No me extraña nada del Jaguar, ya sabía que no tiene sentimientos, a quién le va a asombrar que quiera meternos a todos en la sopa. Dice que le dijo: todo el mundo está fregado si me friegan, no me extraña. Pero tampoco el Rulos sabe gran cosa, no te muevas tanto que me rasguñas la panza, yo esperaba que me dijera muchas cosas y eso podía incluso adivinarlo. Dice que estaban haciendo puntería con la cristina de un perro y que el Jaguar acertaba todas las pedradas a veinte metros y el perro decía: «me están haciendo polvo la cristina, mis cadetes». Yo me acuerdo que los vi en el descampado, y creí que se iban a fumar, si no me hubiera acercado, me gusta mucho hacer puntería y tengo más vista que el Rulos y el Jaguar. Dice que el perro protestaba demasiado y el Jaguar le dijo: «si sigues hablando voy a hacer puntería en tu bragueta, mejor te callas». Y dice que entonces se volvió hacia el Rulos y, sin que viniera al caso, le dijo: «se me ocurre que el poeta no ha venido al colegio porque se ha muerto. Este es año de muertes y me he soñado que va a haber otros cadáveres en la sección antes de que termine el año». Dice el Rulos que te dio nervios oír hablar así y que se estaba persignando cuando vio a Gamboa. No se le pasó por la cabeza siquiera que venía en busca del Jaguar, a mí tampoco se me habría ocurrido, vaya novedad. Pero el Rulos abría los ojazos y decía: «ni pensé que se iba a acercar, Boa, ni por asomo. Sólo pensaba en lo que había dicho el Jaguar sobre los cadáveres y el poeta, cuando vi que se nos venía derechito y mirándonos, Boa». Perra, ¿por qué tienes la lengua siempre tan caliente? Tu lengua me recuerda las ventosas que me ponía mi madre para sacarme las pestilencias cuando estaba enfermo. Dice que cuando estuvo a unos diez metros, el perro se levantó y también el Jaguar y que él se cuadró. «Me di cuenta ahí mismito, Boa, no era porque el perro estaba sin cristina, cualquiera se habría dado cuenta, sólo a nosotros nos miraba, no nos quitaba los ojos, Boa.» Y dice que les dijo: «buenos días, cadetes», pero que ya no miraba al Rulos, sólo al Jaguar y que éste soltó la piedra que tenía en la mano. «Vaya a la Prevención, le dijo; preséntese al oficial de guardia. Y lleve su pijama, su escobilla de dientes, una toalla y jabón.» Dice el Rulos que él se puso pálido y que el Jaguar estaba muy tranquilo y que todavía le preguntó a Gamboa con cachita: «¿yo, mi teniente?, ¿por qué, mi teniente?», y que el perro se reía, ojalá encuentre a ese perro. Y que Gamboa no le contestó, sólo le dijo: «vaya inmediatamente». Lástima que el Rulos no se acuerde de la cara de ese perro, aprovechando que estaba el teniente cogió su cristina y se escapó corriendo. No me extraña que el Jaguar le dijera al Rulos: «maldita sea, si es por lo de los exámenes te juro que muchos van a lamentar haber nacido», es muy capaz. Y el Rulos dice que le dijo: «¿no creerás que yo soy un soplón o que el Boa es un soplón?». Y el Jaguar le contestó: «espero por su bien que no sean chivatos. No se olviden que están tan embarrados como yo. Adviérteselo al Boa. Y también a todos los que han comprado exámenes. A todo el mundo». Yo ya sé lo demás, lo vi salir de la cuadra, tenía el pijama de una manga y lo arrastraba por el suelo y llevaba la escobilla entre los dientes como si fuera una cachimba. Me sorprendió porque creí que iba a bañarse y el Jaguar no es como Vallano, que se ducha todas las semanas, en tercero le decían «el acuático». Tienes una lengua caliente, Malpapeada, una lengua larga y quemante.
C
UANDO MI
madre me dijo «se acabó el colegio, vamos donde tu padrino para que te consiga un trabajo», yo le respondí: «ya sé cómo ganar plata sin dejar el colegio, no te preocupes». «¿Qué dices?», me dijo. Se me trabó la lengua y me quedé con la boca abierta. Después le pregunté si conocía al flaco Higueras. Me miró muy raro y me preguntó: «¿y tú de dónde lo conoces?» «Somos amigos, le dije. Y a veces le hago unos trabajos.» Ella encogió los hombros. «Ya estás grande, me dijo. Allá tú con lo que haces, no quiero saber nada. Pero si no traes plata, a trabajar.» Me di cuenta que mi madre sabía lo que hacían el flaco Higueras y mi hermano. Yo ya había ido con el flaco a otras casas, siempre de noche y cada vez gané unos veinte soles. El flaco me decía: «te harás rico conmigo». Tenía guardada toda la plata en mis cuadernos y le pregunté a mi madre: «¿necesitas dinero ahora?». «Siempre necesito, me contestó. Dame lo que tengas.» Le di toda la plata, menos dos soles. Yo sólo gastaba en ir a esperar a Tere todos los días a la salida del colegio y también en cigarrillos, pues esos días comencé a fumar de mi bolsillo. Una cajetilla de Inca me duraba tres o cuatro días. Una vez prendí un cigarrillo en la Plaza de Bellavista y Tere me vio desde la puerta de su casa. Se acercó y conversamos, sentados en una banca. Me dijo: «enséñame a fumar». Encendí un cigarrillo y le di varias pitadas. No podía golpear y se atoraba. Al día siguiente me dijo que había estado con náuseas toda la noche y que no volvería a fumar. Me acuerdo bien de esos días, fueron los mejores del año. Estábamos casi al final del curso, habían comenzado los exámenes, estudiábamos más que antes y éramos inseparables. Cuando su tía no estaba o se quedaba dormida, nos hacíamos bromas, jugábamos a despeinarnos y yo me ponía muy nervioso cada vez que ella me tocaba. La veía dos veces al día, me sentía contento. Como andaba con plata, siempre le llevaba una sorpresa. En las noches, iba a la Plaza Bellavista a encontrarme con el flaco y él me decía: «prepárate para tal día. Tenemos un asunto que es canela fina».
Las primeras veces fuimos los tres: el flaco, yo y el serrano Culepe. Otra vez, que dimos un golpe en Orrantia, en una casa de ricos, se juntaron a nosotros dos desconocidos. Pero por lo general lo hacíamos solos. «Mientras menos, mejor, decía el flaco. Por el reparto y los chivatos. Pero a veces no se puede, cuando el almuerzo es suculento se necesitan muchas bocas.» Casi siempre entrábamos a casas vacías. El flaco ya las conocía, no sé cómo, y me explicaba la manera de entrar, por el techo, la chimenea o una ventana. Al principio tuve miedo, después trabajaba muy tranquilo. Una vez entramos a una casa de Chorrillos. Yo me metí por un vidrio del garaje, que el flaco rompió con un diamante. Crucé media casa para abrirles la puerta de calle, salí y esperé en la esquina. Al poco rato vi que se encendía la luz del segundo piso y que el flaco salía disparado. Al pasar me cogió la mano y me dijo: «vuela que nos cocinan». Corrimos como tres cuadras, no sé si nos perseguían, pero yo tenía mucho miedo y cuando el flaco me dijo: «lárgate por allá y al doblar la esquina échate a caminar tranquilo», creí que estaba frito. Hice lo que me dijo y tuve suerte. Regresé a mi casa a pie, desde tan lejos. Llegué muerto de frío y de cansancio, temblando, seguro de que al flaco lo habían agarrado. Pero al día siguiente estaba esperándome en la plaza, muerto de risa. «¡Qué tal chasco!, me decía. Yo estaba abriendo una cómoda y en eso se hizo de día, quedé mareado con tantas luces. Carambolas, nos libramos porque Dios es grande.»
—¿Q
UE MÁS
? —dijo Alberto.
—Nada más —repuso el cabo—. Sólo que comenzó a sangrar y yo le dije: «no te hagas». Y el bruto ése me contestó: «no me hago, mi cabo, pero me está doliendo». Y entonces, como todos son compinches, los soldados comenzaron a murmurar: «le está doliendo, le está doliendo». Yo no lo creía pero tal vez era verdad. ¿Sabe por qué, cadete? Por sus pelos, que estaban colorados. Lo mandé a lavarse, para que no manchara el piso de la cuadra. Pero el muy porfiado no quiso, es un maricón, para hablar claro. Se quedó sentado en su cama y lo empujé, sólo para que se levantara, cadete, y los otros comenzaron a gritar: «no lo maltrate, cabo, ¿no ve que le está doliendo?».
—¿Y después? —preguntó Alberto.
—Nada más, mi cadete, nada más. Entró el sargento y preguntó: «¿qué le pasa a éste?». «Se ha caído, mi sargento, le dije. ¿No es verdad que te has caído?» Y el maricón dijo: «no, usted me ha roto la cabeza de un palazo, mi cabo». Y los otros forajidos gritaron: «sí, sí, el cabo le ha roto la cabeza». ¡Maricones! El sargento me trajo a la Prevención y mandó al bruto ése a la enfermería. Aquí me tienen hace cuatro días. A pan y agua. Tengo mucha hambre, cadete.
—¿Y por qué le rompiste la cabeza? —preguntó Alberto.
—Bah —dijo el cabo, con una mueca desdeñosa—. Yo sólo quería que sacara rápido la basura. ¿Quiere que le diga una cosa? Se cometen muchas injusticias. Si el teniente ve basuras en la cuadra me manda tres días de rigor o me muele a patadas. Pero si yo doy un cocacho a un soldado me meten al calabozo. ¿Quiere saber la verdad, cadete? No hay nada peor que ser cabo. A los soldados los patean los oficiales, pero entre ellos son compinches, siempre paran ayudándose. A los clases, en cambio, nos llueve de todas partes. Los oficiales nos patean y los soldados nos odian y nos hacen imposible la vida. Yo estaba mejor cuando era soldado, cadete.
Los dos calabozos están detrás de la Prevención. Son cuartos oscuros y altos, que se comunican por una rejilla, a través de la cual Alberto y el cabo pueden conversar cómodamente. En cada calabozo hay una ventanilla cerca del techo, que deja pasar prismas de luz, un raquítico catre de campaña, un colchón de paja y una frazada caqui.
—¿Cuánto tiempo va a estar aquí, cadete? —dice el cabo.
—No sé —responde Alberto. Gamboa no le había dado explicación alguna la noche anterior, se limitó a decirle secamente: «dormirá allá; prefiero que no vaya a la cuadra». Eran apenas las diez, la Costanera y los patios estaban desiertos, barridos por un viento silencioso; los consignados se hallaban en las cuadras y los cadetes sólo volvían a las once. Amontonados en la banca del fondo de la Prevención, los soldados conversaban entre dientes, ni siquiera echaron una mirada a Alberto cuando entró al calabozo. Estuvo unos segundos a ciegas, después distinguió, en una esquina, la sombra compacta del catre de campaña. Dejó su maletín en el suelo, se quitó la guerrera, los zapatos, el quepí y se cubrió con la frazada. Hasta él llegaban unos ronquidos de animal. Se durmió casi inmediatamente, pero despertó varias veces y los ronquidos proseguían, inalterables, poderosos. Sólo con las primeras luces del amanecer descubrió al cabo en el calabozo contiguo: un hombre largo, de rostro seco y filudo como un cuchillo, que dormía con polainas y cristina. Poco después, un soldado le trajo café caliente. El cabo se despertó y desde su catre le hizo un saludo amistoso. Estaban conversando cuando sonó la diana.
Alberto se aparta de la rejilla y se aproxima a la puerta del calabozo, que comunica con la sala de guardia: el teniente Gamboa está inclinado sobre el teniente Ferrero y le habla en voz baja. Los soldados se restriegan los ojos, se desperezan, toman sus fusiles, se aprestan a abandonar la Prevención. Por la puerta, se ve el comienzo del patio exterior y el sardinel de piedras blancas que circunda el monumento al héroe. Por allí deben estar los soldados que van a entrar de servicio junto con el teniente Ferrero. Gamboa sale de la Prevención sin mirar el calabozo. Alberto escucha silbatos sucesivos y comprende que, en los patios de cada año, se organizan las formaciones. El cabo continúa en la cama y ha vuelto a cerrar los ojos, pero ya no ronca. Cuando se oye el desfile de los batallones hacia el comedor, el cabo silba despacito, al compás de la marcha. Alberto mira su reloj. «Ya debe estar con el Piraña, Teresita, ya le habló, ya están hablando con el mayor, han entrado donde el comandante, están yendo donde el coronel, Teresita, los cinco están hablando de mí, llamarán a los periodistas y me tomarán fotos y el primer día de salida me lincharán y mi mamá se volverá loca, y no podré caminar más por Miraflores sin que me señalen con el dedo, y tendré que irme al extranjero y cambiarme de nombre, Teresita.» Después de unos minutos, vuelven a oírse los silbatos. Las pisadas de los cadetes que abandonan el comedor y atraviesan el descampado para formar en la pista de desfile llegan hasta la Prevención como un susurro lejano. La marcha hacia las aulas, en cambio, es un gran ruido marcial, equilibrado y exacto que va disminuyendo lentamente hasta desaparecer. «Ya se habrán dado cuenta, Teresita, el poeta no ha venido, Arróspide ha escrito mi nombre en el parte de ausentes, cuando sepan se sortearán a ver quién me pega, se pasarán papeles y mi padre dirá mi apellido en el fango, en la página policial de los periódicos, tu abuelo y tu bisabuelo morirían de impresión, nosotros fuimos siempre y en todo los mejores y tú te —pudres en la mugre, Teresita, nos escaparemos a Nueva York y nunca volveremos al Perú, ahora ya comenzaron las clases y deben estar mirando mi carpeta.» Alberto da un paso atrás cuando ve al teniente Ferrero acercarse al calabozo. La puerta metálica se abre silenciosamente.
—Cadete Fernández—. Era un teniente muy joven, que tenía a su mando una compañía de tercero.
—Sí, mi teniente.
—Vaya a la secretaría de su año y preséntese al capitán Garrido.
Alberto se puso la guerrera y el quepí. Era una mañana clara, el viento arrastraba un sabor a pescado y a sal. No había sentido llover en la noche y, sin embargo, el patio estaba mojado. La estatua del héroe parecía una planta lúgubre, impregnada de rocío. No vio a nadie en la pista ni en el patio del año. La puerta de la secretaría estaba abierta. Se acomodó el cinturón de la guerrera y se pasó la mano por los ojos. El teniente Gamboa, de pie, y el capitán Garrido, sentado en la punta del escritorio, lo miraban. El capitán le indicó con un gesto que entrara. Alberto dio unos pasos y se cuadró. El capitán lo examinó de arriba abajo, detenidamente. Agazapadas como dos abscesos bajo las orejas, las sobresalientes mandíbulas estaban en reposo. Tenía la boca cerrada, pero su dentadura de piraña asomaba entre los labios, blanquísima. El capitán movió ligeramente la cabeza.
—Bueno —dijo—. Vamos a ver, cadete. ¿Qué significa esta historia?
Alberto abrió la boca y su cuerpo se ablandó por adentro como si el aire, al invadirlo, hubiera disuelto sus órganos. ¿Qué iba a decir? El capitán Garrido tenía las manos sobre el escritorio y sus dedos, muy nerviosos, arañaban unos papeles. Lo miraba a los ojos. El teniente Gamboa estaba a su lado y Alberto no podía verlo. Le ardían las mejillas, debía haber enrojecido.
—¿Qué espera? —dijo el capitán—. ¿Le han cortado la lengua?
Alberto bajó la cabeza. Sentía una fatiga muy intensa y una súbita desconfianza: engañosas y frágiles, las palabras avanzaban hasta la orilla de los labios y allí retrocedían, o morían como objetos de humo. La voz de Gamboa interrumpió su tartamudeo.