Alberto toca la puerta dos veces, la segunda con más fuerza. Momentos después ve en el umbral un contorno de mujer, una silueta sin facciones, sin voz. La luz que viene del interior ilumina apenas los hombros de la muchacha y el nacimiento de su cuello. «¿Quién es?», dice ella. Alberto no responde. Teresa se aparta un poco hacia la izquierda y Alberto recibe en el rostro un baño de luz tenue.
—Hola —dice Alberto—. Quisiera hablar un momento con él. Es muy urgente. Llámalo por favor.
—Hola, Alberto —dice ella—. No te había reconocido. Pasa. Entra. Me has asustado.
Él entra y agrava la expresión de su rostro a la vez que mira en todas direcciones el cuarto vacío; la cortina que separa las habitaciones oscila y él puede ver una cama ancha, en desorden, y al lado otra más pequeña. Suaviza la expresión y se vuelve: Teresa está cerrando la puerta, de espaldas a él. Alberto ve que ella, antes de girar, se pasa rápidamente la mano por los cabellos y luego corrige los pliegues de su falda. Ahora ella está frente a él. De golpe, Alberto descubre que el rostro tantas veces evocado en el colegio estas últimas semanas, tenía una firmeza que no asoma en el rostro que ve a su lado, el mismo que vio en el cine Metro, o tras esa puerta, cuando se despidieron, un rostro cohibido, unos ojos tímidos que se apartan de los suyos y se abren y cierran como tocados por el sol del verano. Teresa sonríe y parece turbada: sus manos se unen y desunen, caen junto a sus caderas, se apoyan en la pared.
—Me he escapado del colegio —dice él. Enrojece y baja la vista.
—¿Te has escapado? —Teresa ha abierto los labios pero no dice nada más, sólo lo mira con cierta ansiedad; sus manos han vuelto a juntarse y están suspendidas a pocos centímetros de Alberto—. ¿Qué ha pasado? Cuéntame. Pero, siéntate, no hay nadie, mi tía ha salido.
Él levanta la cabeza y le dice:
—¿Has estado con el Esclavo?
Ella lo mira con los ojos muy abiertos:
—¿Quién?
—Quiero decir, Ricardo Arana.
—Ah —dice ella, como tranquilizada; otra vez está sonriendo—. El muchacho que vive en la esquina.
—¿Ha venido a verte? —insiste él.
—¿A mí? —dice ella—. No. ¿Por qué?
—Dime la verdad —dice él, en alta voz—. ¿Para qué me mientes? Es decir… —Se interrumpe, balbucea algo, se calla. Teresa lo mira muy seria, moviendo apenas la cabeza, las manos quietas a lo largo de su cuerpo, pero en sus ojos asoma un elemento nuevo, todavía impreciso, una luz maliciosa.
—¿Por qué me preguntas eso? —su voz es muy suave y lenta, vagamente irónica.
—El Esclavo salió esta tarde —dice Alberto—. Creí que había venido a verte. Hizo creer que estaba enferma su madre.
—¿Por qué iba a venir? —dice ella.
—Porque está enamorado de ti.
Esta vez todo el rostro de Teresa se ha impregnado de esa luz, sus mejillas, sus labios, su frente, muy tersa, sobre la cual ondean unos cabellos.
—Yo no sabía —dice ella—. Sólo he conversado con él un momento. Pero…
—Por eso me escapé —dice Alberto; queda un instante en silencio, con la boca abierta. Al fin, añade—: Tenía celos. Yo también estoy enamorado de ti.
S
IEMPRE PARECÍA
tan limpia, tan elegante, que yo pensaba: ¿cómo a las otras nunca se las ve así? Y no es que cambiara mucho de vestido, al contrario, tenía poca ropa. Cuando estábamos estudiando y se manchaba las manos con tinta, botaba los libros al suelo y se iba a lavar. Si caía al cuaderno aunque fuera un puntito de tinta, rompía la hoja y la hacía de nuevo. «Pero así pierdes mucho tiempo, le decía yo. Mejor la borras. Presta una «Gillete» y verás, no se notará nada». Ella no aceptaba. Era lo único que la ponía furiosa. Sus sienes comenzaban a latir —se movían despacito, como un corazón, bajo sus cabellos negros—, su boca se fruncía. Pero al volver del caño ya estaba sonriendo de nuevo. Su uniforme de colegio era una falda azul y una blusa blanca. A veces yo la veía llegar del colegio y pensaba: «ni una arruga, ni una mancha». También tenía un vestido a cuadros que le cubría los hombros y se cerraba en el cuello con una cinta. Era sin mangas y ella se ponía encima una chompa color canela. Se abrochaba sólo el último botón y, al caminar, las dos puntas de la chompa volaban en el aire y qué bien se la veía. Ese era el vestido de los domingos, con el que iba a ver a sus parientes. Los domingos eran los peores días. Me levantaba temprano y salía a la Plaza Bellavista; me sentaba en una banca o veía las fotos del cine, pero sin dejar de espiar la casa, no fueran a salir sin que las viera. Los otros días, Tere iba a comprar pan a la panadería del chino Tilau, la que está junto al cine. Yo le decía: «qué casualidad, siempre nos encontramos». Si había mucha gente, Tere se quedaba afuera y yo me abría paso y el chino Tilau, un buen amigo, me atendía primero. Una vez, Tilau dijo al vemos entrar: «ah, ya llegaron los novios. ¿Siempre lo mismo? ¿Dos chancay calientes para cada uno?». Los que estaban comprando se rieron, ella se puso colorada y yo dije: «ya, Tilau, déjate de bromas y atiende». Pero los domingos la panadería estaba cerrada. Desde el vestíbulo del cine Bellavista o desde una banca, yo me quedaba mirándolas. Esperaban el ómnibus que va por la Costanera. Algunas veces disimulaba; me metía las manos en los bolsillos y silbando y pateando una piedra o una tapa de botella, pasaba junto a ellas y, sin parar, las saludaba: «buenos días, señora; hola, Tere» y me seguía de frente, para entrar a mi casa o ir hasta Sáenz Peña, porque sí.
También se ponía el vestido a cuadros y la chompa los lunes en la noche, porque su tía la llevaba al femenino del cine Bellavista. Yo le decía a mi madre que tenía que prestarme un cuaderno y salía a la plaza a esperar que terminara la función y la veía pasar con su tía, comentando la película.
Los otros días se ponía una falda color marrón. Era una falda vieja, medio desteñida. A veces yo encontraba a la tía zurciendo la falda, y lo hacía bien, los parches casi no se notaban, para algo era costurera. Si era ella la que zurcía la falda, se quedaba después del colegio con el uniforme y para no mancharse ponía un periódico en la silla. Con la falda marrón se ponía una blusa blanca, con tres botones y sólo se abrochaba los dos primeros, así que su cuello quedaba al aire, un cuello moreno y largo. En invierno se ponía sobre la blusa blanca la chompa color canela y no se abrochaba ningún botón. Yo pensaba: «cuánta maña para arreglarse».
Sólo tenía dos pares de zapatos y ahí no le servían de mucho las mañas, aunque sí un poquito. Llevaba al colegio unos zapatos negros con cordones, que parecían de hombre, pero como tenía pies pequeños, disimulaba. Los tenía siempre brillando, sin polvo y sin manchas. Al volver a su casa seguramente se los quitaba para lustrarlos, porque yo la veía entrar con zapatos negros y poco después, cuando yo llegaba para estudiar, tenía puestos los zapatos blancos y los negros estaban en la puerta de la cocina, como espejos. No creo que les echara pomada todos los días, pero sí les pasaría un trapo.
Sus zapatos blancos estaban viejos. Cuando ella se distraía, cruzaba las piernas y tenía un pie en el aire, yo veía que las suelas estaban gastadas, comidas en varias partes y una vez que se golpeó contra la mesa y ella dio un grito y vino su tía y le quitó el zapato y empezó a sobarle el pie yo me fijé y dentro del zapato había un cartón doblado, así que pensé: «la suela tiene hueco». Una vez la vi limpiar sus zapatos blancos. Los iba pintando con una tiza por todas partes, con mucho cuidado, como cuando hacía las tareas del colegio. Así los tenía nuevecitos, pero sólo un momento, porque al rozar con algo la tiza se corría y se borraba y el zapato se llenaba de manchas. Una vez pensé: «si tuviera muchas tizas, tendría los zapatos limpios todo el tiempo. Puede llevar una tiza en el bolsillo y apenas se despinte una parte, saca la tiza y la pinta». Frente a mi colegio había una librería y una tarde fui y pregunté cuánto costaba la caja de tizas. La grande valía seis soles y la chica cuatro cincuenta. No sabía que era tan caro. Me daba vergüenza pedirle dinero al flaco Higueras, ni siquiera le había devuelto su sol. Ya éramos más amigos, aunque sólo nos viéramos a ratos, en la chingana de siempre. Me contaba chistes, me preguntaba por el colegio, me invitaba cigarrillos, me enseñaba a hacer argollas, a retener el humo y echarlo por la nariz. Un día me animé y le dije que me prestara cuatro cincuenta. «Claro hombre, me dijo, lo que quieras» y me los dio sin preguntarme para qué eran. Corrí a la librería y compré la caja de tizas. Había pensado decirle: «te he traído este regalo, Tere» y cuando entré a su casa todavía pensaba hacerlo, pero apenas la vi me arrepentí y sólo le dije: «me han regalado esto en el colegio y las tizas no me sirven para nada. ¿Tú las quieres?». Y ella me dijo: «sí, claro, dámelas».
N
O CREO
que exista el diablo pero el Jaguar me hace dudar a veces. Él dice que no cree, pero es mentira, pura pose. Se vio cuando le pegó a Arróspide por hablar mal de Santa Rosa. «Mi madre era devota de Santa Rosa y hablar mal de ella es como hablar mal de mi madre», pura pose. El diablo debe tener la cara del Jaguar, su misma risa y además los cachos puntiagudos. Vienen a llevarse a Cava, dijo, ya descubrieron todo. Y se puso a reír, mientras el Rulos y yo perdíamos el habla y nos venían los muñecos. ¿Cómo adivinó? Siempre sueño que me le acerco por detrás y lo noqueo y le doy en el suelo, juach, paf, kraj. A ver qué hace cuando despierta. El Rulos también debe pensar en eso. El Jaguar es una bestia, Boa, un bruto como no hay dos, me dijo esta tarde, ¿viste cómo adivinó lo del serrano, cómo se rió? Si el fregado hubiera sido yo, seguro que también se meaba de risa. Pero después, se puso como loco, sólo que no por el serrano, sino por él. «Ésa me la han hecho a mí, no saben con quién se meten», pero el que está adentro es Cava, se me paran los pelos, ¿y si los dados me elegían a mí? Me gustaría que lo fregaran al Jaguar, a ver qué cara pone, nadie lo friega nunca, eso es lo que da más pica, todo se lo adivina. Dicen que los animales se dan cuenta de las cosas por el olor; huelen y ya está, por la nariz les entra todo lo que va a ocurrir. Mi madre dice: el día del terremoto del 40 supe que iba a pasar algo, de repente los perros del barrio se volvieron locos, corrían y aullaban como si vieran al diablo con sus cachos y sus pelos de alambre. Poquito después comenzaba la tembladera. Igualito que el Jaguar. Puso una cara de ésas y dijo «alguien ha pegado un soplo», «juro por la virgen que sí», y Huarina y Morte ni habían asomado, ni se oían sus pasos, ni nada. Qué vergüenza, no lo vio ningún oficial, ningún suboficial, hace rato que lo hubieran encerrado, hace tres semanas que estaría en la calle, qué asco, tiene que ser un cadete. Quizá un perro o alguno de cuarto. Los de cuarto también son unos perros, más grandes, más sabidos, pero en el fondo perros. Nosotros nunca fuimos perros del todo, se lo debemos al Círculo, nos hacíamos respetar, nuestro trabajo nos costó. ¿Cuando estábamos en cuarto se le hubiera ocurrido a uno de quinto llevarnos a tender camas? Lo tiro al suelo, lo escupo, Jaguar, Rulos, serrano Cava, ¿quieren ayudarme?, me arden las manos de tanto zumbar a este rosquete. Ni siquiera se metían con los enanos de la décima, todo se lo deben al Jaguar, fue el único que no se dejó bautizar, dio el ejemplo, un hombre de pelo en pecho, para qué. Pasamos unos días buenos, mejores que todo lo que vino después, pero no quisiera que el tiempo retrocediera, más bien al contrario, haber salido ya, si es que todo no se friega con lo del serrano, lo mataría si se asusta y nos embarra a todos. Pongo mis manos al luego por él, dijo Rulos, no abrirá la boca así le metan un hierro caliente. Sería mucha mala suerte, quemarse al final, justo antes de los exámenes, por un mugriento vidrio, bah. No me gustaría ser perro de nuevo, está fregado pasar otros tres años aquí, sabiendo lo que es, teniendo experiencia. Hay perros que dicen voy a ser militar, voy a ser aviador, voy a ser marino, todos los blanquiñosos quieren ser marinos. Espérate unos meses y después hablamos.
E
L SALÓN
daba a un jardín lleno de flores, amplio, multicolor. La ventana estaba abierta de par en par y hasta ellos llegaba un olor a hierba húmeda. El Bebe puso él mismo disco por cuarta vez y ordenó: «levántate y no seas aguado, es por tu bien». Alberto se había desplomado en un sillón, rendido de fatiga. Pluto y Emilio asistían como espectadores a las lecciones y todo el tiempo hacían bromas, lanzaban insinuaciones, nombraban a Helena. Pronto se vería otra vez en el gran espejo de la sala, meciéndose muy seriamente en los brazos del Bebe, la rigidez se apoderaría de su cuerpo y Pluto afirmaría: «ya está, de nuevo bailas como un robot».
Se puso de pie. Emilio había encendido un cigarrillo y lo fumaba con Pluto, alternativamente. Alberto los vio, sentados en el sofá, discutiendo sobre la superioridad del tabaco americano o el inglés. No le prestaban atención. «Listo, dijo el Bebe. Ahora me llevas tú». Comenzó a bailar, al principio muy despacio, tratando de cumplir escrupulosamente los movimientos del vals criollo, un paso a la derecha, un paso a la izquierda, vuelta por aquí, vuelta por allá. «Ahora estás mejor, decía el Bebe, pero tienes que ir algo más rápido, con la música. Oye, tan–tan, tan–tan, juácate, tan–tan, tan–tan, juá–cate». En efecto, Alberto se sentía más suelto, más libre, dejaba de pensar en el baile y sus pies no se enredaban con los pies del Bebe.
«Vas bien, decía éste, pero no bailes tan tieso, no es cuestión de mover sólo los pies. Al dar vueltas tienes que doblarte, así, fíjate bien —el Bebe se inclinaba, una sonrisa convencional aparecía en su rostro de leche, su cuerpo giraba sobre un talón y luego, al recobrar la posición anterior, la sonrisa se esfumaba—. Son trucos, como cambiar de paso y hacer figuras, pero ya aprenderás eso después. Ahora tienes que acostumbrarte a llevar a tu pareja como se debe. No tengas miedo, la chica se da cuenta ahí mismo. Plántale la mano encima, fuerte, con raza. Déjame llevarte un rato, para que veas. ¿Te das cuenta? Le aprietas la mano con la izquierda y a medio baile, si notas que te da entrada, le vas cruzando los dedos y la acercas poquito a poquito, empujándola por la espalda, pero despacio, suavecito. Para eso tienes que tener bien plantada la mano desde el principio, no sólo la punta de los dedos, la mano íntegra, toda la manaza apoyada cerca de los hombros. Después la vas bajando, como si fuera pura casualidad, como si en cada vuelta la mano se cayera solita. Si la muchacha se respinga o se echa atrás, te pones a hablar de cualquier cosa, habla y habla, risa y risa, pero nada de aflojar la mano. Dale a apretar y a acercarla. Para eso mucha vuelta, siempre por el mismo lado. El que gira a la derecha no se marca, aguanta cincuenta vueltas al hilo, pero como ella da vueltas a la izquierda se marea prontito. Ya verás que apenas le dé vueltas la cabeza se te pega solita, para sentirse más segura. Entonces puedes bajar la mano hasta su cintura y cruzarle los dedos sin miedo y hasta juntarle un poco la cara. ¿Has entendido?»