La ciudad y los perros (23 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

—Puro cuento —dijo el capitán, con un gesto escéptico. Ahora todo lo arreglan los grandes. El 41 yo estuve en la campaña contra el Ecuador. Hubiéramos llegado hasta Quito. Pero se metieron los grandes y encontraron una solución diplomática, qué tales riñones. Los civiles terminan resolviendo todo. En el Perú, uno es militar por las puras huevas del diablo.

—Antes era distinto —dijo Gamboa.

El suboficial Pezoa y los seis cadetes que lo acompañaron, regresaron corriendo. El capitán lo llamó.

—¿Dio la vuelta a todo el cerro?

—Sí, mi capitán. Completamente despejado.

—Van a ser las nueve, mi capitán —dijo Gamboa—. Voy a comenzar.

—Vaya —dijo el capitán. Y agregó, con repentino mal humor—: Sáqueles la mugre a esos ociosos.

Gamboa se acercó a la compañía. La observó largamente, de un extremo a otro, como midiendo sus posibilidades ocultas, el límite de su resistencia, su coeficiente de valor. Tenía la cabeza algo echada hacia atrás; el viento agitaba su camisa comando y unos cabellos negros que asomaban por la cristina.

—¡Más abiertos, carajo! —gritó—. ¿Quieren que los apachurren? Entre hombre y hombre debe haber cuando menos cinco metros de distancia. ¿Creen que van a misa?

Las tres columnas se estremecieron. Los jefes de grupo, abandonando la formación, ordenaban a gritos a los cadetes que se separaran. Las tres hileras se alargaron elásticamente, se hicieron más ralas.

—La progresión se hace en zig-zag —dijo Gamboa; hablaba en voz muy alta, para que pudieran oírlo los extremos. Eso ya lo saben desde hace tres años, cuidado con avanzar uno tras otro como en la procesión. Si alguien se queda de pie, se adelanta o se atrasa cuando yo dé la orden, es hombre muerto. Y los muertos se quedan encerrados, sábado y domingo. ¿Está claro?

Se volvió hacia el capitán Garrido, pero éste parecía distraído. Miraba el horizonte, con ojos vagabundos. Gamboa se llevó el silbato a los labios. Hubo un breve temblor en las columnas.

—Primera línea de ataque. Lista para entrar en acción. Los brigadieres adelante, los suboficiales a la retaguardia.

Miró su reloj. Eran las nueve en punto. Dio un pitazo largo. El sonido penetrante hirió los oídos del capitán, que hizo un gesto de sorpresa. Comprendió que, durante unos segundos, había olvidado la campaña y se sintió en falta. Vivamente se trasladó junto a los matorrales, detrás de la compañía, para seguir la operación.

Antes que cesara el sonido metálico, el capitán Garrido vio que la primera fila de ataque, dividida en tres cuerpos, salía impulsada en un movimiento simultáneo: los tres grupos se abrían en abanico, avanzaban a toda velocidad desplegándose adelante y hacia los lados, igual a un pavo real que yergue su poderoso plumaje. Precedidos de los brigadieres, los cadetes corrían doblados sobre sí mismos, la mano derecha aferrada al fusil, que colgaba perpendicular, el cañón apuntando al cielo de través, la culata a pocos centímetros del suelo. Luego escuchó un segundo silbato, menos largo pero más agudo que el primero y más lejano —porque el teniente Gamboa también corría, de medio lado, para controlar los detalles de la progresión—, y al instante la línea, como pulverizada por una ráfaga invisible, desaparecía entre las hierbas: el capitán pensó en los soldados de latón de las tómbolas cuando el perdigón los derriba. Y en el acto, los rugidos de Gamboa poblaban la mañana como seres eléctricos —«¿por qué se adelanta ese grupo? Rospigliosi, pedazo de asno, ¿quiere que le vuelen la cabeza?, ¡cuidado con enterrar el fusil!»—; y nuevamente se escuchaba el silbato y la línea cimbreante surgía de entre las hierbas y se alejaba a toda carrera y, poco después, al conjuro de otro silbato, volvía a desaparecer de su vista y la voz de Gamboa se distanciaba y perdía: el capitán escuchaba groserías insólitas, nombres desconocidos, veía avanzar la vanguardia, se distraía por momentos, en tanto que las columnas del centro y de la retaguardia comenzaban a hervir. Los cadetes, olvidando la presencia del capitán, hablaban a voz en cuello, se burlaban de los que avanzaban con Gamboa: «el negro Vallano se arroja como un costal, debe tener huesos de jebe; y esa mierda del Esclavo, tiene miedo de rasguñarse la carita».

De pronto, Gamboa surgió ante el capitán Garrido, gritando: «Segunda línea de ataque: lista para entrar en acción». Los jefes de grupo levantaron el brazo derecho, treinta y seis cadetes quedaron inmóviles. El capitán miró a Gamboa: tenía el rostro sereno, los puños apretados, y lo único excepcional era su mirada móvil: brincaba de un punto a otro, se animaba, se exasperaba, sonreía. La segunda línea se desbordó por el campo. Los cadetes se empequeñecían, el teniente corría de nuevo, el silbato en la mano, la cara vuelta hacia la formación.

Ahora el capitán veía dos líneas, extendidas en el campo, sumiéndose en la tierra y resurgiendo, alternativamente, llenando de vida el campo desolado. No podía saber ya si los cadetes ejecutaban el salto como prescribían los manuales, dejándose caer sobre la pierna, el costado y el brazo izquierdo, ladeando el cuerpo de tal modo que el fusil, antes que tocar el suelo, golpeara sus costillas, ni si las líneas de ataque conservaban sus distancias y los grupos de combate mantenían la cohesión, ni si los brigadieres continuaban a la cabeza, como puntas de lanza y sin perder de vista al teniente. El frente comprendía unos cien metros y una profundidad cada vez mayor. De pronto, Gamboa reapareció ante él, el rostro siempre sereno, los ojos afiebrados, tocó el silbato y la retaguardia, encuadrada por los suboficiales, salió despedida hacia el cerro. Ahora eran tres las columnas que avanzaban, lejos de él, que había quedado solo junto a los matorrales espinosos. Permaneció en el sitio unos minutos, pensando en lo lentos, lo torpes que eran los cadetes, si los comparaba con los soldados o con los alumnos de la Escuela Militar.

Luego caminó detrás de la compañía; a ratos, observaba con los prismáticos. Desde lejos, la progresión sugería un movimiento simultáneo de retroceso y avance: cuando la línea delantera estaba tendida, la segunda columna progresaba a toda carrera, superaba la posición de aquélla y pasaba a la vanguardia; la tercera columna avanzaba hasta el emplazamiento abandonado por la segunda línea. Al avance siguiente, las tres columnas volvían al orden inicial, segundos después se desarticulaban, se igualaban. Gamboa agitaba los brazos, parecía apuntar y disparar con el dedo a ciertos cadetes y, aunque no podía oírlo, el capitán Garrido adivinaba fácilmente sus órdenes, sus observaciones.

Y súbitamente, oyó los disparos. Miró su reloj. «Exacto —pensó—. Las nueve y media en punto». Observó con los prismáticos; en efecto, la vanguardia se hallaba a la distancia prevista. Miró los blancos, pero no alcanzó a distinguir los tiros acertados. Corrió unos veinte metros y esta vez comprobó que las circunferencias tenían una docena de perforaciones. «Los soldados son mejores, pensó; y éstos salen con grado de oficiales de reserva. Es un escándalo». Siguió avanzando, casi sin quitarse los prismáticos de la cara. Los saltos eran más cortos: las columnas progresaban de diez en diez metros. Disparó la segunda línea y, apenas apagado el eco, el silbato indicó que las columnas de adelante y atrás podían avanzar. Los cadetes se destacaban diminutos contra el horizonte, parecían brincar en el sitio, caían. Un nuevo silbato y la columna que estaba tendida disparaba. Después de cada ráfaga, el capitán examinaba los blancos y calculaba los impactos. A medida que la compañía se acercaba al cerro, los tiros eran mejores: las circunferencias estaban acribilladas. Observaba las caras de los tiradores: rostros congestionados, infantiles, lampiños, un ojo cerrado y otro fijo en la ranura del alza. El retroceso de la culata conmovía esos cuerpos jóvenes que, el hombro todavía resentido, debían incorporarse, correr agazapados y volver a arrojarse y disparar, envueltos por una atmósfera de violencia que sólo era un simulacro. Porque el capitán Garrido sabía que la guerra no era así.

En ese momento vio la silueta verde que hubiera podido pisar si no la divisaba a tiempo, y ese fusil con el cañón monstruosamente hundido en la tierra, en contra de todas las instrucciones sobre el cuidado del arma. No atinaba a comprender qué podían significar ese cuerpo y ese fusil derribados. Se inclinó. El muchacho tenía la cara contraída por el dolor y los ojos y la boca muy abiertos. La bala le había caído en la cabeza: un hilo de sangre corría por el cuello.

El capitán dejó caer los prismáticos que tenía en la mano, cargó al cadete, pasándole un brazo por las piernas y otro por la espalda y echó a correr, atolondrado, hacia el cerro, gritando: «¡teniente Gamboa, teniente Gamboa!» Pero tuvo que correr muchos metros antes que lo oyeran. La primera compañía —escarabajos idénticos que escalaban la pendiente hacia los blancos—. Debía estar demasiado absorbida por los gritos de Gamboa y el esfuerzo que exigía el ascenso rampante para mirar atrás. El capitán trataba de localizar el uniforme claro de Gamboa o a los suboficiales. De pronto, los escarabajos se detuvieron, giraron y el capitán se sintió observado por decenas de cadetes.«Gamboa, suboficiales, gritó. ¡Vengan, rápido!» Ahora los cadetes se descolgaban por la pendiente a toda carrera y él se sintió ridículo con ese muchacho en los brazos. «Tengo una suerte de perro —pensó—. El coronel meterá esto en mi foja de servicios».

El primero en llegar a su lado fue Gamboa. Miró asombrado al cadete y se inclinó para observarlo, pero el capitán gritó:

—Rápido, a la enfermería. A toda carrera.

Los suboficiales Morte y Pezoa cargaron al muchacho y se lanzaron por el campo, velozmente, seguidos por el capitán, el teniente y los cadetes que, desde todas direcciones, miraban con espanto el rostro que se balanceaba por efecto de la carrera: un rostro pálido, demacrado, que todos conocían.

—Rápido —decía el capitán—. Más rápido.

De pronto, Gamboa arrebató el cadete a los suboficiales, lo echó sobre sus hombros y aceleró la carrera; en pocos segundos sacó una distancia de varios metros.

—Cadetes —gritó el capitán—. Paren el primer coche que pase.

Los cadetes se apartaron de los suboficiales y cortaron camino, transversalmente. El capitán quedó retrasado, junto a Morte y Pezoa.

—¿Es de la primera compañía? —preguntó.

—Sí, mi capitán —dijo Pezoa—. De la primera sección.

—¿Cómo se llama?

—Ricardo Arana, mi capitán. —Vaciló un instante y añadió—: Le dicen el Esclavo.

SEGUNDA PARTE

J’avais vingt ans. Je ne laisserai personne dire que c’est le plus bel âge de la vie.

P
AUL
N
IZAN

I

T
ENGO PENA
por la perra Malpapeada que anoche estuvo llora y llora. Yo la envolvía bien con la frazada y después con la almohada pero ni por ésas dejaban de oírse los aullidos tan largos. A cada rato parecía que se ahogaba y atoraba y era terrible, los aullidos despertaban toda la cuadra. En otra época, pase. Pero como todos andan nerviosos, comenzaban a insultar y a carajear y a decir «sácala o llueve» y tenía que estar guapeando a uno y a otro desde mi cama, hasta que a eso de la medianoche ya no había forma. Yo mismo tenía sueño y la Malpapeada lloraba cada vez más fuerte. Varios se levantaron y vinieron a mi cama con los botines en la mano. No era cosa de machucarse con toda la sección, ahora que estamos tan deprimidos. Entonces la saqué y la llevé hasta el patio y la dejé pero al darme vuelta la sentí que me estaba siguiendo y le dije de mala manera: «quieta ahí, perra, quédese donde la he dejado por llorona», pero, la Malpapeada siempre detrás de mí, la pata encogida sin tocar el suelo, y daba compasión ver los esfuerzos que hacía por seguirme. Así que la cargué y la llevé hasta el descampado y la puse sobre la hierbita y le rasqué un rato el cogote y después me vine y esta vez no me siguió. Pero dormí mal, mejor dicho no dormí. Me estaba viniendo el sueño y, zaz, los ojos se me abrían solos y pensaba en la perra y además comencé a estornudar porque cuando la saqué al patio no me puse los zapatos y todo mi pijama está lleno de huecos creo que había mucho viento y a lo mejor llovía. Pobre la Malpapeada, congelándose ahí afuera, ella que es tan friolenta. Muchas veces la he pescado en la noche enfureciéndose porque yo me muevo y me destapo. Tiesa de cólera, se incorpora murmurando y con los dientes jala la frazada hasta volver a taparse o se mete sin más hasta el fondo de la cama para sentir el calorcito de mis pies. Los perros son bien fieles, más que los parientes, no hay nada que hacer. La Malpapeada es chusca, una mezcla de toda clase de perros, pero tiene un alma blanca. No me acuerdo cuándo vino al colegio. Seguro no la trajo nadie, pasaba y le dio ganas de meterse a ver, y le gustó y se quedó. Se me ocurre que ya estaba en el colegio cuando entramos. A lo mejor nació aquí y es leonciopradina. Era una enanita, yo me fijé en ella, andaba metiéndose en la sección todo el tiempo desde la época del bautizo, parecía sentirse en su casa, cada vez que entraba uno de cuarto se le lanzaba a los pies y le ladraba y quería morderlo. Era machaza: la hacían volar a patadones y ella volvía a la carga, ladrando y mostrando sus dientes, unos dientes chiquitos de perrita muy joven. Ahora ya está crecida, debe tener más de tres años, ya está vieja para ser perra, los animales no viven mucho, sobre todo si son chuscos y comen poco. No recuerdo haber visto que la Malpapeada coma mucho. Algunas veces le tiro cáscaras, esos son sus mejores banquetes. Porque la hierba sólo la mastica: se chupa el jugo y la escupe. Se mete un poco de hierba en la boca y se queda horas masca y masca, como un indio su coca. Siempre estaba metida en la sección y algunos decían que traía pulgas y la sacaban, pero la Malpapeada siempre volvía, la botaban mil veces y al poquito rato la puerta comenzaba a crujir y ahí abajo aparecía, casi junto al suelo, el hocico de la perra y nos daba risa su terquedad y a veces la dejábamos entrar y jugábamos con ella. No sé a quién se le ocurrió ponerle Malpapeada. Nunca se sabe de dónde salen los apodos. Cuando empezaron a decirme Boa me reía y después me calenté y a todos les preguntaba quién inventó eso y todos decían Fulano y ahora ni cómo sacarme de encima ese apodo, hasta en mi barrio me dicen así. Se me ocurre que fue Vallano. Él me decía siempre: «haznos una demostración, orina por encima de la correa», «muéstrame esa paloma que te llega a la rodilla». Pero no me consta.

A
LBERTO SINTIÓ
que lo cogían del brazo. Vio un rostro sinuoso, que no recordaba. Sin embargo, el muchacho le sonreía como si se conocieran. Tras él, se mantenía rígido otro cadete, más pequeño. No podía verlos bien; eran sólo las seis de la tarde, pero la neblina se había adelantado. Estaban en el patio de quinto, en las proximidades de la pista. Grupos de cadetes circulaban de un lado a otro.

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