La clave de las llaves (26 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Al día siguiente, fui aquel cliente del hotel, larguirucho y delgado, de cabellos blancos, que paseaba su neura por la playa y el pinar cercanos. El que, luego, comía solo en un chiringuito, mirando al mar con el ademán melancólico propio de las viudas de pescadores desaparecidos en un temporal. Melancolía porque la necesidad más primaria me había hecho confiar en una mujer que me había estafado, melancolía porque aquella mujer podría haber enredado incluso a mi hija y melancolía porque me sentía viejo, acobardado y fugitivo. Fantaseando sobre bandas de malhechores agazapadas cerca de mi casa, esperando para aplicarme un terrible correctivo. Huyendo de tal manera que no me atrevía a llamar a mi hija para pedirle explicaciones, con la excusa de que estas cosas hay que hablarlas cara a cara, mirándose a los ojos, y no iba a buscar a Mónica porque (me justificaba) no quería que aquella gentuza (fuera quien fuera) me relacionara con ella.

No hice la siesta porque no me vino el sueño y porque pensaba en la manera de infiltrarme en la fiesta. Dándole vueltas, llegué a la conclusión de que colarse en el banquete resultaría complicado pero que, en cambio, asistir a la ceremonia no tenía por qué plantear ninguna dificultad. Era una boda de ricos, pero no se trataba de ricos famosos de esos que atraen la curiosidad de la gente y de la prensa del corazón. Se suponía que sólo asistían los parientes o amigos.

Eso sí, había que ofrecer un aspecto a la altura de las circunstancias. Me puse el traje gris de alpaca, con una camisa gris, la corbata de rombos, las Sebago y el abrigo negro y me gusté, en el espejo.

En el bolsillo me encontré las fotografías de Mary Borromeo viva y muerta.

La ceremonia religiosa se celebraría en una ermita que había en lo alto de un cerro, entre los pinos, a menos de un quilómetro de distancia. Decidí llegar hasta allí a pie, aunque se me empolvaran los zapatos, porque no quería que ninguno de los invitados me viera conduciendo mi modesto Golf y porque, además, la larga hilera de coches aparcados al borde del camino casi llegaba hasta el mismo hotel. No era el único. Conmigo, subían a pie otros invitados, en grupos o por parejas, algunos con esmoquin, algunas con vestido largo, la mayoría muy distinguidos, algunos muy estrafalarios.

Ningún problema a la entrada de la ermita, tal como había calculado. Hubiera sido de mal tono que el cura se pusiera a la puerta, flanqueado por dos tipos con tatuajes, recogiendo invitaciones como un portero de discoteca. «Tú no, que no me gustan tus calcetines.» Entré charlando animadamente sobre el tiempo previsto para el día siguiente con un perfecto desconocido que me había pedido fuego por el camino.

La ermita era tan románica y tan austera que parecía una ruina saqueada, a pesar de que la habían decorado con flores blancas y velas. El cura, mosén Gabriel, mayor y canoso, evidentemente conocía a los jóvenes esposos. Hablaba en un tono bonachón que denotaba desinterés y aburrimiento, como si ya hubiera casado a aquella misma pareja una docena de veces y diera por sabido todo lo que decía. Lo miré con interés, porque ya formaba parte del plan que me había trazado.

Me coloqué por los bancos del medio, ni muy adelante ni muy atrás. Pregunté a la pareja joven que me tocó al lado si venían por el novio o por la novia. Me dijeron que eran amigos de la novia y yo les contesté que estaba guapísima. A mi izquierda, se puso una mujer sola, relativamente joven, teñida de un platino que nunca pretendió ser natural. No muy alta, la sorprendí cuando me miraba de abajo arriba, en contrapicado, sin disimular su curiosidad.

—¿Vienes por el novio o por la novia? —le pregunté.

—Por la novia —dijo—. ¿Y tú?

Bueno. Había tenido suerte. Por aquella zona todos eran seguidores del equipo de la novia. De manera que yo pude decir, impunemente, que conocía al novio.

—¿Eres el famoso Alirón? —quiso saber la rubia platino.

Estuve a punto de decirle que sí.

Casi todo el mundo fue a comulgar. Yo también. Muy devoto y concentrado. Cuando me encontré delante del cura, al mismo tiempo que decía amén, le dediqué un gesto de reconocimiento, como si me hiciera mucha ilusión volver a verlo. Él tenía la sonrisa fácil. También se alegró mucho de verme.

Una vez pasados los minutos de recogimiento que exige una buena comunión, la mujer teñida de platino parecía más animada, como si se hubiera tomado alguna sustancia energética. Estaba muy interesada en conocer al llamado Alirón. El famoso Alirón.

Yo le pregunté por los Plegamans. ¿Los conocía? Pues claro. Eran aquellos de allí.

—Aquél que parece una pera —me dijo.

Mientras trataba de localizarlos, vi algunas caras conocidas. Teresa Gimpera, Felip Monmeló con su cráneo afeitado y su barba de gnomo, y un joven político, habitual de las tertulias de radio y televisión, cuyo nombre no recordaba. Me fijé en la esposa de Monmeló, una morena escuálida, larga y delgada como un alambre, quizá demasiado joven para el Abuelo, y me la imaginé formando parte del sorteo de la cena del juego de llaves. No me cupo la menor duda de que ella también estaba.

Mary Borromeo, de cabello y ojos claros, rostro sincero, demasiado joven para dedicarse a la prostitución y más joven todavía para haber muerto; Enebro Luarca, exuberante, parlanchina y exhibicionista; la esposa de Monmeló, esquelética y flexible… y allí estaba la señora Plegamans. «Esos dos.» «¿Esos?»Eulalia Lali Castro de Plegamans llevaba el pelo rizado de color rojizo y había elegido para la ocasión un vestido casto y negro que sólo permitía adivinar unas formas con tendencia a la obesidad. Del cuello le colgaba un Santo Cristo crucificado de oro.

El hombre tenía el cráneo muy estrecho, y muy anchas las mejillas y la papada, que se le desparramaban sobre el cuello de la camisa como cera fundida. Su cuerpo, estrecho de hombros y de pecho y muy voluminoso de vientre, piernicorto, también tenía forma de pera, de manera que en conjunto parecía una pera pequeña posada sobre una pera gigante. Un tipo extraño, que se hacía mirar dos veces. Poco atractivo, como Costanilla, un mal premio en el sorteo de parejas.

Hasta que llegó el
ite misa est
, estuve especulando acerca de la dinámica que debía de haberse desarrollado entre los asistentes a la cena del juego de llaves. Cómo debían de haberse mirado los unos a los otros, los hombres calibrando a las mujeres, las mujeres calibrando a los hombres, «a mí me gustaría montármelo con aquélla», «yo, con ése; ni borracha!», la emoción a la hora de coger una llave al azar, las mujeres estremeciéndose al comparar al futbolista apolíneo con sus maridos presentes, el Hombre-Pera, el alfeñique y gris (¿e impotente?) ministrable o el Abuelo Gnomo. Me las imaginaba con el corazón en un puño, temblorosas, excitadas, irritadas, violentas.

En seguida estuvimos en el exterior de la ermita. Se estaba poniendo el sol detrás de las montañas y entre los pinos se podía ver un mar color de plomo bajo un cielo cada vez más oscuro. El paisaje resultaba estimulante si mirabas hacia el oeste y ominoso y deprimente cuando te volvías hacia levante. Apiñados, sonrientes, alborotados como niños, echamos arroz y pétalos de flores sobre la parejita.

En algún momento, la mujer de los cabellos rubio platino se me colgó del brazo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó sin prolegómenos.

Se lo dije. Ella me notificó que se llamaba Laura, que trabajaba en publicidad, que le acababan de decir que Alirón por fin no había podido venir y que se sentía tan sola y marginada como yo.

—¿Qué te hace pensar que yo me siento solo y marginado? —le repliqué, amable y distraído, con la atención puesta en la puerta del templo.

Ella me estaba contando en qué se me notaba la marginación pero no entendí sus palabras porque acababa de aparecer el cura, mosén Gabriel. Me excusé con cierta desconsideración y, dejando a Laura con la palabra en la boca, me abrí paso entre gente que se daba besos y abrazos, en un derroche de felicidad provocada por la felicidad de los novios.

Abordé al mosén y le estreché la mano con firmeza antes de que tuviera tiempo de reaccionar.

—Me llamo Ángel Esquius. Ha sido una ceremonia excelente, ecuánime y mesurada, sensata pero al mismo tiempo muy imaginativa.

—Gracias —como una despedida, porque tenía más gente a la que saludar y, después de todo, a mí no me reconocía.

Yo no podía permitir que se fuese. Necesitaba que los Plegamans me vieran charlar un rato con él, como si fuéramos amigos de toda la vida. Un amigo de un cura tiene que ser persona de confianza, para unos católicos fundamentalistas.

—Quería hacerle una consulta acerca de un retablo del siglo xvi de tema religioso —le solté cuando ya me daba la espalda dispuesto a abandonarme.

—¿Cómo?

—Mi padre falleció hace unos meses y, aunque no está escrito en el testamento, antes de morir me manifestó su voluntad de que donásemos el retablo a la Iglesia. Y hoy, viendo esta ermita, me ha parecido el marco ideal para esa magnífica obra de arte de valor incalculable…

Se le iluminaron los ojos como reflejando una repentina luz cenital y se le dibujó una sonrisa como si hubiera empezado a escuchar los cánticos ile un orfeón de arcángeles. Entretanto, yo ya había localizado a los Plegamans entre el gentío. Ahora se estaban haciendo la foto de rigor con los novios, y se reían, y los felicitaban.

—¿Un retablo? ¿De valor incalculable?

—Siglo XVI —brindé mi sonrisa al público—. Habrá que tomar fuertes medidas de seguridad si finalmente lo trasladamos a su parroquia…

El cura se estremecía de placer.

—Y, dígame, ¿cómo es que su familia tenía esa pieza de museo?

—Toda la vida la he visto en mi casa. Es un tesoro.

Ya estaba. Los Plegamans ya nos habían visto. Ya debían de estarse preguntando quién era aquel hombre tan distinguido y tan amigo de mosén Gabriel.

—Y… —bajando la voz—: ¿No es posible que lo robara alguien, tal vez, de una iglesia?

¿Estaba tildando a mi familia de ladrona y sacrílega? Yo, muy hombre de mundo, me reía como si nada. Tomé discretamente al mosén del codo y le hice caminar, casi sin que se percatara, entre la gente mientras bajaba el tono de voz. Que todo el mundo viera que éramos como hermanos, que incluso compartíamos confidencias y secretos.

—Siempre he oído decir que lo rescató mi bisabuelo de una iglesia que quemaron los anarquistas durante la Semana Trágica. Después, durante la guerra, lo escondieron en una buhardilla, porque tenían miedo de que, si los rojos lo encontraban, los fusilarían a todos y, lo que es peor, destruirían el retablo. Y allí se quedó, durante un par o tres de generaciones. Mi padre, que era muy devoto, quería devolverlo, pero tenía miedo de que, si lo hacía, acusaran a nuestros antepasados de ladrones. Ahora, para mí, su última voluntad es sagrada… Mis hermanos se resistían, decían que, como no estaba en el testamento, no valía, pero finalmente me he impuesto…

—Ha hecho una buena obra al convencer a sus hermanos —dijo en seguida el mosén, como temiendo que yo pudiera echarme atrás—. Sería un sacrilegio ir contra la última voluntad de su padre y también contra la voluntad del Señor, porque a Dios hay que dar lo que es de Dios…

—Mis hermanos son buena gente. Ha sido la perfidia de mis cuñadas lo que ha sembrado la duda entre ellos… La codicia, según mi opinión, es la peor de las debilidades humanas…

Así, con el cura asintiendo fervientemente con la cabeza a todo lo que yo decía, avanzamos hacia el matrimonio Plegamans, que se iba poniendo nervioso, improvisando rictus de alegría, dispuestos a saludarnos. Pasamos junto a la mujer de los cabellos platino llamada Laura. Estaba agarrando por los codos a aquel político asiduo de tertulias mediáticas y le decía que tenía que ser fuerte, que no debía abandonarse…

—Lo superarás —escuché—. De peores has salido.

El político, joven, enfurruñado y atractivo, era uno de los pocos invitados que no vestía de gris o negro sino de marrón, con camisa amarilla y corbata tabaco rubio. Observé que tenía la señal de un golpe en el pómulo izquierdo.

—¿Y cómo es? ¿Cómo es el retablo? —me preguntaba mosén Gabriel.

—Ahora hablaremos de ello con calma, durante el banquete. Y le enseñaré unas fotografías que tengo en el coche.

Me detuve de pronto para dirigirme a mi objetivo.

—Los señores Plegamans, ¿verdad?

Los dos alzaron las cejas. Eulalia, Lali, tenía una mirada embobada que no se correspondía exactamente con lo que expresaba la boca. Me pareció un poco ida, como si tuviera que realizar grandes esfuerzos para comprender lo que sucedía a su alrededor y con frecuencia renunciara a hacerlos.

Los saludé efusivamente, como si fueran mis ídolos. Un viril apretón de manos a Jordi Caradepera y dos besitos en las mejillas de Eulalia. Entretanto el cura les informaba de mi intención de regalar un retablo del siglo XVI, de valor incalculable, a la parroquia. Con eso los hice míos.

Poco después, íbamos bajando, con todos los invitados, por el camino de tierra, hacia el hotel. Alguien quiso hablar con el cura, que se quedó atrás, y yo me quedé pegado a los Plegamans, hablando del acierto de la decisión de haber celebrado la ceremonia en aquel marco incomparable, de la sutileza y el rigor cristiano que había demostrado mosén Gabriel en la homilía, y de la suerte que habíamos tenido con el día, que parecía que se nos iba a estropear pero aún se aguantaba, a pesar de que ciertamente empezaba a refrescar.

De repente, Laura apareció a mi lado y se me agarró del brazo y me dijo, muy contenta y satisfecha:

—No sé en qué mesa estás, pero como no ha venido Alirón y lo habían puesto en la mía, puedes ocupar su sitio. —Dando por supuesto que aquél sería también mi anhelo. Y, en seguida, dirigiéndose tanto a mí como a los Plegamans—: Pobre Luis, Luis Ardaruig, ¿saben? El político. ¿Qué es? ¿
Conseller
? ¿O concejal? Se acaba de separar de su mujer. Acabaron a bofetadas. ¿Habéis visto el golpe que tiene en la cara? Se lo hizo ella, con un cucharón. Está hecho polvo, el pobre. —Llegábamos a la terraza del hotel, al porche, entrábamos en una lujosa sala de columnas que parecía que nunca se podría iluminar del todo, por muchas lámparas que pusieran—. ¡Oh, qué bien! ¡Dan cava!

Laura cogió dos copas y me entregó una mirándome a los ojos con agresiva determinación.

Escena 6

Para el aperitivo, habían sacrificado un par de cerdos de Trevélez cuyos jamones nos ofrecían ahora, cortados a mano con generosidad por camareros elegidos en un riguroso
casting
. Había también canapés de elaboración complicadísima, probablemente diseñados por un licenciado en Bellas Artes, con abundancia de caviar, cangrejo, marisco y diversos ahumados entre los pocos ingredientes que pude identificar. Nada de croquetas, dátiles con beicon, buñuelos, patatas chips y demás especialidades típicas de los bodijos de quienes tenemos que calcular el presupuesto y limitar el número de invitados. Champán francés, vermut italiano, cerveza checa, tequila mexicano, cocacola directamente importada de Illinois. Y aquello sólo era el aperitivo. Hasta hacía poco, hubiera soñado una boda así para Mónica. Ahora, teniendo en cuenta que su novio era Esteban Merlet y su suegra la falsaria señora Pueyo, todo lo que les ofrecería sería agua procedente de algún vertido tóxico y patatas crudas. Tampoco me quedaba presupuesto para mucho más.

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