La ciudad y los perros (44 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

—Tengo que darle una mala noticia, Gamboa. —El comandante caminaba con las manos cogidas a la espalda esta es una información privada, entre amigos. ¿Comprende lo que quiero decir, no es verdad?

—Sí, mi comandante.

—El mayor está muy resentido con usted, Gamboa. Y el coronel, también. Hombre, no es para menos. Pero ése es otro asunto. Le aconsejo que se mueva rápido en el Ministerio. Han pedido su traslado inmediato. Me temo que la cosa esté avanzada, no tiene mucho tiempo. Su foja de servicios lo protege. Pero en estos casos las influencias son muy útiles, usted ya sabe.

«No le hará ninguna gracia salir de Lima, ahora, pensó Gamboa. En todo caso tendré que dejarla un tiempo aquí, con su familia. Hasta encontrar una casa, una sirvienta.»

—Le agradezco mucho, mi comandante —dijo—. ¿No sabe usted a dónde pueden trasladarme?

—No me extrañaría que fuera a alguna guarnición de la selva. O a la puna. A estas alturas del año no se hacen cambios, sólo hay puestos por cubrir en las guarniciones difíciles. Así que no pierda tiempo. Tal vez pueda conseguir una ciudad importante, digamos Arequipa o Trujillo. Ah, y no olvide que esto que le digo es algo confidencial, de amigo a amigo. No quisiera tener inconvenientes.

—No se preocupe, mi comandante —lo interrumpió Gamboa—. Y nuevamente, muchas gracias.

A
LBERTO LO
vio salir de la cuadra: el Jaguar atravesó el pasillo, indiferente a las miradas rencorosas o burlonas de los cadetes que, en sus literas, fumaban colillas echando la ceniza en trozos de papel o cajas de fósforos vacías; caminando despacio, sin mirar a nadie pero con los ojos altos, llegó hasta la puerta, la abrió con una mano y luego la cerró con violencia, tras él. Una vez más Alberto se había preguntado, al divisar entre dos roperos el rostro del Jaguar, cómo era posible que esa cara estuviera intacta después de lo ocurrido. Sin embargo, todavía renqueaba ligeramente. El día del incidente, Urioste afirmó en el comedor: «yo soy el que lo ha dejado cojo». Pero a la mañana siguiente, Vallano reivindicaba ese privilegio, y también Núñez, Revilla y hasta el enclenque de García. Discutían a gritos de ese asunto, en la cara del Jaguar, como si hablaran de un ausente. El Boa, en cambio, tenía la boca hinchada y un rasguño profundo y sangriento que se le enroscaba por el cuello. Alberto lo buscó con los ojos: estaba echado en su litera y la Malpapeada, tendida sobre su cuerpo, le lamía el rasguño con su gran lengua rojiza.

«Lo raro, pensó Alberto, es que tampoco le habla al Boa. Me explico que ya no se junte con el Rulos, que ese día se corrió, pero el Boa sacó la cara, se hizo machucar por él. Es un malagradecido.» Además, la sección también parecía haber olvidado la intervención del Boa. Hablaban con él, le hacían bromas como antes, le pasaban las colillas cuando se fumaba en grupo. «Lo raro, pensó Alberto, es que nadie se puso de acuerdo para hacerle hielo. Y ha sido mejor que si se hubieran puesto de acuerdo.» Ese día, Alberto lo había observado desde lejos, durante el recreo. El Jaguar abandonó el patio de las aulas y estuvo caminando por el descampado, con las manos en los bolsillos, pateando piedrecitas. El Boa se le acercó y se puso a caminar a su lado. Sin duda, discutieron: el Boa movía la cabeza y agitaba los puños. Luego se alejó. En el segundo recreo, el Jaguar hizo lo mismo. Esta vez se le acercó el Rulos, pero apenas estuvo a su alcance, el Jaguar le dio un empujón y el Rulos volvió a las aulas, ruborizado. En las clases, los cadetes hablaban, se insultaban, se escupían, se bombardeaban con proyectiles de papel, interrumpían a los profesores imitando relinchos, bufidos, gruñidos, maullidos, ladridos: la vida era otra vez normal. Pero todos sabían que entre ellos había un exiliado. Los brazos cruzados sobre la carpeta, los ojos azules clavados en el pizarrón, el Jaguar pasaba las horas de clase sin abrir la boca, ni tomar un apunte, ni volver la cabeza hacia un compañero. «Parece que fuera él quien nos hace hielo, pensaba Alberto, él quien estuviera castigando a la sección.» Desde ese día, Alberto esperaba que el Jaguar viniera a pedirle explicaciones, lo obligara a revelar a los demás lo ocurrido. Incluso, había pensado en todo lo que diría a la sección para justificar su denuncia. Pero el Jaguar lo ignoraba, igual que a los otros. Entonces, Alberto supuso que el Jaguar preparaba una venganza ejemplar.

Se levantó y salió de la cuadra. El patio estaba lleno de cadetes. Era la hora ambigua, indecisa, en que la tarde y la noche se equilibran y como neutralizan. Una media sombra destrozaba la perspectiva de las cuadras, respetaba los perfiles de los cadetes envueltos en sus gruesos sacones, pero borraba sus facciones, igualaba en un color ceniza el patio que era gris claro, los muros, la pista de desfile casi blanca y el descampado desierto. La claridad hipócrita falsificaba también el movimiento y el ruido: todos parecían andar más de prisa o más despacio en la luz moribunda y hablar entre dientes, murmurar o chillar y cuando dos cuerpos se juntaban, parecían acariciarse, pelear. Alberto avanzó hacia el descampado, subiéndose el cuello del sacón. No percibía el ruido de las olas, el mar debía estar en calma. Cuando encontraba un cuerpo extendido en la hierba, preguntaba: «¿Jaguar?». No le contestaban o lo insultaban: «no soy el Jaguar pero si buscas un garrote, aquí tengo uno. Camán». Fue hasta el baño de las aulas. En el umbral del recinto sumido en tinieblas —sobre los excusados brillaban algunos puntos rojos— gritó: ¡Jaguar! Nadie respondió, pero comprendió que todos lo miraban: las candelas se habían inmovilizado. Regresó al descampado y se dirigió hacia los excusados vecinos a «La Perlita»: nadie los utilizaba de noche porque pululaban las ratas. Desde la puerta vio un punto luminoso y una silueta.

—¿Jaguar?

—¿Qué hay?

Alberto entró y encendió un fósforo. El Jaguar estaba de pie, se arreglaba la correa; no había nadie más. Arrojó el fósforo carbonizado.

—Quiero hablar contigo.

—No tenemos nada que hablar —dijo el Jaguar—. Lárgate.

—¿Por qué no les has dicho que fui yo el que los acusó a Gamboa?

El Jaguar rió con su risa despectiva y sin alegría que Alberto no había vuelto a oír desde antes de todo lo ocurrido. En la oscuridad, oyó una carrera de vertiginosos pies minúsculos. «Su risa asusta a las ratas», pensó.

—¿Crees que todos son como tú? —dijo el Jaguar—. Te equivocas. Yo no soy un soplón ni converso con soplones. Sal de aquí.

—¿Vas a dejar que sigan creyendo que fuiste tú? —Alberto se descubrió hablando con respeto, casi cordialmente—. ¿Por qué?

—Yo les enseñé a ser hombres a todos ésos —dijo el Jaguar—. ¿Crees que me importan? Por mí, pueden irse a la mierda todos. No me interesa lo que piensen. Y tú tampoco. Lárgate.

—Jaguar —dijo Alberto—. Te vine a buscar para decirte que siento lo que ha pasado. Lo siento mucho.

—¿Vas a ponerte a llorar? —dijo el Jaguar—. Mejor no vuelvas a dirigirme la palabra. Ya te he dicho que no quiero saber nada contigo.

—No te pongas en ese plan —dijo Alberto—. Quiero ser tu amigo. Yo les diré que no fuiste tú, sino yo. Seamos amigos.

—No quiero ser tu amigo —dijo el Jaguar—. Eres un pobre soplón y me das vómitos. Fuera de aquí.

Esta vez, Alberto obedeció. No volvió a la cuadra. Estuvo tendido en la hierba del descampado, hasta que tocaron el silbato para ir al comedor.

EPÍLOGO

… en cada linaje el deterioro ejerce su dominio

C
ARLOS
G
ERMÁN
B
ELLI

C
UANDO EL
teniente Gamboa llegó a la puerta de la secretaría del año, el capitán Garrido colocaba un cuaderno en un armario; estaba de espaldas, la presión de la corbata cubría su cuello de arrugas. Gamboa dijo «buenos días» y el capitán se volvió.

—Hola, Gamboa —dijo, sonriendo—. ¿Listo para partir?

—Sí, mi capitán—. El teniente entró en la habitación. Vestía el uniforme de salida; se quitó el quepí: un fino surco ceñía su frente, sus sienes y su nuca como un perfecto círculo—. Acabo de despedirme del coronel, del comandante y del mayor. Sólo me falta usted.

—¿Cuándo es el viaje?

—Mañana temprano. Pero todavía tengo muchas cosas que hacer.

—Ya hace calor —dijo el capitán—. El verano va a ser fuerte este año, vamos a cocinarnos. —Se rió—. Después de todo, a usted qué le importa. En la puna, verano o invierno es lo mismo.

—Si no le gusta el calor —bromeó Gamboa—, podemos hacer un cambio. Yo me quedo en su lugar y usted se va a Juliaca.

—Ni por todo el oro del mundo —dijo el capitán, tomándolo del brazo—. Venga, le invito un trago.

Salieron. En la puerta de una de las cuadras, un cadete con las insignias color púrpura de cuartelero, contaba un alto de prendas.

—¿Porqué no está en clase ese cadete? —preguntó Gamboa.

—No puede con su genio —dijo el capitán, alegremente ¿Qué le importa ya lo que hagan los cadetes?

—Tiene usted razón. Es casi un vicio.

Entraron a la cantina de oficiales y el capitán pidió una cerveza. Llenó él mismo los vasos. Brindaron.

—No he estado nunca en Puno —dijo el capitán—. Pero creo que no está mal. Desde Juliaca se puede ir en tren o en auto. También puede darse sus escapadas a Arequipa, de vez en cuando.

—Sí —dijo Gamboa—. Ya me acostumbraré.

—Lo siento mucho por usted —dijo el capitán—. Aunque no lo crea, yo lo estimo, Gamboa. Recuerde que se lo advertí. ¿Conoce ese refrán? «Quien con mocosos se acuesta…» Y, además, no olvide en el futuro que en el Ejército se dan lecciones de reglamento a los subordinados, no a los superiores.

—No me gusta que me compadezcan, mi capitán. Yo no me hice militar para tener la vida fácil. La guarnición de Juliaca o el Colegio Militar me da lo mismo.

—Tanto mejor. Bueno, no discutamos. Salud.

Bebieron lo que quedaba de cerveza en los vasos y el capitán volvió a llenarlos. Por la ventana se veía el descampado; la hierba parecía más alta y clara. La vicuña pasó varias veces: corría muy agitada mirando a todos los lados con sus ojos inteligentes.

—Es el calor —dijo el capitán, señalando al animal con el dedo—. No se acostumbra. El verano pasado estuvo medio loca.

—Voy a ver muchas vicuñas —dijo Gamboa—. Y a lo mejor aprenderé quechua.

—¿Hay compañeros suyos en Juliaca?

—Muñoz. El único.

—¿El burro Muñoz? Es buena gente. ¡Un borracho perdido!

—Quiero pedirle un favor, mi capitán.

—Claro, hombre, diga no más.

—Se trata de un cadete. Necesito hablar con él a solas, en la calle. ¿Puede darle permiso?

—¿Cuánto tiempo?

—Media hora a lo más.

—Ah —dijo el capitán, con una sonrisa maliciosa—. Ajá.

—Es un asunto personal.

—Ya veo. ¿Va usted a pegarle?

—No sé —dijo Gamboa, sonriendo—. A lo mejor.

—¿A Fernández? —dijo el capitán, a media voz—. No vale la pena. Hay una manera mejor de fregarlo. Yo me encargo de él.

—No es él —dijo Gamboa—. El otro. De todos modos, ya no puede hacerle nada.

—¿Nada? —dijo el capitán, muy serio—. ¿Y si pierde el año? ¿Le parece poco?

—Tarde —dijo Gamboa—. Ayer terminaron los exámenes.

—Bah —dijo el capitán—, eso es lo de menos. Todavía no están hechas las libretas.

—¿Está hablando en serio?

El capitán recobró de golpe su buen humor:

—Estoy bromeando, Gamboa —dijo riendo—, no se asuste. No cometeré ninguna injusticia. Llévese al cadete ése y haga con él lo que se le antoje. Pero, eso sí, no le toque la cara; no quiero tener más líos.

—Gracias, mi capitán —Gamboa se puso el quepí—. Ahora tengo que irme. Hasta pronto, espero.

Se dieron la mano. Gamboa fue hasta las aulas, habló con un suboficial y regresó hacia la Prevención, donde había dejado su maleta. El teniente de servicio le salió al encuentro.

—Ha llegado un telegrama para ti, Gamboa.

Lo abrió y lo leyó rápidamente. Luego lo guardó en su bolsillo. Se sentó en la banca —los soldados se pusieron de pie y lo dejaron solo—. Y quedó inmóvil, con la mirada perdida.

—¿Malas noticias? —le preguntó el oficial de servicio.

—No, no —dijo Gamboa—. Cosas de familia.

El teniente indicó a uno de los soldados que preparara café y preguntó a Gamboa si quería una taza; éste asintió. Un momento después, el Jaguar apareció en la puerta de la Prevención. Gamboa bebió el café de un solo trago y se incorporó.

—El cadete va a salir conmigo un momento —dijo al oficial de guardia—. Tiene permiso del capitán.

Cogió su maleta y salió a la avenida Costanera. Caminó por la tierra aplanada, al borde del abismo. El Jaguar lo seguía a unos pasos de distancia. Avanzaron hasta la avenida de las Palmeras. Cuando perdieron de vista el Colegio, Gamboa dejó su maleta en el suelo. Sacó un papel del bolsillo.

—¿Qué significa este papel? —dijo.

—Ahí está bien claro todo, mi teniente —repuso el Jaguar—. No tengo nada más que decir.

—Yo ya no soy oficial del Colegio —dijo Gamboa—. ¿Por qué se ha dirigido a mí? ¿Por qué no se presentó al capitán de año?

—No quiero saber nada con el capitán —dijo el Jaguar. Estaba un poco pálido y sus ojos claros rehuían la mirada de Gamboa. No había nadie por los alrededores. El ruido del mar se oía muy próximo. Gamboa se limpió la frente y echó atrás el quepí: el fino surco apareció bajo la visera, más rojizo y profundo que los otros pliegues de la frente.

—¿Por qué ha escrito esto? —repitió—. ¿Por qué lo ha hecho?

—Eso no le importa —dijo el Jaguar, con voz suave y dócil—. Usted lo único que tiene que hacer es llevarme donde el coronel. Y nada más.

—¿Cree que las cosas se van a arreglar tan fácilmente como la primera vez? —dijo Gamboa—. ¿Eso cree? ¿O quiere divertirse a mi costa?

—No soy ningún bruto —dijo el Jaguar, e hizo un ademán desdeñoso—. Pero yo no le tengo miedo a nadie, mi teniente, sépalo usted, ni al coronel ni a nadie. Yo los defendí de los de cuarto cuando entraron. Se morían de miedo de que los bautizaran, temblaban como mujeres y yo les enseñé a ser hombres. Y a la primera, se me voltearon. Son, ¿sabe usted qué?, unos infelices, una sarta de traidores, eso son. Todos. Estoy harto del Colegio, mi teniente.

—Basta de cuentos —dijo Gamboa—. Sea franco. ¿Por qué ha escrito este papel?

—Creen que soy un soplón —dijo el Jaguar—. ¿Ve usted lo que le digo? Ni siquiera trataron de averiguar la verdad, nada, apenas les abrieron los roperos, los malagradecidos me dieron la espalda. ¿Ha visto las paredes de los baños? «Jaguar, soplón», «Jaguar, amarillo», por todas partes. Y yo lo hice por ellos, eso es lo peor. ¿Qué podía ganar yo? A ver, dígame, mi teniente. Nada, ¿no es cierto? Todo lo hice por la sección. No quiero estar ni un minuto más con ellos. Eran como mi familia, por eso será que ahora me dan más asco todavía.

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