B
EBIERON LAS
Colas sin hablar. Paulino los miraba descaradamente, con sus ojos malignos. El padre de Arana bebía del pico de la botella, a tragos cortos; a veces, se quedaba con la botella suspendida sobre la boca y los ojos ausentes. Reaccionaba haciendo una mueca y volvía a tornar otro trago. Alberto bebía sin ganas, el gas le hacía cosquillas en el estómago. Procuraba no hablar, temía que el hombre se lanzara a nuevas confidencias. Miraba a un lado y a otro. No se veía a la vicuña, probablemente estaba en el estadio. El animal huía al otro extremo del colegio cuando los cadetes estaban libres. Durante las clases, en cambio, venía a recorrer el campo de hierba a pasos lentos y gimnásticos. El padre de Arana pagó las bebidas y dio a Paulino una propina. El edificio de las aulas no se veía, aún estaban sin encender las luces de la pista de desfile y la neblina había descendido hasta el suelo.
—¿Sufría mucho? —preguntó el hombre—. El sábado, al traerlo aquí. ¿Sufría mucho?
—No, señor. Estaba desmayado. Lo subieron a un coche en la avenida Progreso. Y lo trajeron directamente a la enfermería.
—Sólo nos avisaron el sábado en la tarde —dijo el hombre, con voz fatigada—. A eso de las cinco. Hacía como un mes que no salía y su madre quería venir a verlo. Siempre lo castigaban por una cosa u otra. Yo pensaba que eso lo obligaba a estudiar más. Nos llamó por teléfono el capitán Garrido. Fue algo duro para nosotros, joven. Vinimos al instante, casi choco en la Costanera. Y ni siquiera nos dejaron estar con él. Eso no habría ocurrido en una clínica.
—Si ustedes quisieran, podrían llevarlo a otra clínica. No se atreverán a prohibirles eso.
—El médico dice que ahora no se lo puede mover. Está muy grave, ésa es la verdad, para qué engañarse. Su madre se va a volver loca. Está furiosa conmigo, sabe usted, eso es lo más injusto, por lo del viernes. Las mujeres son así, todo lo tergiversan. Si yo he sido severo con el muchacho, ha sido por su bien. Pero el viernes no pasó nada, una tontería. Y me lo saca en cara todo el tiempo.
—Arana no me contó nada —dijo Alberto—. Y eso que siempre me hablaba de sus cosas.
—Le digo que no pasó nada. Vino a la casa por unas horas, le habían dado un permiso no sé por qué. Hacía un mes que no salía. Y apenas llegó quiso ir a la calle. Era una desconsideración, no es cierto, qué es eso de llegar y salir disparado de su casa. Le dije que se quedara con su madre, que tanto se desespera cuando no sale. Nada más, fíjese si no es una tontería. Y ahora ella me dice que yo lo martiricé hasta el final, ¿no es injusto y estúpido?
—Su señora debe estar nerviosa —dijo Alberto—. Es natural. Una cosa así…
—Sí, sí —dijo el hombre—. No hay manera de convencerla que descanse. Se pasa todo el día en la enfermería, esperando al médico. Y para nada. Apenas nos habla, fíjese. Calma, un poco de paciencia señores, estamos haciendo todo lo posible, ya les avisaremos. El capitán puede ser muy amable, nos quiere tranquilizar, pero hay que ponerse en nuestro caso. Parece tan increíble, después de tres años, ¿cómo le puede ocurrir a un cadete un accidente así?
—Es decir —dijo Alberto—. No se sabe. Mejor dicho…
—El capitán nos explicó —dijo el hombre—. Lo sé todo. Ya sabe usted, los militares son partidarios de la franqueza. Al pan pan y al vino vino. No hablan con rodeos.
—¿Le contó todo con detalles?
—Sí —dijo el padre—. Se me ponían los pelos de punta. Parece que el fusil chocó cuando él apretaba el gatillo. ¿Se da usted cuenta? En parte es culpa del colegio. ¿Qué clase de instrucción les dan?
—¿Le dijo que se había disparado él mismo? —lo interrumpió Alberto.
—Fue un poco brusco en eso —dijo el hombre—. No debió decirlo delante de su madre. Las mujeres son débiles. Pero los militares no tienen pelos en la lengua. Yo quería que mi hijo fuera así, una roca. ¿Sabe lo que nos dijo? En el Ejército los errores se pagan caros, así, tal como se lo cuento. Y nos dio explicaciones, que los peritos revisaron el arma, que todo funciona perfectamente, que la culpa fue sólo del muchacho. Pero yo tengo mis dudas. Yo pienso que la bala se escapó por accidente. En fin, uno no puede saber. Los militares entienden de estas cosas más que uno. Además, ahora qué importa.
—¿Le dijo todo eso? —insistió Alberto.
El padre de Arana lo miró.
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada —repuso Alberto—. Nosotros no vimos. Estábamos en el cerro.
—Me disculpan —dijo Paulino—. Pero tengo que cerrar.
—Será mejor que vuelva a la enfermería —dijo el hombre—. Tal vez ahora podamos verlo un rato.
Se levantaron y Paulino les hizo un saludo con la mano. Volvieron a avanzar sobre la hierba. El padre de Arana caminaba con las manos a la espalda; se había subido las solapas del saco. «El Esclavo nunca me habló de él», pensó Alberto. «Ni de su madre.»
—¿Puedo pedirle un favor? —dijo—. Quisiera ver a Arana un momento. No digo ahora. Mañana, o pasado, cuando esté mejor. Usted podría hacerme entrar a su cuarto diciendo que soy un pariente, o un amigo de la familia.
—Sí —dijo el hombre—. Ya veremos. Hablaré con el capitán Garrido. Parece muy correcto. Un poco estricto, como todos los militares. Después de todo, es su oficio.
—Sí —dijo Alberto—. Los militares son así.
—¿Sabe? —dijo el hombre—. El muchacho está muy resentido conmigo. Yo lile doy cuenta. Le hablaré y si no es bruto comprenderá que todo ha sido por su bien. Verá que las responsables son su madre y la vieja loca de Adelina.
—¿Es una tía suya, creo? —dijo Alberto.
—Sí —afirmó el hombre, enfurecido—. La histérica ésa. Lo crió como a una mujercita. Le regalaba muñecas y le hacía rizos. A mí no pueden engañarme. He visto fotos que le tomaron en Chiclayo. Lo vestían con faldas y le hacían rulos, a mi propio hijo, ¿comprende usted? Se aprovecharon de que yo estaba lejos. Pero no se iban a salir con la suya.
—¿Usted viaja mucho, señor?
—No —respondió brutalmente el hombre—. No he salido nunca de Lima. Ni me interesa. Pero cuando yo lo recobré estaba maleado, era un inservible, un inútil. ¿Quién me puede culpar por haber querido hacer de él un hombre? ¿Eso es algo de que tengo que avergonzarme?
—Estoy seguro que sanará pronto —dijo Alberto—. Seguro.
—Pero tal vez he sido un poco duro —prosiguió el hombre—. Por exceso de cariño. Un cariño bien entendido. Su madre y esa loca de Adelina no pueden comprender. ¿Quiere usted un consejo? Cuando tenga hijos, póngalos lejos de la madre. No hay nada peor que las mujeres para malograr a un muchacho.
—Bueno —dijo Alberto—. Ya llegamos.
—¿Qué pasa allá? —dijo el hombre—. ¿Por qué corren?
—Es el silbato —dijo Alberto. Para formar. Tengo que irme.
—Hasta luego —dijo el hombre—. Gracias por acompañarme.
Alberto echó a correr. Pronto alcanzó a uno de los cadetes que habían pasado antes. Era Urioste.
—Todavía no son las siete —dijo Alberto.
—El Esclavo ha muerto —dijo Urioste, jadeando—. Estamos yendo a dar la noticia.
E
SA VEZ
mi cumpleaños cayó día de fiesta. Mi madre me dijo: «anda temprano donde tu padrino, que a veces se va al campo». Y me dio un sol para el pasaje. Fui hasta la casa de mi padrino, que vivía lejísimos, bajo el Puente, pero ya no estaba. Me abrió su mujer, que nunca nos había querido. Me puso mala cara y me dijo: «mi marido no está. Y no creo que venga hasta la noche, así que ni lo esperes». Regresé a Bellavista, de mala gana, tenía la ilusión de que mi padrino me regalara cinco soles, como todos los años. Pensaba comprarle a Tere una caja de tizas, pero esta vez como un regalo de a deveras, y también un cuaderno cuadriculado de cien páginas, su cuaderno de álgebra se había terminado. O decirle que fuéramos al cine, claro que también con su tía. Hasta saqué cuentas y con cinco soles me alcanzaba para tres plateas del Bellavista y todavía sobraban unos reales. Cuando llegué a la casa, mi madre me dijo: «tu padrino es un desgraciado, igual que su mujer. Seguro que se hizo negar el muy mezquino». Y yo pensé que tenía razón. Entonces mi madre me dijo: «ah, dice Tere que vayas. Vino a buscarte». «¿Ah, sí?, le dije yo; qué raro, ¿qué querrá?» Y de veras no sabía para qué me había buscado, era la primera vez que lo hacía y sospeché algo. Pero no lo que pasó. «Se ha enterado de mi cumpleaños y me va a felicitar», decía yo. Estuve en su casa de dos saltos. Toqué la puerta y me abrió la tía. La saludé y apenas me vio se dio media vuelta y regresó a la cocina. La tía siempre me trataba así, como si yo fuera una cosa. Me quedé un momento en la puerta abierta, sin atreverme a entrar, pero en eso apareció ella y venía sonriendo de una manera. «Hola, me dijo. Entra.» Yo sólo le dije: «hola», y me puse a sonreír sin ganas. «Ven, me dijo. Vamos a mi cuarto.» Yo la seguí, muy curioso y sin decirle nada. En su cuarto abrió un cajón y se volvió con un paquete en las manos y me dijo: «toma por tu cumpleaños». Yo le dije: «¿cómo supiste?». Y ella me contestó: «lo sé desde el año pasado». Yo no sabía qué hacer con el paquete, que era bien grande. Al fin, me decidí a abrirlo. Sólo tuve que desenvolverlo, pues no estaba atado. Era un papel marrón, el mismo que usaba el panadero de la esquina y pensé que a lo mejor ella se lo había pedido especialmente. Saqué una chompa sin mangas, casi el mismo color que el papel y ahí mismo comprendí que ella había pensado en eso, como tenía tanto gusto hizo que la chompa y la envoltura estuvieran de acuerdo. Dejé el papel en el suelo y a la vez que miraba la chompa le decía: «ah, pero es muy bonita. Ah, muchas gracias. Ah, qué bien está». Tere decía sí con la cabeza y parecía más contenta que yo mismo. «La tejí en el colegio, me dijo, en las clases de labor. Hice creer que era para mi hermano.» Y lanzó una carcajada. Quería decir que planeó lo del regalo hacía tiempo y que entonces ella también pensaba en mí cuando yo no estaba, y eso de hacerme un regalo mostraba que me tenía por algo más que un amigo. Yo le seguía diciendo «muchas gracias, muchas gracias» y ella se reía y me decía: «¿te gusta?, ¿de veras?; pero pruébatela». Me la puse y me estaba un poco corta, pero la estiré rápido para que no se notara y ella no lo notó, estaba tan contenta que se alababa a sí misma: «te queda muy bien, te queda muy bien y eso que no sabía tus medidas, las saqué al cálculo». Me quité la chompa y otra vez la envolví, pero no podía hacer el paquete y ella vino a mi lado y me dijo: «suelta, qué feo lo envuelves, déjame a mí». Y ella misma lo envolvió sin una arruga y me lo entregó y entonces me dijo: «tengo que darte el abrazo por tu cumpleaños». Y me abrazó y yo también la abracé y durante unos segundos sentí su cuerpo, y sus cabellos me rozaron la cara y otra vez oí su risa tan alegre. «¿No estás contento? ¿Por qué pones esa cara?», me preguntó y yo hice esfuerzos por reírme.
E
L PRIMERO
en entrar fue el teniente Gamboa. Se había quitado la cristina en el pasillo, de modo que se limitó a cuadrarse y a hacer sonar los talones. El coronel estaba sentado en su escritorio. Tras él, Gamboa adivinaba en las tinieblas desplegadas más allá de la amplia ventana, la verja exterior del colegio, la carretera y el mar. Unos segundos después se oyeron pasos. Gamboa se retiró de la puerta y continuó en posición de firmes. Entraron el capitán Garrido y el teniente Huarina. También llevaban la cristina en la correa del pantalón, entre el primero y el segundo tirante. El coronel continuaba en el escritorio y no levantaba la vista. La habitación era elegante, muy limpia, los muebles parecían charolados. El capitán Garrido se volvió hacia Gamboa; sus mandíbulas latían armoniosamente.
—¿Y los otros tenientes?
—No sé, mi capitán. Los cité para esta hora.
Momentos después entraron Calzada y Pitaluga. El coronel se puso de pie. Era mucho más bajo que todos los presentes y exageradamente gordo; tenía los cabellos casi blancos y usaba anteojos; tras los cristales se velan unos ojos grises, hundidos y desconfiados. Los miró uno por uno; los oficiales seguían cuadrados.
—Descansen —dijo el coronel—. Siéntense.
Los tenientes esperaron que el capitán Garrido eligiera su asiento. Había varios sillones de cuero, dispuestos en círculo; el capitán ocupó el que estaba junto a una lámpara de pie. Los tenientes se sentaron a su alrededor. El coronel se acercó. Los oficiales lo miraban, un poco inclinados hacia él, atentos, serios, respetuosos.
—¿Todo en orden? —dijo el coronel.
—Sí, mi coronel —repuso el capitán—. Ya está en la capilla. Han venido algunos familiares. La primera sección hace la guardia de honor. A las doce la reemplazará la segunda. Después las otras. Ya trajeron las coronas.
—¿Todas? —dijo el coronel.
Sí, mi coronel. Yo mismo puse su tarjeta en la más grande. También trajeron la de los oficiales y la de la Asociación de padres de familia. Y una corona por año. Los familiares también enviaron coronas y flores.
—¿Habló usted con el presidente de la Asociación para lo del entierro?
—Sí, mi coronel. Dos veces. Dijo que toda la Directiva asistiría.
—¿Le hizo preguntas? —El coronel arrugó la frente—. Ese Juanes siempre está metiendo las narices en todo. ¿Qué le dijo?
—No le di detalles. Le expliqué que había muerto un cadete, sin indicar las circunstancias. Y le indiqué que habíamos encargado una corona en nombre de la Asociación y que debían pagarla con sus fondos.
—Ya vendrá a hacer preguntas —dijo el coronel, mostrando el puño—. Todo el mundo vendrá a hacer preguntas. En estos casos siempre aparecen intrigantes y curiosos. Estoy seguro que esto llegará hasta el ministro.
El capitán y los tenientes lo escuchaban sin pestañear. El coronel había levantado la voz; sus últimas palabras eran gritos.
—Todo esto puede ser terriblemente perjudicial —añadió—. El colegio tiene enemigos. Es su gran oportunidad. Pueden aprovechar una estupidez como ésta para lanzar mil calumnias contra el establecimiento y, por supuesto, contra mí. Es preciso tomar precauciones. Para eso los he reunido.
Los oficiales acentuaron la expresión de gravedad y asintieron con movimientos de cabeza.
—¿Quién entra de servicio mañana?
—Yo, mi coronel —dijo el teniente Pitaluga.
—Bien. En la primera formación leerá un Orden del Día. Tome nota. Los oficiales y el alumnado deploran profundamente el accidente que ha costado la vida al cadete. Especifique que se debió a un error de él mismo. Que no quede la menor duda. Que esto sirva de advertencia, para un cumplimiento más estricto del reglamento y de las instrucciones, etc. Redáctela esta noche y tráigame el borrador. Lo corregiré yo mismo. ¿Quién es el teniente de la compañía del cadete?