La ciudad y los perros (10 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

L
OS DÍAS
siguientes, monótonos y humillantes, también los ha olvidado. Se levantaba temprano, el cuerpo adolorido por el desvelo, y vagaba por las habitaciones a medio amueblar de esa casa extranjera. En una especie de buhardilla, levantada en la azotea, encontró altos de periódicos y revistas, que hojeaba distraídamente mañanas y tardes íntegras. Eludía a sus padres y les hablaba sólo con monosílabos. «¿Qué te parece tu papá?», le preguntó un día su madre. «Nada», dijo él, «no me parece nada». Y otro día: «¿estás contento, Richi?». «No». Al día siguiente de llegar a Lima, su padre vino hasta su cama y, sonriendo, le presentó el rostro. «Buenos días», dijo Ricardo, sin moverse. Una sombra cruzó los ojos de su padre. Ese mismo día comenzó la guerra invisible. Ricardo no abandonaba el lecho hasta sentir que su padre cerraba tras él la puerta de calle. Al encontrarlo a la hora de almuerzo, decía rápidamente, «buenos días» y corría a la buhardilla. Algunas tardes, lo sacaban a pasear. Solo en el asiento trasero del automóvil, Ricardo simulaba un interés desmedido por los parques, avenidas y plazas. No abría la boca pero tenía los oídos pendientes de todo lo que sus padres decían. A veces, se te escapaba el significado de ciertas alusiones: esa noche su desvelo era febril. No se dejaba sorprender. Si se dirigían a él de improviso, respondía: «¿cómo?, ¿qué?». Una noche los oyó hablar de él en la pieza vecina. «Tiene apenas ocho años, decía su madre; ya se acostumbrará». «Ha tenido tiempo de sobra», respondía su padre y la voz era distinta: seca y cortante. «No te había visto antes, insistía la madre; es cuestión de tiempo». «Lo has educado mal, decía él; tú tienes la culpa de que sea así. Parece una mujer». Luego, las voces se perdieron en un murmullo. Unos días después su corazón dio un vuelco: sus padres adoptaban una actitud misteriosa, sus conversaciones eran enigmáticas. Acentuó su labor de espionaje; no dejaba pasar el menor gesto, acto o mirada. Sin embargo, no halló la clave por sí mismo. Una mañana, su madre le dijo a la vez que lo abrazaba: «¿y si tuvieras una hermanita?». Él pensó: «si me mato, será culpa de ellos y se irán al infierno». Eran los últimos días del verano. Su corazón se llenaba de impaciencia; en abril lo mandarían al colegio y estaría fuera de su casa buena parte del día. Una tarde, después de mucho meditar en la buhardilla, fue donde su madre y le dijo: «¿no pueden ponerme interno?». Había hablado con una voz que creía natural, pero su madre lo miraba con los ojos llenos de lágrimas. Él se metió las manos en los bolsillos y agregó: «a mí no me gusta estudiar mucho, acuérdate lo que decía la tía Adelina en Chiclayo. Y eso no le parecerá bien a mi papá. En los internados hacen estudiar a la fuerza». Su madre lo devoraba con los ojos y él se sentía confuso. «¿Y quién acompañará a tu mamá?». «Ella, respondió Ricardo, sin vacilar; mi hermanita». La angustia se desvaneció en el rostro de su madre, sus ojos revelaban ahora abatimiento. «No habrá ninguna hermanita, dijo; me había olvidado de decírtelo». Estuvo pensando todo el día que había procedido mal; lo atormentaba haberse delatado. Esa noche, en el lecho, los ojos muy abiertos, estudiaba la manera de rectificar el error: reduciría al mínimo las palabras que cambiaba con ellos, pasaría más tiempo en la buhardilla, cuando en eso lo distrajo el rumor que crecía, y de pronto la habitación estaba llena de una voz tronante y de un vocabulario que nunca había oído. Tuvo miedo y dejó de pensar. Las injurias llegaban hasta él con pavorosa nitidez y, por instantes, perdida entre los gritos y los insultos masculinos, distinguía la voz de su madre, débil, suplicando. Después el ruido cesó unos segundos, hubo un chasquido silbante y cuando su madre gritó «¡Richi!» él ya se había incorporado, corría hacia la puerta, la abría e irrumpía en la otra habitación gritando: «no le pegues a mi mamá». Alcanzó a ver a su madre, en camisa de noche, el rostro deformado por la luz indirecta de la lámpara y la escuchó balbucear algo, pero en eso surgió ante sus ojos una gran silueta blanca. Pensó: «está desnudo» y sintió terror. Su padre lo golpeó con la mano abierta y él se desplomó sin gritar. Pero se levantó de inmediato: todo se había puesto a girar suavemente. Iba a decir que a él no le habían pegado nunca, que no era posible, pero antes que lo hiciera, su padre lo volvió a golpear y él cayó al suelo de nuevo. Desde allí vio, en un lento remolino, a su madre que saltaba de la cama y vio a su padre detenerla a medio camino y empujarla fácilmente hasta el lecho, y luego lo vio dar media vuelta y venir hacia él, vociferando, y se sintió en el aire, y de pronto estaba en su cuarto, a oscuras, y el hombre cuyo cuerpo resaltaba en la negrura le volvió a pegar en la cara, y todavía alcanzó a ver que el hombre se interponía entre él y su madre que cruzaba la puerta, la cogía de un brazo y la arrastraba como si fuera de trapo y luego la puerta se cerró y él se hundió en una vertiginosa pesadilla.

IV

B
AJÓ DEL
autobús en el paradero de Alcanfores y recorrió a trancos largos las tres cuadras que había hasta su casa. Al cruzar una calle vio a un grupo de chiquillos. Una voz irónica dijo, a su espalda: «¿vendes chocolates?». Los otros se rieron. Años atrás, él y los muchachos del barrio gritaban también «chocolateros» a los cadetes del Colegio Militar. El cielo estaba plomizo, pero no hacía frío. La Quinta de Alcanfores parecía deshabitada. Su madre le abrió la puerta. Lo besó.

—Llegas tarde —le dijo—. ¿Por qué, Alberto?

—Los tranvías del Callao siempre están repletos, mamá. Y pasan cada media hora.

Su madre se había apoderado del maletín y del quepí y lo seguía a su cuarto. La casa era pequeña, de un piso, y brillaba. Alberto se quitó la guerrera y la corbata; las arrojó sobre una silla. Su madre las levantó y dobló cuidadosamente.

—¿Quieres almorzar de una vez?

—Me bañaré antes.

—¿Me has extrañado?

—Mucho, mamá.

Alberto se sacó la camisa. Antes de quitarse el pantalón se puso la bata: su madre no lo había visto desnudo desde que era cadete.

—Te plancharé el uniforme. Está lleno de tierra.

—Sí —dijo Alberto. Se puso las zapatillas. Abrió el cajón de la cómoda, sacó una camisa de cuello, ropa interior, medias. Luego, del velador, unos zapatos negros que relucían.

—Los lustré esta mañana —dijo su madre.

—Te vas a malograr las manos. No debiste hacerlo, mamá.

—¿A quién le importan mis manos? —dijo ella, suspirando—. Soy una pobre mujer abandonada.

—Esta mañana di un examen muy difícil —la interrumpió Alberto—. Me fue mal.

—Ah —repuso la madre—. ¿Quieres que te llene la tina?

—No. Me ducharé, mejor.

—Bueno. Voy a preparar el almuerzo.

Dio media vuelta y avanzó hasta la puerta.

—Mamá.

Se detuvo, en medio del vano. Era menuda, de piel muy blanca, de ojos hundidos y lánguidos. Estaba sin maquillar y con los cabellos en desorden. Tenía sobre la falda un delantal ajado. Alberto recordó una época relativamente próxima: su madre pasaba horas ante el espejo, borrando sus arrugas con afeites, agrandándose los ojos, empolvándose; iba todas las tardes a la peluquería y cuando se disponía a salir, la elección del vestido precipitaba crisis de nervios. Desde que su padre se marchó, se había transformado.

—¿No has visto a mi papá?

Ella volvió a suspirar y sus mejillas se sonrojaron.

—Figúrate que vino el martes —dijo—. Le abrí la puerta sin saber quién era. Ha perdido todo escrúpulo, Alberto, no tienes idea cómo está. Quería que fueras a verlo. Me ofreció plata otra vez. Se ha propuesto matarme de dolor. —Entornó los párpados y bajó la voz—: Tienes que resignarte, hijo.

—Voy a darme un duchazo —dijo él—. Estoy inmundo.

Pasó ante su madre y le acarició los cabellos, pensando: «no volveremos a tener un centavo». Estuvo un buen rato bajo la ducha; después de jabonarse minuciosamente se frotó el cuerpo con ambas manos y alternó varias veces el agua caliente y fría. «Como para quitarme la borrachera», pensó. Se vistió. Al igual que otros sábados, las ropas de civil le parecieron extrañas, demasiado suaves; tenía la impresión de estar desnudo: la piel añoraba el áspero contacto del dril. Su madre lo esperaba en el comedor. Almorzó en silencio. Cada vez que terminaba un pedazo de pan, su madre le alcanzaba la panera con ansiedad.

—¿Vas a salir?

—Sí, mamá. Para hacer un encargo a un compañero que está consignado. Regresaré pronto.

La madre abrió y cerró los ojos varias veces y Alberto temió que rompiera a llorar.

—No te veo nunca —dijo ella—. Cuando sales, pasas el día en la calle. ¿No compadeces a tu madre?

—Sólo estaré una hora, mamá —dijo Alberto, incómodo—. Quizá menos.

Se había sentado a la mesa con hambre y ahora la comida le parecía interminable e insípida. Soñaba toda la semana con la salida, pero apenas entraba a su casa se sentía irritado: la abrumadora obsequiosidad de su madre era tan mortificante como el encierro. Además, se trataba de algo nuevo, le costaba trabajo acostumbrarse. Antes, ella lo enviaba a la calle con cualquier pretexto, para disfrutar a sus anchas con las amigas innumerables que venían a jugar canasta todas las tardes. Ahora, en cambio, se aferraba a él, exigía que Alberto le dedicara todo su tiempo libre y la escuchara lamentarse horas enteras de su destino trágico. Constantemente caía en trance: invocaba a Dios y rezaba en voz alta. Porque también en eso había cambiado. Antes, olvidaba la misa con frecuencia y Alberto la había sorprendido muchas veces cuchicheando con sus amigas contra los curas y las beatas. Ahora iba a la iglesia casi a diario, tenía, un guía espiritual, un jesuita a quien llamaba «hombre santo», asistía a toda clase de novenas y, un sábado, Alberto descubrió en su velador una biografía de Santa Rosa de Lima. La madre levantaba los platos y recogía con su mano unas migas de pan dispersas sobre la mesa.

—Estaré de vuelta antes de las cinco —dijo él.

—No te demores, hijito —repuso ella—. Compraré bizcochos para el té.

L
A MUJER
era gorda, sebosa y sucia; los pelos lacios caían a cada momento sobre su frente; ella los echaba atrás con la mano izquierda y aprovechaba para rascarse la cabeza. En la otra mano, tenía un cartón cuadrado con el que hacía aire a la llama vacilante; el carbón se humedecía en las noches y, al ser encendido, despedía humo: las paredes de la cocina estaban negras y la cara de la mujer manchada de ceniza. «Me voy a volver ciega», murmuró. El humo y las chispas le llenaban los ojos de lágrimas; siempre estaba con los párpados hinchados.

—¿Qué cosa? —dijo Teresa, desde la otra habitación.

—Nada —refunfuñó la mujer, inclinándose sobre la olla: la sopa todavía no hervía.

—¿Qué? —preguntó la muchacha.

—¿Estás sorda? Digo que me voy a volver ciega.

—¿Quieres que te ayude?

—No sabes —dijo la mujer, secamente; ahora removía la olla con una mano y con la otra se hurgaba la nariz—. No sabes hacer nada. Ni cocinar, ni coser, ni nada. Pobre de ti.

Teresa no respondió. Acababa de volver del trabajo y estaba arreglando la casa. Su tía se encargaba de hacerlo durante la semana, pero los sábados y los domingos le tocaba a ella. No era una tarea excesiva; la casa tenía sólo dos habitaciones, además de la cocina: un dormitorio y un cuarto que servía de comedor, sala y taller de costura. Era una casa vieja y raquítica, casi sin muebles.

—Esta tarde irás donde tus tíos —dijo la mujer—. Ojalá no sean tan miserables como el mes pasado.

Unas burbujas comenzaron a agitar la superficie de la olla: en las pupilas de la mujer se encendieron dos lucecitas.

—Iré mañana —dijo Teresa—. Hoy no puedo.

—¿No puedes?

La mujer agitaba frenéticamente el cartón que le servía de abanico.

—No. Tengo un compromiso.

El cartón quedó inmovilizado a medio camino y la mujer alzó la vista. Su distracción duró unos segundos; reaccionó y volvió a atender el fuego.

—¿Un compromiso?

—Sí. —La muchacha había dejado de barrer y tenía la escoba suspendida a unos centímetros del suelo—. Me han invitado al cine.

—¿Al cine? ¿Quién?

La sopa estaba hirviendo. La mujer parecía haberla olvidado. Vuelta hacia la habitación contigua, esperaba la respuesta de Teresa, los pelos cubriéndole la frente, inmóvil y ansiosa.

—¿Quién te ha invitado? —repitió. Y comenzó a abanicarse el rostro a toda prisa.

—Ese muchacho que vive en la esquina —dijo Teresa, posando la escoba en el suelo.

—¿Qué esquina?

—La casa de ladrillos, de dos pisos. Se llama Arana.

—¿Así se llaman ésos? ¿Arana?

—Sí.

—¿Ese que anda con uniforme? —insistió la mujer.

—Sí. Está en el Colegio Militar. Hoy tiene salida. Vendrá a buscarme a las seis.

La mujer se acercó a Teresa. Sus ojos abultados estaban muy abiertos.

—Ésa es buena gente —le dijo—. Bien vestida. Tienen auto.

—Sí —dijo Teresa—. Uno azul.

—¿Has subido a su auto? —preguntó la mujer con vehemencia.

—No. Sólo he conversado una vez con ese muchacho, hace dos semanas. Iba a venir el domingo pasado, pero no pudo. Me mandó una carta.

Súbitamente, la mujer dio media vuelta y corrió a la cocina. El fuego se había apagado, pero la sopa continuaba hirviendo.

—Vas a cumplir dieciocho años —dijo la mujer, reanudando el combate contra los rebeldes cabellos—. Pero no te das cuenta. Me quedaré ciega y nos moriremos de hambre, si no haces algo. No dejes escapar a ese muchacho. Tienes suerte que se haya fijado en ti. A tu edad, yo ya estaba encinta. ¡Para qué me dio hijos el Señor si me los iba a quitar después! ¡Bah!

—Sí, tía —dijo Teresa.

Mientras barría, contemplaba sus zapatos grises de tacón alto: estaban sucios y gastados. ¿Y si Arana la llevaba a un cine de estreno?

—¿Es militar? —preguntó la mujer.

—No. Está en el Leoncio Prado. Un colegio como los otros, sólo que dirigido por militares.

—¿En el colegio? —repuso la mujer, indignada—. Yo creí que era un hombre. Bah, a ti qué te puede importar que esté vieja. Lo que tú quieres es que yo reviente de una vez por todas.

A
LBERTO SE
arreglaba la corbata. ¿Era él ese rostro pulcramente afeitado, esos cabellos limpios y asentados, esa camisa blanca, esa corbata clara, esa chaqueta gris, ese pañuelo que asomaba por el bolsillo superior, ese ser aséptico y acicalado que aparecía en el espejo del cuarto de baño?

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