La ciudad y los perros (35 page)

Read La ciudad y los perros Online

Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

—Vamos, cadete —escuchó—. Haga un esfuerzo y serénese. El capitán está esperando. Repita usted lo que me dijo el sábado. Hable sin temor.

—Sí, mi capitán —dijo Alberto. Tomó aire y habló—: Al cadete Arana lo mataron porque denunció al Círculo.

—¿Usted lo vio con sus ojos? —exclamó con ira el capitán Garrido. Alberto levantó la vista: las mandíbulas habían entrado en actividad, se movían sincrónicamente, bajo la piel verdosa.

—No, mi capitán —dijo—. Pero…

—¿Pero qué? —gritó el capitán—. ¿Cómo se atreve a hacer una afirmación semejante sin pruebas concretas? ¿Sabe usted lo que significa acusar a alguien de asesinato? ¿Por qué ha inventado esta historia estúpida?

La frente del capitán Garrido estaba húmeda y en cada uno de sus ojos había una llamita amarilla. Sus manos se aplastaban, coléricas, contra el tablero del escritorio; sus sienes latían. Alberto recuperó de golpe el aplomo: tuvo la impresión de que su cuerpo se rellenaba. Sostuvo sin pestañear la mirada del capitán y, al cabo de unos segundos, vio que el oficial desviaba la vista.

—No he inventado nada, mi capitán —dijo y su voz sonó convincente a sus propios oídos. Repitió—: Nada, mi capitán. Los del Círculo estaban buscando al que hizo expulsar a Cava. El Jaguar quería vengarse a toda costa, lo que más odia son los soplones. Y todos odiaban al cadete Arana, lo trataban como a un esclavo. Estoy seguro que el Jaguar lo mató, mi capitán. Si no estuviera seguro, no habría dicho nada.

—Un momento, Fernández —dijo Gamboa—. Explique todo con orden. Acérquese. Siéntese, si quiere.

—No —dijo el capitán, cortante, y Gamboa se volvió a mirarlo. Pero el capitán Garrido tenía los ojos fijos en Alberto. Quédese donde está. Y siga.

Alberto tosió y se limpió la frente con el pañuelo. Comenzó a hablar con una voz contenida y jadeante, silenciada por largas pausas, pero a medida que refería las proezas del Círculo y la historia del Esclavo, e insensiblemente deslizaba en su relato a los otros cadetes y describía la estrategia utilizada para pasar los cigarrillos y el licor, los robos y la venta de exámenes, las veladas donde Paulino, las
contras
por el estadio y «La Perlita», las partidas de póquer en los baños, los concursos, las venganzas, las apuestas, y la vida secreta de su sección iba surgiendo como un personaje de pesadilla ante el capitán, que palidecía sin cesar, la voz de Alberto cobraba soltura, firmeza y hasta era, por instantes, agresiva.

—¿Y eso qué tiene que ver? —lo interrumpió, una sola vez, el capitán.

—Es para que usted me crea, mi capitán —dijo Alberto—. Los oficiales no pueden saber lo que pasa en las cuadras. Es como si fuera otro mundo. Es para que me crea lo que le digo del Esclavo.

Más tarde, cuando Alberto calló, el capitán Garrido permaneció unos segundos en silencio, examinando con excesiva atención todos los objetos del escritorio, uno tras otro. Sus manos, ahora, jugueteaban con los botones de su camisa.

—Bien —dijo de pronto—. Quiere decir que la sección entera debe ser expulsada. Unos por ladrones, otros por borrachos, otros por timberos. Todos son culpables de algo, muy bien. ¿Y usted qué era?

—Todos éramos todo —dijo Alberto—. Sólo Arana era diferente. Por eso nadie se juntaba con él. —Su voz se quebró—: Tiene que creerme, mi capitán. El Círculo lo estaba buscando. Querían encontrar como fuera al que denunció a Cava. Querían vengarse, mi capitán.

—Alto ahí —dijo el capitán, desconcertado—. Toda esta historia cae por su base. ¿Qué tonterías dice usted? Nadie denunció al cadete Cava.

—No son tonterías, mi capitán —dijo Alberto—. Pregunte usted al teniente Huarina si no fue el Esclavo quien denunció a Cava. Él fue el único que lo vio salir de la cuadra para robarse el examen; estaba de imaginaria. Pregúnteselo al teniente Huarina.

—Lo que usted dice no tiene pies ni cabeza —dijo el capitán. Pero Alberto notó que ya no parecía tan seguro de sí mismo; una de sus manos estaba inútilmente suspendida en el aire y su dentadura parecía más grande—. Ni pies ni cabeza.

—Para el Jaguar era lo mismo que si lo hubieran acusado a él, mi capitán —dijo Alberto—. Estaba loco de furia por la expulsión de Cava. El Círculo se reunía todo el tiempo. Ha sido una venganza. Yo conozco al Jaguar, es capaz…

—Basta —dijo el capitán—. Lo que usted dice es infantil. Está acusando a un compañero de asesino, sin pruebas. No me sorprendería que el que quiera vengarse sea usted, ahora. En el Ejército no se admiten esta clase de juegos, cadete. Puede costarle caro.

—Mi capitán —dijo Alberto—. El Jaguar estaba detrás de Arana en el asalto del cerro.

Pero se calló. Lo había dicho sin pensar y ahora dudaba. Febrilmente, trataba de reconstituir en imágenes el descampado de la Perla, la colina rodeada de sembríos, la mañana de aquel sábado, la formación.

—¿Está seguro? —dijo Gamboa.

—Sí, mi teniente. Estaba detrás de Arana. Estoy seguro.

El capitán Garrido los miraba, sus ojos saltaban de uno a otro, desconfiados, iracundos. Sus manos se habían unido; una estaba cerrada y la otra la envolvía, le daba calor.

—Eso no quiere decir nada —dijo—. Absolutamente nada.

Quedaron en silencio, los tres. De pronto, el capitán se puso de pie y comenzó a pasear por la habitación con las manos cruzadas a la espalda. Gamboa se había sentado en el lugar que ocupaba antes el capitán y miraba la pared. Parecía reflexionar.

—Cadete Fernández —dijo el capitán. Se había detenido en medio de la habitación y su voz era más suave—. Voy a hablarle como a un hombre. Usted es joven e impulsivo. Eso no está mal, incluso puede ser una virtud. La décima parte de lo que acaba de decirme puede costarle la expulsión del colegio. Sería su ruina y un golpe terrible para sus padres. ¿No es así?

—Sí, mi capitán —dijo Alberto. El teniente Gamboa movía uno de sus pies en el aire y miraba el suelo.

—La muerte de ese cadete lo ha afectado —prosiguió el capitán—. Lo comprendo, era su amigo. Pero aun cuando lo que usted me ha dicho fuera en parte cierto, jamás podría probarse, jamás, porque todo se funda en hipótesis. A lo más, llegaríamos a comprobar ciertas violaciones del reglamento. Habría unas cuantas expulsiones. Usted sería uno de los primeros, como es natural. Estoy dispuesto a olvidar todo, si me promete no volver a hablar una palabra más de esto. —Se llevó rápidamente una mano al rostro y la volvió a bajar, sin tocarse—. Sí, es lo mejor. Echar tierra a todas estas fantasías.

El teniente Gamboa seguía con los ojos bajos y balanceaba el pie al mismo ritmo, pero ahora la puntera de su zapato rozaba el suelo.

—¿Entendido? —dijo el capitán y su rostro insinuó una sonrisa.

—No, mi capitán —dijo Alberto.

—¿No me ha comprendido, cadete?

—No puedo prometerle eso —dijo Alberto—. A Arana lo mataron.

—Entonces —dijo el capitán, con rudeza—, le ordeno que se calle y no vuelva a hablar estupideces. Y si no me obedece, ya verá quién soy yo.

—Perdón, mi capitán —dijo Gamboa.

—Estoy hablando, no me interrumpa, Gamboa.

—Lo siento, mi capitán —dijo el teniente, poniéndose de pie. Era más alto que el capitán y éste debió levantar un poco la cabeza para mirarlo a los ojos.

—El cadete Fernández tiene derecho a presentar esta denuncia, mi capitán. No digo que sea cierta. Pero tiene derecho a pedir una investigación. El reglamento es claro.

—¿Va usted a enseñarme el reglamento, Gamboa?

—No, claro que no, mi capitán. Pero si usted no quiere intervenir, yo mismo pasaré el parte al mayor. Es un asunto grave y creo que debe haber una investigación.

P
OCO DESPUÉS
del último examen, vi a Teresa con dos muchachas, por la avenida Sáenz Peña. Llevaban toallas y yo le pregunté, de lejos, a dónde iba. Me contestó: «a la playa». Ese día estuve de mal humor y cuando mi madre me pidió dinero le contesté una grosería. Ella sacó la correa que tenía guardada debajo de su cama. Hacía mucho tiempo que no me pegaba y yo la amenacé: «si me tocas, no vuelvo a darte un centavo». Era sólo una advertencia y nunca creí que hiciera efecto. Me quedé frío al verla bajar la correa que ya tenía levantada, tirarla al suelo y decir una lisura entre dientes. Se metió a la cocina sin decirme nada. Al día siguiente, Teresa volvió a la playa con las dos muchachas y lo mismo los otros días. Una mañana, las seguí… Iban a Chucuito. Llevaban puesta la ropa de baño y se desvistieron en la playa. Había tres o cuatro muchachos que las estaban esperando. Yo sólo miraba al que conversaba con Teresa. Los estuve vigilando toda la mañana, desde la baranda. Después, ellas se pusieron el vestido sobre el traje de baño y volvieron a Bellavista. Yo esperé a los chicos. Dos se fueron al poco rato, pero el que había estado con Teresa y el otro se quedaron hasta cerca de las tres. Iban hacia la Punta. Caminaban por media pista, tirándose las toallas y las ropas de baño. Cuando llegaron a una calle vacía, comencé a arrojarles piedras. Les di a los dos, al amigo de Teresa lo toqué en plena cara. Se agachó, dijo «ay» y en eso le cayó otra piedra en la espalda. Me miraban asombrados y yo corrí hacia ellos, sin darles tiempo a reaccionar. Uno escapó gritando «un loco». El otro se quedó parado y me le fui encima. Ya me había trompeado en el colegio y peleaba muy bien, de chico mi hermano me enseñó a usar los pies y la cabeza. «El que se aloca está muerto, me decía. Pelear a la bruta sólo sirve si eres muy fuerte y puedes arrinconar al enemigo para quebrarle la guardia de una andanada. Si no, perjudica. Los brazos y las piernas se cansan de tanto golpear al aire y uno se aburre, desaparece la cólera y al poco rato estás con ganas de terminar. Entonces, si el otro es cuco y te ha estado midiendo, aprovecha y te carga.» Mi hermano me enseñó a deprimir a los que pelean a la bruta, a agotarlos y a tenerlos a raya con los pies, hasta que se descuidan y le dan chance a uno de cogerles la camisa y clavarles un cabezazo. Mi hermano me enseñó también a manejar la cabeza a la chalaca, no con la frente ni con el cráneo, sino con el hueso que hay donde comienzan los pelos, que es durísimo, y a bajar las manos en el momento de dar el cabezazo para evitar que el otro levante la rodilla y me hunda el estómago. «No hay como el cabezazo, decía mi hermano; basta uno bien puesto para aturdir al enemigo» Pero esa vez yo me lancé a la bruta contra los dos y los gané. El que había estado con Teresa ni se defendió, cayó al suelo llorando. Su amigo se había parado a unos diez metros y me gritaba: «no le pegues, maricón, no le pegues», pero yo le seguí dando en el suelo. Después corrí hacia el otro, que salió disparado, pero lo alcancé y le puse cabe y se vino abajo. No quería pelear: apenas lo soltaba, corría. Regresé donde el primero que estaba limpiándose la cara. Pensaba hablarle pero apenas lo tuve al frente me enfurecí y le di un puñetazo. Se puso a chillar como un perico. Lo agarré de la camisa y le dije: «si te vuelves a acercar a Teresa te pegaré más fuerte». Le menté la madre y le di una patada y creo que hubiera seguido machucándolo, pero en eso sentí que me agarraban la oreja. Era una mujer, que comenzó a darme coscorrones y a gritar: «salvaje, abusivo» y el otro aprovechó para escaparse. Al fin la mujer me soltó y regresé a Bellavista. Estaba como antes de la pelea, no parecía que me hubiera vengado. Nunca me había sentido así. Otras veces, cuando no veía a Teresa me daba pena o ganas de estar solo, pero ahora tenía cólera y a la vez tristeza. Estaba defraudado, seguro de que cuando supiera, Teresa me odiaría. Fui hasta la Plaza Bellavista pero no entré a mi casa. Di media vuelta y caminé hasta el bar de Sáenz Peña y allí encontré al flaco Higueras, sentado en el mostrador, conversando con el chino. «¿Qué te pasa?», me dijo. Yo nunca había hablado con nadie de Tere, pero esa vez tenía necesidad de confiarme a alguien. Le conté al flaco todo, desde que conocí a Teresa, cuatro años atrás, cuando vino a vivir al lado de mi casa. El flaco me escuchó muy serio, no se rió ni una vez. Sólo me decía, a ratos: «vaya, hombre», «caramba», «qué tal». Después me dijo: «estás enamorado hasta el alma. Cuando yo me enamoré por primera vez, era de tu edad más o menos, pero me dio más suave. El amor es lo peor que hay. Uno anda hecho un idiota y ya no se preocupa de sí mismo. Las cosas cambian de significado y uno es capaz de hacer las peores locuras y de fregarse para siempre en un minuto. Quiero decir los hombres. Las mujeres, no, porque son muy mañosas, sólo se enamoran cuando les conviene. Si un hombre no les hace caso, se desenamoran y buscan a otro. Y se quedan como si nada. Pero no te preocupes. Como que hay Dios que te curo hoy mismo. Yo tengo un buen remedio para esos resfríos». Me tuvo tomando pisco y cerveza hasta que anocheció y después me hizo vomitar: me apretaba el estómago para ayudarme. Después me llevó a una chingana del puerto, me hizo ducharme en un patio y me dio de comer picantes en un salón lleno de gente. Tomamos un taxi y le dio una dirección. Me preguntó: «¿ya has estado en un bulín?»Le dije que no. «Esto te sanará, me dijo. Ya vas a ver. Sólo que a lo mejor te paran en la puerta.» Efectivamente, cuando llegamos nos abrió una vieja que conocía al flaco y que al verme se puso furiosa. «¿Estás loco que te voy a dejar entrar con esa guagua? Cada cinco minutos caen por aquí los soplones a gorrearme cervezas.» Se pusieron a discutir a gritos. Al fin, la vieja aceptó que entrara. «Eso sí, nos dijo, se van de frente al cuarto y no me salen hasta mañana.» El flaco me hizo pasar tan rápido por el salón del primer piso que no vi la cara de la gente. Subimos una escalera y la vieja nos abrió un cuarto. Entramos y antes que el flaco prendiera la luz, la vieja dijo: «te voy a mandar una docena de cervezas. Te acepto con la criatura pero tienes que consumir bastante. Y ya subirán las chicas. Te mandaré a la Sandra, que le gustan los mocosos». El cuarto era grande y sucio. Había una cama en el centro con una colcha roja, una bacinica y dos espejos, uno en el techo, sobre la cama y el otro al costado. Por todas partes había dibujos de mujeres y hombres calatos, hechos con lápiz y navaja. Después entraron dos mujeres trayendo muchas botellas de cerveza. Eran amigas del flaco y lo besaron; lo pellizcaban, se le sentaban en las rodillas y decían palabrotas: culo, puta, pinga y cojudo. Una era flaca, una gran mulata con un diente de oro y la otra medio blanca y más gorda. La mulata era la mejor. Las dos se burlaban de mí y le decían al flaco: «corruptor de menores». Empezaron a tomar cerveza y después abrieron un poco la puerta para oír la música del primer piso y bailaron. Al principio yo estaba callado pero después de tomar me alegré. Cuando bailamos, la blanca me aplastaba la cabeza contra sus senos que se salían del vestido. El flaco se emborrachó y le ordenó a la mulata que nos hiciera show: bailó un mambo en calzones y de repente el flaco se le fue encima y la tiró en la cama. La blanca me cogió de la mano y me llevó a otro cuarto. «¿Es la primera vez?», me preguntó. Yo le dije que no, pero se dio cuenta que le mentía. Se puso muy contenta y mientras se me acercaba calatita me decía: «ojalá que me traigas suerte»

Other books

WMIS 08 Forever With Me by Kristen Proby
Queen of the Summer Stars by Persia Woolley
A Touch of Spice by Helena Maeve
Paradise Lodge by Nina Stibbe
Funland by Richard Laymon
Escape from Alcatraz by J. Campbell Bruce
The Sweet by and By by Todd Johnson
Mistress of the Storm by M. L. Welsh