La ciudad y los perros (15 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

—Entren, caracho —dijo—. Rápido, que pueden verlos. Y no hagas esas bromas, poeta, un día nos van a fregar por tu culpa.

—No me gusta que me tutees, cholo de porquería —dijo Alberto, franqueando el umbral. Los cadetes se volvieron a mirar a Paulino, que había arrugado la frente; sus grandes labios tumefactos se abrían como las caras de una almeja.

—¿Qué te pasa, blanquiñoso? —dijo—. ¿Estás queriendo que te suene o qué?

—O qué —dijo Alberto, dejándose caer al suelo. El Esclavo se tendió junto a él. Paulino se rió con todo el cuerpo; sus labios se estremecían y por momentos dejaban ver una dentadura desigual, incompleta.

—Te has traído tu putita —dijo—. ¿Qué vas a hacer si la violamos?

—Buena idea —gritó el Boa—. Comámonos al Esclavo.

—¿Por qué no a ese mono de Paulino? —dijo Alberto—. Es más gordito.

—Se las ha agarrado conmigo —dijo Paulino, encogiéndose de hombros. Se echó junto al Boa. Alguien había vuelto a poner la puerta en su sitio. Alberto descubrió, en medio de los cuerpos acumulados, una botella de pisco. Alargó la mano pero Paulino lo sujetó.

—Cinco reales por trago.

—Ladrón —dijo Alberto.

Sacó su cartera y le dio un billete de cinco soles.

—Diez tragos —dijo.

—¿Es para ti solo o también para tu hembrita? —preguntó Paulino.

—Por los dos.

El Boa se rió estruendosamente. La botella circulaba entre los cadetes. Paulino calculaba los tragos; si alguien bebía más de lo debido, le arrebataba la botella de un tirón. El Esclavo, después de beber, tosió y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Esos dos no se separan un instante desde hace una semana —dijo el Boa, señalando a Alberto y al Esclavo—. Me gustaría saber qué ha pasado.

—Bueno —dijo un cadete, que apoyaba su cabeza en la espalda del Boa—. ¿Y la apuesta?

Paulino entró en un estado de viva agitación. Se reía, daba palmadas a todo el mundo diciendo «ya pues, ya pues», los cadetes aprovechando sus saltos robaban largos tragos de pisco. La botella quedó vacía en pocos minutos. Alberto, la cabeza sobre sus brazos cruzados, miró al Esclavo: una pequeña hormiga roja recorría su mejilla y él no parecía sentirla. Sus ojos tenían un resplandor líquido; su piel estaba lívida. «Y ahora sacará un billete, o una botella, o una cajetilla de cigarros y luego habrá una pestilencia, una charca de mierda, y yo me abriré la bragueta, y tú te abrirás la bragueta, y él se abrirá, y el injerto comenzará a temblar y todos comenzarán a temblar, me gustaría que Gamboa asomara la cabeza y oliera ese olor que habrá». Paulino, en cuclillas, escarbaba la tierra. Poco después, se irguió con una talega en las manos. Al moverla, se oía ruido de monedas. Todo su rostro había cobrado una animación extraordinaria, las aletas de su nariz se inflaban, sus labios amoratados, muy abiertos, avanzaban en busca de una presa, sus sienes latían. El sudor bañaba su rostro exacerbado. «Y ahora se sentará, se pondrá a respirar como un caballo o como un perro, la baba le chorreará por el pescuezo, sus manos se volverán locas, se le cortará la voz, quita la mano asqueroso, dará patadas en el aire, silbará con la lengua entre los dientes, cantará, gritará, se revolcará sobre las hormigas, las cerdas le caerán en la frente, saca la mano o te capamos, se tenderá en la tierra, hundirá la cabeza en la hierbita y en la arena, llorará, sus manos y su cuerpo se quedarán quietos, morirán».

—Hay como diez soles en monedas de cincuenta —dijo Paulino—. Y ahí abajo hay otra botella de pisco para el segundo. Pero tendrá que convidar a todos.

Alberto había, sumido la cabeza entre los brazos: sus ojos exploraban un minúsculo universo en tinieblas. Sus oídos percibían una bulliciosa excitación: cuerpos que se estiran o se encogen, risas ahogadas, e resuello frenético de Paulino. Giró sobre sí mismo y quedó con la cabeza sobre la tierra: arriba, veía un pedazo de calamina y el cielo gris, ambos del mismo tamaño. El Esclavo se inclinó hacia él. La palidez abarcaba no sólo su rostro, también su cuello y sus manos: bajo la piel se distinguían unos manantiales azules.

—Vámonos, Fernández —le susurró el Esclavo—. Salgamos.

—No —dijo Alberto—. Quiero ganar esa talega.

La risa del Boa era, ahora, furiosa. Ladeando un poco la cabeza, Alberto podía ver sus grandes botines, sus gruesas piernas, su vientre apareciendo entre las puntas de la camisa caqui y el pantalón desabotonado, su cuello macizo, sus ojos sin luz. Algunos se bajaban los pantalones, otros los abrían solamente. Paulino daba vueltas en torno al abanico de cuerpos, con los labios húmedos; de una de sus manos colgaba la talega sonora y la otra sostenía la botella de pisco. «El Boa quiere que le traigan a la Malpapeada», dijo alguien y nadie se rió. Alberto se desabotonaba lentamente, los ojos semicerrados, y trataba de evocar el rostro, el cuerpo, los cabellos de la Pies Dorados, pero la imagen era huidiza y se esfumaba para dar paso a otra, una muchacha morena, que también se fugaba y volvía, le mostraba una mano, una boca fina, y la garúa caía sobre ella, humedecía su ropa y la luz rojiza de Huatica estaba brillando en el fondo de esos ojos oscuros y él decía mierda y surgía el muslo blanco y carnoso de la Pies Dorados y desaparecía y la avenida Arequipa estaba repleta de vehículos que pasaban junto al paradero del Raimondi, donde esperaban él y la muchacha.

—¿Y tú, qué esperas? —dijo Paulino, indignado. El Esclavo se había tendido y permanecía inmóvil, la cabeza entre las manos. El injerto estaba de pie, ante él y parecía enorme. «Cómetelo, Paulino», gritó el Boa. «Cómete a la novia del poeta. Te juro que si el poeta se mueve, lo quiebro». Alberto miró al suelo: unos puntos negros surcaban la tierra castaña, pero no habla ninguna piedra. Endureció el cuerpo y cerró los puños. Paulino se había inclinado, con las rodillas separadas: las piernas del Esclavo pasaban bajo su cuerpo.

—Si lo tocas, te rompo la cara —dijo Alberto.

—Está enamorado del Esclavo —dijo el Boa, pero su voz revelaba que ya se había desinteresado de Paulino y Alberto; era una voz débil y congestionada, lejana. El injerto sonrió y abrió la boca: la lengua arrastraba una masa de saliva que mojó sus labios.

—No le voy a hacer nada —dijo—. Sólo que es muy flojo. Lo voy a ayudar.

El Esclavo estaba inmóvil y, mientras Paulino abría su correa y desabotonaba su pantalón, siguió mirando al techo. Alberto volvió la cabeza; la calamina era blanca, el cielo era gris, en sus oídos había una música, el diálogo de las hormigas coloradas en sus laberintos subterráneos, laberintos con luces coloradas, un resplandor rojizo en el que los objetos parecían oscuros y la piel de esa mujer devorada por el fuego desde la punta de los pequeños pies adorables hasta la raíz de los cabellos pintados, había una gran mancha en la pared, el cadencioso balanceo de ese muchacho marcaba el tiempo como un péndulo, fijaba el reducto a la tierra, impedía que se elevara por los aires y cayera en la espiral rojiza de Huatica, sobre ese muslo de miel y de leche, la muchacha caminaba bajo la garúa, liviana, graciosa, esbelta, pero esta vez el chorro volcánico estaba ahí, definitivamente instalado en algún punto de su alma, y comenzaba a crecer, a lanzar sus tentáculos por los pasadizos secretos de su cuerpo, expulsando a la muchacha de su memoria y de su sangre, y segregando un perfume, un licor, una forma, bajo su vientre que sus manos acariciaban ahora y de pronto ascendía algo quemante y avasallador, y él podía ver, oír, sentir, el placer que avanzaba, humeante, desplegándose entre una maraña de huesos y músculos y nervios, hacia el infinito, hacia el paraíso donde nunca entrarían las hormigas rojas, pero entonces se distrajo, porque Paulino acezaba y había caído a poca distancia, y el Boa decía palabras entrecortadas. Sintió nuevamente la tierra en sus espaldas y al volverse a mirar, sus ojos ardieron como punzados por una aguja. Paulino estaba junto al Boa y éste lo dejaba manosear su cuerpo, indiferente. El injerto resollaba, emitía grititos destemplados. El Boa había cerrado los ojos y se retorcía. «Y ahora comenzará el olor, y la botella se vaciará en unos segundos y cantaremos, y alguien contará chistes, y el injerto se pondrá triste, y sentiré la boca seca y los cigarrillos me darán ganas de vomitar y querré dormir, y la cabeza y algún día me volveré tísico, el doctor Guerra dijo que es como si uno se acostara siete veces seguidas con una mujer».

Cuando escuchó el grito del Boa, no se movió: era un pequeño ser adormecido en el fondo de una concha rosada, y ni el viento ni el agua ni el fuego podían invadir su refugio. Luego volvió a la realidad: el Boa tenía a Paulino contra el suelo y lo abofeteaba, gritando, «me mordiste, cholo maldito, serrano, voy a matarte». Algunos se habían incorporado y contemplaban la escena con rostros lánguidos. Paulino no se defendía y después de un momento, el Boa lo soltó. El injerto se levantó pesadamente, se limpió la boca, recogió del suelo la talega de monedas y la botella de pisco. Dio el dinero al Boa.

—Yo terminé segundo —dijo Cárdenas.

Paulino avanzó hacia él con la botella. Pero lo detuvo el cojo Villa, que estaba junto a Alberto.

—Mentira —dijo—. No fue él.

—¿Quién entonces? —dijo Paulino.

—El Esclavo.

El Boa dejó de contar las monedas y sus ojos pequeñitos miraron al Esclavo. Éste permanecía de espaldas, las manos a lo largo de su cuerpo.

—Quién lo hubiera dicho —dijo el Boa—. Tiene una pinga de hombre.

—Y tú una de burra —dijo Alberto—. Ciérrate el pantalón, fenómeno.

El Boa se rió a carcajadas y corrió por el reducto, sobre los cuerpos, con el sexo entre las manos, gritando «los orino a todos, me los como a todos, por algo me dicen Boa, puedo matar a una mujer de un polvo». Los otros se limpiaban y acomodaban la ropa. El Esclavo había abierto la botella de pisco, y después de tomar un trago largo y escupir, la pasó a Alberto. Todos bebían y fumaban. Paulino estaba sentado en un rincón, con una expresión marchita y melancólica. «Y ahora saldremos y nos lavaremos las manos, y después tocarán el silbato y formaremos y marcharemos al Comedor, un, dos, un, dos, y comeremos y saldremos del comedor y entraremos a las cuadras y alguien gritará un concurso y alguien dirá ya estuvimos donde el injerto y ganó el Boa, y el Boa dirá también fue el Esclavo, lo llevó el poeta y no dejó que nos lo comiésemos e incluso salió segundo en el concurso, y tocarán silencio y dormiremos y mañana y el lunes y cuántas semanas».

E
MILIO LE
dio un golpe en el hombro y le dijo: «ahí está». Alberto levantó la cabeza. Helena, con medio cuerpo inclinado sobre la baranda de la galería, lo miraba. Sonreía. Emilio le dio un codazo y repitió: «ahí está. Anda, anda». Alberto susurró: «cállate, hombre. ¿No ves que está con Ana?» Junto a la cabeza rubia, suspendida sobre la baranda, había aparecido otra, morena: Ana, la hermana de Emilio. «No te preocupes, dijo éste. Yo me encargo de ella. Vamos». Alberto asintió. Subieron la escalera del Club Terrazas. La galería estaba llena de gente joven; del otro lado del Club, de los salones, provenía una música muy alegre. «Pero no te acerques por nada del mundo, murmuraba Alberto mientras subían la escalera. No dejes que tu hermana nos interrumpa. Si quieres, sígannos, pero de lejos.» Cuando se acercaron a ellas, las dos muchachas reían. Helena parecía mayor. Delgada, dulce, transparente, nada revelaba a primera vista su audacia. Pero los del barrio la conocían. Mientras las otras muchachas, al ser abordadas en media calle, se ponían a llorar, bajaban los ojos y se cohibían o asustaban, Helena hacía frente a los asaltantes, los desafiaba como una fierecilla de ojos encendidos y su voz enérgica respondía uno por uno a los sarcasmos, o tomaba la iniciativa y llamaba a los muchachos por sus sobrenombres más ofensivos y los amenazaba y se la veía, el cuerpo firme y erguido, el rostro altanero, azotar el aire con sus puños, resistir el cerco, romperlo y alejarse con expresión triunfal. Pero eso era antes. Hacía un tiempo, ninguno sabía exactamente en qué estación del año, en qué mes (tal vez esas vacaciones de julio, cuando los padres de Tico celebraron su cumpleaños con una fiesta mixta), el clima de pugna entre hombres y mujeres comenzó a eclipsarse. Los muchachos ya no aguardaban el paso de las chicas para asustarlas y divertirse a su costa; al contrario, la aparición de una de ellas los complacía y despertaba una cordialidad tímida y balbuceante. Y a la inversa, cuando las chicas, desde el balcón de la casa de Laura o de Ana, veían pasar a alguno de ellos, dejaban de hablar en voz alta, cambiaban misteriosas palabras al oído, lo saludaban por su nombre, y él podía sentir, junto al halago íntimo que lo invadía, la excitación que su presencia suscitaba en el balcón. Tendidos en el jardín de la casa de Emilio, sus conversaciones tomaban otros rumbos. ¿Quién recordaba los partidos de fulbito, las carreras, las bajadas a la playa por el despeñadero? Fumando sin descanso (ya nadie se atoraba con el humo), estudiaban la manera de filtrarse en las películas para mayores de quince años, calculaban las posibilidades de una fiesta próxima: ¿permitirían los padres que pusieran el tocadiscos y bailaran?, ¿duraría como la última que terminó a medianoche? Y cada uno narraba sus encuentros, sus conversaciones con las chicas del barrio. Los padres habían cobrado una importancia excepcional; unos, como el padre de Ana y la madre de Laura gozaban del aprecio unánime, porque saludaban a los muchachos, permitían que conversaran con sus hijas, los interrogaban sobre sus estudios; otros, como el papá de Tico y la madre de Helena (estrictos, celosísimos) los atemorizaban y ahuyentaban.

—¿Vas a ir a la matiné? —preguntó Alberto.

Caminaban por el malecón, solos. Él sentía a su espalda, los pasos de Emilio y de Ana. Helena afirmó con la cabeza y dijo: «al cine Leuro». Alberto decidió esperar: en la oscuridad sería más fácil. Tico había explorado el terreno unos días atrás y Helena le había dicho: «no se puede saber nunca, pero si se me declara bien, tal vez lo aceptaría». Era una clara mañana de verano, el sol brillaba en un cielo azul, sobre el océano vecino y él se sentía animoso: los signos eran favorables. Con las chicas del barrio se mostraba siempre seguro, les hacía bromas ingeniosas o conversaba seriamente. Pero Helena no facilitaba el diálogo, discutía todo, aun las afirmaciones más inocentes, nunca hablaba por gusto y sus opiniones eran cortantes. Una vez, Alberto le contó que había llegado a misa después del Evangelio. «No te vale, repuso Helena, fríamente. Si te mueres esta noche te irás al infierno». Otra vez, Ana y Helena contemplaban desde el balcón un partido de fulbito. Después, Alberto le preguntó: «¿qué tal juego?» Y ella le respondió: «juegas muy mal». Sin embargo, una semana antes, en el Parque de Miraflores se había reunido un grupo de muchachos y muchachas del barrio y habían paseado un buen rato, en torno al Ricardo Palma. Alberto caminaba junto a Helena y ésta se mostraba cordial; los otros se volvían a verlos y decían: «qué buena pareja».

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