Alberto la siguió. En la puerta, Teresa le soltó la mano; se mordió los labios y le dijo en un susurro: «no me gusta verte triste». La mirada de él pareció humanizarse, su rostro sonreía ahora agradecido y bajaba hacia ella. Se besaron en la boca, muy rápido. Teresa tocó la puerta. La tía no reconoció a Alberto; sus ojillos lo observaron con desconfianza, recorrieron intrigados su uniforme, se iluminaron al encontrar su rostro. Una sonrisa ensanchó su cara gorda. Se limpió la mano en la falda y se la extendió mientras su boca expulsaba un chorro de saludos:
—¿Cómo está, cómo está, señor Alberto? ¡Qué gusto!, pase, pase. ¡Qué gusto de verlo! No lo había reconocido con ese uniforme tan bonito que tiene. Yo decía, ¿quién es, quién es? y no me daba cuenta. Me estoy quedando ciega por el humo de la cocina, sabe usted, y también por la vejez. Pase, señor Alberto, qué gusto de verlo.
Apenas entraron, Teresa se dirigió a la tía:
—Alberto se quedará a almorzar con nosotras.
—¿Ah? —dijo la tía, como tocada por el rayo—. ¿Qué?
—Se va a quedar a almorzar con nosotras —repitió Teresa.
Sus ojos imploraban a la mujer que no mostrara ese asombro desmedido, que hiciera un gesto de asentimiento. Pero la tía no salía de su pasmo: los ojos muy abiertos, el labio inferior caído, la frente constelada de arrugas, parecía en éxtasis. Al fin, reaccionó y con una mueca agria, ordenó a Teresa:
—Ven aquí.
Dio media vuelta y retorciendo el cuerpo al andar como un pesado camello, entró a la cocina. Teresa fue tras ella, cerró la cortina e inmediatamente se llevó un dedo a la boca, pero era inútil: la tía no decía nada, sólo la miraba iracunda y le mostraba las uñas. Teresa le habló al oído:
—El chino te puede fiar hasta el martes. No digas nada, que no te oiga, después te explico. Tiene que quedarse con nosotras. No te enojes, por favor, tía. Anda, estoy segura que te fiará.
—Idiota —bramó la tía, pero en el acto bajó la voz y se llevó un dedo a la boca. Murmuró—: Idiota. ¿Te has vuelto loca, quieres matarme a colerones? Hace años que el chino no me fía nada. Le debemos plata y no puedo asomarme por ahí. Idiota.
—Ruégale —dijo Teresa—. Haz cualquier cosa.
—Idiota —exclamó la tía y volvió a bajar la voz—. Sólo hay dos platos. ¿Le vas a dar una sopa apenas? No hay ni pan.
—Anda, tía —insistió Teresa—. Por lo que más quieras.
Y sin esperar su respuesta, regresó a la sala. Alberto estaba sentado. Había puesto el maletín en el suelo y encima el quepí. Teresa se sentó junto a él. Vio que sus cabellos estaban sucios y alborotados como una cresta. Volvió a abrirse la cortina y apareció la tía. Su rostro, todavía enrojecido por la cólera, desplegaba una porfiada sonrisa.
—Ya vengo, señor Alberto. Vuelvo ahorita. Tengo que salir un momentito, sabe usted. —Miró a Teresa con ojos fulminantes—: Anda a fijarte en la cocina.
Salió dando un portazo.
—¿Qué te pasó el sábado? —preguntó Teresa—. ¿Por qué no saliste?
—Ha muerto Arana —dijo Alberto—. Lo enterraron el martes.
—¿Cómo? —dijo ella—. ¿Arana, el de la esquina? ¿Ha muerto? Pero, no puede ser. ¿Quieres decir Ricardo Arana?
—Lo velaron en el colegio —dijo Alberto; su voz no expresaba emoción alguna, sólo cierto cansancio; sus ojos parecían nuevamente ausentes—. No lo trajeron a su casa. Fue el sábado pasado. En la campaña. Hacíamos práctica de tiro. Le cayó un balazo en la cabeza.
—Pero —dijo Teresa, cuando él calló; se la notaba confusa—. Yo lo conocía muy poco. Pero me da mucha pena. ¡Es horrible! —Le puso una mano en el hombro—. ¿Estaba en tu misma sección, no? ¿Es por eso qué estás triste?
—En parte, sí —dijo él, con lentitud—. Era mi amigo. Y además…
—Sí, sí —dijo Teresa—. ¿Por qué estás tan cambiado? ¿Qué otra cosa ha ocurrido? —Se acercó a él y lo besó en la mejilla; Alberto no se movió y ella se enderezó, encarnada.
—¿Te parece poco? —dijo Alberto—. ¿Te parece poco que se muriera así? Y yo ni siquiera pude hablar con él. Creía que era su amigo y yo… ¿Te parece poco?
—¿Por qué me hablas en ese tono? —dijo Teresa—. Dime la verdad, Alberto. ¿Por qué estás enojado conmigo? ¿Te han dicho algo de mí?
—¿No te importa que se haya muerto Arana? —dijo él ¿No ves que estoy hablando del Esclavo? ¿Por qué cambias de tema? Sólo piensas en ti y… —No siguió porque al oírlo gritar los ojos de Teresa se habían llenado de lágrimas; sus labios temblaban—. Lo siento… —dijo Alberto—. Estoy diciendo tonterías. No quería gritarte. Sólo que han pasado muchas cosas, estoy muy nervioso. No llores, por favor, Teresita.
La atrajo hacia él, Teresa apoyó la cabeza en su hombro y permanecieron así un momento. Luego Alberto la besó en las mejillas, en los ojos y, largamente, en la boca.
—Claro que me da mucha pena —dijo Teresa—. Pobrecito. Pero te veía tan preocupado que me dio miedo, creí que estabas molesto conmigo por algo. Y cuando me gritaste fue terrible, nunca te había visto furioso. Cómo tenías los ojos.
—Teresa —dijo él—. Yo quería contarte algo.
—Sí —dijo ella; tenía las mejillas incendiadas y sonreía con gran alegría—. Cuéntame, quiero saber todas tus cosas.
Él cerró la boca de golpe y la zozobra de su rostro se disolvió en una desalentada sonrisa.
—¿Qué cosa? —dijo ella—. Cuéntame, Alberto.
—Que te quiero mucho —dijo él.
Al abrirse la puerta, se separaron con precipitación: el maletín de cuero se volcó, el quepí rodó al suelo y Alberto se inclinó a recogerlo. La tía le sonreía beatíficamente. Llevaba un paquete en las manos. Mientras preparaba la comida, ayudada por Teresa, ésta enviaba a Alberto a espaldas de su tía, besos volados. Luego hablaron del tiempo, del verano próximo y de las buenas películas. Sólo mientras comían, Teresa reveló a su tía la muerte de Arana. La mujer lamentó a grandes voces la tragedia, se persignó muchas veces, compadeció a los padres, a la pobre madre sobre todo y afirmó que Dios mandaba siempre las peores desgracias a las familias más buenas, nadie sabía por qué. Pareció que también iba a llorar, pero se limitó a restregarse los ojos secos y a estornudar. Acabando el almuerzo, Alberto anunció que se marchaba. En la puerta de calle, Teresa volvió a preguntarle:
—¿De veras no estás enojado conmigo?
—No, te juro que no. ¿Por qué podría enojarme contigo? Pero quizá no nos veamos un tiempo. Escríbeme al colegio todas las semanas. Ya te explicaré todo después.
Más tarde, cuando Alberto ya había desaparecido de su vista, Teresa se sintió perpleja. ¿Qué significaba esa advertencia, por qué había partido así? Y entonces tuvo una revelación: «se ha enamorado de otra chica y no se atrevió a decírmelo porque lo invité a almorzar».
L
A PRIMERA
vez fuimos a la Perla. El flaco Higueras me preguntó si no me importaba caminar o si quería tomar el ómnibus. Bajamos por la avenida Progreso, hablando de todo menos de lo que íbamos a hacer. El flaco no parecía nervioso, al contrario, estaba mucho más tranquilo que de costumbre y yo pensé que quería darme ánimos, me sentía enfermo de miedo. El flaco se quitó la chompa, dijo que hacía calor. Yo tenía mucho frío, me temblaba el cuerpo y tres veces me paré a orinar. Cuando llegamos al Hospital Carrión, salió de entre los árboles un hombre. Di un brinco y grité: «flaco, los tombos». Era uno de los tipos que estaban con Higueras, la noche anterior, en la chingana de Sáenz Peña. Él sí estaba muy serio y parecía nervioso. Hablaba con el flaco en jerga, no le comprendía muy bien. Seguimos caminando y después de un rato, el flaco dijo: «cortemos por aquí». Nos salimos de la pista y seguimos por el descampado. Estaba oscuro y yo me tropezaba todo el tiempo. Antes de llegar a la avenida de las Palmeras, el flaco dijo: «aquí podemos hacer una pascana para ponernos de acuerdo». Nos sentamos y el flaco me explicó lo que tenía que hacer. Me dijo que la casa estaba vacía y que ellos me ayudarían a subir al techo. Tenía que descolgarme a un jardín y pasar al interior por una ventana muy pequeña, sin vidrios. Luego, abrirles alguna de las ventanas que daban a la calle, salir y volver al sitio donde estábamos. Allí los esperaría. El flaco me repitió varias veces las instrucciones y me indicó con mucho cuidado en qué parte del jardín se encontraba la ventanilla sin vidrios. Parecía conocer perfectamente la casa, me describió con detalles cómo eran las habitaciones. Yo no le hacía preguntas sobre lo que tenía que hacer, sino sobre lo que podía pasarme: «¿estás seguro que no hay nadie? ¿Y si hay perros? ¿Qué hago si me agarran?». Con mucha paciencia, el flaco me tranquilizaba. Después, se volvió hacia el otro y le dijo: «anda, Culepe». Culepe se fue hacia la avenida de las Palmeras y al poco rato lo perdimos de vista. Entonces el flaco me preguntó: «¿tienes miedo?» «Sí, le dije. Un poco.» «Yo también, me contestó. No te preocupes. Todos tenemos miedo.» Un momento después, silbaron. El flaco se levantó y me dijo: «vamos. Ese silbido quiere decir que no hay nadie cerca». Yo comencé a temblar y le dije: «flaco, mejor me regreso a Bellavista». «No seas tonto, me dijo. En media hora hemos acabado.» Fuimos hasta la avenida y ahí apareció otra vez Culepe. «Todo parece un cementerio, nos dijo. No hay ni gatos.» Era una casa grande como un castillo, a oscuras. Dimos la vuelta a los muros y, en la parte de atrás, el flaco y Culepe me cargaron hasta que pude cogerme del techo y trepar. Cuando estuve arriba, se me fue el miedo. Quería hacer todo muy rápido. Atravesé el techo y vi que el árbol del jardín estaba muy cerca del muro, como me había dicho el flaco. Pude bajar sin hacer ruido ni arañarme. La ventanilla sin vidrios era muy chica y me asusté al ver que tenía alambre.«Me ha engañado», pensé. Pero el alambre estaba oxidado y apenas lo empujé se hizo trizas. Me costó mucho trabajo pasar, me raspé la espalda y las piernas y un momento creí que me iba a quedar atracado. Adentro de la casa no se veía nada. Me daba de bruces contra los muebles y las paredes. Cada vez que entraba a una habitación, creía que iba a ver las ventanas que daban a la calle y sólo había tinieblas. Con los nervios, hacía mucho ruido y no podía orientarme. Pasaban los minutos y no encontraba las ventanas. En una de esas choqué contra una mesa y eché al suelo un florero o algo así que se hizo añicos. Casi lloré al ver en un rincón unas rayitas de luz, no había visto las ventanas porque las ocultaban unas cortinas muy gruesas. Espié y ahí estaba la avenida de las Palmeras, pero no vi ni al flaco ni a Culepe y me dio un susto horrible. Pensé: «vino la policía y me dejaron solo». Estuve mirando un rato a ver si aparecían. En eso me entró una gran decepción y dije, qué me importa, después de todo soy menor y sólo me llevarán al Reformatorio. Abrí la ventana y salté a la calle. Apenas había tocado el suelo, sentí pasos y oí la voz del flaco que me decía.: «bien, muchacho. Ahora anda a la hierbita y no te muevas». Eché a correr, crucé la pista y me tendí. Me puse a pensar en lo que haría si de pronto llegaban los cachacos. A ratos me olvidaba que estaba allí y me parecía que todo era un sueño y que estaba en mi cama y se me aparecía la cara de Tere y me venían unas ganas de verla y de hablarle. Estaba tan distraído pensando en eso, que no sentí al flaco y a Culepe cuando regresaron. Volvimos a Bellavista por el descampado, sin subir a la avenida Progreso. El flaco había sacado muchas cosas. En los árboles que están frente al Hospital Carrión nos detuvimos y el flaco y Culepe hicieron varios paquetes. Se despidieron antes de entrar a la ciudad. Culepe me dijo: «pasaste la prueba de fuego, compañero». El flaco me dio algunos paquetes, que escondí entre la ropa, y nos sacudimos los pantalones y nos limpiamos los zapatos que estaban enterrados. Después nos fuimos hasta la plaza, caminando tranquilamente. El flaco me contaba chistes y yo me reía a carcajadas. Me acompañó hasta la puerta de mi casa y ahí me dijo: «te has portado como un buen compañero. Mañana nos veremos y te daré tu parte». Yo le dije que necesitaba dinero con urgencia, aunque fuera un poquito. Me dio un billete de diez soles. «Esto es sólo una parte, me dijo. Mañana te daré más si es que esta misma noche vendo lo que sacamos.» Yo nunca había tenido tanta plata. Pensaba todo lo que podría hacer con diez soles y se me ocurrían muchas cosas pero no me decidía por ninguna; sólo estaba seguro que al día siguiente gastaría cinco reales en ir a Lima. Pensé: «le llevaré un regalo». Estuve horas tratando de encontrar lo que más convenía. Se me ocurrían las cosas más raras, desde cuadernos y tizas hasta caramelos y un canario. A la mañana siguiente, cuando salí del colegio, todavía no había elegido. Y entonces me acordé que ella se había prestado una vez del panadero, un chiste para leer las historietas. Fui hasta un puesto de periódicos y compré tres chistes: dos de aventuras y el otro romántico. En el tranvía me sentía muy contento y se me venían a la cabeza muchas ideas. La esperé como siempre en la tienda de Alfonso Ugarte y cuando salió me acerqué inmediatamente. Nos dimos la mano y empezamos a conversar de su colegio. Yo tenía las revistas bajo el brazo. Cuando cruzamos la Plaza Bolognesi, ella que las miraba de reojo hacía rato, me dijo: «¿tienes chistes? Qué bien. ¿Me los prestas cuando los leas?». Yo le dije: «los he comprado para regalártelos». Y ella me dijo: «¿de veras?». «Claro, le contesté. Tómalos.» Me dijo: «muchas gracias», y se puso a hojearlos mientras caminábamos. Me di cuenta que el primero que vio y en el que más se demoró fue el romántico. Pensé: «debí comprarle tres románticos, a ella —no le pueden interesar las aventuras». Y en la avenida Arica, me dijo: «cuando los lea, te los presto». Le dije que bueno. No hablamos durante un rato. De pronto ella me dijo: «eres muy bueno». Yo me reí y sólo contesté: «no creas».
«D
EBÍA HABERLE
dicho y a lo mejor me daba un consejo, ¿tú crees que lo que voy a hacer es peor y que el único fregado seré yo? ¿Estoy seguro, quién está seguro? A mí no puedes engañarme, hijo de perra, he visto la cara que tienes, te juro que las vas a pagar caro. Pero ¿debía?» Alberto mira y, con sorpresa, descubre ante él la vasta explanada cubierta de hierba donde se emplazan los cadetes del Leoncio Prado el 28 de Julio, para el desfile. ¿Cómo ha llegado al Campo de Marte? La explanada desierta, el frío suave, la brisa, la luz del crepúsculo que cae sobre la ciudad como una lluvia parda, le recuerdan el colegio. Mira su reloj: camina sin rumbo hace tres horas. «Ir a mi casa, acostarme, llamar al médico, tomar una pastilla, dormir un mes, olvidarme de todo, de mi nombre, de Teresa, del colegio, ser toda la vida un enfermo, pero con tal de no acordarme». Da media vuelta y desanda el camino que acaba de hacer. Se para junto al monumento a Jorge Chávez; en la penumbra, el compacto triángulo y sus estatuas volantes parecen de brea. Un río de automóviles anega la avenida y él espera en la esquina, con otros transeúntes. Pero cuando el río se detiene y las personas que le rodean cruzan la pista ante una muralla de parachoques, él permanece en el sitio, mirando estúpidamente la luz roja del semáforo. «Si se pudiera retroceder y hacer las cosas de nuevo y por ejemplo, esa noche, decirle dónde está el Jaguar, no está, chau, y a mí qué diablos que le robaran su sacón, cada uno se las arregla como puede, nada más que eso y yo estaría tranquilo, sin problemas, oyendo a mi mamá, Albertito tu papá siempre lo mismo, con las malas mujeres día y noche, noche y día con las polillas, hijito, siempre lo mismo.» Ahora está en el paradero del Expreso, en la avenida 28 de Julio y ha dejado atrás el bar. Al pasar lo miró sólo de reojo pero todavía recuerda el ruido, la claridad hiriente y el humo que salían hasta la calle. Viene un Expreso, la gente sube, el conductor le pregunta «¿y usted?» y como él lo mira con indiferencia, se encoge de hombros y cierra la puerta. Alberto gira y por tercera vez recorre el mismo sector de la avenida. Llega a la puerta del bar y entra. El ruido lo amenaza de todas direcciones, la luz lo ciega y pestañea varias veces. Consigue llegar al mostrador entre cuerpos que huelen a alcohol y a tabaco. Pide una lista de teléfonos. «Se lo estarán comiendo a poquitos, si comenzaron por los ojos que son tan blandos, ya deben estar en el cuello, ya se tragaron la nariz, las orejas, se le han metido dentro de las uñas como, piques y están devorando la carne, qué banquete se deben estar dando. Debí llamar antes que empezaran a comérselo, antes que lo enterraran, antes que se muriera, antes.» El bullicio lo martiriza, le impide concentrarse lo suficiente para localizar, entre las columnas de nombres, el apellido que busca. Finalmente, lo encuentra. Levanta de golpe el auricular, pero cuando va a marcar el número su mano queda suspendida a milímetros del tablero; en sus oídos resuena ahora un pito estridente. Sus ojos perciben a un metro, tras el mostrador, una casaca blanca, con las solapas arrugadas. Marca el número y escucha la llamada: un silencio, un espasmo sonoro, un silencio. Echa un vistazo alrededor. Alguien, en una esquina del bar, brinda por una mujer: otros contestan y repiten un nombre. La campanilla del teléfono sigue llamando, con intervalos idénticos. «¿Quién es?», dice una voz. Queda mudo; su garganta es un trozo de hielo. La sombra blanca que está al frente se mueve, se aproxima. «El teniente Gamboa, por favor», dice Alberto. «Whisky americano, dice la sombra, whisky de mierda. Whisky inglés, buen whisky.» «Un momento, dice la voz. Voy a llamarlo.» Tras él, el hombre que brindaba, ha iniciado un discurso. «Se llama Leticia y no me da vergüenza decir que la quiero, muchachos. Casarse es algo serio. Pero yo la quiero y por eso me caso con la chola, muchachos» «Whisky, insiste la sombra. Scotch. Buen whisky. Escocés, inglés, da lo mismo. No americano, sino escocés o inglés.» «Aló», escucha. Siente un estremecimiento y separa ligeramente el auricular de su cara. «Sí, dice el teniente Gamboa. ¿Quién es?» «Se acabó la jarana para siempre, muchachos. En adelante, hombre serio a más no poder. Y a trabajar duro para hacer dinero y tener contenta a la chola.» «¿Teniente Gamboa?», pregunta Alberto. «Pisco de Montesierpe, afirma la sombra, mal pisco. Pisco Motocachi, buen pisco». «Yo soy. ¿Quién habla?» «Un cadete, responde Alberto. Un cadete de quinto año.» «Viva mi chola y vivan mis amigos». «¿Qué quiere?» «El mejor pisco del mundo, a mi entender, asegura la sombra. Pero rectifica: O uno de los mejores, señor. Pisco Motocachi.» «Su nombre», dice Gamboa. «Tendré diez hijos. Todos hombres. Para ponerles el nombre de cada uno de mis amigos, muchachos. El mío a ninguno, sólo los nombres de ustedes.» «A Arana lo mataron, dice Alberto. Yo sé quién fue. ¿Puedo ir a su casa?»«Su nombre», dice Gamboa. «¿Quiere usted matar a una ballena? Déle pisco Motocachi, señor.» «Cadete Alberto Fernández, mi teniente. Primera sección. ¿Puedo ir?» «Venga inmediatamente, dice Gamboa, Calle Bolognesi, 327. Barranco.» Alberto cuelga.