Read La clave de las llaves Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
—¿Y qué te parece? ¿Todo el lote? ¿Por delante, por detrás…? —con la naturalidad de quien habla del tiempo, o de fútbol.
A mí se me escapaba involuntariamente la mirada en todas direcciones: mi plato, el empapelado de las paredes, un camarero que servía una mesa alejada.
—Las películas… —dije—. Tú sabes mejor que nadie que, en el cine, todo es mentira. Efectos especiales.
—Bueno, pero eso no impide que lo intentemos, ¿no? ¿Cuánto tiempo hace que no lo haces?
Por fin, le sostuve la mirada. Sería cuestión de seguirle la corriente, y más valía que me espabilara en decir algo que causara efecto.
—Desde que contemplo la posibilidad de hacerlo contigo, tengo la sensación de no haberlo hecho nunca.
Se rió, halagada.
—¡Yo también hace siglos! —Se atragantaba, feliz—. ¡Estaba a punto de recurrir al fontanero!
—¿El fontanero?
—Sí. Cuando ya no puedo más, tengo que llamarlo. «Necesito que me revisen los bajos y me limpien las cañerías.» Entonces, me perfumo bien perfumada, dejo la puerta abierta y me echo en la cama, muy abierta de piernas. Llaman al timbre y digo «Pase, pase». Cuando entra en el dormitorio, finjo que me ha pillado por sorpresa y él ya sabe lo que tiene que hacer. Es una especie de lotería. Puede estar bueno o ser un viejo chocho, puede ser atrevido o un casto varón, puede ser un psicópata asesino, nunca se sabe. Es emocionante y estimulante. Una escena de película porno. ¿No te gustan las pelis porno?
Estaba perfectamente excitada y había conseguido excitarme a mí. Los latidos del corazón me exigían que la invitara a subir a la habitación, a la suya o a la mía, daba igual, antes de continuar el recorrido de la noche.
Pero ella me lo impidió consultando el reloj.
—Ostras, ¿qué hora es? ¿Y a qué hora era la película?
—No lo sé. Lo dirá en las invitaciones.
—Tenemos que irnos corriendo.
Nos fuimos corriendo.
El hotel quedaba cerca de la Gran Vía, donde estaba el cine Capitol. A pie, sólo tardaríamos unos minutos. Mientras caminábamos muy de prisa, Cristina hurgaba en el bolso con cierta desesperación.
—Ostras —decía—, ¡ostras, ostras, ostras!
—¿Qué pasa?
—¡Las invitaciones!
—¿Las invitaciones?
—¡Sí, ostras, lo siento! ¡Me parece que me las he dejado en Barcelona, en el otro bolso!
No me enfadé. Lo primero que pasó por mi cabeza fue «Mejor, olvidemos el cine y vayamos a la habitación del hotel». ¿Era eso lo que ella quería? ¿Se había excitado y no tenía espera? Decidí que no, que para llevarme inmediatamente a la cama, no necesitaba juegos de manos de ninguna clase. A continuación, se me ocurrió que igual me estaba poniendo a prueba, estudiando mis recursos para salirme de conflictos inesperados. Por fin, miré su figura, su desenvoltura, su boca risueña, sus ojos desconsolados, y me sentí en la necesidad de demostrarle quién era yo.
En plena Gran Vía madrileña, un atasco de tráfico tan espectacular como el estreno cinematográfico que lo provocaba. No sólo era culpa de la multitud de curiosos que se arracimaba en la acera y en la calzada, ni del camión del grupo electrógeno ni de las limusinas que hacían más estrecha la calle, sino también de la curiosidad de los conductores que frenaban al pasar por allí tratando de ver a alguno de los famosos asistentes. Había policías impacientes y vallas del ayuntamiento para mantener a raya a los chismosos y a sus carteristas, y había tocos que convertían la fachada del cine en una especie de monumento glorioso coronado por la gran cartellerà: ¡
Quítame allá esas pajas
!
Mis cabellos blancos y el abrigo negro, y la belleza de Cristina, y la arrogancia con que nos abrimos paso entre la gente, que nos miraba de arriba abajo preguntándose quiénes debíamos de ser, nos permitió llegar a la alfombra roja que formaba un camino hasta las escalinatas que subían hasta la antesala exterior del local.
Nos encontramos caminando detrás de una pareja famosa, me parece que él era Carmelo Gómez —o quizá Javier Bardem, que siempre los confundo—, y nos aprovechamos un poco de los aplausos y las expresiones de simpatía que les iban destinadas. Cualquier observador lejano no habría sabido decir si eran ellos o nosotros, los aclamados. Incluso saludé con la mano, a las masas anónimas, con ese gesto displicente de los actores americanos que entran en la ceremonia de entrega de los Óscar. Inmediatamente, nos vimos formando parte de una multitud de personajes elegantísimos y extremados que intercambiaban saludos efusivos. Allí, todos se conocían y nadie se odiaba, y había cámaras de fotos por todas partes, y cámaras de televisión, y flashes que no cesaban de deslumbrarnos, y micros de esos que parecen una alcachofa.
Cristina, entusiasmada, iba reconociendo famosos, los señalaba y me gritaba sus nombres al oído.
—¡Mira! ¡Mar Flores! ¡Y Cristina Higueras! ¡Y Elsa Pataki!
Yo alargaba el cuello para localizar a alguien susceptible de proveernos de invitaciones.
Había una pantalla muy iluminada, donde se reflejaba el cartel de la película y delante de la cual posaban los famosos para ser fotografiados. Maribel Verdú y Resines, Santiago Segura y Silke…
Allí fue donde leí el nombre de Felicia Fochs.
Hasta aquel momento, estaba contemplando la posibilidad de colarme con la actitud de Usted-no-sabe-con-quién-está-hablando o de ir a enredar al productor, que debía de ser el señor mayor que estaba junto a la puerta estrechando manos, recibiendo la enhorabuena de los amigos, conocidos y pelotas, como quien despide un duelo. Había visto cómo sacaba invitaciones del bolsillo para dárselas a alguien que se le había acercado, ¿Por qué no a mí? Sólo tenía que averiguar su nombre y pillarlo por sorpresa dándole un puñetazo en el hombro, «Eh, tú, Luis, coño, que se me ha olvidado la entrada en casa, coño, qué cabeza la mía…». No me reconocería, pero seguro que pensaría que era culpa suya. No tengo pinta de gamberro de los que se cuelan donde no los llaman.
Pero Felicia me solucionó el problema. Sólo conozco a una actriz y ésta es precisamente Felicia Fochs y sé que me admira mucho. Qué feliz casualidad.
—¡Felicia, querida! —Adopté las maneras de la gente del cine—. Joder, qué suerte que te encuentro.
—¿Esquius? ¿Qué haces por aquí?
Fue muy fácil. Yo me había olvidado las invitaciones en casa, «para una vez que me invitan a un estreno, fíjate tú, con la ilusión que le hacía a Cristina, por cierto, Cristina, te presento a mi buena amiga Felicia Fochs», y Felicia: «Ángel me salvó la vida, exactamente como te lo cuento, cambió mi vida, le dio la vuelta del revés como si fuera un calcetín», y Cristina con los ojos que le hacían chiribitas.
Felicia nos contó que la productora no había repartido entradas numeradas porque, de esta manera, la gente no se entretiene tanto en el vestíbulo del cine y entra corriendo para conseguir un buen sitio, y porque es muy complicado calcular a quién sientas al lado de quién. Hay mucha gente que falla en los estrenos y, entonces, corres el riesgo de que queden libres buenas localidades mientras que a gente de compromiso le ha tocado detrás de una columna. Por eso Felicia no dudó en regalarnos sus invitaciones y ella corrió a explicarle al productor que las había perdido. A una actriz que actuaba en la película, aunque fuera en un papel pequeño, no podían dejarla en la calle.
—Felicia, por favor… Tú que estás metida en este mundillo… ¿Sabes si han venido Costanilla y su mujer, Enebro?
—¡Seguro que sí! —Felicia oteó el horizonte—. Pues claro. Míralos, allí están. Ésos no se pierden una.
Los vi. Él, de esmoquin, poca cosa y estrecho de pecho, calvo, ceniciento y triste como un vampiro. Resignado a arrastrar a una mujer exuberante, parlanchina y exhibicionista, que tenía los labios muy gruesos y pintados de escarlata, y un vestido rojo con lentejuelas. Experimenté una especie de sacudida. Aquella mujer en seguida me cayó fatal. Su vestido era igual o muy parecido al que llevaba Mary Borromeo el día que la mataron.
Un grupo de azafatas muy guapas y cargadas de paciencia, iban insistiendo al personal para que entrara en la sala. No les hacían mucho caso porque, quien más quien menos, todos estaban tratando de seducir a alguien para asegurarse un papel en próximas películas pero, como ése no era nuestro caso, en seguida estuvimos dentro.
Me acerqué al matrimonio Costanilla, tirando de Cristina, que no entendía qué era lo que yo pretendía, pero me resultó imposible sentarme cerca de ellos. Tuve que conformarme con situarme tres filas más atrás.
Cristina estaba muy emocionada. Me agarraba fuerte del brazo y continuaba pasando lista: «¡Mira, aquél de las melenas despeinadas es Fernando León de Aranoa! ¡Y aquélla es Tina Sainz, te acuerdas de la Tina Sainz?».
Antes de la proyección, el director de la película nos dijo que era una película estupenda, que había sido un privilegio trabajar en un proyecto tan maravilloso con un equipo increíble, unos actores fabulosos y un productor tan generoso (risas) y acabó deseando que el público se lo pasara tan bien viéndola como ellos habían disfrutado rodándola. En realidad, parecía como si nos pidiera por favor, por caridad cristiana, que nos lo pasáramos bien.
La película era muy mala. Unas filas más adelante, cerca de los Costanilla, el productor volvía la cabeza y se movía incómodo en la butaca cada vez que había un gag mal resuelto y sólo se reían los que habían participado en la película, y lo hacían demasiado fuerte.
El único momento interesante fue cuando llegó la inevitable secuencia de sexo y Cristina me tomó de la mano y me habló al oído:
—Si yo ahora fuera una mujer desinhibida de verdad, como me gustaría ser, comprobaría si se te ha puesto dura y, si no se te hubiera puesto, te ayudaría a que se te pusiera.
A la salida, vi a varias personas que, seguramente poco dotadas para la hipocresía, se escabullían a toda prisa al ver que el director o el productor se les acercaban para pedirles su opinión. Pero la mayoría justificaban su habilidad como actores yendo al encuentro de los responsables de la película para manifestarles su entusiasmo e incluso su asombro ante un trabajo tan bien hecho. «Con esta película, vais a dar el pelotazo», proclamaba uno.
Busqué de nuevo la proximidad de los Costanilla. Aquella vez me acerqué lo bastante como para dirigirles la palabra, pero ella, Enebro, no dejaba de hablar y de hablar en medio de un grupo de gente, muy castiza, «A mí el que me ha gustado de verdad es Guillermito, tú, Guillermito», refiriéndose a Guillermo Toledo como si lo hubiera parido. Tampoco era el lugar adecuado para hablar de un asesinato.
A continuación, todo el mundo debía trasladarse a una discoteca cercana llamada Casino. Casi nadie tomó coches ni taxis porque estaba muy cerca, a una manzana de distancia, y Cristina y yo caminamos, abrazados, confundidos entre los representantes de la gente guapa de Madrid.
—¡Mira, mira! ¡Ésa es Elvira Lindo, la de Manolito Gafotas…! ¿O es Candela Peña? ¡Y Luis Tosar, tú! ¿Te acuerdas de
Los Lunes al sol? ¿O Te doy mis ojos?
La discoteca Casino era un antiguo palacete que había acogido, a principios del siglo XX, un club privado y aristocrático. Ahora, en la fachada habían colgado unes neones de colores y, en el interior, había tantas barras de bar y músicas diferentes como habitaciones. Donde hubo la biblioteca, sonaba música suave para hablar de manera relajada; en el antiguo salón de fumadores, ahora se podía bailar salsa; la sala de billares estaba dedicada al pop-rock, y en la sala de juego, en lugar de ruletas y mesas de bacará, había un escenario donde, ocasionalmente, debían de hacerse conciertos en directo para un público reducido. La gran sala de baile, con
disc-jockey
de renombre, estaba en el piso de arriba, donde se accedía por una escalinata de mármol digna de
Lo que el viento se llevó.
Gran parte de los famosos se quedaron en el piso de abajo, donde había la posibilidad de hablar sin la interferencia atronadora de la música disco. Todo el mundo sujetaba un vaso a la altura del pecho, y llevaba puesta la sonrisa automática, de manera que Cristina y yo hicimos lo mismo para no desentonar.
Volvimos a intercambiar unas palabras con Felicia Fochs, antes de que ésta se fuera corriendo para saludar a alguien que le hacía muchísima ilusión. Después, nos abrimos paso entre actores como Pepe Sacristán o Miguel Rollán o Juan Echanove, o de directores como Fernando Colomo, Fernando Trueba o Giménez-Rico, o de actrices como Chus Lampreave, Paz Vega o Cristina Brondo, y localizamos a la pareja formada por el ministrable y gris Costanilla y la exuberante y roja Enebro.
Parecía imposible inmiscuirse en la conversación que el matrimonio mantenía con Aitana Sánchez-Gijón y Sergi López, y tuvo que intervenir Cristina. Se acercó a Sergi López y le pidió que le firmara un autógrafo a modo de tatuaje. Se abrió el escote y, cuando ya creíamos todos que le iba a ofrecer un pecho como depositario del recuerdo, lo que le mostró fue el hombro.
Aquello interrumpió la conversación y retuvo las miradas de los hombres el tiempo suficiente como para que yo agarrara a Enebro del brazo y le dijera al oído:
—¿Este vestido no es igual que el que llevaba la novia de Joan Reig cuando la mataron?
Tenía unos ojos grandes y verdes como el mar, y aquel mar amenazaba marejada y tempestad cuando me miraron desorbitados.
—Parece que se le atragantaron los langostinos de la cena, ¿verdad?
Giró el cuello a derecha e izquierda, se me colgó del brazo y me llevó a un rincón, buscando la intimidad que yo deseaba.
—¿Qué está diciendo? ¿Quién es usted?
Si no tuviera nada que ocultar, no se habría comportado de aquella manera. Me limité a esperar que dijera algo más coherente.
—¿Cómo sabe que comimos langostinos? —se decidió por fin, con el acento más madrileño del mundo.
—Comida afrodisíaca, el menú más indicado para una ocasión como aquélla —dije. Y en tono ligero—: Cambio de pareja.
La tenía desconcertada. No sabía si ponerse a gritar pidiendo auxilio o, muy al contrario, asegurarse de que nuestra conversación fuera estrictamente personal. La segunda opción debió de acabar pareciéndole más prudente.
—¿Qué quiere? ¿Dinero? ¿Qué es esto? ¿Un chantaje? —Disparó un discurso nervioso, frenético, pasando a la ofensiva convencida de que aquélla era la mejor defensa—: Mire, no pierda el tiempo, que no sabe con quién se la juega. A mí no me gusta esta clase de juegos, aquello fue una encerrona. Aquella gente sólo quería hacer negocios a costa de mi marido… La recalificación de unos terrenos militares, de unos cuarteles desafectados que el club quería comprar para hacer la gran ciudad deportiva y aprovechar una parte para especular, para copiar lo que hicimos aquí con el Real Madrid, un chanchullo, con el objetivo de sanear las cuentas de su club, que hace aguas. Y nos metieron en aquel jaleo y después resulta que la chica aquella aparece muerta. Mire, ya lo sé, ya lo entiendo, le envían para ver qué hemos hecho hasta ahora, ¿no? Pues les dice que tranquilos, que mi marido está haciendo lo que puede, que no achuchen. —Me señaló con el dedo—: Y quiero que conste una cosa: yo no me presté de ninguna manera a aquella marranada de juego, porque a mí no me gusta esa clase de juegos…