Alberto dijo su nombre. Sintió en la suya una mano gorda y fláccida, sudada: un molusco. La mujer sonreía teatralmente y se había lanzado a hablar sin pausas. En el chisporroteo de palabras, las fórmulas de cortesía que Alberto había escuchado en su infancia aparecían como en caricatura, condimentadas con adjetivos lujosos y gratuitos, y a ratos comprendía que lo trataban de señor y de don y lo interrogaban sin esperar su respuesta. Se halló envuelto en una costra verbal, en un laberinto sonoro.
—Siéntese, siéntese —decía la mujer, señalando la silla, el cuerpo doblado en una reverencia de gran mamífero—. No se incomode por mí, ésta es su casa, una casa pobre pero honrada, ¿sabe usted?, toda mi vida me he ganado el pan como Dios manda, con el sudor de mi frente, soy costurera y he podido dar una buena educación a Teresita, mi sobrinita, la pobre quedó huérfana, figúrese, y me lo debe todo, siéntese, señor Alberto.
—Arana se quedó consignado —dijo Teresa; evitaba mirar a Alberto y a su tía—. El señor trajo el recado.
«¿El señor?», pensó Alberto. Y buscó los ojos de la muchacha, pero ésta miraba ahora el suelo. La mujer se había erguido y tenía los brazos abiertos. Su sonrisa se había congelado, pero seguía intacta en sus pómulos, en su ancha nariz, en sus ojillos disimulados bajo bolsas carnosas.
—Pobrecito —decía— pobre muchacho, cómo sufrirá su madre, yo también tuve hijos y sé lo que es el dolor de una madre, porque se me murieron, así es el Señor y mejor no tratar de comprender, pero ya saldrá la otra semana, la vida es dura para todos, me doy cuenta muy bien, ustedes que son jóvenes mejor ni piensen en eso, dígame ¿adónde la va a llevar a Teresita?
—Tía —dijo la muchacha, dando un respingo—. Ha venido a traer un encargo. No…
—Por mí no se preocupen —añadió la mujer, bondadosa, comprensiva, sacrificada—. Los jóvenes se sienten mejor cuando están solos, yo también he sido joven y ahora estoy vieja, así es la vida, pero ya vendrán para ustedes las preocupaciones, uno llega a la vejez a pasar angustias. ¿Sabía usted que me estoy volviendo ciega?
—Tía —repitió la muchacha—. Por favor…
—Si usted permite —dijo Alberto—, podríamos ir al cine. Si a usted no le parece mal.
La muchacha había vuelto a bajar la vista; estaba muda y no sabía qué hacer con sus manos.
—Tráigala temprano —dijo la tía—. Los jóvenes no deben estar fuera de casa hasta muy tarde, don Alberto. —Se volvió a Teresa—. Ven un minuto. Con su permiso, señor.
Tomó a Teresa del brazo y la llevó a la otra habitación. Las palabras de la mujer llegaban hasta él como arrebatadas por el viento y, aunque las comprendía aisladas, no podía descubrir su organización. Entendió sin embargo, oscuramente, que la muchacha se negaba a salir con él y que la mujer, sin tomarse el trabajo de replicarle, trazaba como un gran cuadro sinóptico de Alberto, o mejor dicho, de un ser ideal que él encarnaba ante sus ojos, y se vio rico, hermoso, elegante, envidiable: un gran hombre de mundo.
La cortina se abrió. Alberto sonreía. La muchacha se frotaba las manos, disgustada y más cohibida que antes.
—Pueden salir —dijo la mujer—. La tengo muy bien cuidada, ¿sabe usted? No la dejo salir con cualquiera. Es muy trabajadora, aunque no parece, tan delgadita como es. Me alegro que se vayan a divertir un rato.
La muchacha avanzó hasta la puerta y se retiró, para que Alberto saliese primero. La garúa había cesado, pero el aire olía a mojado y las aceras y la pista estaban lustrosas y resbaladizas. Alberto cedió a Teresa el interior de la calzada. Sacó los cigarrillos, encendió uno. La miró de reojo: turbada, caminaba a pasos muy cortos, mirando adelante. Llegaron hasta la esquina sin hablarse. Teresa se detuvo.
—Me quedaré aquí —dijo—. Tengo una amiga en la otra cuadra. Gracias por todo.
—Pero no —dijo Alberto—. ¿Por qué?
—Tiene que disculpar a mi tía —dijo Teresa; lo miraba a los ojos y parecía más serena—. Es muy buena, hace cualquier cosa para que yo salga.
—Sí —dijo Alberto—. Es muy simpática, muy amable.
—Pero habla mucho —afirmó Teresa, y lanzó una carcajada.
«Es fea pero tiene bonitos dientes, pensó Alberto; ¿cómo se le habrá declarado el Esclavo?»
—¿Arana se enojaría si sales conmigo?
—No es nada mío —dijo ella—. Es la primera vez que íbamos a salir. ¿No le ha contado?
—¿Por qué no me tuteas? —preguntó Alberto.
Estaban en la esquina. En las calles que los rodeaban se veía gente a lo lejos. Nuevamente comenzaba a llover. Una niebla levísima descendía sobre ellos.
—Bueno —dijo Teresa—. Podemos tutearnos.
—Sí —dijo Alberto—. Resulta raro tratarse de usted; es cosa de viejos.
Quedaron en silencio unos segundos. Alberto arrojó el cigarrillo y lo apagó con el pie.
—Bueno —dijo Teresa, estirándole la mano—. Hasta luego.
—No —dijo Alberto—. Puedes ver a tu amiga otro día. Vamos al cine.
Ella puso un rostro grave:
—No lo hagas por compromiso —dijo—. De veras. ¿No tienes nada que hacer ahora?
—Y aunque tuviera —dijo Alberto—. Pero no tengo nada, palabra.
—Bueno —dijo ella. Y extendió una mano, la palma hacia arriba. Miraba el cielo y Alberto comprobó que sus ojos eran luminosos.
—Está lloviendo.
—Casi nada.
—Vamos a tomar el Expreso.
Caminaron hacia la avenida Arequipa. Alberto encendió otro cigarrillo.
—Acabas de apagar uno —dijo Teresa—. ¿Fumas mucho?
—No. Sólo los días de salida.
—¿En el colegio no los dejan fumar?
—Está prohibido. Pero fumamos a escondidas.
A medida que se acercaban a la avenida, las casas eran más grandes y ya no se veían callejones. Cruzaban grupos de transeúntes. Unos muchachos en mangas de camisa gritaron algo a Teresa. Alberto hizo un movimiento para regresar, pero ella lo contuvo.
—No les hagas caso —dijo—. Siempre dicen tonterías.
—No se puede molestar a una chica que está acompañada —dijo Alberto—. Es una insolencia.
—Ustedes, los del Leoncio Prado, son muy peleadores.
Él enrojeció de placer. Vallano tenía razón: los cadetes impresionaban a las hembritas, no a las de Miraflores, pero sí a las de Lince. Comenzó a hablar del colegio, de las rivalidades entre los años, de los ejercicios en campaña, de la vicuña y la perra Malpapeada. Teresa lo escuchaba con atención y festejaba sus anécdotas. Ella le contó luego que trabajaba en una oficina del centro y que antes había estudiado taquigrafía y mecanografía en una academia. Subieron al Expreso en el paradero del Colegio Raimondi y bajaron en la plaza de San Martín. Pluto y Tico estaban bajo los portales. Los miraron de arriba abajo. Tico sonrió a Alberto y le guiñó el ojo.
—¿No iban al cine?
—Nos dejaron plantados —dijo Pluto.
Se despidieron. Alberto los oyó cuchichear a su espalda. Le pareció que sobre él caían de pronto, como una lluvia, las miradas malignas de todo el barrio.
—¿Qué quieres ver? —preguntó.
—No sé —dijo ella—. Cualquier cosa.
Alberto compró un diario y leyó con voz afectada los anuncios cinematográficos. Teresa se reía y la gente que pasaba por los portales se volvía a, mirarlos. Decidieron ir al cine Metro. Alberto compró dos plateas. «Si Arana supiera para lo que ha servido la plata que me prestó, pensaba. Ya no podré ir donde la Pies Dorados». Sonrió a Teresa y ella también le sonrió. Todavía era temprano y el cine estaba casi vacío. Alberto se mostraba locuaz, ponía en práctica con esa muchacha que no lo intimidaba, las frases ingeniosas, los desplantes y las bromas que había escuchado tantas veces en el barrio.
—El cine Metro es bonito —dijo ella—. Muy elegante.
—¿No habías venido nunca?
—No. Conozco pocos cines del centro. Salgo tarde del trabajo, a las seis y media.
—¿No te gusta el cine?
—Sí, mucho. Voy todos los domingos. Pero a algún cine cerca de mi casa.
La película, en colores, tenía muchos números de baile. El bailarín era también un cómico; confundía los nombres de las personas, se tropezaba, hacía muecas, torcía los ojos. «Marica a la legua», pensaba Alberto y volvía la cabeza: el rostro de Teresa estaba absorbido por la pantalla; su boca entreabierta y sus ojos obstinados revelaban ansiedad. Más tarde, cuando salieron, ella habló de la película como si Alberto no la hubiera visto. Animada, describía los vestidos de las artistas, las joyas, y al recordar las situaciones cómicas reía limpiamente.
—Tienes buena memoria —dijo él—. ¿Cómo puedes acordarte de todos esos detalles?
—Ya te dije que me gustaba mucho el cine. Cuando veo una película, me olvido de todo, me parece estar en otro mundo.
—Sí —dijo él—. Te vi y parecías hipnotizada.
Subieron al Expreso, se sentaron juntos. La plaza San Martín estaba llena de gente que salía de los cines de estreno y caminaba bajo los faroles. Una maraña de automóviles envolvía el cuadrilátero central. Poco antes de llegar al paradero del Colegio Raimondi, Alberto tocó el timbre.
—No es necesario que me acompañes —dijo ella—. Puedo ir sola. Ya te he quitado bastante tiempo.
Él protestó e insistió en acompañarla. La calle que avanzaba hacia el corazón de Lince estaba en la penumbra. Pasaban algunas parejas; otras, detenidas en la oscuridad, dejaban de susurrar o de besarse al verlos.
—¿De veras no tenías nada que hacer? —dijo Teresa.
—Nada, te juro.
—No te creo.
—Es cierto, ¿por qué no me crees?
Ella vacilaba. Al fin, se decidió:
—¿No tienes enamorada?
—No —dijo él—. No tengo.
—Seguro me estás mintiendo. Pero habrás tenido muchas.
—Muchas no —dijo Alberto—. Sólo algunas. ¿Y tú has tenido muchos enamorados?
—¿Yo? Ninguno.
«¿Y si me le declaro ahorita mismo?», pensó Alberto.
—No es verdad —dijo—. Debes haber tenido muchísimos.
—¿No me crees? Te voy a decir una cosa; es la primera vez que un muchacho me invita al cine.
La avenida Arequipa y su columna doble de perpetuos vehículos estaba ya lejos; la calle se estrechaba y la penumbra era más densa. De los árboles resbalaban a la vereda imperceptibles gotitas de agua que las hojas y las ramas habían conservado de la garúa de la tarde.
—Será porque tú no has querido.
—¿Qué cosa?
—Que no has tenido enamorados. —Dudó un segundo—: Todas las chicas bonitas tienen los enamorados que quieren.
—Oh —dijo Teresa—. Yo no soy bonita. ¿Crees que no me doy cuenta?
Alberto protestó con calor y afirmó: «eres una de las chicas más bonitas que he visto». Teresa se volvió a mirarlo.
—¿Te estás burlando? —balbuceó.
«Soy muy torpe», pensó Alberto. Sentía los pasos menudos de Teresa en el empedrado, dos por cada uno de los suyos, y la veía, la cabeza un poco inclinada, los brazos cruzados sobre el pecho, la boca cerrada. La cinta azul parecía negra y se confundía con sus cabellos, destacaba al pasar bajo un farol, luego la oscuridad la devoraba. Llegaron hasta la puerta de la casa, silenciosos. —Gracias por todo —dijo Teresa—. Muchas gracias. Se dieron la mano.
—Hasta pronto.
Alberto dio media vuelta y, después de dar unos pasos, regresó.
—Teresa.
Ella levantaba la mano para tocar. Se volvió, sorprendida.
—¿Tienes algo que hacer mañana? —preguntó Alberto.
—¿Mañana? —dijo ella.
—Sí. Te invito al cine. ¿Quieres?
—No tengo nada que hacer. Muchas gracias.
—Vendré a buscarte a las cinco —dijo él.
Antes de entrar a su casa, Teresa esperó que Alberto perdiera de vista.
C
UANDO SU
madre le abrió la puerta, Alberto, antes de saludarla, comenzó a disculparse. Ella tenía los ojos cargados de reproches y suspiraba. Se sentaron en la sala. Su madre no decía nada y lo miraba con rencor. Alberto sintió un aburrimiento infinito.
—Perdóname —repitió una vez más—. No te enojes, mamá, Te juro que hice todo lo posible por salir, pero no me dejaron. Estoy un poco cansado. ¿Podría irme a dormir?
Su madre no respondió; lo seguía mirando resentida y él se preguntaba «¿a qué hora comienza?». No tardó mucho: de pronto se llevó las manos al rostro y poco después lloraba dulcemente. Alberto le acarició los cabellos. La madre le preguntó por qué la hacía sufrir. Él juró que la quería sobre todas las cosas y ella lo llamó cínico, hijo de su padre. Entre suspiros e invocaciones a Dios, habló de los pasteles y bizcochos que había comprado en la tienda de la vuelta, eligiéndolos primorosamente, y del té que se había enfriado en la mesa, y de su soledad y de la tragedia que el Señor le había impuesto para probar su fortaleza moral y su espíritu de sacrificio. Alberto le pasaba la mano por la cabeza y se inclinaba a besarla en la frente. Pensaba: «otra semana que me quedo sin ir donde la Pies Dorados». Luego su madre se calmó y exigió que probara la comida que ella misma le había preparado, con sus propias manos. Alberto aceptó y mientras tomaba la sopa de legumbres, su madre lo abrazaba y le decía: «eres el único apoyo que tengo en el mundo». Le contó que su padre se había quedado en la casa cerca de una hora, haciéndole toda clase de propuestas —un viaje al extranjero, una reconciliación aparente, el divorcio, la separación amistosa— y que ella las había rechazado todas, sin vacilar.
Luego volvieron a la sala y Alberto le pidió permiso para fumar. Ella asintió, pero al verlo encender un cigarrillo, lloró y habló del tiempo, de los niños que se hacen hombres, de la vida efímera. Recordó su niñez, sus viajes por Europa, sus amigas de colegio, su juventud brillante, sus pretendientes, los grandes partidos que rechazó por ese hombre que ahora se empeñaba en destruirla. Entonces, bajando la voz y adoptando una expresión melancólica, se puso a hablar de él. Repetía constantemente «de joven era distinto» y evocaba su espíritu deportivo, sus victorias en los campeonatos de tenis, su elegancia, su viaje de bodas al Brasil y los paseos que, tomados de la mano, hacían a medianoche por la Playa de Ipanema. «Lo perdieron los amigos, exclamaba. Lima es la ciudad más corrompida del mundo. ¡Pero mis oraciones lo salvarán!» Alberto la escuchaba en silencio, pensando en la Pies Dorados que tampoco vería este sábado, en la reacción del Esclavo cuando supiera que había ido al cine con Teresa, en Pluto que estaba con Helena, en el Colegio Militar, en el barrio que hacía tres años no frecuentaba. Luego, su madre bostezó. Él se puso en pie y le dio las buenas noches. Fue a su cuarto. Comenzaba a desnudarse cuando vio en el velador un sobre con su nombre escrito en letras de imprenta. Lo abrió y extrajo un billete de cincuenta soles.