—Era mi obligación —dijo Gamboa.
—Usted tiene un empacho de reglamentos —dijo el capitán—. No lo critico, Gamboa, pero en la vida hay que ser práctico. A veces, es preferible olvidarse del reglamento y valerse solo del sentido común.
—Yo creo en los reglamentos —dijo Gamboa—. Le voy a confesar una cosa. Me los sé de memoria. Y sepa que no me arrepiento de nada.
—¿Quiere fumar? —dijo el capitán. Gamboa acepto un cigarrillo. El capitán fumaba tabaco negro importado, que al arder despedía un humo denso y fétido. El teniente acarició un momento el cigarrillo ovalado antes de llevárselo a la boca.
—Todos creemos en el reglamento —dijo el capitán—. Pero hay que saber interpretarlo. Los militares debemos ser, ante todo, realistas, tenemos que actuar de acuerdo con las circunstancias. No hay que forzar las cosas para que coincidan con las leyes, Gamboa, sino al revés, adaptar las leyes a las cosas. —La mano del capitán Garrido revoloteó en el aire, inspirada—: Si no, la vida sería imposible. La terquedad es un mal aliado. ¿Qué va a ganar habiendo sacado la cara por ese cadete? Nada, absolutamente nada, salvo perjudicarse. Si me hubiera hecho caso, el resultado sería el mismo y se habría ahorrado muchos problemas. No crea que me alegro. Usted sabe que yo lo estimo. Pero el mayor está furioso y tratará de fregarlo. El coronel también debe estar muy disgustado.
—Bah —dijo Gamboa, con desgano—. ¿Qué pueden hacerme? Además, me importa muy poco. Tengo la conciencia limpia.
—Con la conciencia limpia se gana el cielo —dijo el capitán, amablemente—, pero no siempre los galones. En todo caso, yo haré todo lo que esté en mis manos para que esto no lo afecte. Bueno, y ¿qué es de los dos pájaros?
—El coronel ordeno que volvieran a la cuadra.
—Vaya a buscarlos. Déles unos cuantos consejos; que se callen si quieren vivir en paz. No creo que haya problema. Ellos están más interesados que cualquiera en olvidar esta historia. Sin embargo, cuidado con su protegido, que es insolente.
—¿Mi protegido? —dijo Gamboa—. Hace una semana, ni me había dado cuenta que existía.
El teniente salió, sin pedir permiso al capitán. El patio de las cuadras estaba vacío, pero pronto sería mediodía y los cadetes volverían de las aulas como un río que crece, ruge y se desborda y el patio se convertiría en un bullicioso hormiguero. Gamboa sacó la carta que tenía en su cartera, la tuvo unos segundos en la mano y la volvió a guardar, sin abrirla. «Si es hombre, pensó, no será militar.»
En la Prevención, el teniente de guardia leía un periódico y los soldados, sentados en la banca, se miraban unos a otros, con ojos vacíos. Al entrar Gamboa, se pusieron de pie, como autómatas.
—Buenos días.
—Buenos días, teniente.
Gamboa tuteaba al teniente joven, pero éste, que había servido a sus órdenes, lo trataba con cierto respeto.
—Vengo por los dos cadetes de quinto.
—Sí —dijo el teniente. Sonreía, jovial, pero su rostro revelaba el cansancio de la guardia nocturna—. Justamente, uno de ellos quería irse, pero le faltaba la orden. ¿Los traigo? Están en el calabozo de la derecha.
—¿Juntos? —preguntó Gamboa.
—Sí. Necesitaba el calabozo del estadio. Hay varios soldados castigados. ¿Debían estar separados?
Dame la llave. Voy a hablar con ellos.
Gamboa abrió despacio la puerta de la celda, pero entró de un salto, como un domador a la jaula de las fieras. Vio dos pares de piernas, balanceándose en el cono luminoso que atravesaba la ventana, y escucho los resuellos desmedidos de los dos cadetes; sus ojos no se acostumbraban a la penumbra, apenas podía distinguir sus siluetas y el contorno de sus rostros. Dio un paso hacia ellos y gritó:
—¡Atención!
Los dos se pusieron de pie, sin prisa.
—Cuando entra un superior —dijo Gamboa—, los subordinados se cuadran. ¿Lo han olvidado? Tienen seis puntos cada uno. ¡Saque la mano de su cara y cuádrese, cadete!
—No puede, mi teniente —dijo el Jaguar.
Alberto retiró su mano, pero inmediatamente volvió a apoyar la palma en la mejilla. Gamboa lo empujó con suavidad hacia la luz. El pómulo estaba muy hinchado y en la nariz y en la boca había sangre coagulada.
—Saque la mano —dijo Gamboa—. Déjeme ver.
Alberto bajó la mano y su boca se contrajo. Una gran redondela violácea encerraba el ojo, y el párpado, caído, era una superficie rugosa y como chamuscada. Gamboa vio también que la camisa comando tenía manchas de sangre. Los cabellos de Alberto estaban apelmazados por el sudor y el polvo.
—Acérquese.
El Jaguar obedeció. La pelea había dejado pocas huellas en su rostro, pero las aletas de su nariz temblaban y un bozal de saliva seca rodeaba sus labios.
—Vayan a la enfermería —dijo Gamboa. Y después los espero en mi cuarto. Tengo que hablar con los dos.
Alberto y el Jaguar salieron. Al oír sus pasos, el teniente de guardia se volvió. La sonrisa que vagaba en su rostro se transformó en una expresión de asombro.
—¡Alto ahí! —gritó, desconcertado—. ¿Qué pasa? No se muevan.
Los soldados se habían adelantado hacia los cadetes y los miraban con insistencia.
—Déjalos —dijo Gamboa. Y volviéndose hacia los cadetes les ordenó—: Vayan.
Alberto y el Jaguar abandonaron la Prevención. Los tenientes y los soldados los vieron alejarse en la limpia mañana, caminando hombro a hombro, sus cabezas inmóviles: no se hablaban ni miraban.
—Le ha destrozado la cara —dijo el teniente joven—. No comprendo.
—¿No sentiste nada? —preguntó Gamboa.
—No —repuso el teniente, confuso—. Y no me he movido de aquí. —Se dirigió a los soldados—. ¿Oyeron algo, ustedes?
Las cuatro cabezas oscuras negaron.
—Pelearon sin hacer ruido —dijo el teniente; consideraba lo ocurrido sin sorpresa ya, con cierto entusiasmo deportivo—. Yo los habría puesto en su sitio. Qué manera de darse, qué tal par de gallitos. Va a pasar un buen tiempo antes de que se le componga esa cara. ¿Por qué pelearon?
—Tonterías —dijo Gamboa—. Nada grave.
—¿Cómo se aguantó ése, sin gritar? —dijo el teniente—. Lo han desfigurado. Habría que meter al rubio en el equipo de box del colegio. ¿O ya está?
—No —dijo Gamboa—. Creo que no. Pero tienes razón. Habría que meterlo.
E
SE DÍA
estuve caminando por las charcas y en una de ellas, una mujer me dio pan y un poco de leche. Al anochecer, dormí de nuevo en una zanja, cerca de la avenida Progreso. Esta vez me quedé dormido de veras y sólo abrí los ojos cuanto el sol estaba alto. No había nadie cerca, pero oía pasar los autos de la avenida. Tenía mucha hambre, dolor de cabeza y escalofríos, como antes de la gripe. Fui hasta Lima, caminando, y a eso de las doce llegué a Alfonso Ugarte. Teresa no salió entre las chicas del colegio. Estuve dando vueltas por el centro, en lugares donde había mucha gente, la Plaza San Martín, el jirón de la Unión, la avenida Grau. En la tarde llegué al Parque de la Reserva, cansado y muerto de fatiga. El agua de los caños del parque me hizo vomitar. Me eché en el pasto y, al poco rato, vi acercarse a un cachaco que me hizo una señal desde lejos. Escapé a toda carrera y él no me persiguió. Ya era de noche cuando llegué a la casa de mi padrino, en la avenida Francisco Pizarro. Tenía la cabeza que iba a reventar y me temblaba todo el cuerpo. No era invierno y dije: «ya estoy enfermo». Antes de tocar, pensé: «va a salir la mujer y lo negará. Entonces iré a la comisaría. Al menos me darán de comer». Pero no salió ella sino mi padrino. Me abrió la puerta y se quedó mirándome sin reconocerme. Y sólo hacía dos años que no me veía. Le dije mi nombre. Él tapaba la puerta con su cuerpo; adentro había luz y yo veía su cabeza, redonda y pelada. «¿Tú?, me dijo. No puede ser, ahijado, creí que también te habías muerto.» Me hizo pasar y adentro me preguntó: «¿qué tienes, muchacho, qué te pasa?». Yo le dije:«sabe, padrino, perdóneme, pero hace dos días que no como». Me cogió del brazo y llamó a su mujer. Me dieron sopa, un bistec con fréjoles y un dulce. Después, los dos me hicieron muchas preguntas. Les conté una historia: «me escapé de mi casa para ir a trabajar a la selva con un tipo y estuve allí dos años, en una plantación de café, y después el dueño me echó porque le iba mal y he llegado a Lima sin un centavo». Después les pregunté por mi madre y él me contó que se había muerto hacía seis meses, de un ataque al corazón. «Yo pagué el entierro, me dijo. No te preocupes. Estuvo bastante bien». Y añadió: «por lo pronto, esta noche dormirás en el patio del fondo. Mañana ya veremos qué se puede hacer contigo». La mujer me dio una frazada y un cojín. Al día siguiente, mi padrino me llevó a su bodega y me puso a despachar en el mostrador. Sólo éramos él y yo. No me pagaba nada, pero tenía casa y comida, y me trataban bien, aunque me hacían trabajar duro y parejo. Me levantaba antes de las seis y tenía que barrer toda la casa, preparar el desayuno y llevárselo a la cama. Iba a hacer las compras al mercado con una lista que me daba la mujer y después a la bodega; ahí me quedaba todo el día, despachando. Al principio, mi padrino estaba también en la bodega todo el tiempo, pero después me dejaba solo y en las noches me pedía cuentas. Al regresar a casa les hacía la comida —ella me enseñó a cocinar—. Y después me iba a dormir. No pensaba en irme, a pesar de que estaba harto de la falta de plata. Tenía que robar a los clientes en las cuentas, subiéndoles el precio o dándoles menos vuelto, para comprar cajetillas de Nacional que fumaba a escondidas. Además, me hubiera gustado salir alguna vez, adonde fuera, pero el miedo a la Policía me frenaba. Después mejoraron las cosas. Mi padrino tuvo que irse de viaje a la sierra, y se llevó a su hija. Yo, cuando supe que iba a viajar, tuve miedo, me acordé que su mujer me detestaba. Sin embargo, desde que vivía con ellos no se metía conmigo, sólo me dirigía la palabra para mandarme hacer algo. Desde el mismo día que mi padrino se fue, ella cambió. Era amable conmigo, me contaba cosas, se reía, y en las noches cuando iba a la bodega y yo comenzaba a hacerle las cuentas, me decía: «deja, ya sé que no eres ningún ladrón». Una noche se presentó en la bodega antes de las nueve. Parecía muy nerviosa. Apenas la vi entrar me di cuenta de sus intenciones. Traía todos los gestos, las risitas y las miradas de las putas de los burdeles del Callao, cuando estaban borrachas y con ganas. Me dio gusto. Me acordé de las veces que me había largado cuando iba a buscar a mi padrino y pensé «ha llegado la hora de la venganza». Ella era fea, gorda y más alta que yo. Me dijo: «oye, cierra la bodega y vámonos al cine. Te invito». Fuimos a un cine del centro, porque ella decía que daban una película muy buena, pero yo sabía que tenía miedo de que la vieran conmigo en el barrio, pues mi padrino tenía fama de celoso. En el cine, como era una película de terror, se hacía la asustada, me cogía las manos y se me pegaba, me tocaba con su rodilla. A veces, como al descuido, ponía su mano sobre mi pierna y la dejaba ahí. Yo tenía ganas de reírme. Me hacía el tonto y no respondía a sus avances. Debía estar furiosa. Después del cine regresamos a pie y ella empezó a hablarme de mujeres, me contó historias cochinas, aunque sin decir malas palabras y después me preguntó si yo había tenido amores. Le dije que no y ella me repuso: «mentiroso. Todos los hombres son iguales». Se esforzaba para que yo viera que me trataba como a un hombre. Me daban ganas de decirle: «se parece usted a una puta del Happy Land que se llama Etna». En la casa yo le pregunté si quería que le preparara la comida y ella me dijo: «no. Más bien, vamos a alegrarnos. En esta casa uno nunca se alegra. Abre una botella de cerveza». Y empezó a hablarme mal de mi padrino. Lo odiaba: era un avaro, un viejo imbécil, no sé cuántas cosas más. Hizo que me tomara solo toda la botella. Quería emborracharme a ver si así le hacía caso. Después prendió la radio y me dijo: «te voy a enseñar a bailar». Me apretaba con todas sus fuerzas y yo la dejaba, pero seguía haciéndome el tonto. Al fin me dijo: «¿nunca te ha besado una mujer?» Le dije que no. «¿Quieres ver cómo es?» Me agarró y comenzó a besarme en la boca. Estaba desatada, me metía su lengua hedionda hasta las amígdalas y me pellizcaba. Después me jaló de la mano hasta su cuarto y se desvistió. Desnuda, ya no parecía tan fea, todavía tenía el cuerpo duro. Estaba avergonzada porque yo la miraba sin acercarme y apagó la luz. Me hizo dormir con ella todos los días que estuvo ausente mi padrino. «Te quiero, me decía, me haces muy feliz.» Y se pasaba el día hablándome mal de su marido. Me regalaba plata, me compró ropa e hizo que me llevaran con ellos al cine todas las semanas. En la oscuridad me agarraba la mano sin que notara mi padrino. Cuando yo le dije que quería entrar al Colegio Militar Leoncio Prado y que convenciera a su marido para que me pagara la matrícula, casi se vuelve loca. Se jalaba los pelos y me decía ingrato y malagradecido. La amenacé con escaparme y entonces aceptó. Una mañana mi padrino me dijo: «¿sabes muchacho? Hemos decidido hacer de ti un hombre de provecho. Te voy a inscribir como candidato al Colegio Militar».
—N
O SE
mueva aunque le arda —dijo el enfermero—. Porque si le entra al ojo, va a ver a Judas calato.
Alberto vio venir hacia su rostro la gasa empapada en una sustancia ocre y apretó los dientes. Un dolor animal lo recorrió como un estremecimiento: abrió la boca y chilló. Después, el dolor quedó localizado en su rostro. Con el ojo sano, veía por encima del hombro del enfermero, al Jaguar: lo miraba indiferente, desde una silla, al otro extremo de la habitación. Su nariz absorbía un olor a alcohol y yodo que lo mareaba. Sintió ganas de arrojar. La enfermería era blanca y el piso de losetas devolvía hacia el techo. La luz azul de los tubos de neón. El enfermero había retirado la gasa y empapaba otra, silbando entre dientes. ¿Sería tan doloroso también esta vez? Cuando recibía los golpes del Jaguar en el suelo del calabozo, donde se revolcaba en silencio, no había sentido dolor alguno, sólo humillación. Porque a los pocos minutos de comenzar, se sintió vencido: sus puños y sus pies apenas tocaban al Jaguar, forcejeaba con él y al momento debía soltar el cuerpo duro y asombrosamente huidizo que atacaba y retrocedía, siempre presente e inasible, próximo y ausente. Lo peor eran los cabezazos, él levantaba los codos, golpeaba con las rodillas, se encogía; inútil: la cabeza del Jaguar caía como un bólido contra sus brazos, los separaba, se abría camino hasta su rostro y él, confusamente, pensaba en un martillo, en un yunque. Y así se había desplomado la primera vez, para darse un respiro. Pero el Jaguar no esperó que se levantara, ni se detuvo a comprobar si ya había ganado: se dejó caer sobre él y continuó golpeándolo con sus puños infatigables hasta que Alberto consiguió incorporarse y huir a otro rincón del calabozo. Segundos más tarde había caído al suelo otra vez, el Jaguar cabalgaba nuevamente encima suyo y sus puños se abatían sobre su cuerpo hasta que Alberto perdía la memoria. Cuando abrió los ojos estaba sentado en la cama, al lado del Jaguar y escuchaba su monótono resuello. La realidad volvía a ordenarse a partir del momento en que la voz de Gamboa retumbó en la celda.