La ciudad y los perros (47 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

—¿Qué más? —dijo el flaco Higueras.

—Conversamos —dijo el Jaguar—. Estuvimos conversando.

—¿Mucho rato? —dijo el flaco Higueras—. ¿Cuánto rato?

—No sé —dijo el Jaguar—. Creo que poco. La acompañé hasta su casa.

Ella iba por el interior de la calzada, él a la orilla de la pista. Teresa caminaba lentamente, a veces se volvía a mirarlo y él descubría que sus ojos eran más seguros que antes y por momentos hasta osados, su mirada más luminosa.

—¿Hace como cinco años, no? —decía Teresa—. Quizá más.

—Seis —dijo el Jaguar; bajó un poco la voz—: Y tres meses.

—La vida se pasa volando —dijo Teresa—. Pronto estaremos viejos.

Se rió y el Jaguar pensó: «ya es una mujer».

—¿Y tu mamá? —dijo ella.

—¿No sabías? Se murió.

—Ése era un buen pretexto —dijo el flaco Higueras—. ¿Qué hizo ella?

—Se paró —repuso el Jaguar; tenía un cigarrillo entre los labios y miraba el cono de humo denso que expulsaba su boca; una de sus manos tamborileaba en la mesa mugrienta dijo: «¡qué pena! Pobrecita».

—Ahí debiste besarla y decirle algo —dijo el flaco Higueras—. Era el momento.

—Sí —dijo el Jaguar—. Pobrecita.

Quedaron callados. Continuaron caminando. Él tenía las manos en los bolsillos y la miraba de reojo. De pronto dijo:

—Quería hablarte. Quiero decir, hace tiempo. Pero no sabía dónde estabas.

—¡Ah! —dijo el flaco Higueras—. ¡Te atreviste!

—Sí —dijo el Jaguar; miraba el humo con ferocidad—. Sí.

—Sí —dijo Teresa—. Desde que nos mudamos no he vuelto a Bellavista. Hace cuánto tiempo.

—Quería pedirte perdón —dijo el Jaguar—. Quiero decir por lo de la playa, esa vez.

Ella no dijo nada, pero le miró a los ojos, sorprendida. El Jaguar bajó la vista y susurró:

—Quiero decir, perdón por haberte insultado.

—Ya me había olvidado de eso —dijo Teresa—. Era una cosa de chicos, mejor ni acordarse. Además, después que el policía te llevó, tuve pena. Ah, sí, de veras —miraba al frente, pero el Jaguar comprendió que ya no veía sino el pasado, que iba abriéndose en su memoria como un abanico—, esa tarde fui a tu casa y le conté todo a tu mamá. Fue a buscarte a la comisaría y le dijeron que te habían soltado. Estuvo toda la noche en mi casa, llorando. ¿Qué pasó? ¿Por qué no volviste?

—Ése también era un buen momento —dijo el flaco Higueras. Acababa de beber su copa de pisco y aún la tenía suspendida junto a su boca, con dos dedos—. Un momento bien sentimental, a mi parecer.

—Le conté todo —dijo el Jaguar.

—¿Qué es todo? —dijo el flaco Higueras—. ¿Que viniste a buscarme con una cara de perro apaleado, le contaste que te volviste un ladrón y un putañero?

—Sí —dijo el Jaguar—. Le conté todos los robos, es decir, los que me acordaba. Todo, menos lo de los regalos, pero ella adivinó, ahí mismo.

—Eras tú —dijo Teresa—. Todos esos paquetes me los mandabas tú.

—Ah —dijo el flaco Higueras—. Te gastabas la mitad de las ganancias en el burdel y la otra mitad comprándole regalos. ¡Qué muchacho!

—No —dijo el Jaguar—. En el bulín no gastaba casi nada, las mujeres no me cobraban.

—¿Por qué hiciste eso? —preguntó Teresa.

El Jaguar no contestó: había sacado las manos de los bolsillos y jugaba con sus dedos.

—¿Estabas enamorado de mí? —dijo Teresa; él la miró y ella no había enrojecido; su expresión era tranquila y suavemente intrigada.

—Sí —dijo el Jaguar—. Por eso me peleé con el muchacho de la playa.

—¿Tenías celos? —dijo Teresa. En su voz había ahora algo que lo desconcertó: una indefinible presencia, un ser inesperado, huidizo y soberbio.

—Sí —dijo el Jaguar, Por eso te insulté. ¿Me has perdonado?

—Sí —dijo Teresa—. Pero tú debiste volver. ¿Por qué no me buscaste?

—Tenía vergüenza —dijo el Jaguar—. Pero una vez volví, cuando agarraron al flaco.

—¡También le hablaste de mí! —dijo el flaco Higueras, orgulloso—. Entonces le contaste todo de verdad.

—Y ya no estabas —dijo el Jaguar—. Había otra gente en tu casa. Y también en la mía.

—Yo siempre pensaba en ti —dijo Teresa. Y añadió, llena de sabiduría—: ¿Sabes? A ese muchacho que le pegaste en la playa, no lo volví a ver.

—¿Nunca? —dijo el Jaguar.

—Nunca —dijo Teresa—. No volvió más a la playa. —Lanzó una carcajada; parecía haber olvidado la historia de los robos y los burdeles; sus ojos sonreían, despreocupados y divertidos—. Seguro se asustó. Pensaría que le ibas a pegar otra vez.

—Yo lo odiaba —dijo el Jaguar.

—¿Te acuerdas cuándo ibas a esperarme a la salida del colegio? —dijo Teresa.

El Jaguar asintió. Caminaba muy cerca de ella y, a veces, su brazo la rozaba.

—Las chicas creían que eras mi enamorado —dijo Teresa—. Te decían «el viejo». Como siempre estabas tan serio…

—¿Y tú? —dijo el Jaguar.

—Sí —dijo el flaco Higueras—. Eso. ¿Y ella qué había hecho todo, ese tiempo?

—No terminó el colegio —dijo el Jaguar—. Entró a una oficina como secretaria. Todavía trabaja ahí.

—¿Y qué más? —dijo el flaco Higueras—. ¿Cuántos moscardones en su vida, cuántos amores?

—Estuve con un muchacho —dijo Teresa—. A lo mejor vas y le pegas, también.

Los dos se rieron. Habían dado varias vueltas a la manzana. Se detuvieron un momento en la esquina y, sin que ninguno lo sugiriera, iniciaron una nueva vuelta.

—¡Vaya! —dijo el flaco—. Ahí la cosa comenzó a ponerse bien. ¿Te contó algo más?

—Ese tipo la plantó —dijo el Jaguar—. No volvió a buscarla. Y un día lo vio paseándose de la mano con una chica de plata, una chica decente, ¿me entiendes? Dice que esa noche no durmió y pensó hacerse monja.

El flaco Higueras se rió a carcajadas. Había terminado otra copa de pisco y le indicó por señas al hombre que servía que volviera a llenársela.

—Estaba enamorada de ti, no hay nada que hacer —dijo el flaco Higueras—. Si no, jamás te hubiera contado eso. Porque las mujeres son una barbaridad de vanidosas. ¿Y tú qué hiciste?

—Me alegro que ese tipo te plantara —dijo el Jaguar Bien hecho. Para que sepas cómo me sentía yo cuando ibas a la playa con ése al que le pegué.

—¿Y ella? ¿Y ella? —dijo el flaco.

—Eres un vengativo —dijo Teresa.

Además, simuló golpearlo. Pero no bajó la mano que había levantado burlonamente, la conservó en el aire mientras sus ojos, de improviso locuaces, lo desafiaban con dichosa insolencia. El Jaguar cogió la mano que lo amenazaba. Teresa se dejó ir contra él, apoyó el rostro en su pecho y, con la mano libre, lo abrazó.

—Era la primera vez que la besaba —dijo el Jaguar—. La besé varias veces; quiero decir en la boca. Ella también me besó.

—Se entiende, compañero —dijo el flaco—. Claro que se entiende. ¿Y al cuánto tiempo se casaron?

—Al poco tiempo —dijo el Jaguar—. A los quince días.

—Qué apuro —dijo el flaco. Nuevamente, tenía la copa de pisco en la mano y la movía con inteligencia: el líquido transparente llegaba hasta el mismo borde y regresaba.

—Ella fue a esperarme al día siguiente a la agencia. Nos paseamos un rato y después fuimos al cine. Y esa noche me dijo que le había contado todo a su tía y que estaba furiosa. No quería que me viera más.

—¡Qué atrevimiento! —dijo el flaco Higueras. Había exprimido medio limón en su boca y ahora acercaba a los labios la copa de pisco, con una mirada ferviente y codiciosa—. ¿Qué hiciste?

—Pedí un adelanto en el Banco. El administrador es buena gente. Me dio una semana de permiso. Me dijo: «me gusta ver cómo se suicida la gente. Cásese no más, y el próximo lunes está usted aquí, a las ocho en punto».

—Háblame un poco de la bendita tía —dijo el flaco Higueras—. ¿Fuiste a verla?

—Después —dijo el Jaguar—. Esa misma noche, cuando Teresa me contó lo de su tía, le pregunté si quería casarse conmigo.

—Sí —dijo Teresa—. Yo sí quiero. Pero ¿y mi tía?

—Que se vaya a la mierda —dijo el Jaguar.

—Jura que le dijiste mierda con todas las letras —dijo el flaco Higueras.

—Sí —dijo el Jaguar.

—No digas lisuras en mí delante —dijo Teresa.

—Es una chica simpática —dijo el flaco Higueras—. Por lo que me cuentas, veo que es simpática. No debiste decir eso de su tía.

—Ahora me llevo bien con ella —dijo el Jaguar—. Pero cuando fuimos a verla, después de casarnos, me dio una cachetada.

—Debe ser una mujer de carácter —dijo el flaco Higueras ¿dónde te casaste?

—En Huacho. El cura no quería casarnos porque faltaban las proclamas y no sé qué otras cosas. Pasé un mal rato.

—Me figuro, me figuro —dijo el flaco Higueras.

—¿No ve usted que me la he robado? —dijo el Jaguar—. ¿No ve que casi no me queda plata? ¿Cómo quiere que espere ocho días?

La puerta de la sacristía estaba abierta y el Jaguar divisaba, tras la cabeza calva del cura, un trozo de pared de la iglesia: los exvotos de plata resaltaban en el enlucido sucio y con cicatrices. El cura tenía los brazos cruzados sobre el pecho, sus manos se calentaban bajo las axilas como en un nido; sus ojos eran pícaros y bondadosos. Teresa estaba junto al Jaguar, la boca ansiosa, los ojos atemorizados. De pronto, sollozó.

—¡Me dio una cólera cuando la vi llorando! —dijo el Jaguar. Lo agarré al cura por el pescuezo.

—¡No! —dijo el flaco—. ¿Del pescuezo?

—Sí —dijo el Jaguar—. Se le salían los ojos del ahogo.

—¿Saben cuánto cuesta? —dijo el cura, frotándose el cuello.

—Gracias, padre —dijo Teresa—. Muchísimas gracias, padrecito.

—¿Cuánto? —dijo el Jaguar.

—¿Cuánto tienes? —preguntó el cura.

—Trescientos soles —dijo el Jaguar.

—La mitad —dijo el cura—. No para mí, para mis pobres.

—Y nos casó —dijo el Jaguar—. Se portó bien. Compró una botella de vino con su plata y nos la tomamos en la sacristía: Teresa se mareó un poco.

—¿Y la tía? —dijo el flaco—. Háblame de ella, por lo que más quieras.

—Regresamos a Lima al día siguiente y fuimos a verla. Le dije que nos habíamos casado y le mostré el papel que nos dio el cura. Entonces me lanzó la cachetada. Teresa se enfureció y le dijo eres una egoísta y una tal por cual, Al fin, terminaron llorando las dos. La vieja decía que la íbamos a abandonar y que se iba a morir como un perro. Le prometí que viviría con nosotros. Entonces se calmó y llamó a los vecinos y dijo que había que celebrar la boda. No es mala gente, un poco renegona, pero no se mete conmigo.

—Yo no podría vivir con una vieja —dijo el flaco Higueras, súbitamente desinteresado de la historia del Jaguar. Cuando era chico vivía con mi abuela, que estaba loca. Se pasaba el día hablando sola y persiguiendo unas gallinas que no existían. Me asustaba. Vez que veo a una vieja me acuerdo de mi abuela. No podría vivir con una vieja, todas son un, poco locas.

—¿Qué vas a hacer ahora? —dijo el Jaguar.

—¿Yo? —dijo el flaco Higueras, sorprendido—. No sé. Por lo pronto, emborracharme. Después, ya se verá. Quiero pasearme un poco. Hace tiempo que no veo la calle.

—Si quieres —dijo el Jaguar—, ven a mi casa. Mientras tanto.

—Gracias —dijo el flaco Higueras, riendo—. Pero pensándolo bien, me parece que no. Ya te dije que no puedo vivir con viejas. Y además tu mujer me debe odiar. Mejor que ni sepa que he salido. Algún día te iré a buscar a la agencia donde trabajas para que nos tomemos unas copas. A mí me encanta conversar con los amigos. Pero no podremos vernos con frecuencia; tú te has vuelto un hombre serio y yo no me junto con hombres serios.

—¿Vas a seguir en lo mismo? —dijo el Jaguar.

—¿Quieres decir robando? —El flaco Higueras hizo una mueca—. Supongo que sí. ¿Sabes por qué? Porque la cabra tira al monte, como decía el Culepe. Por ahora me convendría salir de Lima.

—Yo soy tu amigo —dijo el Jaguar—. Avísame si puedo ayudarte en algo.

—Sí puedes —dijo el flaco—. Págame estas copas. No tengo ni un cobre.

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