La clave de las llaves (9 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Y los pasos se acercaban y se acercaban, bom, bom, siete, ocho, y ya teníamos allí al gigante. Abrió de un tirón la otra puerta del recibidor y pasó entre los cortinajes de terciopelo como pasaban los arietes a través de las puertas de los castillos sitiados.

El cráneo puntiagudo y muy rapado y la ausencia de cuello le daban aspecto de proyectil, era el Hombre Bala, el Hombre Obús. Y los ojos desorbitados y redondos manifestaban un asombro perpetuo, desmesurado, inquietante. Eran ojos que no cesaban de exclamar «¡Oh, es maravilloso!». Era el Hombre Lechuza, el Extraterrestre salido directamente de la pantalla de peli de terror de Serie B y animado con la pretensión de darle a la escena un toque de
gore
a mi costa. Vestía una camisa blanca de seda, abierta hasta el ombligo para lucir cadena de oro y pelambrera. Tenía un tórax colosal, con brazos como un par de martillos neumáticos pegados a un lado y a otro, y se desplazaba sobre dos piernecitas zambas que no garantizaban mucha estabilidad.

Di un paso hacia él, hasta el umbral, y puse la mano sobre el pomo de la puerta de cristal amarillo, como si me fallaran las piernas y necesitara apoyo urgente. Nada más fácil, porque la verdad es que me fallaban las piernas.

—¿Qué pasa? —dijo el hombre de los ojos exorbitados.

—¡Espera, Cañas! —dijo ella, muy autoritaria. Y a mí—: ¿Quién te envía?

—Alguien que estaba allí y que no se conforma con la solución que le disteis. —No sabía muy bien de qué estaba hablando pero conseguí decirlo de manera bastante convincente—. Alguien que sabe perfectamente que tú fuiste la intermediaria —pensaba: la que llevó a Mary a la fiesta— y quien se ocupa de atar cabos y pagar sobornos cuando las cosas se han torcido —pensaba: la que aforó cincuenta mil euros a la madre de Mary—, Pero te equivocas mucho si crees que todo se soluciona aplacando a la familia, hay otros intereses. —Y ella que entendiera lo que quisiera, que la última parte no la tenía clara ni yo mismo.

—No sabes de qué hablas —dijo con desprecio infinito. Y abrió la puerta del piso—. Lárgate.

Arriesgué un palo de ciego:

—Si al juez Santamaría le parece que se puede pillar los dedos, cuando vea cómo estáis jugando, os retirará su apoyo, y entonces…

Se puso más pálida todavía. Incluso el cabello, y las pupilas empezaban a perder color. Blanca albina, fenómeno de feria, señoras y señores, la mujer que nunca vio la luz. Se me hacía evidente que yo iba por buen camino, que estaba dando en el clavo.

—Lárgate —repitió, insegura.

—Si tú no puedes negociar, dime con quién tengo que hablar.

—¡Que te abras!

Me impacienté.

—¡No seas imbécil…! —empecé.

Entonces, los ojos del Hombre Obús me dispararon rayos exterminadores. «¡Uy lo que ha dicho!», parecían chillar, no podían tolerar aquella falta de respeto contra su querida patrona. Yo estaba gritando «¿Quieres que divulgue todo lo que sé?» cuando él se lanzó contra mí, embistiendo como un toro.

Di un paso atrás y cerré la puerta, de manera que se interpusiera entre los dos. Se sumaron la fuerza de la acometida y la fuerza de mi brazo y el resultado fue una especie de explosión estremecedora. Cañas clavó su ceja contra el marco, el cristal translúcido se rompió con agudo estrépito y se convirtió en lluvia amarilla. Lady Sophie se puso a gritar «¡Basta, basta, basta, quietos!», y yo también empecé a chillar, histérico porque, muy cerca de mí, Cañas se tambaleaba y cerraba el puño como diciendo «ahora sí que te la has ganado, mamón». Yo aún tenía la mano en el pomo de la puerta y realicé un abrecierra seco de urgencia. Esta vez se la clavé en la nariz y el marco se astilló un poco. Cañas cayó sentado con ruido de cañonaza. Lady Sophie continuaba gritando y yo también.

—¡Basta, basta, que os he dicho que basta!

—¡Dile que se esté quieto! ¡Como me haga daño, todo saldrá a la luz!

Cañas, ciego de furia, se apoyó en la banqueta Luis XVI para levantarse, pero las finas patas cedieron y el Hombretón fue a parar de nuevo al suelo. En el segundo intento por incorporarse, se agarró al cortinaje de terciopelo. Se descolgó la barra y el gigante volvió a desplomarse y la tela le cayó encima convirtiéndolo en fantasma rojo y convulso. Como era un hombre de ideas fijas, volvió a levantarse con la intención de degollarme antes de que yo pudiera huir. Plantó firmemente los pies en el suelo y pegó dos zancadas, sin entretenerse en quitarse la cortina que lo envolvía, hacia el lugar donde me había visto por última vez. Pero con tantos golpes y vueltas de peonza había perdido el sentido de la orientación, y lo que hizo fue estamparse directamente contra una pared. Casi la atravesó, como los fantasmas de verdad. La vibración producida por el golpe se trasladó al resto del edificio, en una especie de estornudo descomunal. Hubo otra conmoción más modesta, a continuación, cuando el ogro cayó al suelo rompiendo (según me pareció) un par de baldosas.

No sé si la pudo oír, pero, si la oyó, seguro que le ofendió un poco mi carcajada, imprudente y nada calculada.

Interrumpí las risas para gritar:

—¡Que pare! ¡Que pare o te juro que os arrepentiréis!

Y Lady Sophie:

—¡Basta, Cañamás, coño que me vas a destrozar la casa! —Y se volvió hacia mí, temblando de rabia—: ¿Tú estás loco? ¡Tú te crees que esto sólo es una chorrada futbolera, pero estamos hablando de temas más importantes! ¡Estamos hablando de alta política, imbécil! ¡Santamaría hará lo que le digan!

—Te fías demasiado de Santamaría —dije, amenazador—. Nos volveremos a ver.

Di media vuelta, salí al rellano y bajé por las escaleras porque me daba pereza esperar el ascensor y lo hice a paso ligero porque el médico siempre me insiste en que haga ejercicio. Detrás de mí, quedaban los mugidos y graznidos del Hombre Lechuza. Si prestaba atención, podía distinguir palabras y expresiones dedicadas a mí del estilo de «mearás sangre» y «te mataré», por mencionar las menos imaginativas.

Crucé la calle de María Auxiliadora con ganas de pedir auxilio, sintiéndome perseguido. Había un hombre con casco integral de motorista cerca del portal neoclásico, y otro hombre con mono que no sé qué hacía, unos metros más allá. Pensé que, si yo tuviera una casa de putas y hubieran asesinado a una de mis pupilas, no me conformaría con un Hombre Lechuza y habría ampliado mi personal de seguridad. Pondría a alguien en la calle, alguien que pudiera tomar nota de la matrícula del cliente que se ha pasado con alguna chica o que ha montado algún número desagradable.

Arranqué el Golf y salí disparado del estacionamiento, sin mirar; si llega a pasar algún coche en aquel momento, me clavo contra él. Conduje hacia el centro de la ciudad, sin rumbo, pensando que a lo mejor en aquel preciso instante alguien estaría anotando el número de matrícula de mi coche. Sabrían quién era yo y para quién trabajaba, vendrían a verme. Moverían pieza, caballo tres reina. Y, luego, ¿qué más? Hablaríamos.

O, si no, ¿qué? ¿Qué más podían hacerme? Caballo le pega una somanta de hostias a peón, se le mea encima y lo abre y lo despieza con un trinchante.

Matarme.

Imposible. La sola idea me congeló la médula.

Procuré pensar en otra cosa. Tal vez me estaba dejando arrastrar por el pánico. Pero, entonces, recordé la última frase de Lady Sophie: «¡Estamos hablando de alta política, imbécil!». No se me escapaba que, en este punto, la
madam
abonaba la teoría de doña Maruja y de Biosca.

Escena 5

Pero, antes de pronunciar aquella frase, Lady Sophie había antepuesto otra:

«¡Tú te crees que esto sólo es una chorrada futbolera…!»

Con la intención de alejar pensamientos funestos, en cuanto me sentí a salvo aparqué en un chaflán y marqué en el móvil el número de Mónica. No sabía muy bien qué quería decirle. Quizá, después del susto que me acababan de dar, buscaba que el calor familiar me protegiera y consolara. Me había pasado por la cabeza que alguien podía querer matarme, ¿y qué haría Mónica si yo me moría? ¿Quién la protegería de la secta de adoradores de theremins?

Tardaron en responder y, cuando lo hicieron, fue la voz ronca de Esteban.

—¿Mmhé?

¿Estaba durmiendo?

—¿Diga?

¡Sí, estaba durmiendo! ¡Eran más de las doce del mediodía! ¿Aquélla era su manera de buscar trabajo? ¿Así se movía tratando de vender su supuesto concierto de pito?

—¡Diga, joder!

—¿Está Mónica?

—No. Eh… ¡Ha salido!

Y me colgó el teléfono.

La madre que parió al genio del theremin, las doce tocadas y sobando. Mientras Mónica había salido, probablemente a visitar alguna editorial para pedir trabajo, o a preparar un examen en la intimidad de una biblioteca, o a comprarle quilos y quilos de cigalas, él estaba allí, tumbado como un rey…

No podía quitarme aquella palabra de la cabeza. Rey. Rey, rey, rey. En el chaflán, había un quiosco lleno de prensa deportiva que retenía mi atención sin que yo comprendiera exactamente por qué.

Llamé a la agencia.

—¿Puedo hablar con Beth? —le pregunté a Amelia.

—Beth está en los Grandes Almacenes, con Octavio. Pero espera un momento, que el señor Biosca quiere hablar contigo.

Pensé: «¡Oh, no!», pero ya era demasiado tarde para cortar la comunicación.

—¿Esquius? —gritó Biosca—. Esquius, amigo mío, permítame que, a pesar de todo, le llame amigo mío, amigo, amigo. Soy Biosca.

—Sí, ya le había conocido.

—Amigo mío, ¿acaso no ha recibido mi llamada de esta mañana? Ah, supongo que ya había salido en busca de nuevas aventuras por lugares inhóspitos donde no ha llegado todavía la cobertura de su móvil. Óigame: Le decía que abandonara el caso que lleva entre manos. Es demasiado peligroso, con aquella persona implicada, la que usted y yo sabemos…

—¿Se refiere al…?

—¡¡¡¡Psst!!!! —hizo con tanta fuerza que tuve la sensación de que me salpicaba un diluvio de salivilla surgido del auricular—. ¡No diga nombres!

—De acuerdo, diré «esa persona». Pues, óigame bien: esa persona no está implicada.

En aquel mismo instante, lo acababa de entender. Viendo aquella revista deportiva.

—No me interrumpa, Esquius. Estoy velando por su seguridad. Le estoy salvando la vida. Por si acaso, haga lo siguiente: vaya al aeropuerto y compre un billete del primer vuelo que salga hacia Buenos Aires. ¿Que por qué Buenos Aires? Bueno, allí hablan castellano, que siempre viene bien entenderse con los nativos, y además allí ahora es verano, y sé que a usted le gusta el tango, y el churrasco, y las boleadoras de cazar ñandús, y además he hecho rodar mi globo terráqueo y he lanzado un dardo y ha caído precisamente sobre Buenos Aires. Por cierto, ¿sabe que mi globo terráqueo estaba hinchado y lleno de aire, como una pelota? Pues yo no lo sabía. Una vez en Argentina…

—No iré a Argentina —dije.

—¿Prefiere encerrarse en mi nueva mansión en compañía de… hum… unas buenas amigas mías que le ayudarán a pasar el rato?

—No pienso hacer nada de todo eso.

—¿Qué?

—Que no.

—¿Ah, no?

—No, señor Biosca. Porque la persona que usted se temía que estuviera implicada en el caso no lo está…

—¿Ah, no?

—Y porque me parece que ya sé quién es el rey.

—¿El qué? ¡No sé de qué me habla! ¡Se equivoca de número!

Colgó precipitadamente.

Lo que me llevó a pensar en el fútbol fue el grito de Lady Sophie. «¡Tú te crees que esto sólo es una chorrada futbolera, pero estamos hablando… de alta política, imbécil!». ¿Por qué había mencionado el fútbol? ¿Sólo era una manera de hablar?

En el chaflán, había un quiosco que tenía gran cantidad de prensa deportiva a la vista. Y, muy a la vista, un titular que me llamó la atención.

Era la época en que en el equipo más importante de la ciudad, y uno de los más importantes del mundo, jugaban Camilo, Isidoro, Reig, Vessels, Ballard, Garnett, Bach, Fernando, Pescosolido, Kaminski y Modiano.

El titular decía: «Joan Reig enseñará los calzoncillos».

Me imaginé a María, con una manera de hablar similar a la de su madre, diciendo aquella noche y con tanta ilusión: «Estoy con el Rey……, ¿Cómo pronunciaría Reig, la muchacha, en su andaluz de Bellvitge?
¡Rey!
¿Cómo lo pronunciaban todos los comentaristas deportivos del resto de España? «
¡Rey
la controla! ¡
Rey
se queda en el banquillo! ¡
Rey
sale al paso de Zurro y le derriba sin contemplaciones…!
¡Rey
se enfrenta al àrbitro!» Incluso lo llamaban directamente: «El Rey del área», en su condición de defensa central. Joan Reig: un chico que acababa de firmar una renovación de contrato por seis millones de euros (tema que llenaba los periódicos últimamente) se podía permitir todo tipo de lujos, orgías, alta sociedad, un ambiente deslumbrante para la joven Mary. Joan Reig, el guapo, el famoso, el adonis del fútbol nacional, el que las traía locas a todas y aparecía tanto en las revistas del corazón como en las deportivas, el que muy pronto participaría en un desfile de ropa interior masculina, que Beth y Amelia ya habían conseguido invitaciones para ir a verlo. ¡Joan Reig!

«¡Tú te crees que esto sólo es una chorrada futbolera!», había dicho Lady Sophie, exasperada.

ACTO TERCERO
Escena 1

Los grandes almacenes donde estaban trabajando Beth y Octavio se encontraban en el paseo de la Zona Franca. Se llamaban TNolan, así, sin punto ni espacio entre la T y la N, y estaban dedicados al hogar. En sus seis plantas se podía encontrar desde un listón de madera para hacerse un zócalo hasta reproducciones de cuadros famosos pasando por frigoríficos, cepillos de dientes, álbumes de fotos, flores, tanto artificiales como naturales, en un invernadero anexo y, en el super del subterráneo, comida de toda clase: fresca, congelada, precocinada, preparada, dietética, natural y artificial. En la sexta planta había un restaurante y decidí comer allí.

Por el camino, llamé a Beth, pero debía de tener el teléfono fuera de cobertura. Quizá estaba vigilando que no robasen nada en el aparcamiento. Probé con Octavio y lo pillé en un mal momento.

—¡Diga!

—¡Soy Esquius!

—¡Me cago en el trineo de los cojones, Esquius! —Afirmación mezclada con una voz infantil insistente y aguda, en segundo término: «Un caramelito, Papá Noel, que he sido bueno, un caramelito, un caramelito, un caramelito, por favor, un caramelito»—. ¿Tú sabes la pinta que hace un Papá Noel hablando por un móvil?

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