—Un fantasma —dijo Pluto—. ¡Un fantasma, sí, señor!
El Bebe lo tenía abrazado, Helena le sonreía, Tico le presentaba a los desconocidos, Molly decía «hace tres años que no lo veíamos, nos había olvidado», Emilio lo llamaba «ingrato» y le daba golpecitos afectuosos en la espalda.
—Un fantasma —repitió Pluto—. ¿No les da miedo?
Él estaba con su traje de civil, el uniforme reposaba sobre una silla, el quepí había rodado al suelo, su madre había salido, la casa desierta lo exasperaba, tenía ganas de fumar, sólo hacía dos horas que estaba libre y lo desconcertaban las infinitas posibilidades para ocupar su tiempo que se abrían ante él. «Iré a comprar cigarrillos, pensó; y después, donde Teresa.» Pero una vez que salió y compró cigarrillos, no subió al Expreso, sino que estuvo largo rato ambulando por las calles de Miraflores como lo hubiera hecho un turista o un vagabundo: la avenida Larco, los Malecones, la Diagonal, el Parque Salazar y de pronto allí estaban el Bebe, Pluto, Helena, una gran rueda de rostros sonrientes que le daban la bienvenida.
—Llegas justo —dijo Molly—. Necesitábamos un hombre para el paseo a Chosica. Ahora estamos completos, ocho parejas.
Se quedaron conversando hasta el anochecer, se pusieron de acuerdo para ir en grupo a la playa al día siguiente. Cuando se despidió de ellos, Alberto regresó a su casa, andando lentamente, absorbido por preocupaciones recién adquiridas. Marcela (¿Marcela qué?, no la había visto nunca, vivía en la avenida Primavera, era nueva en Miraflores) le había dicho: «¿Pero vienes de todas maneras, no?». Su ropa de baño estaba vieja, tenía que convencer a su madre que le comprase otra, mañana mismo, a primera hora, para estrenarla en la Herradura.
—¿No es formidable? —dijo Pluto—. ¡Un fantasma de carne y hueso!
—Sí —dijo el teniente Huarina—. Pero vaya rápido donde el capitán.
«Ahora no me puede hacer nada, pensó Alberto. Ya nos dieron las libretas. Le diré en su cara lo que es.» Pero no se lo dijo, se cuadró y lo saludó respetuosamente. El capitán le sonreía, sus ojos examinaban el uniforme de parada. «Es la última vez que me lo pongo», pensaba Alberto. Mas no se sentía exaltado ante la perspectiva de dejar el Colegio para siempre.
—Está bien —dijo el capitán—. Límpiese el polvo de los zapatos. Y preséntese al despacho del coronel sobre la marcha.
Subió las escaleras con un presentimiento de catástrofe. El civil le preguntó su nombre y se apresuró a abrirle la puerta. El coronel estaba en su escritorio. Esta vez también lo impresionó el brillo del suelo, las paredes y los objetos; hasta la piel y los cabellos del coronel parecían encerados.
—Pase, pase, cadete —dijo el coronel.
Alberto seguía intranquilo. ¿Qué escondían ese tono afectuoso, esa mirada amable? El coronel lo felicitó por sus exámenes. «¿Ve usted?, le dijo; con un poco de esfuerzo se obtienen muchas recompensas. Sus calificativos son excelentes.» Alberto no decía nada, recibía los elogios inmóvil y al acecho. «En el Ejército, afirmaba el coronel, la justicia se impone tarde o temprano. Es algo inherente al sistema, usted se debe haber dado cuenta por experiencia propia. Veamos, cadete Fernández: estuvo a punto de arruinar su vida, de manchar un apellido honorable, una tradición familiar ilustre. Pero el Ejército le dio una última oportunidad. No me arrepiento de haber confiado en usted. Déme la mano, cadete.» Alberto tocó un puñado de carne blanda, esponjosa. «Se ha enmendado usted, añadió el coronel. Enmendado, sí. Por eso lo he hecho venir. Dígame, ¿cuáles son sus planes para el futuro?» Alberto le dijo que iba a ser ingeniero. «Bien, dijo el coronel. Muy bien. La Patria necesita técnicos. Hace usted bien, es una profesión útil. Le deseo mucha suerte.» Alberto, entonces, sonrió con timidez y dijo: «no sé cómo agradecerle, mi coronel. Muchas gracias, muchas». «Puede retirarse ahora, le dijo el coronel. Ah, y no olvide inscribirse en la Asociación de exalumnos. Es preciso que los cadetes mantengan vínculos con el colegio. Todos formamos una gran familia.» El Director se puso de pie, lo acompañó hasta la puerta y sólo allí recordó algo. «Es cierto, dijo, haciendo un trazo aéreo con la mano. Olvidaba un detalle.» Alberto se cuadró.
—¿Recuerda usted unas hojas de papel? Ya sabe de qué hablo, un asunto feo.
Alberto bajó la cabeza y murmuró:
—Sí, mi coronel.
—He cumplido mi palabra —dijo el coronel—. Soy un hombre de honor. Nada empañará su futuro. He destruido esos documentos.
Alberto le agradeció efusivamente y se alejó haciendo venias: el coronel le sonreía desde el umbral de su despacho.
—Un fantasma —insistió Pluto—. ¡Vivito y coleando!
—Ya basta —dijo el Bebe—. Todos estamos muy contentos con la venida de Alberto. Pero déjanos hablar.
—Tenemos que ponernos de acuerdo para el paseo —dijo Molly.
—Claro —dijo Emilio—. Ahora mismo.
—De paseo con un fantasma —dijo Pluto—. ¡Qué formidable!
Alberto caminaba de vuelta a su casa, ensimismado, aturdido. El invierno moribundo se despedía de Miraflores con una súbita neblina que se había instalado a media altura, entre la tierra y la cresta de los árboles de la avenida Larco: al atravesarla, las luces de los faroles se debilitaban, la neblina estaba en todas partes ahora, envolviendo y disolviendo objetos, personas, recuerdos: los rostros de Arana y el Jaguar, las cuadras, las consignas, perdían actualidad y, en cambio, un olvidado grupo de muchachos y muchachas volvía a su memoria, él conversaba con esas imágenes de sueño en el pequeño cuadrilátero de hierba de la esquina de Diego Ferré y nada parecía haber cambiado, el lenguaje y los gestos le eran familiares, la vida parecía tan armoniosa y tolerable, el tiempo avanzaba sin sobresaltos, dulce y excitante como los ojos oscuros de esa muchacha desconocida que bromeaba con él cordialmente, una muchacha pequeña y suave, de voz clara y cabellos negros. Nadie se sorprendía al verlo allí de nuevo, convertido en un adulto; todos habían crecido, hombres y mujeres parecían más instalados en el mundo, pero el clima no había variado y Alberto reconocía las preocupaciones de antaño, los deportes y las fiestas, el cinema, las playas, el amor, el humor bien criado, la malicia fina. Su habitación estaba a oscuras; de espaldas en el lecho, Alberto soñaba sin cerrar los ojos. Habían bastado apenas unos segundos para que el mundo que abandonó le abriera sus puertas y lo recibiera otra vez en su seno sin tomarle cuentas, como si el lugar que ocupaba entre ellos le hubiera sido celosamente guardado durante esos tres años. Había recuperado su porvenir.
—¿No te daba vergüenza? —dijo Marcela.
—¿Qué?
—Pasearte con ella en la calle.
Sintió que la sangre afluía a su rostro. ¿Cómo explicarle que no sólo no le daba vergüenza, sino que se sentía orgulloso de mostrarse ante todo el mundo con Teresa? ¿Cómo explicarle que, precisamente, lo único que lo avergonzaba en ese tiempo era no ser como Teresa, alguien de Lince o de Bajo el Puente, que su condición de miraflorino en el Leoncio Prado era más bien humillante?
—No —dijo—. No me daba vergüenza.
—Entonces estabas enamorado de ella —dijo Marcela—. Te odio.
Él le apretó la mano; la cadera de la muchacha tocaba la suya y Alberto, a través de ese breve contacto, sintió una ráfaga de deseo. Se detuvo.
—No —dijo ella—. Aquí no, Alberto.
Pero no resistió y él pudo besarla largamente en la boca. Cuando se separaron, Marcela tenía el rostro arrebatado y los ojos ardientes.
—¿Y tus papás? —dijo ella.
—¿Mis papás?
—¿Qué pensaban de ella?
—Nada. No sabían.
Estaban en la alameda Ricardo Palma. Caminaban por el centro, bajo los altos árboles que sombreaban a trozos el paseo. Había algunos transeúntes y una vendedora de flores, bajo un toldo. Alberto soltó el hombro de Marcela y la tomó de la mano. A lo lejos, una línea constante de automóviles ingresaba a la avenida Larco. «Van a la playa», pensó Alberto.
—¿Y de mí, saben? —dijo Marcela.
—Sí —repuso él—. Y están encantados. Mi papá dice que eres muy linda.
—¿Y tu mamá?
—También.
—¿De veras?
—Sí, claro que sí. ¿Sabes lo que dijo mi papá el otro día? Que antes de mi viaje te invite para que vayamos de paseo, un domingo, a las playas del Sur. Mis papás, tú y yo.
—Ya está —dijo ella—. Ya hablaste de eso.
—Oh, pero si vendré todos los años. Estaré aquí las vacaciones íntegras, tres meses cada año. Además, es una carrera muy corta. En Estados Unidos no es como aquí, todo es más rápido, más perfeccionado.
—Prometiste no hablar de eso, Alberto —protestó ella—. Te odio.
—Perdóname —dijo él—. Fue sin darme cuenta. ¿Sabes que mis papás se llevan ahora muy bien?
—Sí. Ya me contaste. ¿Y ya no sale nunca tu papá? Él tiene la culpa de todo. No comprendo cómo lo soporta tu mamá.
—Ahora está más tranquilo —dijo Alberto—. Están buscando otra casa, más cómoda. Pero a veces mi papá se escapa y sólo aparece al día siguiente. No tiene remedio.
—¿Tú no eres como él, no?
—No —dijo Alberto—. Yo soy muy serio.
Ella lo miró con ternura. Alberto pensó: «estudiaré mucho y seré un buen ingeniero. Cuando regrese, trabajaré con mi papá, tendré un carro convertible, una gran casa con piscina. Me casaré con Marcela y seré un donjuán. Iré todos los sábados a bailar al Grill Bolívar y viajaré mucho. Dentro de algunos años ni me acordaré que estuve en el Leoncio Prado».
—¿Qué te pasa? —dijo Marcela—. ¿En qué piensas?
Estaban en la esquina de la avenida Larco. A su alrededor había gente; las mujeres llevaban blusas y faldas de colores claros, zapatos blancos, sombreros de paja, anteojos para el sol. En los automóviles convertibles se veía hombres y mujeres en ropa de baño, conversando y riendo.
—Nada —dijo Alberto—. No me gusta acordarme del Colegio Militar.
—¿Por qué?
—Me pasaba la vida castigado. No era muy agradable.
—El otro día —dijo ella—, mi papá me preguntó por qué te habían puesto en ese Colegio.
—Para corregirme —dijo Alberto—. Mi papá decía que yo podía burlarme de los curas pero no de los militares.
—Tu papá es un hereje.
Subieron por la avenida Arequipa. A la altura de Dos de Mayo, de un coche rojo les gritaron: «oho, oho, Alberto, Marcela»; ellos alcanzaron a ver a un muchacho que los saludaba con la mano. Le hicieron adiós.
—¿Sabías? —dijo Marcela—. Se ha peleado con Úrsula. —¿Ah, sí? No sabía.
Marcela le contó los pormenores de la ruptura. Él no comprendía bien, involuntariamente se había puesto a pensar en el teniente Gamboa. «Debe seguir en la puna. Se portó bien conmigo y por eso lo sacaron de Lima. Y todo porque me corrí. Tal vez pierda su ascenso y se quede muchos años de teniente. Sólo por haber creído en mí.»
—¿Me estás oyendo, o no? —dijo Marcela.
—Claro que sí —dijo Alberto—. ¿Y después?
—La llamó por teléfono montones de veces, pero ella apenas reconocía su voz, colgaba. Bien hecho, ¿no te parece?
—Por supuesto —dijo él—. Muy bien hecho.
—¿Tú harías algo como lo que hizo él?
—No —dijo Alberto—. Nunca.
—No te creo —dijo Marcela—. Todos los hombres son unos bandidos.
Estaban en la avenida Primavera. A lo lejos vieron el automóvil de Pluto. Éste, desde la calzada, les hizo ademanes amenazadores. Llevaba una reluciente blusa amarilla, un pantalón caqui arremangado hasta los tobillos, mocasines y medias cremas.
—¡Son ustedes unos frescos! —les gritó—. ¡Unos frescos!
—¿No es lindo? —dijo Marcela—. Lo adoro.
Corrió hacia Pluto y éste, teatralmente, simuló degollarla. Marcela se reía y su risa parecía una fuente, refrescaba la mañana soleada. Alberto sonrió a Pluto y éste le lanzó un puñete afectuoso al hombro.
—Creí que la habías raptado, hermano —dijo Pluto.
—Un segundo —dijo Marcela—. Voy a sacar mi ropa de baño.
—Apúrate o te dejamos —dijo Pluto.
—Sí —dijo Alberto—. Apúrate o te dejamos.
—¿Y
ELLA
qué te dijo? —preguntó el flaco Higueras.
Ella estaba inmóvil y atónita. Olvidando un instante su turbación, él pensó: «todavía se acuerda». En la luz gris que bajaba suavemente, como una rala lluvia, hasta esa calle de Lince ancha y recta, todo parecía de ceniza: la tarde, las viejas casas, los transeúntes que se aproximaban o alejaban a pasos tranquilos, los postes idénticos, las veredas desiguales, el polvo suspendido en el aire.
—Nada. Se quedó mirándome con unos ojazos asustados, como si yo le diera miedo.
—No creo —dijo el flaco Higueras—. Eso no creo. Algo tuvo que decirte. Al menos hola o qué ha sido de tu vida, o cómo estás; en fin, algo.
No, no le había dicho nada hasta que él habló de nuevo. Sus primeras palabras, al abordarla, habían sido precipitadas, imperiosas: «Teresa, ¿te acuerdas de mí? ¿Cómo estás?». El Jaguar sonreía, para mostrar que nada había de sorprendente en ese encuentro, que se trataba de un episodio banal, chato y sin misterio. Pero esa sonrisa le costaba un esfuerzo muy grande y en su vientre había brotado, como esos hongos de silueta blanca y cresta amarillenta que nacen repentinamente en las maderas húmedas, un malestar insólito, que invadía ahora sus piernas, ansiosas de dar un paso atrás, adelante o a los lados, sus manos que querían zambullirse en los bolsillos o tocar su propia cara; y, extrañamente, su corazón albergaba un miedo animal, como si esos impulsos, al convertirse en actos, fueran a desencadenar una catástrofe.
—¿Y tú qué hiciste? —dijo el flaco Higueras.
—Le dije otra vez: «hola, Teresa. ¿No te acuerdas de mí?».
Y entonces ella dijo:
—Claro que sí. No te había reconocido.
Él respiró. Teresa le sonreía, le tendía la mano. El contacto fue muy breve, apenas sintió el roce de los dedos de la muchacha, pero todo su cuerpo se serenó y desaparecieron el malestar, la agitación de sus miembros, y el miedo.
—¡Qué suspenso! —dijo el flaco Higueras.
Estaba en una esquina, mirando distraídamente a su alrededor mientras el heladero le servía un barquillo doble de chocolate y vainilla; a unos pasos de distancia, el tranvía Lima–Chorrillos se inmovilizaba con un breve chirrido junto a la caseta de madera, la gente que esperaba en la plataforma de cemento se movía y congregaba ante la puerta metálica bloqueando la salida, los pasajeros que bajaban tenían que abrirse pasó a empujones, Teresa apareció en lo alto de la escalerilla, la precedían dos mujeres cargadas de paquetes: en medio de esa aglomeración parecía una muchacha en peligro. El heladero le alcanzaba el barquillo, él alargó la mano, la cerró y algo se deshizo, bajo sus ojos la bola de helado se estrelló en sus zapatos, «miéchica, dijo el heladero, es su culpa, yo no le doy otro». Pateó al aire y la bola de helado salió despedida varios metros. Dio media vuelta, ingresó a una calle pero segundos después se detuvo y volvió la cabeza: en la esquina desaparecía el último vagón del tranvía. Regresó corriendo y vio, a lo lejos, a Teresa, caminando sola. La siguió, ocultándose detrás de los transeúntes. Pensaba: «ahorita entrará a una casa y no la volveré a ver». Tomó una decisión: «doy la vuelta a la manzana si la encuentro al llegar a la esquina, me la acerco». Echó a correr, primero despacio, luego como un endemoniado, al doblar una calle tropezó con un hombre que le mentó la madre desde el suelo. Cuando se detuvo, estaba sofocado y transpiraba. Se limpió la frente con la mano, entre los dedos sus ojos comprobaron que Teresa venía hacia él.