La ciudad y los perros (25 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

A
LBERTO DIO
media vuelta y bajó. Cuando llegaba a los primeros peldaños de la escalera cruzó a un hombre, ya de edad. Tenía el rostro demacrado y los ojos llenos de zozobra.

—Señor —dijo Alberto.

El hombre ya había subido algunos escalones; se detuvo y se volvió.

—Perdone —dijo Alberto—. ¿Es usted algo del cadete Ricardo Arana?

El hombre lo observó detenidamente, como intentando reconocerlo.

—Soy su padre —dijo—. ¿Por qué?

Alberto subió dos escalones; sus ojos estaban a la misma altura. El padre de Arana lo miraba fijamente. Unas manchas azules teñían sus párpados; sus pupilas revelaban alarma, desvelo.

—¿Puede decirme cómo está Arana? —preguntó Alberto.

—Está aislado —repuso el hombre, con voz ronca—. No nos dejan verlo. Ni siquiera a nosotros. No tienen derecho. ¿Usted es amigo de él?

—Somos de la misma sección —dijo Alberto—. A mí tampoco me han dejado entrar.

El hombre asintió. Parecía abrumado. Una barba rala sombreaba sus mejillas y su mentón; el cuello de la camisa aparecía con arrugas y manchas y la corbata, algo caída, mostraba un nudo ridículamente pequeño.

—Sólo he podido verlo un segundo —dijo el hombre desde la puerta. No debían hacer eso.

—¿Cómo está? —preguntó Alberto—. ¿Qué le ha dicho el médico?

El hombre se llevó las manos a la frente y luego se limpió la boca con los nudillos.

—No sé —dijo—. Lo han operado dos veces. Su madre está medio loca. No me explico cómo ha podido ocurrir una cosa así, justamente cuando estaba por terminar el año. Es mejor no pensar en eso, son reflexiones tontas. Sólo hay que rezar. Dios tiene que sacarlo sano y salvo de esta prueba. Su madre está en la capilla. El doctor ha dicho que tal vez podamos verlo esta noche.

—Se salvará —dijo Alberto—. Los médicos del colegio son los mejores, señor.

—Sí, sí —dijo el hombre—. El señor capitán nos ha dado muchas esperanzas. Es un hombre muy amable. Capitán Garrido, creo. Nos trajo un saludo del coronel, ¿sabe?

El hombre volvió a pasarse la mano por la cara. Buscó en su bolsillo y extrajo un paquete de cigarrillos. Ofreció uno a Alberto y este lo rechazó. El hombre volvió a meter la mano en el bolsillo. No encontraba los fósforos.

—Espere un momento —dijo Alberto—. Voy a conseguirle fuego.

—Voy con usted —dijo el hombre—. Es por gusto que siga aquí, sentado en el pasillo, sin tener con quien hablar. He pasado dos días así. Estoy con los nervios destrozados. Quiera Dios que no ocurra nada irremediable.

Salieron de la enfermería. En la pequeña oficina de la entrada estaba el soldado de guardia. Miró a Alberto con sorpresa y adelantó un poco la cabeza, pero no dijo nada. Había oscurecido. Alberto tomó el descampado, en dirección a «La Perlita». A lo lejos se distinguían las luces de las cuadras. El edificio de las aulas estaba a oscuras. No se oía ruido alguno.

—¿Usted estaba con él cuando ocurrió? Preguntó el hombre.

—Sí —dijo Alberto—. Pero no cerca de él. Yo iba al otro extremo. Fue el capitán quien lo vio, cuando nosotros ya estábamos en el cerro.

—Esto es injusto —dijo el hombre—. Un castigo injusto. Somos gente honrada. Vamos a la iglesia todos los domingos, no hemos hecho mal a nadie. Su madre siempre hace obras de caridad. ¿Por qué nos envía Dios esta desgracia?

—Todos los de la sección estamos muy preocupados —dijo Alberto. Hubo un silencio y, al fin, agregó—: Lo estimamos mucho. Es un gran compañero.

—Sí —dijo el hombre—. No es un mal muchacho. Es mi obra, ¿sabe usted? He tenido que ser algo duro con él a veces. Pero era por su bien. Me ha costado mucho trabajo hacerlo un hombre. Es mi único hijo, todo lo que hago es por su bien. Por su futuro. Hábleme de él, ¿quiere? De su vida en el Colegio. Ricardo es muy reservado. No nos decía nada. Pero a veces parecía que no estaba contento.

—La vida militar es un poco fuerte —dijo Alberto—. Cuesta acostumbrarse. Nadie está muy contento al principio.

—Pero le hizo bien —dijo el hombre, con pasión—. Lo transformó, lo hizo otro. Nadie puede negar eso, nadie. Usted no sabe cómo era de chico. Aquí lo templaron, lo hicieron responsable. Eso es lo que yo quería, que fuera más varonil, que tuviera más personalidad. Además, si él hubiera querido salirse pudo decírmelo. Yo le dije que entrara y él aceptó. No es mi culpa. Yo he hecho todo pensando en su futuro.

—Cálmese, señor —dijo Alberto—. No se preocupe. Estoy seguro que ya pasó lo peor.

—Su madre me echa la culpa —dijo el hombre, como si no lo oyera—. Las mujeres son así, injustas, no comprenden las cosas. Pero yo tengo mi conciencia tranquila. Lo metí aquí para hacer de él un ser fuerte, un hombre de provecho. Yo no soy un adivino. ¿Usted cree que se me puede culpar, así porque sí?

—No sé —dijo Alberto, confuso—. Quiero decir, claro que no. Lo principal es que Arana se cure.

—Estoy muy nervioso —dijo el hombre—. No me haga caso. A ratos pierdo el control.

Habían llegado a «La Perlita». Paulino estaba en el mostrador, la cara apoyada entre las manos. Miró a Alberto como si lo viera por primera vez.

—Una caja de fósforos —dijo éste.

Paulino miró con desconfianza al padre de Arana.

—No hay —dijo.

—No es para mí, sino para el señor.

Sin decir nada, Paulino sacó una caja de fósforos de debajo del mostrador. El hombre quemó tres cerillas tratando de encender su cigarrillo. En la luz instantánea, Alberto vio que las manos del hombre temblaban.

—Déme un café —dijo el padre de Arana—. ¿Usted quiere tomar algo?

—Café no hay —dijo Paulino, con voz aburrida—. Una Cola si quiere.

—Bueno —dijo el hombre—. Una Cola, cualquier cosa.

H
A OLVIDADO
ese mediodía claro, sin llovizna y sin sol. Bajó del tranvía Lima–San Miguel en el paradero del cine Brasil, el anterior al de su casa. Siempre descendía allí, prefería caminar esas diez cuadras inútiles, aun cuando lloviese, para prolongar la distancia que lo separaba del encuentro inevitable. Era la última vez que cumpliría ese trajín; los exámenes habían terminado la semana anterior, acababan de entregarles las libretas, el colegio había muerto, resucitaría tres meses después. Sus compañeros estaban alegres ante la perspectiva de las vacaciones; él, en cambio, sentía temor. El colegio constituía su único refugio. El verano lo tendría sumido en una inercia peligrosa, a merced de ellos.

En vez de tomar la avenida Salaverry continuó por la avenida Brasil hasta el parque. Se sentó en una banca, hundió las manos en los bolsillos, se encogió un poco y permaneció inmóvil. Se sintió viejo; la vida era monótona, sin alicientes, una pesada carga. En las clases, sus compañeros hacían bromas apenas les daba la espalda el profesor: cambiaban morisquetas, bolitas de papel, sonrisas. Él los observaba, muy serio y desconcertado: ¿por qué no podía ser como ellos, vivir sin preocupaciones, tener amigos, parientes solícitos? Cerró los ojos y continuó así un largo rato, pensando en Chiclayo, en la tía Adelina, en la dichosa impaciencia con que aguardaba de niño la llegada del verano. Luego se incorporó y se dirigió hacia su casa, paso a paso.

Una cuadra antes de llegar, su corazón dio un vuelco: el coche azul estaba estacionado a la puerta. ¿Había perdido la noción del tiempo? Preguntó la hora a un transeúnte. Eran las once. Su padre nunca volvía antes de la una. Apresuró el paso. Al llegar al umbral, escuchó las voces de sus padres; discutían. «Diré que se descarriló un tranvía, que tuve que venirme a pie desde Magdalena Vieja», pensó, con la mano en el timbre.

Su padre le abrió la puerta. Estaba sonriente y en sus ojos no había el menor asomo de cólera. Extrañamente, le dio un golpe cordial en el brazo y le dijo, casi con alegría:

—Ah, al fin llegas. Justamente estábamos hablando de ti con tu madre. Pasa, pasa.

Él se sintió tranquilizado; de inmediato su cara se descompuso en esa sonrisa estúpida, desarmada e impersonal que era su mejor escudo. Su madre estaba en la sala. Lo abrazó tiernamente y él sintió inquietud: esas efusiones podían modificar el buen humor de su padre. En los últimos meses, éste lo había obligado a intervenir como árbitro o testigo en las disputas familiares. Era humillante y atroz: debía responder «sí, sí», a todas las preguntas–afirmaciones que su padre le hacía y que constituían graves acusaciones contra su madre: derroche, desorden, incompetencia, puterío. ¿Sobre qué debía testimoniar esta vez?

—Mira —dijo su padre, amablemente—. Ahí sobre la mesa, hay algo para ti.

Volvió los ojos en la carátula vio la fachada borrosa de un gran edificio y, al pie, una inscripción en letras mayúsculas: «El colegio Leoncio Prado no es una antesala de la carrera militar». Alargó la mano, tomó el folleto, lo acercó a su rostro y comenzó a hojearlo con sobresalto: vio canchas de fútbol, una piscina tersa, comedores, dormitorios desiertos, limpios y ordenados. En las dos caras de la página central, una fotografía iluminada mostraba una formación de líneas perfectas, desfilando ante una tribuna; los cadetes llevaban fusiles y bayonetas. Los quepis eran blancos y las insignias doradas. En lo alto de un mástil, flameaba una bandera.

—¿No te parece formidable? —dijo el padre. Su voz era siempre cordial, pero él la conocía ya bastante, para advertir ese ligerísimo cambio en la entonación, en la vocalización, que velaba una advertencia.

—Sí —dijo inmediatamente—. Parece formidable.

—¡Claro! —dijo el padre. Hizo una pausa y se volvió a la madre—: ¿No ves? ¿No te dije que sería el primero en entusiasmarse?

—No me parece —repuso la madre, débilmente, y sin mirarlo—. Si quieres que entre ahí, haz lo que te parezca. Pero no me pidas mi opinión. No estoy de acuerdo en que vaya interno a un colegio de militares.

Él levantó la vista.

—¿Interno a un colegio de militares? —Sus pupilas ardían—. Sería formidable, mamá, me gustaría mucho.

—Ah, las mujeres —dijo el padre, compasivamente—. Todas son iguales. Estúpidas y sentimentales. Nunca comprenden nada. Anda, muchacho, explica a esta mujer que entrar al Colegio Militar es lo que más te conviene.

—Ni siquiera sabe lo que es —balbuceó la madre.

—Sí sé —replicó él, con fervor—. Es lo que más me conviene. Siempre te he dicho que quería ir interno. Mi papá tiene razón.

—Muchacho —dijo el padre. Tu madre te cree un estúpido incapaz de razonar. ¿Comprendes ahora todo el mal que te ha hecho?

—Debe ser magnífico —repitió él—. Magnífico.

—Bueno —dijo la madre—. Puesto que no hay nada que discutir, me callo. Pero conste que no me parece.

—No te he pedido tu opinión —dijo el padre—. Estas cosas las resuelvo yo. Simplemente te comunicaba una decisión.

La mujer se puso de pie y salió de la sala. El hombre se calmó al instante.

—Tienes dos meses para prepararte —le dijo—. Los exámenes deben ser fuertes, pero como no eres bruto, los aprobarás sin dificultad. ¿No es cierto?

—Estudiaré mucho —prometió él—. Haré todo lo posible por entrar.

—Eso es —dijo el padre—. Te inscribiré en una Academia y te compraré los cuestionarios desarrollados. Aunque me cueste mucha plata, vale la pena. Es por tu bien. Ahí te harán un hombre. Todavía estás a tiempo para corregirte.

—Estoy seguro que aprobaré —dijo él—. Seguro.

—Bueno, ni una palabra más. ¿Estás contento? Tres años de vida militar te harán otro. Los militares saben hacer sus cosas. Te templarán el cuerpo y el espíritu. ¡Ojalá hubiera tenido yo a alguien que se preocupara de mi porvenir como yo del tuyo!

—Sí. Gracias, muchas gracias —dijo él. Y después de un segundo, añadió, por primera vez—: Papá.

—Hoy puedes ir al cine después del almuerzo —dijo el padre—. Te daré diez soles de propina…

L
OS SÁBADOS
a la Malpapeada le da la tristeza. Antes no era así. Al contrario, venía con nosotros a la campaña, correteaba y daba brincos al oír los disparos que le pasaban zumbando, y estaba en todas partes, y se excitaba más que los otros días. Pero después se hizo mi pata y cambió de maneras. Los sábados se ponía media rara y se prendía a mí como una lapa, y andaba pegada a mis pies, lamiéndome y mirándome con sus lagañas. Hace tiempo que me di cuenta, cada vez que regresamos de campaña y nos llevan a los baños, o sino después, al volver a la cuadra para ponerme el uniforme de salida, ella se mete debajo de la cama o se zambulle en el ropero y comienza a llorar bajito, de pena porque voy a salir. Y sigue llorando bajito cuando firmamos, y me sigue, caminando con su cabeza agachada, como un alma en pena. Se para en la puerta del colegio, levanta su hocico y se pone a mirarme, y yo la siento cuando estoy lejos, incluso cuando estoy llegando a la avenida de las Palmeras, siento que la Malpapeada sigue en la puerta del colegio, frente a la Prevención, mirando la carretera por donde me he ido y esperando. Eso sí, nunca ha tratado de seguirme fuera del colegio, aunque nadie le ha dicho que se quede adentro, parece que fuera cosa de ella, como una penitencia, eso también es algo raro. Pero cuando regreso los domingos en la noche, ahí está la perra en la puerta, toda nerviosa, corriendo entre los cadetes que entran y su hocico no se está quieto, se mueve y huele y yo sé que me siente desde lejos porque la oigo que se acerca, ladrando, y apenas me ve brinca, para la cola y se tuerce todita de puro contenta. Es un animal bien leal, me compadezco de haberla machucado. No es que siempre la haya tratado bien, muchas veces la he molido sólo porque estaba deprimido o jugando. Y no se puede decir que la Malpapeada se enojara, más bien parecía que le gustaba, seguro creía que eran cariños. «¡Salta Malpapeada, no tengas miedo!», y la perra, arriba del ropero, roncando y ladrando, mirando con un susto, como el perro en la punta de la escalera. «¡Salta, salta Malpapeada!» y no se decidía hasta que yo me acercaba por detrás y un pequeño empujón y la perra cayendo con los pelos parados, rebotando en el suelo. Pero era en broma. Ni yo me compadecía de ella, ni la Malpapeada se molestaba aunque le doliera. Pero hoy fue distinto, le di a la mala, con intención. No se puede decir que yo tenga la culpa de todo. Hay que tener en cuenta las cosas que han pasado. El pobre cholo Cava, a cualquiera se le ponen los nervios como alambres, y el Esclavo con su pedazo de plomo en la cabeza, es natural que todos estemos muñequeados. Además no sé por qué nos hicieron poner el uniforme azul, justamente con ese sol de verano y todos estábamos transpirando y teníamos como diablos azules en la barriga. A qué hora lo traen, cómo estará, habrá cambiado con tantos días de encierro, debe haberse enflaquecido, a lo mejor lo tenían a pan y agua, metido en un cuarto todo el día, con los muñecos del Consejo de Oficiales, salir sólo para cuadrarse ante el coronel y los capitanes, ya me imagino las preguntas, los gritos, le deben haber sacado la mugre. Para qué, aunque serrano, se ha portado como un hombre, ni una palabra para acusar a nadie, aguantó solito el bolondrón, yo fui, yo me tiré el examen de Química, yo solito, nadie sabía, rompí el vidrio y todavía me arañé las manos, miren los rasguños. Y luego otra vez la Prevención, a esperar que el soldado le pase la comida por la ventana —ya se me ocurre qué comida, la de la tropa—. Y a pensar lo que le hará su padre cuando vuelva a la sierra y le diga: «me expulsaron». Su padre debe ser muy bruto, todos los serranos son muy brutos, en el colegio yo tenía un amigo que era puneño y su padre lo mandaba a veces con tremendas cicatrices de los correazos que le daba. Debe haber pasado unos días muy negros el serrano Cava, me compadezco de él. Seguro que nunca lo volveré a ver. Así es la vida, hemos estado tres años juntos y ahora se irá a la sierra y ya no volverá a estudiar, se quedará a vivir con los indios y las llamas, será un chacarero bruto. Eso es lo peor de este colegio, los años aprobados no les valen a los expulsados, han pensado muy bien en la manera de joder a la gente estos cabrones. Debe haberlas pasado muy mal estos días el serrano y toda la sección estuvo pensando en eso, como yo, mientras nos tenían con el uniforme azul, plantados en el patio, con ese sol tan fuerte, esperando que lo trajeran. No se podía levantar la cabeza porque los ojos se ponían a llorar. Y nos tuvieron esperando un rato sin que pasara nada. Después llegaron los tenientes con sus uniformes de parada, y el Mayor jefe de cuartel y de repente llegó el coronel y entonces nos cuadramos. Los tenientes fueron a darle el parte, qué escalofríos que teníamos. Cuando el coronel hablé había un silencio que daba miedo toser. Pero no sólo estábamos asustados. También entristecidos, sobre todo los de la primera, no era para menos sabiendo que dentro de un ratito iban a ponernos delante a alguien que ha estado viviendo con nosotros tanto tiempo, un muchacho al que hemos visto calato tantas veces, con el que hemos hecho tantas cosas, habría que ser de piedra para no sentir algo en el corazón. Ya el coronel había empezado a hablar con su vocecita rosquetona. Estaba blanco de cólera y decía cosas terribles contra el serrano, contra la sección, contra el año, contra todo el mundo y ahí comencé a darme cuenta que la Malpapeada estaba jode y jode con el zapato. Fuera Malpapeada, zafa de aquí perra sarnosa, anda a morderle los cordones al coronel, quédate quieta, no te aproveches del momento para fregarme la paciencia. Y no poder darle siquiera una patadita suave para que se largue. El teniente Huarina y el suboficial Morte están cuadrados a menos de un metro y si respiro me sienten, perra no abuses de las circunstancias. Detente animal feroz que el hijo de Dios nació primero que vos. Ni por ésas, nunca la vi tan porfiada, jaló y jaló el cordón hasta que lo rompió y sentí que el pie me quedaba chico dentro del zapato. Pero dije, ya se dio gusto, ahora se mandará mudar, por qué no te largaste Malpapeada, tú tienes la culpa de todo. En vez de quedarse quieta dale a joder con el otro zapato, como si se hubiera dado cuenta que yo no podía moverme ni un milímetro, ni siquiera mirarla, ni siquiera decirle palabrotas. Y en eso lo trajeron al serrano Cava. Venía en medio de dos soldados, como si fueran a fusilarlo y estaba bien pálido. Sentí que me crecía el estómago, que me subía un jugo por la garganta, algo bien doloroso. El serrano, amarillo, marcaba el paso entre los dos soldados, también dos serranos, los tres tenían la misma cara, parecían trillizos, sólo que Cava estaba amarillo. Se acercaban por la pista de desfile y todos los miraban. Dieron la vuelta y se quedaron marcando el paso frente al batallón, a pocos metros del coronel y de los tenientes. Yo decía «por qué siguen marcando el paso» y me di cuenta que ni él ni los soldados sabían qué hacer delante de los oficiales y a nadie se le ocurría decir «firmes». Hasta que Gamboa se adelantó, hizo un gesto, y los tres se cuadraron. Los soldados retrocedieron y lo dejaron solito en el matadero y él no se atrevía a mirar a ningún lado, hermanito no sufras, el Círculo está contigo de corazón y algún día te vengaremos. Yo dije «ahorita se echa a llorar», no te eches a llorar serrano, les darías un gusto a esos mierdas, aguanta firme, bien cuadrado y sin temblar, para que aprendan. Estate quieto y tranquilo, ya verás que se acaba rápido, si puedes sonríe un poco y verás cómo les arde. Yo sentía que toda la sección era un volcán y que teníamos unas ganas de estallar. El coronel se había puesto a hablar de nuevo y le decía cosas al serrano para bajarle la moral, hay que ser perverso, hacer sufrir a un muchacho al que han fregado ya a su gusto. Le daba consejos que todos oíamos, le decía que aprovechara la lección, le contaba la vida de Leoncio Prado, que a los chilenos que lo fusilaron les dijo «quiero comandar yo mismo el pelotón de ejecución», qué tal baboso. Después tocaron la corneta y el Piraña, las mandíbulas machuca y machuca, fue hasta el serrano Cava y yo pensaba «voy a llorar de pura rabia» y la maldita Malpapeada dale y dale a morder el zapato y la basta del pantalón, me la vas a pagar malagradecida, te vas a arrepentir de lo que haces. Aguanta serrano, ahora viene lo peor, después te irás tranquilo a la calle y no más militares, no más consignas, no más imaginarias. El serrano estaba inmóvil pero se seguía poniendo más pálido, su cara que es tan oscura se había blanqueado, desde lejos se notaba que le temblaba la barbilla. Pero aguantó. No retrocedió ni lloró cuando el Piraña le arrancó la insignia de la cristina y las solapas y después el emblema del bolsillo y lo dejó todo harapos, el uniforme roto y otra vez tocaron la corneta y los dos soldados se le pusieron a los lados y comenzaron a marcar el paso. El serrano casi no levantaba los pies. Después se fueron hasta la pista de desfile. Tenía que torcer los ojos para verlo alejarse. El pobre no podía seguir el paso, se tropezaba y a ratos bajaba la cabeza, seguro para ver cómo le había quedado el uniforme de jodido. Los soldados en cambio levantaban bien las piernas para que los viera el coronel. Después los tapó el muro y yo pensé, espérate Malpapeada, sigue comiéndote el pantalón, ahora te toca tu turno, ya la vas a pagar, y todavía no nos hicieron romper filas porque el coronel volvió a hablar sobre los próceres. Ya debes estar en la calle, serrano, esperando el ómnibus, mirando la Prevención por última vez, no te olvides de nosotros, y aunque te olvides, aquí quedan tus amigos del Círculo para ocuparse de la revancha. Ya no eres un cadete, sino un civil cualquiera, puedes acercarte a un teniente o a un capitán y no tienes que saludarlo, ni cederle el asiento ni la vereda. Malpapeada, por qué mejor no das un salto y me muerdes la corbata o la nariz, haz lo que quieras, estás en tu casa. Hacía un calor terrible y el coronel seguía hablando.

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