La ciudad y los perros (14 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

—Mierda —dijo Alberto—. Maldita sea su alma.

V

U
NA VEZ
pensé: «nunca he estado a solas con ella. ¿Y si fuera a esperarla a la salida de su colegio?» Pero no me animaba. ¿Qué le iba a decir? ¿Y de dónde sacaría dinero para el pasaje? Tere iba a almorzar donde unos parientes, cerca de su colegio, en Lima. Yo había pensado ir al mediodía, acompañarla hasta la casa de sus parientes, así caminaríamos juntos un rato. El año anterior, un muchacho me había dado quince reales por un trabajo manual, pero en segundo de media no se hacían. Pasaba horas viendo cómo conseguir el dinero. Hasta que un día se me ocurrió pedirle prestado un sol al flaco Higueras. Él siempre me invitaba un café con leche o un corto y cigarrillos, un sol no era gran cosa. Esa misma tarde, al encontrarlo en la Plaza de Bellavista, se lo pedí. «Sí hombre, me respondió, claro, para eso son los amigos». Le prometí devolvérselo en mi cumpleaños y él se rió y dijo: «por supuesto. Me pagarás cuando puedas. Toma». Cuando tuve el sol en el bolsillo, me puse feliz y esa noche no dormí, al día siguiente bostezaba en clase todo el tiempo. Tres días después dije a mi madre: «voy a almorzar en Chucuito, donde un amigo». En el colegio, pedí permiso al profesor para salir media hora antes, y como yo era uno de los más aplicados me dijo que bueno.

El tranvía iba casi vacío, no pude gorrear, felizmente el conductor sólo me cobró medio pasaje. Bajé en la Plaza Dos de Mayo. Una vez, al pasar por la avenida Alfonso Ugarte para ir donde mi padrino, mi madre me había dicho: «en esa casota tan grande estudia Teresita». Y siempre me acordaba y sabía que apenas volviera a verla la reconocería, pero no encontraba la avenida Alfonso Ugarte y me acuerdo que estuve por la Colmena y cuando me di cuenta regresé corriendo y sólo entonces descubrí la casota negra, cerca de la Plaza Bolognesi. Era justo la salida, había muchas alumnas, grandes y chicas y yo sentía una vergüenza terrible. Di media vuelta y fui hasta la esquina, me puse en la puerta de una pulpería, medio escondido tras la vitrina y estuve mirando. Era en invierno y yo sudaba. Lo primero que hice cuando la vi a lo lejos, fue meterme en la tienda, la moral hecha pedazos. Pero después salí de nuevo y la vi de espaldas, yendo hacia la Plaza Bolognesi. Estaba sola y a pesar de eso no me acerqué. Cuando dejé de verla, regresé a Dos de Mayo y tomé el tranvía de vuelta, furioso. El colegio estaba cerrado, todavía era temprano. Me sobraban cincuenta centavos pero no compré nada de comer. Todo el día estuve de mal humor y en la tarde, mientras estudiábamos, casi no hablé. Ella me preguntó qué me pasaba y me puse colorado.

Al día siguiente, de repente se me ocurrió en plena clase que debía regresar a esperarla y fui donde el profesor y le pedí permiso de nuevo. «Bueno, me respondió, pero dile a tu madre que si te hace salir antes todos los días, te va a perjudicar». Como ya conocía el camino, llegué a su colegio antes de la hora de salida. Al aparecer las alumnas, me sentí como el día anterior, pero me decía a mí mismo: «me voy a acercar, me voy a acercar». Salió entre las últimas, sola. Esperé que se alejara un poco y comencé a caminar tras ella. En la Plaza Bolognesi apuré el paso y me le acerqué. Le dije: «hola, Tere». Ella se sorprendió un poco, lo vi en sus ojos, pero me respondió: «hola, ¿qué haces por aquí?», de una manera natural y no supe qué inventar, así que sólo atiné a decirle: «salí antes del colegio y se me ocurrió venir a esperarte. ¿Por qué, ah?». «Por nada, dijo ella. Te preguntaba, no más». Le pregunté si iba a casa de sus parientes y me dijo que sí. «¿Y tú?», añadió. «No sé, le dije. Si no te importa te acompaño». «Bueno, dijo ella. Es aquí cerca». Sus tíos vivían en la avenida Arica. Apenas hablamos en el camino. Ella contestaba a todo lo que yo decía, pero sin mirarme. Cuando llegamos a una esquina, me dijo: «mis tíos viven en la otra cuadra, así que mejor me acompañas sólo hasta aquí». Yo le sonreí y ella me dio la mano. «Chau, le dije, ¿a la tarde estudiamos?». «Sí, sí, dijo ella, tengo montones de lecciones que aprender». Y después de un momento, añadió: «muchas gracias por haber venido».

«L
A PERLITA
» está al final del descampado, entre el comedor y las aulas, cerca del muro posterior del colegio. Es una construcción pequeña, de cemento, con un gran ventanal que sirve de mostrador y en el que, mañana y tarde, se divisa la asombrosa cara de Paulino, el injerto: ojos rasgados de japonés, ancha jeta de negro, pómulos y mentón cobrizos de indio, pelos lacios. Paulino vende en el mostrador colas y galletas, café y chocolate, caramelos y bizcochos y, en la trastienda, es decir en el reducto amurallado y sin techo que se apoya en el muro posterior y que, antes de las rondas, era el lugar ideal para las
contras
, vende cigarrillos y pisco, dos veces más caro que en la calle. Paulino duerme en un colchón de paja, junto al muro, y en las noches las hormigas pasean sobre su cuerpo como por una playa. Bajo el colchón hay una madera que disimula un hueco, cavado por Paulino con sus manos para que sirva de escondite a los paquetes de «Nacional» y a las botellas de pisco que introduce clandestinamente en el colegio.

Los consignados acuden al reducto los sábados y los domingos, después del almuerzo, en grupos pequeños para no despertar sospechas. Se tienden en el suelo y, mientras Paulino abre su escondite, aplastan las hormigas con piedrecitas chatas. El injerto es generoso y maligno; da crédito pero exige que primero le rueguen y lo diviertan. El reducto de Paulino es pequeño, en él caben a lo más una veintena de cadetes. Cuando no hay sitio, los recién llegados van a tenderse al descampado y esperan jugando tiro al blanco contra la vicuña, que salgan los de adentro para reemplazarlos. Los de tercero casi no tienen ocasión de asistir a esas veladas, porque los de cuarto y quinto los echan o los ponen de vigías. Las veladas duran horas. Comienzan después del almuerzo y terminan a la hora de la comida. Los consignados resisten mejor el castigo los domingos, se hacen más a la idea de no salir; pero los sábados conservan todavía una esperanza y se extenúan haciendo planes para salir, gracias a una invención genial que conmueva al oficial de servicio o a la audacia ciega, una
contra
a plena luz y por la puerta principal. Pero sólo uno o dos de las decenas de consignados llegan a salir. El resto ambula por los patios desiertos del colegio, se sepulta en las literas de las cuadras, permanece con los ojos abiertos tratando de combatir el aburrimiento mortal con la imaginación; si tiene algún dinero va al reducto de Paulino a fumar, beber pisco, y a que lo devoren las hormigas.

Los domingos en la mañana, después del desayuno, hay misa. El capellán del colegio es un cura rubio y jovial que pronuncia sermones patrióticos donde cuenta la vida intachable de los próceres, su amor a Dios y al Perú y exalta la disciplina y el orden y compara a los militares con los misioneros, a los héroes con los mártires, a la Iglesia con el Ejército. Los cadetes estiman al capellán porque piensan que es un hombre de verdad: lo han visto, muchas veces, vestido de civil, merodeando por los bajos fondos del Callao, con aliento a alcohol y ojos viciosos.

H
A OLVIDADO
también que al día siguiente estuvo mucho tiempo con los ojos cerrados después de despertar. Al abrirse la puerta sintió nuevamente que el terror se instalaba en su cuerpo. Contuvo la respiración. Estaba seguro: era él y venía a golpearlo. Pero era su madre. Parecía muy seria y lo miraba fijamente. «¿Y él?» «Ya se fue, son más de las diez». Respiró hondamente y se incorporó. La habitación estaba llena de luz. Sólo ahora notaba la vida de la calle, el ruidoso tranvía, las bocinas de los automóviles. Se sentía débil, como si convaleciera de una enfermedad larga y penosa. Esperó que su madre aludiera a lo ocurrido. Pero no lo hacía; revoloteando de un lado a otro, simulaba ordenar el cuarto, movía una silla, corregía la posición de las cortinas. «Vámonos a Chiclayo», dijo él. Su madre se aproximó y comenzó a acariciarlo. Sus dedos largos recorrían su cabeza, se insinuaban fácilmente por sus cabellos, bajaban por su espalda: era una sensación grata y cálida que recordaba otros tiempos. La voz que llegaba ahora hasta sus oídos como una fina cascada era también la voz de su niñez. No prestaba atención, a lo que decía su madre, las palabras eran superfluas, lo tierno era la música. Hasta que la madre dijo: «no podemos volver a Chiclayo nunca más. Tienes que vivir siempre con tu papá». Él se volvió a mirarla, convencido que ella se derrumbaría de remordimiento, pero su madre estaba muy serena e, incluso, sonreía. «Prefiero vivir con la tía Adela que con él», gritó. La madre, sin alterarse, trataba de calmarlo. «Lo que ocurre, le decía con acento grave, es que no lo has visto antes; él tampoco te conocía. Pero todo va a cambiar, ya verás. Cuando se conozcan los dos, se querrán mucho, como en todas las familias». «Anoche me pegó, dijo él, roncamente. Un puñete, como si yo fuera grande. No quiero vivir con él». Su madre seguía pasándole la mano por la cabeza, pero ese roce ya no era una caricia, sino una presión intolerable. «Tiene mal genio, pero en el fondo es bueno, decía la madre. Hay que saber llevarlo. Tú también tienes algo de culpa, no haces nada por conquistarlo. Está muy resentido contigo por lo de ayer. Eres muy chico, no puedes comprender. Ya verás que tengo razón, te darás cuenta más tarde. Ahora que vuelva, pídele perdón por haber entrado al cuarto. Hay que darle gusto. Es la única manera de tenerlo contento». Él sentía su corazón palpitando con escándalo, como uno de esos sapos enormes que pululaban en la huerta de la casa de Chiclayo y parecían una glándula con ojos, una cámara que se infla y desinfla. Entonces comprendió: «ella está de su lado, es su cómplice». Decidió ser cauteloso, ya no podía fiarse de su madre. Estaba solo. Al mediodía, cuando sintió que abrían la puerta de calle, bajó la escalera y salió al encuentro de su padre. Sin mirarlo a los ojos, le dijo: «perdón por lo de anoche».

—¿Y
QUÉ
más te dijo? —preguntó el Esclavo.

—Nada más —dijo Alberto—. Me has preguntado lo mismo toda la semana. ¿No puedes hablar de otra cosa?

—Perdona —respondió el Esclavo—. Pero justamente hoy es sábado. Debe creer que soy un mentiroso.

—¿Por qué va a creer eso? Ya le escribiste. Y además, qué te importa lo que piense.

—Estoy enamorado de esa chica —dijo el Esclavo—. No me gusta que tenga malas ideas sobre mí.

—Te aconsejo que pienses en otra cosa —dijo Alberto —Quién sabe hasta cuándo seguiremos consignados. Tal vez varias semanas. No conviene pensar en mujeres.

—Yo no soy como tú —dijo el Esclavo, con humildad—. No tengo carácter. Quisiera no acordarme de esa chica y sin embargo no hago otra cosa que pensar en ella. Si el próximo sábado no salgo, creo que me volveré loco. Dime, ¿te hizo preguntas sobre mí?

—Maldita sea —repuso Alberto—. Sólo la vi cinco minutos, en la puerta de su casa. ¿Cuántas veces te voy a repetir que no hablé de nada con ella? Ni siquiera tuve tiempo de verle bien la cara.

—¿Y entonces por qué no quieres escribirle?

—Porque no —dijo Alberto—. No me da la gana.

—Me parece raro —dijo el Esclavo—. Les escribes cartas a todos. ¿Por qué a mí no?

—A las otras no las conozco —dijo Alberto—. Además, no tengo ganas de escribir cartas. Ahora no necesito plata. Para qué, si me voy a quedar encerrado no sé cuántas malditas semanas.

—El otro sábado saldré como sea —dijo el Esclavo—. Aunque tenga que escaparme.

—Bueno —dijo Alberto—. Pero ahora vamos donde Paulino. Estoy harto de todo y quiero emborracharme.

—Anda tú —dijo el Esclavo—. Yo me quedo en la cuadra.

—¿Tienes miedo?

—No. Pero no me gusta que me frieguen.

—No te van a fregar —dijo Alberto—. Vamos a emborracharnos. Al primero que venga con bromas, le partes la cara y se acabó. Levántate. Y anda.

La cuadra se había vaciado paulatinamente. Después del almuerzo, los diez consignados de la sección se tendieron en las literas a fumar; luego el Boa animó a algunos a ir a «La Perlita». Después, Vallano y otros se fueron a una timba organizada por los consignados de la segunda. Alberto y el Esclavo se pusieron de pie, cerraron sus roperos y salieron. El patio del año, la pista de desfile y el descampado estaban desiertos. Caminaron hacia «La Perlita», las manos en los bolsillos, sin hablar. Era una tarde sin viento y sin sol, serena. De pronto oyeron una risa. A unos metros, entre la hierba, descubrieron a un cadete, con la cristina hundida hasta los ojos.

—Ni me vieron, mis cadetes —dijo sonriendo—. Hubiera podido matarlos.

—¿No sabe saludar a sus superiores? —dijo Alberto—. Cuádrese, carajo.

El muchacho se incorporó de un salto y saludó. Se había puesto muy serio.

—¿Hay mucha gente donde Paulino? —preguntó Alberto.

—No muchos, mi cadete. Unos diez.

—Échese, no más —dijo el Esclavo.

—¿Usted fuma, perro? —dijo Alberto.

—Sí, mi cadete. Pero no tengo cigarrillos. Regístreme, si quiere. Hace dos semanas que no salgo.

—Pobrecito —dijo Alberto—. Me muero de pena. Tome. —Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y se lo mostró. El muchacho lo miraba con desconfianza y no se atrevía a estirar la mano.

—Saque dos —dijo Alberto—. Para que vea que soy buena gente.

El Esclavo los miraba distraído. El cadete estiró la mano con timidez, sin quitar los ojos a Alberto. Tomó dos cigarrillos y sonrió.

—Muchas gracias, mi cadete —dijo—. Es usted buena gente.

—De nada —dijo Alberto—. Favor por favor. Esta noche vendrá a tenderme la cama. Soy de la primera sección.

—Sí, mi cadete.

—Vamos de una vez —dijo el Esclavo.

La entrada del reducto de Paulino era una puerta de hojalata, apoyada en el muro. No estaba sujeta, bastaba un viento fuerte para derribarla. Alberto y el Esclavo se aproximaron, después de comprobar que no había ningún oficial cerca. Desde afuera, oyeron risas y la sobresaliente voz del Boa. Alberto se acercó en puntas de pie, indicando silencio al Esclavo. Puso las dos manos sobre la puerta y empujó: en la abertura que surgió frente a ellos, después del ruido metálico, vieron una docena de rostros aterrorizados.

—Todos presos —dijo Alberto—. Corrachos, maricones, degenerados, pajeros, todo el mundo a la cárcel.

Estaban en el umbral. El Esclavo se había colocado detrás de Alberto; su rostro expresaba ahora docilidad y sometimiento. Una figura ágil, simiesca, se incorporó entre los cadetes amontonados en el suelo y se plantó ante Alberto.

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