—¿Sabes Química, negro?
—No.
—¿Me soplas? ¿Cuánto?
Los ojos movedizos y saltones de Vallano echan en torno una mirada desconfiada. Baja la voz:
—Cinco cartas.
—¿Y tu mamá? —pregunta Alberto—. ¿Cómo está?
—Bien —dice Vallano—. Si te conviene, avisa.
El Esclavo acaba de sentarse. Una de sus manos se alarga para coger un pan. Arróspide le da un manotazo: el pan rebota en la mesa y cae al suelo. Riendo a carcajadas, Arróspide se inclina a recogerlo. La risa cesa. Cuando su cara, asoma nuevamente, está serio. Se levanta, estira un brazo, su mano se cierra sobre el cuello de Vallano. «Digo hay que ser bruto porfiado para ver y no ver los colores con tanta luz. O tener mala estrella, una suerte de perro. Digo para robar hay que ser vivo, aunque sea un cordón, aunque sea una pezuña, qué sería si Arróspide lo cosiera a cabezazos, el negro y el blanco, qué sería». «Ni me fijé que era negro», dice Vallano, sacándose el cordón del botín. Arróspide lo recibe, ya calmado. «Sino me lo dabas, te molía, negro», dice. El coro estalla, quebrada y melifluo, cadencioso: ay, ay, ay. «Bah, dice Vallano. Juro que te vaciaré el ropero antes que termine el año. Ahora necesito un cordón. Véndeme uno Cava, tú que eres mercachifle. Oye, no ves que estoy hablando contigo, qué te pasa, piojoso». Cava levanta bruscamente los ojos de la taza vacía y mira a Vallano con terror. «¿Qué?, dice. ¿Qué?» Alberto se inclina hacia el Esclavo:
—¿Estás seguro que viste a Cava anoche?
—Sí —dice el Esclavo—. Seguro que era él.
—Mejor no digas a nadie que lo viste. Ha pasado algo. El Jaguar dice que no se tiraron el examen. Y mírale la cara al serrano.
Al oír el silbato, todos se ponen de pie y salen corriendo hacia el descampado, donde los espera Gamboa, los brazos cruzados sobre el pecho y el pito en la boca. La vicuña echa a correr despavorida ante esa invasión. «Le diré, no ves que me han jalado en Química por ti, no ves que ando enfermo por ti, Pies Dorados, no ves. Toma los veinte soles que me prestó el Esclavo y si quieres te escribiré cartas, pero no seas mala, no me asustes, no hagas que me jalen en Química, no ves que el Jaguar no quiere venderme ni un punto, no ves que estoy más pobre que la Malpapeada». Los brigadieres vuelven a contar los efectivos y a dar parte a los suboficiales y éstos al teniente Gamboa. Ha comenzado a caer una garúa muy fina. Alberto toca con su pie la pierna de Vallano. Éste lo mira de reojo.
—Tres cartas, negro.
—Cuatro.
—Bueno, cuatro.
Vallano asiente, pasándose la lengua por los labios en busca de las últimas migas de pan.
E
L AULA
de la primera sección está en el segundo piso del edificio nuevo, aunque descolorido y manchado por la humedad, que se yergue junto al salón de actos, un gran cobertizo de banquetas rústicas donde se pasa películas a los cadetes una vez por semana. La garúa ha convertido la pista de desfile en un espejo sin fondo. Los botines se posan en la superficie resplandeciente, caen y rebotan al compás del silbato. La marcha se transforma en trote cuando la formación llega a la escalera; los botines resbalan, los suboficiales maldicen. Desde las aulas se ve, a un lado, el patio de cemento, donde cualquier otro día seguirían desfilando hacia sus pabellones los cadetes de cuarto y los perros de tercero, bajo los escupitajos y proyectiles de los de quinto. El negro Vallano arrojó una vez un pedazo de madera. Se oyó un grito y luego, un perro cruzó el patio como una exhalación, tapándose la oreja con las manos: entre sus dedos corría un hilo de sangre que el sacón absorbía en una mancha oscura. La sección estuvo consignada dos semanas, pero el culpable no fue descubierto. El primer día de salida, Vallano trajo dos paquetes de cigarrillos para los treinta cadetes. «Es mucho, caramba, protestaba el negro. Basta con un paquete por cráneo». El Jaguar y los suyos le advirtieron: «dos o se reunirá el Círculo».
—Sólo veinte puntos —dice Vallano—. Ni uno más. Yo no me juego la cabeza por unas cuantas cartas.
—No —responde Alberto—. Al menos treinta. Y yo te indico las preguntas con el dedo. Además, no me dictas. Me muestras tu examen.
—Te dicto.
Las carpetas son de a dos. Delante de Alberto y Vallano, que están en la última fila, se sientan Boa y Cava, ambos de grandes espaldas, buenos biombos para escapar a la vigilancia.
—¿Como la vez pasada? Me dictaste mal a propósito.
Vallano ríe.
—Cuatro cartas —dice—. De dos páginas.
El suboficial Pezoa aparece en la puerta con un alto de exámenes. Los mira con sus ojos pequeñitos y malévolos; de cuando en cuando, moja la punta de sus bigotes ralos con la lengua.
—Al que saque el libro o mire al compañero se le anula la prueba —dice—. Y, además, seis puntos. Brigadier, reparta los exámenes.
—Rata.
El suboficial da un respingo, enrojece; sus ojos parecen dos cicatrices. Su mano de niño estruja la camisa.
—Anulado el pacto —dice Alberto—. No sabía que venía la rata. Prefiero copiar del libro.
Arróspide distribuye las pruebas. El suboficial mira su reloj.
—Las ocho —dice—. Tienen cuarenta minutos.
—Rata.
—¡Aquí no hay un solo hombre! —ruge Pezoa—. Quiero verle la cara a ese valiente que anda diciendo rata.
Las carpetas comienzan a animarse; se elevan unos centímetros del suelo y caen, al principio en desorden, luego armoniosamente, mientras las voces corean: «rata, rata».
—¡Silencio, cobardes! —grita el suboficial.
En la puerta del aula aparecen el teniente Gamboa y el profesor de Química, un hombre escuálido y cohibido. Junto a Gamboa, que es alto y atlético, parece insignificante con sus ropas de civil, demasiado anchas para su cuerpo.
—¿Qué ocurre, Pezoa?
El suboficial saluda.
—Se las dan de graciosos, mi teniente.
Todo está inmóvil. Reina absoluto silencio.
—¿Ah, sí? —dice Gamboa—. Vaya a la segunda, Pezoa. Yo cuidaré a estos jóvenes.
Pezoa vuelve a saludar y se marcha. El profesor de Química lo sigue; parece asustado entre tanto uniforme.
—Vallano —susurra Alberto—. El pacto vale.
Sin mirarlo, el negro mueve la cabeza y se pasa un dedo por el cuello como una guillotina. Arróspide ha terminado de repartir las pruebas. Los cadetes inclinan las cabezas sobre las hojas. «Quince más cinco, más tres, más cinco, en blanco, más tres, en blanco, pucha, en blanco, más tres, no, en blanco, son ¿cuánto?, treinta y uno, hasta el garguero. Que se fuera por la mitad, que lo llamaran, que pasara algo y tuviera que irse corriendo, Pies Dorados». Alberto responde las preguntas, lentamente, con letra de imprenta. Los tacos de Gamboa suenan contra las baldosas. Cuando un cadete levanta la vista de su examen, encuentra siempre los ojos burlones del teniente y escucha:
—¿Quiere que le sople? Y baje la cabeza. A mí sólo me miran mi mujer y mi sirvienta.
Cuando termina de responder lo que sabe, Alberto mira a Vallano: el negro escribe a toda prisa, mordiéndose la lengua. Explora la clase con infinitas precauciones; algunos simulan escribir deslizando la pluma en el aire a unos milímetros del papel. Relee la prueba, contesta otras dos preguntas cuya respuesta intuye oscuramente. Comienza un ruido distante y subterráneo; inquietos, los cadetes se mueven en sus asientos. La atmósfera se condensa; algo invisible flota sobre las cabezas inclinadas, una pasta tibia e inasible, una nebulosa, un sentimiento aéreo, un rocío. ¿Cómo escapar unos segundos a la vigilancia del teniente, a esa presencia?
Gamboa ríe. Deja de caminar, queda en el centro del aula. Tiene los brazos cruzados, los músculos se insinúan bajo la camisa crema y sus ojos abarcan de una mirada todo el conjunto, como en las campañas, cuando lanza a su compañía entre el fango y la hace rampar sobre la hierba o los pedruscos con un simple movimiento de la mano o un pitazo cortante: los cadetes a sus órdenes se enorgullecen al ver la exasperación de los oficiales y cadetes de las otras compañías, que siempre terminan cercados, emboscados, pulverizados. Cuando Gamboa, con el casco reluciendo en la mañana, apunta con el dedo una alta tapia de adobes y exclama (sereno, impávido ante el enemigo invisible que ocupa las cumbres y los desfiladeros vecinos y aun la lengua de playa en que se asientan los acantilados): «¡Crúcenla pájaros!», los cadetes de la primera compañía arrancan como bólidos, las bayonetas caladas apuntando al cielo y los corazones henchidos de un coraje ilimitado, atraviesan las chacras pisoteando con ferocidad los sembríos —¡ah, si fueran cabezas de chilenos o ecuatorianos, ah, si bajo las suelas de los botines saltara la sangre, si murieran!—, llegan al pie de la tapia transpirando y jurando, cruzan el fusil en bandolera y alargan las manos hinchadas, hunden las uñas en las grietas, se aplastan contra el muro, y reptan verticalmente, los ojos prendidos del borde que se acerca, y luego saltan y se encogen en el aire y caen y sólo escuchan sus propias maldiciones y su sangre exaltada que quiere abrirse paso hacia la luz por las sienes y los pechos. Pero Gamboa está ya al frente, en lo alto de un peñón, apenas arañado, husmeando el viento marino, calculando. En cuclillas o tendidos, los cadetes lo observan: la vida y la muerte dependen de sus labios. De pronto, su mirada se despeña colérica, los pájaros se transforman en larvas. «¡Sepárense! ¡Están amontonados como arañas!» Las larvas se incorporan, se despliegan, los viejos uniformes de campaña mil veces zurcidos se inflan con el viento y los parches y remiendos parecen costras y heridas, vuelven al fango, se confunden con la hierba, pero los ojos siguen fijos en Gamboa, dóciles, implorantes, como esa noche odiosa en que el teniente asesinó al Círculo.
El Círculo había nacido con su vida de cadetes, cuarenta y ocho horas después de dejar las ropas de civil y ser igualados por las máquinas de los peluqueros del colegio que los raparon, y de vestir los uniformes caquis, entonces flamantes, y formar por primera vez en el estadio al conjuro de los silbatos y las voces de plomo. Era el último día del verano y el cielo de Lima se encapotaba, después de arder tres meses como un ascua sobre las playas, para echar un largo sueño gris. Venían de todos los rincones del Perú; no se habían visto antes y ahora constituían una masa compacta, instalada frente a los bloques de cemento cuyo interior desconocían. La voz del capitán Garrido les anunciaba que la vida civil había terminado para ellos por tres años, que aquí se harían hombres, que el espíritu militar se compone de tres elementos simples: obediencia, trabajo y valor. Pero aquello había venido después, al terminar el primer almuerzo del colegio, cuando por fin estuvieron libres de la tutela de los oficiales y suboficiales y salieron del comedor, mezclados a los cadetes de cuarto y de quinto, a quienes miraban con un recelo no exento de curiosidad y aun de simpatía.
E
L ESCLAVO
estaba solo y bajaba las escaleras del comedor hacia el descampado, cuando dos tenazas cogieron sus brazos y una voz murmuró a su oído: «venga con nosotros, perro». Él sonrió y los siguió dócilmente. A su alrededor, muchos de los compañeros que había conocido esa mañana, eran abordados y acarreados también por el campo de hierba hacia las cuadras de cuarto año. Ese día no hubo clases. Los perros estuvieron en manos de los de cuarto desde el almuerzo hasta la comida, unas ocho horas. El Esclavo no recuerda a qué sección fue llevado ni por quién. Pero la cuadra estaba llena de humo y de uniformes y se oían risas y gritos. Apenas cruzó la puerta, la sonrisa en los labios aún, se sintió golpeado en la espalda. Cayó al suelo, giró sobre sí mismo, quedó tendido boca arriba. Trató de levantarse, pero no pudo: un pie se había instalado sobre su estómago. Diez rostros indiferentes lo contemplaban como a un insecto; le impedían ver el techo. Una voz dijo:
—Para empezar, cante cien veces «soy un perro», con ritmo de corrido mexicano.
No pudo. Estaba maravillado y tenía los ojos fuera de las órbitas. Le ardía la garganta. El pie presionó ligeramente su estómago.
—No quiere —dijo la voz—. El perro no quiere cantar.
Y entonces los rostros abrieron las bocas y escupieron sobre él, no una, sino muchas veces, hasta que tuvo que cerrar los ojos. Al cesar la andanada, la misma voz anónima que giraba como un torno, repitió:
—Cante cien veces «soy un perro», con ritmo de corrido mexicano.
Esta vez obedeció y su garganta entonó roncamente la frase ordenada con la música de «Allá en el rancho grande»; era difícil: despojada de su letra original, la melodía se transformaba por momentos en chillidos. Pero a ellos no parecía importarles; lo escuchaban atentamente.
—Basta —dijo la voz—. Ahora, con ritmo de bolero.
Luego fue con música de mambo y de vals criollo. Después le ordenaron:
—Párese.
Se puso de pie y se pasó la mano por la cara. Se limpió en el fundillo. La voz preguntó:
—¿Alguien le ha dicho que se limpie la jeta? No, nadie le ha dicho.
Las bocas volvieron a abrirse y él cerró los ojos, automáticamente, hasta que aquello cesó. La voz dijo:
—Eso que tiene usted a su lado son dos cadetes, perro. Póngase en posición de firmes. Así, muy bien. Esos cadetes han hecho una apuesta y usted va a ser el juez.
El de la derecha golpeó primero y el Esclavo sintió fuego en el antebrazo. El de la izquierda lo hizo casi inmediatamente.
—Bueno —dijo la voz—. ¿Cuál ha pegado más fuerte?
—El de la izquierda.
—¿Ah, sí? —replicó la voz cambiante—. ¿De modo que yo soy un pobre diablo? A ver, vamos a ensayar de nuevo, fíjese bien.
El Esclavo se tambaleó con el impacto, pero no llegó a caer: las manos de los cadetes que lo rodeaban lo contuvieron y lo devolvieron a su sitio.
—Y ahora, ¿qué piensa? ¿Cuál pega más fuerte?
—Los dos igual.
—Quiere decir que han quedado tablas —precisó la voz—. Entonces tienen que desempatar.
Un momento después, la voz incansable preguntó:
—A propósito, perro. ¿Le duelen los brazos?
—No —dijo el Esclavo.
Era verdad; había perdido la noción de su cuerpo y del tiempo. Su espíritu contemplaba embriagado el mar sin olas de Puerto Eten y escuchaba a su madre que le decía: «cuidado con las rayas, Ricardito» y tendía hacia él sus largos brazos protectores, bajo un sol implacable.
—Mentira —dijo la voz—. Si no le duelen, ¿por qué está llorando, perro?