La clave de las llaves (25 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Encima de una mesa, entre marcas de vasos de whisky y tazas con restos de café fosilizado y un cenicero rebosante de colillas malolientes, nos esperaban las fotos.

—Aquí las tenemos —dijo el propietario de la casa, como si me mostrara un tesoro de valor incalculable.

No eran muy claras. Tuve que recurrir a las gafas de la presbicia y tuve que acercarme a una ventana para disponer de más claridad.

—Están hechas con infrarrojos. Era de noche, de madrugada, las dos o las tres. Pero, si se fija bien, se ve toda la secuencia.

Las tres primeras sólo me situaban en un escenario concreto, plagado de sombras cambiantes que no significaban nada.

—Aquí era cuando ladraba el perro y un hombre gritaba pidiendo socorro. Me despertaron. Salté de la cama y corrí al balcón. Siempre estoy atento, ¿sabe? Porque nunca sabes cuándo te saldrá la exclusiva, y se encendieron las luces de esa ventana, ¿las ve?

Si te lo hacían notar, sí, se veía que en una foto no estaba iluminada la ventana y, en la otra, sí.

Con la foto en la mano, salí al balcón. Resultó sumamente agradable volver a respirar aire fresco. El fotógrafo tenía allí plantada una cámara enorme como un lanzamorteros, apuntada descaradamente al jardín de la mansión de al lado. Desde allí se disfrutaba de una vista perfecta del jardín que se escondía detrás de aquellos muros tan altos y coronados de puntas afiladas. Los árboles centenarios, un caminito de losas sobre el césped, enanos de jardín, de esos de piedra, un juguete de niño, cuatro escalones que subían hacia el porche de la puerta.

—De repente, sale el perro y se lanza sobre el hombre. Aquí se ve muy claro. Lo agarró muy bien.

Ahí estaban el hombre y el perro, dos sombras recortadas en la superficie lisa del césped. La bestia había clavado sus dientes en el antebrazo izquierdo que el hombre había interpuesto para protegerse.

En la siguiente foto, estaba el hombre pero ya no estaba el perro.

—Aquí, envió el perro a hacer puñetas. Hizo así con el brazo y el perro salió disparado hacia el otro extremo del jardín. Y aquí…

Me llamó la atención la forma extraña de la cabeza del ladrón y se lo hice notar.

—Lleva un sombrero —me indicó el fotógrafo—. Mira: aquí se ve más claro. Cuando alguien abre la puerta y se proyecta luz sobre el jardín.

A pesar de la claridad procedente del interior de la casa, el hombre continuaba siendo una sombra a contraluz, cuyas dimensiones resultaban difíciles de precisar porque estaba en movimiento. Un brazo adelantado, el otro echado hacia atrás, corriendo, pillado en pleno salto cuando buscaba el refugio de la casa. En la mano derecha, se podía ver el extraño bulto que antes le deformaba la cabeza. Se había quitado el sombrero.

—En las otras fotos, ya no se ve nada más —dijo el fotógrafo, lamentándolo de todo corazón—. Se metió dentro de la casa y allí fue donde se encontró con los Garnett. Y no tuve oportunidad de captarlo cuando huía, porque se ve que lo hizo por la puerta de atrás. Pillé, eso sí, la llegada de la policía, mire, con todas las luces y toda la movida, y los vecinos mirando aquí. Y aquí, por fin, mire, aquí están Garnett y su mujer, ¿lo ve?

Se les veía hablando con un agente uniformado de la Policía Nacional.

—Era un intento de robo pero no lo denunciaron, ¿verdad? —le pregunté a Sisteró.

—No, no. Total, por lo visto, el ladrón no pudo robar nada. Y supongo que el asunto se habría reflejado en la prensa, y aún les habría provocado más preocupaciones.

Me pareció lógico, pero no acababa de entender que el club se hubiera tomado la molestia de comprarle al fotógrafo los derechos de publicación para impedir que las fotos llegaran a los periódicos y así se lo manifieste a Tete Gijón.

—Las estrellas del fútbol son muy delicadas. Tienen que estar concentradas —me explicó el periodista—. Tú y yo, al día siguiente de que nos abandone la mujer y nos crezcan las almorranas, tenemos que trabajar y rendir igual, pero las grandes estrellas necesitan una paz de espíritu casi mística. Y, aparte de eso, hay que cuidar la inversión publicitaria. Aunque Garnett no tenga ninguna culpa, de que le quieran robar, no conviene mezclar su nombre en asuntos sórdidos como un robo.

Si a Tete Gijón le parecía sórdido un intento de robo, no sé qué habría opinado de una fiesta de intercambio de parejas con epílogo de puta asesinada.

—Bueno —dijo el fotógrafo, impaciente—. ¿Cuánto me darías por esto?

Arqueé las cejas mientras me guardaba las gafas.

—¿Cuánto te daría por qué?

—Por las fotos. ¿Cuánto me pagas?

Ya me extrañaba que me las mostraran por pura generosidad.

—Nada —dije desinteresándome automáticamente. Ya estaban vistas.

—¡Hostia, no jodas, espera! —protestó Tete Gijón, profundamente decepcionado.

—No están a la venta. Ya las habéis cobrado, ¿no?

—No están a la venta para la prensa —objetó el periodista—, pero un detective privado es otra cosa. Seguro que tú les sacas provecho. Tu sí que puedes comercializarlas en tu circuito…

¿De qué estaban hablando? ¿De chantaje?

—Lo siento pero a mí eso no me sirve de nada.

Me encaminé hacia la puerta. Tete Gijón se interpuso.

—¡Va, va, va, Esquius, enróllate, salao! ¡Seis mil euros, cinco mil, tres mil…! —La cotización caía en picado a medida que me acercaba a la puerta.

—¡Vamos a porcentaje! —añadió el fotógrafo, desesperado, cuando yo ya estaba a punto de salir.

—Mierda —dije.

Por un momento, tuve la sospecha de que me querían retener por la fuerza. Como mínimo, el fotógrafo. Parecía una de esas situaciones que muy fácilmente se escapan de las manos. De reojo vi cómo Tete hacía un gesto de impaciencia, «lo siento, chico, no hay nada que hacer», y noté que venía tras de mí galopando escaleras abajo.

—¡Te estás perdiendo tu gran oportunidad, Esquius!

Pues la perdí.

Escena 4

Después, fui a comer a un
selfservice
de L'Illa Diagonal, y perdí el tiempo buscando DVD's en el FNAC. Me quedé dos joyas protagonizadas por el demonio:
Pactar con el diablo
, donde es Al Pacino quien interpreta al Príncipe de las Tinieblas, y
El corazón del Ángel
, donde lo interpreta Robert de Niro. Para quitarme de la cabeza a la falsa Cristina Pueyo, me concentré en aquella mujer espectacular que me había servido el desayuno en casa de Biosca. No sé por qué, me resistía a creer que fuera una criada. Fantaseaba que debía de ser una amante de Biosca, o quizá una prostituta que él había puesto a mi disposición por si la necesitaba. No conseguía aceptar que alguien con un cuerpo tan excepcional pudiera conformarse con el trabajo de criada. Como si el trabajo de puta fuera mejor.

De pronto, sonó el móvil y la pantalla me advirtió de que era Cristina quien llamaba. Se me arrugó el corazón. Ella aún no sabía que la había descubierto. Era el momento de decírselo, de abroncarla…, Lo hubiera hecho de haberla encontrado el día anterior, en caliente, pero en aquel momento no estaba de humor. Se me ocurrió que una reprimenda equivaldría a una felicitación: «¡Hija de puta!» querría decir «¡Felicidades! ¡Eres una estafadora de primera!». Si la llamaba embustera, ella interpretaría «Me has engañado como a un imbécil». Y, a pesar de que me negué a elaborar la idea y a preguntarme por qué se me ocurría, así, de pronto, una amonestación equivalía también a un rompimiento definitivo e irreparable. Desconecté el móvil y, a continuación, trastornado y poseído por la manía persecutoria, desistí una vez más de ir a mi casa, por miedo a que me estuvieran esperando los hombres que quemaban chaquetas con cigarrillos. Mi imaginación me pintaba al gorila de Lady Sophie, o al motorista de las melenas, o aquel tío cuyos bigotes yo había aplastado con el puño antes del pase de modelos, los tres haciendo turnos en la Gran Vía, a punto para dar la voz de alarma.

Me trasladé a casa de Biosca con la intención de ver los DVD's. Se me ocurrió que a lo mejor podría verlos acompañado de aquella chica tan atractiva.

Pero, por el camino, lo que realmente me atormentaba salió a la superficie por un instante, y me encontré telefoneando a Beth.

Tenía miedo de que todavía le durase el enfado por haberla privado del espectáculo de Reig en calzoncillos, pero en cuanto me reconoció se mostró entusiasmada:

—¡Ángel! ¿Es verdad lo que me contó Octavio? ¿Que desfilasteis por la pasarela con Reig y Alejandro Sanz?

—Bueno, sí, más o menos…

—¿Y que tuvisteis que pelearos con los cuerpos de seguridad?

—Más o menos.

—¡Y yo me lo perdí! —se reía sin rencor.

—¿Y a ti cómo te va el caso de los grandes almacenes?

—Fantástico, Ángel… —dijo con voz seductora—. Tengo que pedirte perdón por la manera como te traté cuando cenamos juntos. A veces, soy muy infantil. No me daba cuenta de que me estabas ofreciendo en bandeja la solución del caso. Ya he comprendido lo que me querías decir. —Yo no recordaba qué le había dicho exactamente—. Me estoy poniendo en la piel de los ladrones, estoy siguiendo tus indicaciones y me parece que ya me estoy acercando.

—Ah.

—La pista de la mochila forrada con papel de estaño y de la medida de los objetos que roban era retorcida, pero al mismo tiempo elemental. ¡Hay que ser burra para no caer en ello en seguida!

—Ah, sí —respondí, sin dejar de preguntarme de qué demonios estaba hablando—. Pero, bueno, quería hablarte de un problema, Beth. Tendrías que ayudarme.

—Encantada. Te debo una.

—Me han estafado, Beth.

—¿Qué dices? ¿A ti? ¡Imposible!

—Me han quitado doce mil euros.

—¡Imposible!

—Y me temo que lo han hecho con la complicidad de mi hija Mónica.

—¿Te refieres a ese novio del que me hablaste?

—Me temo que sí. El novio y su madre. Y mi hija.

—No, tu hija no puede ser. Ella no te lo haría.

—No lo sé, Beth.

Me desahogué contándole el proceso de la estafa. Cómo me pidieron el dinero, la excusa delirante de ese grotesco theremin, el fingimiento de Cristina (como se llamara, va) para terminar de convencerme, la maniobra envolvente de Madrid, la presencia en el campo de fútbol de aquel fantasma argentino con una actitud culpable que lo delataba de lejos. La página grosera de Internet del pretendido músico, sin duda montada a toda prisa para que yo viera asociados allí el nombre de Roberto Montaraz y la fotografía del impostor y cómplice de Cristina, que se habría apropiado del nombre y el prestigio del auténtico
professore
. Un trabajo minuciosamente elaborado por auténticos profesionales de la estafa para embaucar a un no menos auténtico incauto. ¿Cómo no me había dado cuenta?

—¿Pero Mónica…?

—Ha sido pieza clave de esta estafa. En el mejor de los casos, la habrán utilizado. A lo mejor, ella sí que está convencida de que Esteban puede triunfar con ese instrumento absurdo. Le han comido el coco, el amor nos ciega, y sé lo que me digo. Si ella no hubiera estado en medio, comprenderás que no me habrían pillado. Si supiera que Mónica ha sido engañada, incluso podría recurrir a la policía, pero tengo que estar seguro de ello, no quiero meterla en líos. En todo caso, lo resolveremos hablando en casa. —No quería ni imaginarme aquella conversación con mi hija—. Beth: tendrías que ayudarme a averiguar qué han hecho de mi dinero, y si tengo alguna manera de recuperarlo. Mónica no te conoce. Podrás acercarte a ellos, podrás interrogarlos…

—Bueno… Ahora estoy muy ocupada con esto de los grandes almacenes… —No era una negativa.

—Haz lo que puedas, ¿de acuerdo?

Le dicté el nombre de Esteban, y la dirección donde vivía con Mónica, y la dirección donde vivía su madre, la falsa Cristina. Y le pedí que me mantuviera informado. Me prometió que haría lo que pudiera, tan pronto como dispusiera de tiempo.

La mujer escultural había desaparecido del domicilio de Biosca. Sobre una mesita, colocada a propósito delante del ojo gigantesco del vestíbulo, encontré una nota de mi dueño y señor donde decía que «se habían ido», así, en plural, ¿hablaba de la criada estupenda?, «porque querían mantener una prudente distancia». Y una nota con la dirección exacta del lugar donde se celebraría, al día siguiente, la boda de los Clausell-Zarco, a la que estaba invitado el matrimonio Plegamans.

Cené pero no me quedé a dormir en casa de Biosca. Era demasiado grande, demasiado inhóspita, estaba seguro de que por todas partes había cámaras que seguían cada uno de mis movimientos.

No quería ir a mi piso porque aún me duraba la sensación de que me estarían esperando, de manera que me puse el traje de alpaca gris («Ángel Esquius, petronio de la elegancia, el hombre que no se pone dos veces un mismo traje»), una camisa blanca, la corbata de rombos y las Sebago refulgentes y llené la nueva bosa de viaje con el resto del vestuario que acababa de comprarme. Cuando estaba metiendo la ropa orinada en la maleta antigua, encontré, en un bolsillo lateral, las fotografías de Mary Borromeo. Viva y muerta. Al embolsármelas, experimenté la sensación de que aquel descubrimiento era un aviso desde el Otro Mundo. Como si un fantasma enfadado se empeñara en acompañarme y hacerme saber que no me perdía de vista. Decididamente, la casa de Biosca favorecía la paranoia.

Cargué la maleta y la bolsa de viaje en el coche y me fui hacia el Maresme, al hotel donde al día siguiente había de celebrarse la boda de los Clausell-Zarco.

Aunque sabía que no era probable que Biosca me aceptara la factura de aquella estancia en un hotel de lujo y que lo que realmente aconsejaba el estado de mis economías era una pensión de cero estrellas, en cuanto puse el Golf en marcha ya fui incapaz de detenerme hasta aquella masía hipertrofiada con buganvillas en las paredes y cinco estrellas junto a la puerta. Si ya estaba en el hotel, pensé, me resultaría más sencillo colarme en la fiesta. Después de todo, ya empezaba a tener práctica, en eso de colarme en los sitios.

Tiré la maleta con la ropa orinada en un contenedor que había en el aparcamiento y me dirigí a la recepción con la dignidad del hombre que ha tenido el inmenso honor de haber sido invitado al enlace de los Clausell-Zarco.

La habitación tenía vistas al Mediterráneo y un minibar con minúsculas botellas de whisky. Me bebí dos pero ni siquiera así me pude librar de la imagen de Cristina y todos los insultos que me inspiraba.

Escena 5

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