La clave de las llaves (5 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Pregunté por el comisario Palop, de los Grupos Especiales de la Policía Judicial. El guardia uniformado de recepción me dijo que esperase un momento, habló por teléfono y, a continuación, me proporcionó una etiqueta de plástico que me identificaba como visitante (no policía, no delincuente, no periodista) y me indicó de qué manera podía llegar al despacho de Palop. Yo ya conocía el camino.

Atravesé la sala en que unas mamparas de contrachapado separaban a unos grupos especializados de los otros, en dirección al fondo, donde Palop me esperaba en la puerta de su despacho. Al pasar por delante del Grupo de Homicidios, el inspector Soriano y yo intercambiamos miradas cargadas de energía negativa. No nos tenemos demasiada simpatía. A él no le gusta que todo un señor comisario como Palop se rebaje a hablar con un huelebraguetas como yo, cree que los detectives privados no hacemos más que enredar y no me perdona que alguna vez haya resuelto un caso antes que él. A mí, entre otras cosas, no me gusta su manera de mirarme.

Palop me hizo pasar con una actitud que hacía pensar que mi presencia no le provocaba alegría alguna.

—Pasa, siéntate.

—Gracias.

Me senté y contemplé cómo se trasladaba al otra lado de la mesa cubierta de papelorio en desorden, rascándose la nariz, cavilando la fórmula ideal para enviarme al cuerno sin violencias. ¿Qué le pasaba?

—¿Qué quieres saber?

No es que soliera recibirme con serpentinas, trompeteos y descorchando botellas de cava, pero tampoco era normal tanta frialdad.

—Lo que no quieres explicarme —dije.

Arqueó las cejas. Se sentó y apartó un montón de documentos para que pudiéramos vernos las caras.

—El caso está cerrado.

—¿Habéis detenido al asesino?

—Prácticamente.

—Entonces, el caso sólo está prácticamente cerrado.

—Ya sabemos quién es. Le estamos siguiendo la pista y no tardará en caer.

—Ah, bien. ¿Y quién es?

Me pareció que encajaba la pregunta como si fuera un desafío.

—Un macarra. Un desgraciado. No se podrá esconder mucho tiempo más.

No quería decírmelo. A lo mejor, porque no estaba tan convencido de que fuera un culpable tan evidente. Pero, por otra parte, me había permitido el acceso a su despacho, y me había pedido que me sentara. Quería hablar. Tenía un grito en la punta de la lengua. Yo asentí lentamente, reflexivo. El no apartaba sus ojos de mí, como si estuviera tratando de ver mi alma antes de animarse a vomitar lo que le roía por dentro.

—Lo que me extraña —me animé al fin— es la relación que pueda haber entre los dos asesinatos. La primera era una puta cara, de trescientos euros, que trabajaba para una
madam
de la parte alta y aparece al otro lado del Tibidabo, junto a los merenderos de Les Planes. La otra, una puta barata, inmigrante sin papeles, de las que hacen esquinas, y aparece en la otra punta de la ciudad…

—¿Quieres más diferencias? —dijo Palop—. La primera folló, la segunda no. A la primera le pegaron un golpe en la nuca, un golpe de conejo. A la segunda, después de pegarle una paliza, le reventaron la cabeza con lo que se dice un objeto contundente. Y también le robaron los zapatos.

—¿Entonces…?

—Los cigarrillos en la boca. Son de la misma marca, Gran Celtas con boquilla, y tienen el mismo ADN.

—¿El ADN?

—Sí, señor. Ya tenemos los análisis y el ADN, completo, con todos los marcadores, de los dos cigarrillos, y pertenecen al mismo hombre.

—Ese macarra desgraciado.

—Estuvimos hablando con compañeras de la negra que hacen la calle cerca de allí, junto a los muros de la Ciutadella, y sí, nos han dicho que hay un tío que tiene muy mala leche, que ha cascado a más de una y que había amenazado a Leonor. Un tal Gabriel Antonio, que le llaman Gabi, o Gavilán.

Pero estas mujeres deben de estar controladas por una banda, no por un solo macarra… —Movió la cabeza, mudo y desafiándome con los ojos—, ¿Qué es este Gavilán? ¿Un cliente, uno de la banda, un subalterno, un pez gordo…? —Palop no tenía respuesta. Sólo tenía un nombre. Continué ensañándome—. ¿Y qué tiene que ver un macarra desgraciado con la primera puta, la que trabajaba en la parte alta por trescientos euros el polvo?

Respondió, con énfasis:

—Cuando lo encontremos, se lo preguntaremos.

—Y le haréis un análisis de ADN, para ver si coincide.

Asintió cabeceando con el entusiasmo de un paciente que le da permiso al dentista para que le clave la aguja de la anestesia. La perspectiva de detener a aquel Gavilán no le hacía ninguna ilusión. Más bien parecía que se temía que, cuando comprobasen su ADN, tendrían un disgusto.

—Al menos, el ADN es una pista —dijo, sólo para dar a entender que no tenían las manos completamente vacías.

—Os lo ha dado él por propia voluntad, os lo ha dejado dentro de la boca de la víctima como quien deja una caja vacía, envuelta en papel de regalo, bajo el árbol de Navidad —le hice notar, aunque era consciente de que no le decía nada nuevo—. Probablemente, sabe que os será tan útil como una linterna a un ciego. El perfil genético no está incluido en la información del DNI. Si no tenéis sospechosos con los que contrastarlo, no sirve de nada.

No me contestó. Apoyé la espalda en el respaldo. Pensaba en el caso, pensaba en Palop exigiéndole al rey una muestra de sangre, o de saliva y, entre todas estas ideas, se colaban otras relativas a Mónica y al tocatheremins.

El silencio se prolongó.

—No jodas, Palop —dije—. ¿Qué coño pasa?

Quería decírmelo, pero dudaba. No encontraba las palabras. Las buscaba por encima de la mesa, entre los papeles, entre las fotografías y los diplomas de la pared, y no las encontraba. Se le escapaban ojeadas hacia la puerta, como si temiera que alguien nos estuviera escuchando desde fuera, o que alguien la abriera de pronto y nos sorprendiera haciendo algo feo.

—No jodas, Palop —repetí.

—¿Para quién trabajas? —Era una pregunta retórica, para ganar tiempo.

—Sabes que no te lo puedo decir. —No le costaría mucho trabajo adivinar la respuesta.

—No te metas, Esquius. Déjalo. Son dos putas de mierda. Gajes del oficio. Siempre hay un cliente cabrón. Ya saben lo que se juegan.

—No jodas, Palop —por tercera vez.

Aquello lo convenció. Volvió a mirar hacia la puerta, tosió, encendió un cigarrillo y dijo:

—Nos están metiendo palos en las ruedas. —Ya estaba, ya había empezado. Ya no podría parar. Yo me acodé en las rodillas, dispuesto a no perderme ni una palabra—. ¿Quién? No lo sé. El juez, pero supongo que hay alguien más arriba. —Me pareció que se me dormían las manos, como si alguna especie de gangrena fuese avanzando por mis brazos en dirección a los hombros. Una sensación de irrealidad. Y él continuaba hablando, con expresión de «Tú te lo has buscado, después no te quejes»—. Primero, me llamó el juez, después me llamaron de Gobernación. La excusa era la alarma social. Cuidado con la alarma social, que la gente anda muy alarmada con la falta de seguridad ciudadana, que no habíamos vivido una época como ésta desde aquello del «miedo a salir de casa», por los años ochenta. Esto es el pan de cada día, pero nadie me preguntó por el caso, ni me dijeron que tuviéramos que resolverlo rápidamente. Sólo me preguntan «¿Qué sabes de eso?» y, cuando ven que no sé nada, que no tenemos ni idea, se conforman, ¿sabes qué quiero decir? Como quien dice «Si no sabes nada, mejor»… Después, me entero de que el juez de guardia al que correspondió el segundo caso se inhibió inmediatamente a favor del primero, de prisa y corriendo, considerando que los dos crímenes estaban relacionados. E, inmediatamente, el juez que llevará el caso me convocó a su despacho y me dijo que quería estar informado de todos los pasos que se diesen en todas las investigaciones… Me recordó que somos policía judicial, es decir, dependiente del juez, y que la policía tiene que hacer lo que él diga. —Se adelantó a mi comentario—: Es así, en realidad tendría que ser así. En cada caso, los jueces tendrían que decir a la policía qué hay que hacer y cómo, pero no lo hacen, claro.

Ellos no saben conducir una investigación, no se lo enseñan en la facultad de Derecho. Supongo que son reminiscencias de la época franquista, cuando la magistratura obedecía a la policía y no al revés. El juez nunca nos dice lo que tenemos que hacer. Asiste al levantamiento del cadáver, dice «Procedan como de costumbre» y esperan resultados, y nosotros actuamos, y le llevamos los culpables y las pruebas y ellos juzgan. Pero tienen la facultad de dirigir la investigación, claro que sí, y por tanto de frenarla. «No hagáis nada hasta que yo os lo diga, tenedme informado de cada uno de los pasos que deis, no os mováis hasta que no tengamos los resultados de la autopsia y los informes de la Científica, y las pruebas del ADN…»

—Os las han hecho muy de prisa —comenté.

—Anormalmente de prisa —dijo—. En veinticuatro horas ya las teníamos, cuando normalmente pueden tardar hasta quince días. Prioridad extrema. Fue el primer juez quien las pidió con urgencia y el segundo juez se basó en ellas para considerar que los dos crímenes están relacionados y para pasarle la patata caliente al primero. Que, por otra parte, la aceptó encantado. A pesar de que, a la hora de la verdad, cuando se ha hecho con los casos, nos ordena que demos prioridad absoluta a dos agresiones domésticas con resultado de muerte, porque es un tema que genera mucha alarma social, y a una pelea entre clanes rivales de gitanos y magrebíes, en que ni siquiera hubo heridos de consideración, porque dice que todo eso de las etnias, el racismo, la inmigración y la marginalidad es tema preferente… He hablado con los del departamento de prensa y ellos también han recibido instrucciones. Que no divulguen las noticias. Salió aquello del autocar de las que iban a una despedida de soltera pero en seguida se apagó el fuego. Y basta.

Una pausa.

—¿Y qué explicación le das?

—Lo que dicen por aquí… —dudó durante un espacio de tiempo lo bastante largo como para invalidar lo que iba a decir—. Tienen miedo de que sea un asesino en serie. Eso de que no hay nada que estimule más a un asesino en serie que la publicidad que se haga de sus actos, de manera que no quieran hacer ninguna publicidad. En realidad, ahora estaríamos esperando la tercera víctima.

—Pero… —le di pie.

—Pero, casualmente, sabemos que del juzgado han salido, como mínimo, dos datos que han aparecido en los periódicos: el detalle de los cigarrillos en la boca de las víctimas y el hecho de que a la negra le faltaran los zapatos… La clase de detalles que nunca permitimos que trasciendan, ya sabes. Nos los guardamos para utilizarlos cuando detenemos a un sospechoso. Cosas que sólo puede saber el asesino, para pillarlo en contradicción, en fin…

—Dirías —afirmé— que las medidas tomadas por el juez parecen destinadas más bien a retardar o entorpecer la investigación.

—Ya hace dos días que obra en su poder todo lo que nos pidió, el informe de la autopsia, el ADN, los informes de la Científica…

—¿Puedo tener esos informes? Una fotocopia.

Tenía un ojo más cerrado que el otro, por culpa del humo del cigarrillo, y se rascaba la nariz con tanta insistencia que pronto brotaría la sangre. Se había desahogado contándomelo todo, pero no quería que las cosas se detuvieran ahí. Le fastidiaba que le pusieran trabas, que el juez estuviera estorbando su trabajo, que lo manipulasen. Yo era una gran tentación para él.

Tomó una decisión. Se levantó, se llegó hasta la puerta, la abrió y habló hacia fuera.

—¡Soriano! Haz fotocopias del expediente del Paseo de Circunvalación. Y tráemelas en una carpeta, por favor. —Alguien preguntó algo y tuvo que aclarar—: Sí, el de la chica de Les Planes también, claro.

Cerró la puerta y volvió a sentarse en su sitio, al otro lado del escritorio desordenado.

—¿Sabes quién es el juez? —Esperé—. Santamaría. ¿Conoces al juez Santamaría?

Todo el mundo conocía al juez Santamaría, que se había hecho famoso en algunas tertulias radiofónicas y televisivas diciendo barbaridades.

—Aquél que —evocó— para referirse al caso de unos
skins
que habían agredido a un homosexual dijo, por radio, que sólo se trataba de unos ciudadanos que habían cascado a un maricón… ¿Te acuerdas?

Sí. Me acordaba.

—Ante el juez Santamaría —continuó Palop, con ánimo didáctico—, un día comparecieron cuatro gamberros que habían protagonizado un alboroto en un bar. Eran jóvenes de casa bien con unas cuantas copas encima, rompieron unas pocas cosas, algunos guantazos, nada importarne. Iban muy confiados de que no les pasaría nada: sus padres eran gente importante, había pasta de sobra para pagar fianzas… Iban tan confiados que a uno de los chicos se le ocurrió tararear, en plan de coña y bajito, aquello de «Santa Marta tiene tren pero no tiene tranvía»… El juez pareció que no lo había oído. Soltó a los otros tres y este mocoso se pasó tres meses en la trena. Primero, porque se había extraviado su expediente, después porque, al reaparecer el expediente, en él se hablaba, no se sabe cómo ni por qué, del movimiento
okupa
, de la supuesta pertenencia del chico a Terra Lliure, de material explosivo, documentos terroristas y no sé cuántas cosas más. Como era gente de clase alta, se echó tierra encima y no se hable más.

—¿Como era genie de clase alta…? —me sorprendí—. ¿No lo denunciaron?

—No te extrañe. A la gente de clase alta les interesa estar bien con los jueces, igual que a la clase baja y casi por los mismos motivos. Los únicos que protestan y montan jaleo son los de clase media, que aún conservan la ingenuidad del ciudadano que vota por convicción.

La parrafada lo dejó descansado. Apagó el cigarrillo y, sin pensar, encendió otro.

—¿Hablaste con la
madam…
? ¿La mujer para la que trabajaba la primera víctima?

Tardó en responder, pensativo, como si se hubiera dado cuenta de que ni él ni yo habíamos mencionado el nombre de la primera víctima. Por fin, asintió:

—Sí.

—¿Y…?

—No sabe nada. Por lo visto, aquella noche la chica no tuvo ningún servicio. Si hubiera tenido alguno, la
madam
lo habría sabido, porque iodo pasa por su teléfono. En todo caso, salió a trabajar por su cuenta. Y eso lo Ha certificado la madre, que dice que la nena no recibió ninguna llamada, que salió muy bien vestida, como si fuese a hacer un servicio, pero ella no sabe dónde fue.

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