—No hombre, dime de una vez qué pasa.
—Helena se muere por Richard.
—¿Richard?
—Sí, ese de San Isidro.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Nadie. Pero todos se han dado cuenta. Anoche estuvieron juntos donde Nati.
—¿Quieres decir en la fiesta de Nati? Mentira, Helena no.
—Sí fue, eso es lo que no queríamos decirte.
—Me dijo que no iba a ir.
—Por eso te digo que esa chica no te convenía.
—¿Tú la viste?
—Sí. Estuvo bailando toda la noche con Richard. Y Ana se acercó a decirle: ¿ya peleaste con Alberto? Y ella le dijo, no, pero peleo mañana de todas maneras. No te vayas a amargar por lo que te he contado.
—Bah —dice Alberto—. Me importa un pito. Ya me estaba cansando de Helena, te juro.
—Buena, hombre —dice el Bebe y le da otra palmada—. Así me gusta—. Lánzate sobre otra chica, ésa es la mejor venganza, la que más arde, la más dulce. ¿Por qué no le caes a la Nati? Está regia. Y ahora está solita.
—Sí —dice Alberto—. Tal vez. No es mala idea.
Recorren la segunda cuadra de Diego Ferré y en la puerta de la casa de Alberto se despiden. El Bebe lo palmea dos o tres veces, en señal de solidaridad. Alberto entró y tomó directamente la escalera hacia su cuarto. La luz estaba encendida. Abrió la puerta; su padre, de pie, tenía la libreta de notas en la mano; su madre, sentada en la cama, parecía pensativa.
—Buenas —dijo Alberto.
—Hola, joven —dijo el padre.
Vestía de oscuro, como de costumbre y parecía recién afeitado. Sus cabellos brillaban. Tenía una expresión aparentemente dura, pero sus ojos perdían por instantes la gravedad y, ansiosos, se proyectaban sobre los zapatos relucientes, la corbata de motas grises, el albo pañuelo del bolsillo, las manos impecables, los puños de la camisa, los pliegues del pantalón. Se examinaba con una mirada ambigua, inquieta y complacida, y luego los ojos recuperaban la supuesta dureza.
—Vine más temprano —dijo Alberto—. Me dolía un poco la cabeza.
—Debe ser la gripe —dijo la madre—. Acuéstate, Albertito.
—Antes, vamos a hablar un poco, jovencito —dijo el padre, agitando la libreta de notas—. Acabo de leer esto.
—Algunos cursos están mal —dijo Alberto—. Pero lo importante es que salvé el año.
—Cállate —dijo el padre—. No digas estupideces. (La madre lo miró, contrariada.) Esto no ha ocurrido nunca en mi familia. Se me cae la cara de vergüenza. ¿Sabes cuánto tiempo hace que nosotros ocupamos los primeros puestos en el colegio, en la Universidad, en todas partes? Hace dos siglos. Si tu, abuelo hubiera visto esta libreta, se habría muerto de la impresión.
—También mi familia —protestó la madre—. ¿Qué te crees? Mi padre, fue ministro dos veces.
—Pero esto se acabó —dijo el padre, sin prestar atención a la madre—. Es un escándalo. No voy a dejar que eches mi apellido por el suelo. Mañana comienzas tus clases con un profesor particular para prepararte al ingreso.
—¿Ingreso a dónde? —preguntó Alberto.
—Al Leoncio Prado. El internado te hará bien.
—¿Interno? —Alberto lo miró asombrado.
—No me convence del todo ese colegio —dijo la madre—. Se puede enfermar. El clima de la Perla es muy húmedo.
—¿No te importa que vaya a un colegio de cholos? —dijo Alberto.
—No, si es la única manera de que te compongas —dijo el padre—. Con los curas puedes jugar, pero no con los militares. Además, en mi familia todos hemos sido siempre muy demócratas. Y, por último, el que es gente es gente en todas partes. Ahora acuéstate y desde mañana a estudiar. Buenas noches.
—¿A dónde vas? —exclamó la madre.
—Tengo un compromiso urgente. No te preocupes. Volveré temprano.
—Pobre de mí —suspiró la madre, inclinando la cabeza.
P
ERO CUANDO
rompimos filas me hice el disimulado. Ven Malpapeada, perrita, qué graciosa eres, chusquita, ven. Y vino. Todo es culpa suya, por confiada, si en ese momento se escapa después hubiera sido otra cosa. Me compadezco de ella. Pero al ir al comedor todavía estaba furioso, me importaba un pito que la Malpapeada estuviera en el pasto con su pata encogida. Se va a quedar coja, estoy casi seguro. Mejor le hubiera salido sangre, esas heridas se curan, la piel se cierra y queda sólo una cicatriz. Pero no le salió sangre, ni ladró. La verdad, yo le había tapado el hocico con una mano y con la otra le daba vueltas a la pata, como al pescuezo de la gallina que se tiró el serrano Cava, pobre. Le estaba doliendo, sus ojos decían que le estaba doliendo, toma perra para que aprendas a fregar cuando estoy en la fila, para que te aproveches, soy tu pata pero no tu cholito, nunca muerdas cuando hay oficiales delante. La perra temblaba calladita pero sólo cuando la solté me di cuenta que la había fregado, no podía pararse, se caía y su pata se había arrugado, se levantaba y se caía, se levantaba y se caía, y comenzó a aullar suavecito y de nuevo me dieron ganas de zumbarle. Pero en la tarde me vino la compasión, cuando al volver de las aulas la encontré quietecita en la hierba, en el mismo sitio de la mañana. Le dije: «venga acá, perra malcriada, venga a pedirme perdón». Ella se levantó y se cayó, dos o tres veces se levantó y se cayó y al fin pudo moverse, pero sólo con tres patas y cómo aullaba, seguro le dolía muchísimo. La he fregado, se quedará coja para siempre. Me dio pena y la cargué y quise sobarle la pata y dio un chillido, así que dije tiene algo quebrado, mejor ni la toco. La Malpapeada no es rencorosa, todavía me lamía la mano y se quedaba con la cabeza colgando entre mis brazos, yo comencé a arañarle el pescuezo y la barriga. Pero apenas la ponía en el suelo para hacerla caminar se caía o sólo daba un brinquito y le resultaba difícil hacer equilibrio con tres patas y aullaba, se nota que cuando hace cualquier esfuerzo lo siente en la pata que le machuqué. El serrano Cava no quería a la Malpapeada, la detestaba. Varias veces lo pesqué tirándole piedras, pateándola al descuido cuando yo no lo veía. Los serranos son bien hipócritas y en eso Cava era bien serrano. Mi hermano siempre dice: si quieres saber si un tipo es serrano, míralo a los ojos, verás que no aguanta y tuerce la vista. Mi hermano los conoce bien, para algo ha sido camionero. De chico yo quería ser camionero como él. Iba a la sierra, a Ayacucho, dos veces por semana, para regresar al día siguiente y eso durante años, y no recuerdo una sola vez que no llegara hablando pestes de los serranos. Se tomaba unas copas y ahí mismo empezaba a buscar un serrano, para zumbarle. Dice que lo pescaron borracho y debe ser la pura verdad, me parece imposible que si lo agarran seco lo hubieran machucado en esa forma. Algún día iré a Huancayo y sabré quiénes fueron y les pesará en el alma lo que le hicieron. Oiga, dijo el policía, ¿aquí vive la familia Valdivieso? Sí, le contesté, si es que habla de la familia de Ricardo Valdivieso y me acuerdo que mi madre me jaló de las cerdas y me metió adentro y se adelantó toda asustada y mirando al cachaco con una desconfianza le dijo: «hay muchos Ricardo Valdivieso en el mundo y además nosotros no tenemos que pagar las culpas de nadie. Somos pobres, pero honrados, señor policía, usted no tiene que hacer caso de lo que dice la criatura». Pero yo ya tenía más de diez años, no era ninguna criatura. El cachaco se rió y dijo: «no es que Ricardo Valdivieso haya hecho nada, sino que está en la Asistencia Pública más cortado que una lombriz. Lo han chaveteado por todas partes y dijo que avisaran a la familia». «Fíjate cuánta plata queda en esa botella, me dijo mi madre. Habrá que llevarle unas naranjas.» Por gusto le compramos fruta, ni pudimos dársela, estaba todo vendado, sólo se le veían los ojos. El policía ese estuvo conversando con nosotros y nos decía, qué tal bruto, ¿usted sabe señora dónde lo cortaron? En Huancayo. ¿Y sabe dónde lo recogieron? Cerca de Chosica, qué tal bruto. Se subió a su camión y se vino a Lima lo más fresco. Cuando lo encontraron ahí, salido de la carretera, se había quedado dormido sobre el timón, yo creo que más de borracho que de herido. Y si usted viera cómo está ese camión, todo pegajoso de la sangre que este bruto vino chorreando por el camino, señora, perdóneme que se lo diga, pero es un bruto como no hay dos. ¿Usted sabe lo que le dijo el doctor? Todavía estás borracho, hombre, tú no has venido desde Huancayo en ese estado, te hubieras más que muerto a medio camino, si te han metido más de treinta chavetazos. Y mi madre le decía, «sí señor policía, su padre también era así, una vez me lo trajeron medio muerto, casi ni podía hablar y quería que le fuera a comprar más licor y como no podía levantar los brazos de tanto que le dolían, yo misma tenía que meterle a la boca la botella de pisco, se da usted cuenta qué familia. El Ricardo ha salido a su padre, para mi desgracia. Un día, como su padre se irá y no volveremos a saber dónde anda ni qué hace. En cambio, el padre de éste (y me dio un manazo) era tranquilo, un hombre de su casa, todo lo contrario del otro. De su trabajo a su hogar y al fin de la semana me entregaba su sobre con la plata y yo le daba para sus cigarrillos y sus pasajes y el resto lo guardaba. Un hombre muy distinto del otro, señor policía, y casi no probaba licor. Pero mi hijo mayor, quiero decir ése que está ahí vendado, le tenía tirria. Y le hacía pasar muy malos ratos. Cuando el Ricardo, que todavía era un muchacho, llegaba tarde, mi pobre compañero se ponía a temblar, ya sabía que este bruto vendría borracho y empezaría a preguntar ¿dónde está ese señor que dice que es mi padrastro para conversar un poquito con él? Y mi pobre compañero se escondía en la cocina, hasta que el Ricardo lo encontraba y lo hacía correr por toda la casa. Y tanto lo cargó, que éste también se me fue. Pero con razón.» Y el cachaco se reía como una chancha de contento y el Ricardo se movía en su cama, furioso de no poder abrir la boca para decirle a su madre que se callara y no lo hiciera quedar tan mal. Mi madre le regaló una naranja al cachaco y las otras las llevamos a la casa. Y cuando el Ricardo se curó me dijo: «cuídate siempre de los serranos, que son lo más traicionero que hay en el mundo. Nunca se te paran de frente, siempre hacen las cosas a la mala, por detrás. Esperaron que yo estuviera bien borracho, con pisco que ellos mismos me convidaron, para echárseme encima. Y ahora como me han quitado el brevete, no podré volver a Huancayo a arreglarles cuentas». Será por eso que los serranos siempre me han caído atravesados. Pero en el colegio había pocos, dos o tres. Y estaban acriollados. En cambio, cómo me chocó cuando entré aquí la cantidad de serranos. Son más que los costeños. Parece que se hubiera bajado toda la puna, ayacuchanos, puneños, ancashinos, cuzqueños, huancaínos, carajo y son serranos completitos, como el pobre Cava. En la sección hay varios pero a él se le notaba más que a nadie. ¡Qué pelos! No me explico cómo un hombre puede tener esos pelos tan tiesos. Me consta que se avergonzaba. Quería aplastárselos y se compraba no sé qué brillantina y se bañaba en eso la cabeza para que no se le pararan los pelos y le debía doler el brazo de tanto pasarse el peine y echarse porquerías. Ya parecía que se estaban asentando, cuando, juácate, se levantaba un pelo, y después otro, y después cincuenta pelos, y mil, sobre todo de las patillas, ahí es donde los pelos se les paran como alas a los serranos y también atrás, encima del cogote. El serrano Cava ya estaba medio loco de tanto que lo batían por sus pelos y su brillantina que echaba un olor salvaje a podredumbre. Siempre voy a acordarme de tanto que lo batían cuando aparecía con su cabeza brillando y todos lo rodeaban y comenzaban a contar, uno, dos, tres, cuatro, a grito pelado, y antes que llegáramos a diez ya habían saltado los pelos, y él aguantando verde y los pelos saltando uno tras otro y antes que contáramos cincuenta todos sus pelos estaban como un sombrero de espinas. Eso es lo que más los friega, la pelambre. Pero a Cava más que a los otros, qué manera de tener pelos, casi no se le ve la frente, le crecen sobre las cejas, no debe ser cómodo tener esa peluca, ser un hombre sin frente, y eso era otra cosa que le fregaba mucho. Una vez lo encontraron afeitándose la frente, el negro Vallano, creo. Entró a la cuadra y dijo: «corran que el serrano Cava se está sacando los pelos de la frente, es algo que vale la pena». Fuimos corriendo al baño de las aulas, porque hasta ahí se había ido para que nadie lo pescara, y ahí estaba el serrano con la frente enjabonada como si fuera la barba, y se metía la navaja con mucho cuidadito para no cortarse y qué tal manera de batirlo. Se puso medio loco de cólera y ésa fue la vez que se trompeó con el negro Vallano, ahí mismo, en el baño. Qué manera de sonarse, pero el negro era más fuerte, le dio sin misericordia. Y el Jaguar dijo: «oigan, tanto que quiere quitarse los pelos, por qué no lo ayudamos». No creo que hiciera bien, el serrano era del Círculo, pero él no pierde la oportunidad de fregar. Y el negro Vallano, que estaba enterito a pesar de la pelea, fue el primero que se lanzó sobre el serrano y después yo y cuando lo tuvimos bien cogido, el Jaguar le echó la misma espuma que quedaba en la brocha, le embadurnó toda la frente peluda y cerca de media cabeza y comenzó a afeitarlo. Quieto serrano, la navaja se te va a meter al cráneo si te mueves. El serrano Cava hinchaba los músculos bajo mis brazos, pero no podía moverse y miraba al Jaguar con una furia. Y el Jaguar, rapa y rapa, aféitale media mitra, qué manera de batir. Y después el serrano se quedó quieto y el Jaguar le limpió la espuma con pelos y de pronto le aplastó la mano en la cara: «come, serrano, no tengas asco, espumita rica, come». Y qué manera de reírnos cuando se paró y corrió a mirarse en el espejo. Creo que nunca me he reído tanto como esa vez, al ver a Cava caminando delante de nosotros por la pista de desfile, con la mitad de la cabeza afeitada y la otra mitad con los pelos tiesos, y el poeta daba saltos y gritaba: «aquí está el último mohicano, den parte a la Prevención», y todo el mundo se acercaba y el serrano iba rodeado de cadetes que lo señalaban con el dedo y en el patio lo vieron dos suboficiales y también comenzaron a reírse y entonces al serrano no le quedó más remedio que reírse. Y después en la fila el teniente Huarina dijo: «¿qué les pasa, mierdas, que andan riéndose como locas? A ver, brigadieres, vengan aquí». Y los brigadieres, nada mi teniente, efectivo completo y los suboficiales dijeron: «un cadete de la primera anda con la cabeza medio pelada». Y Huarina dijo: «aquí el cadete». No había quién se aguantara la risa cuando el serrano Cava se cuadró frente a Huarina y éste le dijo «quítese la cristina» y él se la quitó. «Silencio, dijo Huarina, ¿qué es eso de reírse en la formación?», pero él también miraba la cabeza del serrano y se le torcía la boca. «¿Qué ha pasado, oiga?», y el serrano, nada mi teniente, cómo que nada, usted cree que el colegio Militar es un circo, no mi teniente, por qué tiene la cabeza así, me he cortado el pelo por el calor mi teniente, y Huarina entonces se rió y le dijo a Cava: «es usted una putita perdida, pero éste no es un colegio de locas, vaya a la peluquería y que lo rapen, así se le van a quitar los calores y no saldrá hasta que tenga el pelo como dice el reglamento». Pobre serrano, no era mala gente, después nos llevamos bien. Al principio me caía mal, sólo por ser serrano, por las cosas que le hicieron al Ricardo. Siempre andaba batiéndolo. Cuando se reunía el Círculo y había que sortear a uno que zumbara a uno de cuarto y salía el serrano, yo decía mejor elegimos a otro, éste se hará chapar y nos caerán encima. Y Cava se quedaba callado, asimilando. Y después cuando el Círculo se deshizo y el Jaguar nos propuso: «el Círculo se acabó pero si quieren formamos otro, nosotros cuatro», yo dije nada con serranos, son unos cobardes y el Jaguar dijo: «esto, hay que arreglarlo de una vez, nada de estas bromas entre nosotros». Lo llamó a Cava y le dijo: «el Boa nos ha dicho que eres un cobarde y que no debes formar parte del Círculo, tienes que demostrarle que está equivocado». Y el serrano dijo bueno. Esa noche nos fuimos los cuatro al estadio, y nos quitamos las hombreras para que al pasar por cuarto y quinto no vieran que éramos perros y nos llevaran a tender camas. Y logramos pasar y llegamos al estadio y el Jaguar dijo: «peleen sin decir lisuras ni gritar, las cuadras de cuarto y quinto están llenas de hijos de perra a estas horas». Y el Rulos dijo: «mejor sería que se quitaran las camisas, no vayan a romperla y mañana hay revista de prendas». Así que nos quitamos las camisas y el Jaguar dijo: «comiencen cuando quieran». Yo ya sabía que el serrano no podía, pero cómo iba a pensar que resistiera tanto. Eso también había sido cierto, los serranos son bien duros para el castigo, aunque no lo parezcan, siendo tan bajitos. Y Cava es bajo, pero eso sí, muy maceteado. No tiene cuerpo, es todo cuadrado, ya me había fijado. Y cuando le daba, parecía que no le hacía nada, aguantaba lo más fresco. Pero es muy bruto, muy serrano, se me prendía del pescuezo y la cintura y no había modo de zafarse, le molía la espalda y la cabeza para que se alejara, pero al ratito volvía como un toro, qué resistencia. Y daba pena ver lo poco ágil que era. Eso también lo sabía, los serranos no saben usar los pies. Sólo los chalacos manejan las patas como se debe, mejor que las manos, ellos deben haber inventado la chalaca, pero no es fácil, cualquiera no levanta las dos patas a la vez y las planta en la cara del enemigo. Los serranos pelean sólo con las dos manos. Ni siquiera saben usar la cabeza como los criollos, y eso que la tienen dura. Creo que los chalacos son los mejores peleadores del mundo. El Jaguar dice que es de Bellavista, pero yo creo que es chalaco, en todo caso está tan cerquita. No conozco a nadie que maneje como él la cabeza y los pies. Casi no usa las manos para pelear, chalaca y cabezazo todo el tiempo, no quisiera pelearme nunca con el Jaguar. Mejor paramos, serrano, le dije. «Como tú quieras, me contestó, pero nunca más digas que soy un cobarde.» «Pónganse las camisas, dijo el Rulos, y límpiense las caras, ahí viene alguien, creo que son suboficiales.» Pero no eran suboficiales sino cadetes de quinto. Y eran cinco.
«¿Por qué están sin cristinas?», dijo uno. «Ustedes son de cuarto o perros, no disimulen.» Y otro gritó: «cuádrense y vayan sacando la plata y los cigarrillos». Yo estaba muy cansado, me quedé quieto mientras el tipo ése me rebuscaba los bolsillos. Pero el que estaba registrando al Rulos dijo: «éste está lleno de plata y de incas, qué tesoro». Y el Jaguar les dijo, con su risita: «ustedes son muy valientes porque están en quinto, ¿no?». Y uno preguntó: «¿qué ha dicho este perro?». No se les veían las caras porque estaba oscuro. Y otro tipo dijo: «¿quiere repetir lo que ha dicho, perro?». Y el Jaguar le dijo: «si usted no estuviera en quinto, mi cadete, seguro que no se atrevía a sacarnos la plata y los cigarrillos». Y los cadetes se rieron. Le preguntaron: «¿usted es muy maldito, por lo que parece?». «Sí, les dijo el Jaguar. Una barbaridad de maldito. Y también creo que no se atreverían a meterme las manos al bolsillo si estuviéramos en la calle.» «Qué me cuentan, qué me cuentan», dijo otro, «¿oyen lo que estoy oyendo?». Y otro dijo: «si usted quiere, cadete, podría quitarme las insignias y tirarlas al suelo y se me ocurre que también sin insignias le meto la mano donde se me antoje». «No, mi cadete, dijo el Jaguar, no creo que se atrevería.» «Vamos a probar», dijo el cadete. Y se quitó el sacón y las insignias y al ratito el Jaguar lo había tumbado y lo machucaba contra el suelo, así que el tipo se puso a gritar: « ¡qué esperan para ayudarme!». Y los otros se echaron sobre el Jaguar y el Rulos dijo: «esto sí que no lo permito». Y yo me fui sobre el montón, qué pelea más rara, nadie veía nada, y a ratos me caían como pedradas y yo pensaba: «se me hace que son las patas del Jaguar». Y ahí estuvimos en el cargamontón hasta que sonó el pito y todos salimos corriendo. Qué manera de estar molidos. En la cuadra, cuando nos quitamos las camisas, los cuatro estábamos hinchados de arriba abajo y nos moríamos de risa. Toda la sección se amontonó en el baño y decían: «cuenten». Y el poeta nos echó pasta de dientes en la cara para bajar la hinchazón. Y en la noche el Jaguar dijo: «ha sido como el bautizo del nuevo Círculo». Y después yo fui hasta la cama del pobre Cava y le dije: «oye, quedemos como amigos». Y él me dijo: «por supuesto».