto. Se libera del fusil, lo coloca sobre la hierba, sube las solapas de su sacón, se frota las manos y se sienta junto al Esclavo—. ¿Tienes un cigarrillo?

Una mano sudada roza la suya y se aparta en el acto, dejando en su poder un cigarrillo blando, sin tabaco en las puntas. Alberto prende un fósforo. «Cuidado, susurra el Esclavo. Puede verte la ronda». «Mierda, dice Alberto. Me quemé». Ante ellos se alarga la pista de desfile, luminosa como una gran avenida en el corazón de una ciudad disimulada por la niebla.

—¿Cómo haces para que te duren los cigarrillos? —dice Alberto—. A mí se me acaban los miércoles, a lo más.

—Fumo poco.

—¿Por qué eres tan rosquete? —dice Alberto—. ¿No te da vergüenza hacerle su turno al Jaguar?

—Yo hago lo que quiero —responde el Esclavo—. ¿A ti te importa?

—Te trata como a un esclavo —dice Alberto—. Todos te tratan como a un esclavo, qué caray. ¿Por qué tienes tanto miedo?

—A ti no te tengo miedo.

Alberto ríe. Su risa se corta bruscamente.

—Es verdad —dice—. Me estoy riendo como el Jaguar. ¿Por qué lo imitan todos?

—Yo no lo imito —dice el Esclavo.

—Tú eres como su perro —dice Alberto—. A ti te ha fregado.

Alberto arroja la colilla. La brasa agoniza unos instantes entre sus pies, sobre la hierba, luego desaparece. El patio de quinto sigue desierto.

—Sí —dice Alberto—. Te ha fregado. —Abre la boca, la cierra. Se lleva una mano a la punta de la lengua, coge con dos dedos una hebra de tabaco, la parte con las uñas, se pone en los labios los dos cuerpos minúsculos y escupe—. ¿Tú no has peleado nunca, no?

—Sólo una vez —dice el Esclavo.

—¿Aquí?

—No. Antes.

—Es por eso que estás fregado —dice Alberto—. Todo el mundo sabe que tienes miedo. Hay que trompearse de vez en cuando para hacerse respetar. Si no, estarás reventado en la vida.

—Yo no voy a ser militar.

—Yo tampoco. Pero aquí eres militar aunque no quieras. Y lo que importa en el Ejército es ser bien macho, tener unos huevos de acero, ¿comprendes? O comes o te comen, no hay más remedio. A mí no me gusta que me coman.

—No me gusta pelear —dice el Esclavo—. Mejor dicho, no sé.

—Eso no se aprende —dice Alberto—. Es una cuestión de estómago.

—El teniente Gamboa dijo eso una vez.

—Es la pura verdad, ¿no? Yo no quiero ser militar pero aquí uno se hace más hombre. Aprende a defenderse y a conocer la vida.

—Pero tú no peleas mucho —dice el Esclavo—. Y sin embargo no te friegan.

—Yo me hago el loco, quiero decir el pendejo. Eso también sirve, para que no te dominen. Si no te defiendes con uñas y dientes ahí mismo se te montan encima.

—¿Tú vas a ser un poeta? —dice el Esclavo.

—¿Estás cojudo? Voy a ser ingeniero. Mi padre me mandará a estudiar a Estados Unidos. Escribo cartas y novelitas para comprarme cigarrillos. Pero eso no quiere decir nada. ¿Y tú, qué vas a ser?

—Yo quería ser marino —dice el Esclavo—. Pero ahora ya no. No me gusta la vida militar. Quizá sea ingeniero, también.

La niebla se ha condensado; los faroles de la pista parecen más pequeños y su luz es más débil. Alberto busca en sus bolsillos. Hace dos días que está sin cigarrillos, pero sus manos repiten el gesto, mecánicamente, cada vez que desea fumar.

—¿Te quedan cigarrillos?

El Esclavo no responde, pero segundos después Alberto siente un brazo junto a su estómago. Toca la mano del otro, que sostiene un paquete casi lleno. Saca un cigarrillo, lo pone entre sus labios, con la punta de la lengua toca la superficie compacta y picante. Enciende un fósforo y aproxima al rostro del Esclavo la llama que se agita suavemente en la pequeña gruta que forman sus manos.

—¿De qué mierda estás llorando? —dice Alberto, a la vez que abre las manos y deja caer el fósforo—. Me volví a quemar, maldita sea.

Prende otro fósforo y enciende su cigarrillo. Aspira el humo y lo arroja por la boca y la nariz.

—¿Qué te pasa? —pregunta.

—Nada.

Alberto vuelve a aspirar; la brasa resplandece y el humo se confunde con la neblina, que está muy baja, casi a ras de tierra. El patio de quinto ha desaparecido. El edificio de las cuadras es una gran mancha inmóvil.

—¿Qué te han hecho? —dice Alberto—. No hay que llorar nunca, hombre.

—Mi sacón —dice el Esclavo—. Me han fregado la salida.

Alberto vuelve la cabeza. El Esclavo lleva sobre la camisa caqui, una chompa castaña, sin mangas.

—Mañana tenía que salir —dice el Esclavo—. Me han reventado.

—¿Sabes quién ha sido?

—No. Lo sacaron del ropero.

—Te van a descontar cien soles. Quizá más.

—No es por eso. Mañana hay revista. Gamboa me dejará consignado. Ya llevo dos semanas sin salir.

—¿Tienes hora?

—La una menos cuarto —dice el Esclavo—. Ya podemos ir a la cuadra.

—Espera —dice Alberto, incorporándose—. Tenemos tiempo. Vamos a tirarnos un sacón.

El Esclavo se levanta como un resorte, pero permanece en el sitio sin dar un paso, como pendiente de algo próximo e irremediable.

—Apúrate —dice Alberto.

—Los imaginarias… —susurra el Esclavo.

—Maldita sea —dice Alberto—. ¿No ves que voy a jugarme la salida para conseguirte un sacón? La gente cobarde me enferma. Los imaginarias están en el baño de la séptima. Hay una timba.

El Esclavo lo sigue. Avanzan entre la neblina cada vez más espesa, hacia las cuadras invisibles. Los clavos de los botines rasgan la hierba húmeda y al ruido acompasado del mar se mezcla ahora el silbido del viento que invade las habitaciones sin puertas ni ventanas del edificio que está entre las aulas y los dormitorios de los oficiales.

—Vamos a la décima o a la novena —dice el Esclavo—. Los enanos tienen el sueño de plomo.

—¿Te hace falta un sacón o un chaleco? —dice Alberto—. Vamos a la tercera.

Están en la galería del año. La mano de Alberto empuja suavemente la puerta, que cede sin ruido. Mete la cabeza como un animal olfateando una cueva: en la cuadra en tinieblas reina un rumor apacible. La puerta se cierra tras ellos. «¿Y si se echa a correr, cómo tiembla, y si se echa a llorar, cómo corre, y si es verdad que el Jaguar se lo tira, cómo suda, y si ahorita se prende la luz, cómo vuelo?» «Al fondo, murmura Alberto, tocando con sus labios la cara del Esclavo. Hay un ropero que está lejos de las cama». «¿Qué?», dice el Esclavo sin moverse. «Mierda, dice Alberto. Ven». Arrastrando los pies, atraviesan la cuadra en cámara lenta con las manos extendidas para evitar los obstáculos. «Y si fuera un ciego, me saco los ojos de vidrio, le digo Pies Dorados te doy mis ojos pero fíame, papá basta ya de putas, basta ya que el servicio no se abandona nunca salvo muerto». Se detienen junto al ropero, los dedos de Alberto repasan la madera. Mete la mano en su bolsillo, saca la ganzúa, con la otra mano trata de localizar el candado, cierra los ojos, aprieta los dientes. «Y si digo juro teniente, vine a sacar un libro para estudiar Química que mañana me jalan, juro que no te perdonaré nunca el llanto de mi madre Esclavo, ni que me hayas matado por un sacón». La ganzúa araña el metal, penetra en la ranura, se engancha, se mueve atrás y adelante, a derecha e izquierda, ingresa un poco más, se inmoviliza, golpea secamente, el candado se abre. Alberto forcejea hasta recuperar la ganzúa. La puerta del ropero comienza a girar. Desde algún punto de la cuadra, una voz airada irrumpe en incoherencias. La mano del Esclavo se incrusta en el brazo de Alberto. «Quieto, susurra éste. O te mato». «¿Qué?», dice el otro. La mano de Alberto explora el interior, con cuidado, a unos milímetros de la superficie vellosa del sacón, como si fuera a acariciar el rostro o los cabellos del ser amado y estuviera saboreando el placer de la inminencia del contacto, tocando sólo su atmósfera, su vaho. «Sácale los cordones a dos botines, dice Alberto. Necesito». El Esclavo lo suelta, se inclina, se aleja a rastras. Alberto libera el sacón del colgador, mete el candado en las armellas y aprieta con toda la mano, para apagar el ruido. Después, se desliza hacia la puerta. Cuando llega el Esclavo, lo vuelve a tocar, esta vez en el hombro. Salen.

—¿Tiene marca?

El Esclavo examina el sacón minuciosamente, con su linterna.

—No.

—Anda al baño y mira si tiene manchas. Y los botones, cuidado vayan a ser de otro color.

—Ya es casi la una —dice el Esclavo.

Alberto asiente. Al llegar a la puerta de la primera sección, se vuelve hacia su compañero:

—¿Y los cordones?

—Sólo conseguí uno —dice el Esclavo. Duda un momento—: Perdón.

Alberto lo mira fijamente, pero no lo insulta ni se ríe. Se limita a encogerse de hombros.

—Gracias —dice el Esclavo. Ha puesto otra vez su mano en el brazo de Alberto y lo mira a los ojos con su cara tímida y rastrera iluminada por una sonrisa.

—Lo hago para divertirme —dice Alberto. Y añade, rápido—: ¿Tienes las preguntas del examen? No sé ni jota de Química.

—No —dice el Esclavo—. Pero el Círculo lo debe tener. Hace un rato salió Cava y fue hacia las aulas. Deben estar resolviendo las preguntas.

—No tengo plata. El Jaguar es un ladrón.

—¿Quieres que te preste? —dice el Esclavo.

—¿Tienes plata?

—Un poco.

—¿Puedes prestarme veinte soles?

—Veinte soles, sí.

Alberto le da una palmada en el hombro. Dice:

—Formidable, formidable. Estaba sin un centavo. Si quieres, te puedo pagar con novelitas.

—No —dice el Esclavo. Ha bajado los ojos—. Más bien en cartas.

—¿Cartas? ¿Tienes enamorada? ¿Tú?

—Todavía no tengo —dice el Esclavo—. Pero quizás tenga.

—Bueno, hombre. Te escribiré veinte. Eso sí, tienes que enseñarme las de ella. Para ver el estilo.

Las cuadras parecen haber cobrado vida. De diversos sectores del año llega hasta ellos ruido de pasos, de roperos, incluso algunas lisuras.

—Ya están cambiando el turno —dice Alberto—. Vamos.

Entran a la cuadra. Alberto va a la litera de Vallano, se inclina y saca el cordón de uno de los botines. Luego sacude al negro con las dos manos.

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