La ciudad y los perros (40 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

Alberto entró. El Jaguar estaba sentado en la tarima y lo miraba.

E
SA VEZ
el flaco Higueras no quería ir, fue contra su voluntad, como sospechando que la cosa iba a salir mal. Unos meses antes, cuando el Rajas le mandó decir «o trabajas conmigo o no vuelves a pisar el Callao si quieres conservar la cara sana», el flaco me dijo: «ya está, me lo esperaba». Él había estado con el Rajas de muchacho; mi hermano y el flaco fueron sus discípulos. Luego al Rajas lo encanaron y ellos siguieron solos. A los cinco años, el Rajas salió y formó otra banda, y el flaco lo estuvo esquivando hasta que un día lo encontraron dos matones en «El tesoro del puerto» y lo llevaron a la fuerza donde el Rajas. Me contó que no le hicieron nada y que el Rajas lo abrazó y le dijo: «te quiero como a un hijo». Después se emborracharon y se despidieron muy amigos. Pero a la semana le mandó esa advertencia. El flaco no quería trabajar en equipo, decía que era mal negocio, pero tampoco quería convertirse en enemigo del Rajas. Así que me dijo: «voy a aceptar; después de todo, el Rajas es derecho. Pero tú no tienes por qué hacerlo. Si quieres un consejo, vuelve donde tu madre y estudia para doctor. Ya debes tener ahorrada buena platita». Yo no tenía ni un solo centavo y se lo dije. «¿Sabes lo que eres?, me contestó; un putañero, lo que se llama un putañero. ¿Te has gastado toda la plata en los bulines?» Yo le dije que sí. «Todavía tienes mucho que aprender, me dijo; no vale la pena jugarse el pellejo por las polillas. Has debido guardar un poco. Bueno, ¿qué decides?» Le dije que me quedaba con él. Esa misma noche fuimos donde el Rajas, a una chingana inmunda, donde atendía una tuerta. El Rajas era un zambo viejo y apenas se entendía lo que hablaba; todo el tiempo pedía mulitas de pisco. Los otros, unos cinco o seis, zambos, chinos y serranos, miraban al flaco con malos ojos. En cambio el Rajas siempre se dirigía al flaco cuando hablaba y se reía a carcajadas con sus bromas. A mí casi no me miraba. Comenzamos a trabajar con ellos y al principio todo iba bien. Limpiamos casas de Magdalena y la Punta, de San Isidro y Orrantia, de Salaverry y Barranco, pero no del Callao. A mí me ponían de campana y nunca me lanzaban adentro para que les abriera la puerta. Cuando repartían, el Rajas me daba una miseria, pero después el flaco me regalaba de su parte.

Nosotros dos formábamos una yunta y los otros tipos de la banda nos celaban. Una vez, en un bulín, el flaco y el zambo Pancracio pelearon por una polilla y Pancracio sacó la chavela y le rasgó el brazo a mi amigo. Me dio cólera y me le fui encima. Saltó otro zambo y nos mechamos. El Rajas nos hizo abrir cancha. Las polillas gritaban. Estuvimos midiéndonos un rato. Al principio, el zambo me provocaba y se reía, «eres el ratón y yo el gato», me decía, pero le coloqué un par de cabezazos y entonces peleamos de a deveras. El Rajas me convidó un trago y dijo: «me quito el sombrero. ¿Quién le enseñó a pelear a esta paloma?».

Desde ahí, me agarraba con los zambos, los chinos y los serranos del Rajas por cualquier cosa. A veces me soñaban de una patada y otras los aguantaba enterito y los machucaba un poco. Vez que estábamos borrachos nos íbamos a los golpes. Tanto peleamos que al final nos hicimos amigos. Me invitaban a beber y me llevaban con ellos al bulín y al cine, a ver películas de acción. Justamente, ese día habíamos ido al cine, Pancracio, el flaco y yo. A la salida nos esperaba el Rajas, alegre como un cuete. Fuimos a una chingana y ahí nos dijo: «es el golpe del siglo». Cuando contó que el Carapulca lo había llamado para proponerle un trabajo, el flaco Higueras lo cortó: «nada con ésos, Rajas. Nos comen vivos. Son de alto vuelo». El Rajas no le hizo caso y siguió explicando el plan. Estaba muy orgulloso de que el Carapulca lo hubiera llamado, porque era una gran banda y todos les tenían envidia. Vivían como la gente decente, en buenas casas y tenían automóviles. El flaco quiso discutir pero los otros lo callaron. Era para el día siguiente. Todo parecía muy fácil. Como dijo el Rajas, nos encontramos en la Quebrada de Armendáriz a las diez de la noche y ahí estaban dos tipos del Carapulca. Bien vestidos y con bigotes, fumaban cigarrillos rubios y parecía que iban a una fiesta. Estuvimos haciendo tiempo hasta medianoche y después nos fuimos caminando en parejas hasta la línea del tranvía. Ahí encontramos a otro de la banda del Carapulca. «Todo está listo, dijo. No hay nadie. Acaban de salir. Comencemos ya mismo.» El Rajas me puso de campana a una cuadra de la casa, detrás de una pared. Al flaco le pregunté: «¿quiénes entran?». Me dijo: «el Rajas, yo y los carapulcas. Y todos los demás son campanas. Es el estilo de ellos. Eso se llama trabajar seguro». Donde yo estaba plantado no había nadie, no se veía ni una luz en las casas y pensé que todo iba a terminar muy pronto. Pero mientras veníamos, el flaco había estado callado y con la cara amarga. Al pasar, Pancracio me había mostrado la casa. Era enorme y el Rajas dijo: «aquí debe de haber plata para hacer rico a un ejército». Pasó mucho rato. Cuando oí los pitazos, los balazos y los carajos salí corriendo hacia ellos, pero me di cuenta que estaban ensartados: en la esquina había tres patrulleros. Di media vuelta y escapé. En la Plaza Marsano subí al tranvía y en Lima tomé un taxi. Cuando llegué a la chingana sólo encontré a Pancracio.«Era una trampa, me dijo. El Carapulca trajo a los soplones. Creo que los han cogido a todos. Yo vi que al Rajas y al flaco los apaleaban en el suelo. Los cuatro carapulcas se reían, algún día la pagarán. Pero ahora mejor desaparecemos.» Le dije que no tenía un centavo. Me dio cinco soles y me dijo: «cambia de barrio y no vuelvas por aquí. Yo me voy a veranear fuera de Lima por un tiempo».

Esa noche me fui al despoblado de Bellavista y dormí en una zanja. Mejor dicho, estuve tirado de espaldas, viendo la oscuridad, muerto de frío. En la mañana, muy temprano, fui a la Plaza de Bellavista. No iba por ahí desde hacía dos años. Todo estaba igual, menos la puerta de mi casa que la habían pintado. Toqué y no salió nadie. Toqué más fuerte. De adentro, alguien gritó: «no se desesperen, maldita sea». Salió un hombre y yo le pregunté por la señora Domitila. «Ni sé quién es, me dijo: aquí vive Pedro Caifás, que soy yo.» Una mujer apareció a su lado y dijo: «¿la señora Domitila? ¿Una vieja que vivía sola?». «Sí, le dije; creo que sí.» «Ya se murió, dijo la mujer; vivía aquí antes que nosotros, pero hace tiempo.» Yo les dije gracias y me fui a sentar a la plaza y estuve toda la mañana mirando la puerta de la casa de Teresa, a ver si salía. A eso de las doce salió un muchacho. Me le acerqué y le dije: «¿sabes dónde viven ahora esa señora y esa muchacha que vivían antes en tu casa?». «No sé nada», me dijo. Fui otra vez a mi antigua casa y toqué. Salió la mujer. Le pregunté: «¿sabe dónde está enterrada la señora Domitila?». «No sé, me dijo. Ni la conocí. ¿Era algo suyo?» Yo le iba a decir que era mi madre, pero pensé que a lo mejor me andaban buscando los soplones y le dije: «no, sólo quería saber».

—H
OLA

DIJO
el Jaguar.

No parecía sorprendido al verlo allí. El sargento había cerrado la puerta, el calabozo estaba en la penumbra.

—Hola —dijo Alberto.

—¿Tienes cigarrillos? —preguntó el Jaguar. Estaba sentado en la cama, apoyaba la espalda en la pared y Alberto podía distinguir claramente la mitad de su rostro, que caía dentro de la superficie de luz que bajaba de la ventana; la otra mitad era sólo una mancha.

—No —dijo Alberto—. El sargento me traerá uno más tarde.

—¿Por qué te han metido aquí? —dijo el Jaguar.

—No sé. ¿Y a ti?

—Un hijo de puta ha ido a decirle cosas a Gamboa.

—¿Quién? ¿Qué cosas?

—Oye —dijo el Jaguar, bajando la voz—. Seguro tú vas a salir de aquí primero que yo. Hazme un favor. Ven, acércate, que no nos oigan.

Alberto se aproximó. Ahora estaba de pie, a unos centímetros del Jaguar, sus rodillas se tocaban.

—Diles al Boa y al Rulos que en la cuadra hay un soplón. Quiero que averigüen quién ha sido. ¿Sabes lo que le dijo a Gamboa?

—No.

—¿Por qué creen que estoy aquí los de la sección?

—Creen que por el robo de exámenes.

—Sí —dijo el Jaguar. También por eso. Le ha dicho lo de los exámenes, lo del Círculo, los robos de prendas, que jugamos dinero, que metemos licor. Todo. Hay que saber quién ha sido. Diles que ellos también están fregados si no lo descubren. Y tú también, y toda la cuadra. Es uno de la sección, nadie más puede saber.

—Te van a expulsar —dijo Alberto—. Y quizá te manden a la cárcel.

—Eso me dijo Gamboa. Seguramente van a fregar también al Rulos y al Boa, por lo del Círculo. Diles que averigüen y que me tiren un papel por la ventana con su nombre. Si me expulsan, ya no los veré.

—¿Qué vas a ganar con eso?

—Nada —dijo el Jaguar—. A mí ya me han jodido. Pero tengo que vengarme.

—Eres una mierda, Jaguar —dijo Alberto—. Me gustaría que te metieran en la cárcel.

El Jaguar había hecho un pequeño movimiento: seguía sentado en la cama, pero erguido, sin tocar la pared y su cabeza giró unos centímetros para que sus ojos pudieran observar a Alberto. Todo su rostro era visible ahora.

—¿Has oído lo que he dicho?

—No grites —dijo el Jaguar—. ¿Quieres que venga el teniente? ¿Qué te pasa?

—Una mierda —susurró Alberto—. Un asesino. Tú mataste al Esclavo.

Alberto había dado un paso atrás y estaba agazapado, pero el Jaguar no lo atacó, ni siquiera se había movido. Alberto veía en la penumbra los dos ojos azules, brillando.

—Mentira —dijo el Jaguar, también en voz muy baja—. Es una calumnia. Le han dicho eso a Gamboa para fregarme. El soplón es alguien que me quiere hacer daño, algún rosquete, ¿no te das cuenta? Dime, ¿todos en la cuadra creen que he matado a Arana?

Alberto no respondió.

—No puede ser —dijo el Jaguar—. Nadie puede creer eso. Arana era un pobre diablo, cualquiera podía echarlo al suelo de un manazo. ¿Por qué iba a matarlo?

—Era mucho mejor que tú —dijo Alberto. Los dos hablaban en secreto. El esfuerzo que hacían para no alzar la voz, congelaba sus palabras, las volvía forzadas, teatrales—. Tú eres un matón, tú sí que eres un pobre diablo. El Esclavo era un buen muchacho, tú no sabes lo que es eso. Él era buena gente, no se metía con nadie. Lo fregabas todo el tiempo, día y noche. Cuando entró era un tipo normal y de tanto batirlo tú y los otros lo volvieron un cojudo. Sólo porque no sabía pelear. Eres un desgraciado, Jaguar. Ahora te van a expulsar. ¿Sabes cuál va a ser tu vida? La de un delincuente, te meterán a la cárcel tarde o temprano.

—Mi madre también me decía eso. —Alberto se sorprendió, no esperaba una confidencia. Pero comprendió que el Jaguar hablaba solo; su voz era opaca, árida—. Y también Gamboa. No sé qué les puede importar mi vida. Pero yo no era el único que fregaba al Esclavo. Todos se metían con él, tú también, poeta. En el colegio todos friegan a todos, el que se deja se arruina. No es mi culpa. Si a mí no me joden es porque soy más hombre. No es mi culpa.

—Tú no eres más hombre que nadie —dijo Alberto—. Eres un asesino y no te tengo miedo. Cuando salgamos de aquí vas a ver.

—¿Quieres pelear conmigo? —dijo el Jaguar.

—Sí.

—No puedes —dijo el Jaguar—. Dime, ¿todos están furiosos conmigo en la cuadra?

—No —dijo Alberto—. Sólo yo. Y no te tengo miedo.

—Chist, no grites. Si quieres, pelearemos en la calle. Pero no puedes conmigo, te lo advierto. Estás furioso por gusto. Yo no le hice nada al Esclavo. Sólo lo batía, como todo el mundo. Pero no con mala intención, para divertirme.

—¿Y eso qué importa? Lo fregabas y todos lo fregaban por imitarte. Le hacías la vida imposible. Y lo mataste.

—No grites, imbécil, van a oírte. No lo maté. Cuando salga, buscaré al soplón y delante de todos le haré confesar que es una calumnia. Vas a ver que es mentira.

—No es mentira —dijo Alberto—. Yo sé.

—No grites, maldita sea.

—Eres un asesino.

—Chist.

—Yo te denuncié, Jaguar. Yo sé que tú lo mataste.

Esta vez Alberto no se movió. El Jaguar se había encogido en la tarima.

—¿Tú le has dicho eso a Gamboa? —dijo el Jaguar, muy despacio.

—Sí. Le dije todo lo que has hecho, todo lo que pasa en la cuadra.

—¿Por qué has hecho eso?

—Porque me dio la gana.

—Vamos a ver si eres hombre —dijo el Jaguar incorporándose.

VII

E
L TENIENTE
Gamboa salió de la oficina del Coronel, hizo una venia al civil, aguardó unos instantes el ascensor y como tardaba se dirigió hacia la escalera: bajó las gradas de dos en dos. En el patio, comprobó que la mañana había aclarado: el cielo lucía limpio, en el horizonte se divisaban unas nubes blancas, inmóviles sobre la superficie del mar que destellaba. Fue a paso rápido hasta las cuadras del quinto año y entró a la secretaría. El capitán Garrido estaba en su escritorio, crispado como un puerco espín. Gamboa lo saludó desde la puerta.

—¿Y? —dijo el capitán, incorporándose de un salto.

—El coronel me encarga decirle que borre del registro el parte que pasé, mi capitán.

El rostro del capitán se relajó y sus ojos, hasta entonces desabridos, sonrieron con alivio.

—Claro —dijo, dando un golpe en la mesa—. Ni siquiera lo inscribí en el registro. Ya sabía. ¿Qué pasó, Gamboa?

—El cadete retira la denuncia, mi capitán. El coronel ha roto el parte. El asunto debe ser olvidado; quiero decir lo del presunto asesinato, mi capitán. Respecto a lo otro, el coronel ordena que se ajuste la disciplina.

—¿Más? —dijo el capitán, riendo abiertamente—. Venga, Gamboa. Mire.

Le extendió un alto de papeles repletos de cifras y de nombres.

—¿Ve usted? En tres días, más papeletas que en todo el mes pasado. Sesenta consignados, casi la tercera parte del año, fíjese bien. El coronel puede estar tranquilo, vamos a poner en vereda a todo el mundo. En cuanto a los exámenes, ya se tomaron las precauciones debidas. Los guardaré yo mismo en mi cuarto, hasta el momento de la prueba; que vengan a buscarlos si se atreven. He doblado los imaginarias y las rondas. Los suboficiales pedirán parte cada hora. Habrá revista de prendas dos veces por semana y lo mismo de armamento ¿Cree que van a seguir haciendo gracias?

—Espero que no, mi capitán.

—¿Quién tenía razón? —preguntó el capitán, a boca de jarro, con una expresión de triunfo—. ¿Usted o yo?

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