Read La clave de las llaves Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Por último, en un acta, el juez que había recibido el segundo caso se inhibía a favor del juez que se ocupaba de María Borromeo, al entender que los análisis de ADN establecían una relación inequívoca entre los dos crímenes.
Me fui a dormir con la sensación de haber asimilado muy poco de todo lo que había estudiado. Tenía la cabeza en otra parte. En el dormitorio me encontré con el recuerdo de todas las mujeres que había llevado allí después de la muerte de Marta.
Suspiré, abrumado.
Quizá me convendría una ducha de agua fría antes de meterme entre las sábanas con tanta gente.
Se daban todas las circunstancias para que tuviera una pesadilla, y, efectivamente, la tuve. Pero, curiosamente, no aparecieron en ella ni Marta, ni Mónica, ni Esteban ni theremin alguno. Sólo Biosca, que me comunicava entre carcajadas que el rey le había otorgado el título de marqués. En el siguiente fotograma onírico, su rostro cara risueña y eufórica pasaba a formar parte de la etiqueta de una botella de vino: «Marqués de Biosca» «Vino peleón». Me desperté con dolor de cabeza y tuve que ir al lavabo a orinar. A partir de aquel momento, sólo pude dormir a ratos.
Por la mañana, me encontré mirando aquella tarjeta de color verde, y fosforescente, que contenía, escuetamente, el nombre de Lady Sophie y un número de teléfono.
No me parecía oportuno telefonear a una de las
madams
más caras de la ciudad antes de las once de la mañana. Imaginaba que su trabajo debía de obligarla a trasnochar, alternar y tal vez a abusar del alcohol y otras substancias euforizantes, y no quería interrumpir su sueño, ni agravar su resaca, ni acelerar el proceso de restauración matutina. La quería muy lúcida a la hora de responder a mis preguntas.
Cuando me disponía a salir hacia la agencia, sonó el teléfono. Desde la puerta, dejé que se agotasen las llamadas y saltara el contestador automático, esperando quién sabe qué, y tuve la oportunidad de escuchar una conferencia entera de la voz exaltada de mi principal:
—¡Esquius! —Sólo con esta palabra ya supe que le ocurría algo: parecía el grito de agonía de alguien que ha quedado atrapado en una telaraña gigante y ve a la araña monstruosa y peluda que se acerca—. ¡Esquius! ¡Soy Biosca! Le ordeno… Óigame bien, no se pierda ni una sílaba de lo que tengo que decirle… Le ordeno que abandone inmediatamente la investigación que tiene entre manos! He estado pensando en ello y me parece una temeridad absurda continuar por el camino que ha emprendido. —Tendría que habérmelo esperado: Biosca tenía una personalidad ciclotímica, y sus períodos maníacos eran seguidos automáticamente por accesos depresivos y pánicos durante los cuales todavía era más insoportable—. Por muy superdotado que sea, no es tan omnipotente como para competir con la maquinaria universal con que pretende enfrentarse. He estado pensando si tendría que devolverle a nuestra dienta el dinero que nos dio, pero he llegado a la conclusión de que más vale no hacerlo. Podría sospechar algo, podría recurrir a otros detectives, dar a otro la oportunidad de lucimiento… Creo que es preferible fingir que vamos trabajando, darle largas, inventarnos algún informe para tenerla entretenida, pobre mujer, ¿qué le parece? Ah, y no es por nada pero quiero que quede claro que, si usted se empeña en luchar contra los molinos, no cuente conmigo. No quiero saber nada. Ya se apañará. Negaré toda conexión y connivencia con sus iniciativas, le daré la espalda, le negaré tres veces como San Pedro, renegaré de nuestra amistad y de los días felices que vivimos juntos, no sé si me entiende lo que quiero decir. Ah, y no lo invitaré a mi casa nueva y, piénselo bien, porque no es una casa, es un templo para los elegidos lo que acabo de estrenar. Y, si en algún momento sospechara, sólo sospechara que sus investigaciones desquiciadas pudieran poner en cuestión la estabilidad de mi empresa o de mi entorno, no dude que acudiré a la policía y le denunciaré como terrorista que pretende aniquilar a la monarquía con difamaciones. —Cambió el tono—. Se lo digo en plan de amigo, Esquius, de buen rollo. Será mejor que lo deje, ¿de acuerdo? Vamos, que pase un buen día. El día de mañana, cuando el rey se entere de lo que hemos hecho por él, nos lo agradecerá, ¿no le parece?
Suerte tenía Biosca de ser millonario y dueño de su propia empresa y no depender de nadie. En cualquier otra situación, ya estaría pidiendo limosna, o bajo supervisión médica especializada.
La llamada me disuadió de acercarme a la agencia y al mismo tiempo me convenció de la necesidad de apagar el móvil en seguida. Decidí entretener el tiempo que me quedaba hasta las once viendo alguna de las películas de mi colección de serie negra, concretamente
El Beso de Judas
, un extraño homenaje a Jim Thompson dirigido por un tal Gutiérrez, ambientado en Nueva Orleans, con Emma Thompson y Alan Rickman (los dos actores de
Sentido y Sensibilidad
) en el papel de policías que persiguen a una espléndida secuestradora interpretada por Carla Gugino. Mientras asistía a las apasionadas embestidas entre Carla Gugino y su novio, un hemisferio de mi cerebro consideraba seriamente la posibilidad de convertir la visita profesional a Lady Sophie en una visita de piacer. Rechacé la idea pensando que no me sobraban trescientos euros, que necesitaría de todo mi capital para ayudar a mi hija Mónica y, al rato, me di cuenta de que no entendía nada de lo que sucedía en la pantalla del televisor porque los pensamientos me habían llevado a otra parte. De manera que interrumpí las aventuras de Emma Thompson y Alan Rickman contra los secuestradores y me sorprendí siguiéndole el rastro al novio descolorido de mi hija.
Recordaba que se habían conocido en la ferretería donde él trabajaba, porque Mónica iba con frecuencia cuando se dedicaba al bricolaje en su piso, y eso significaba que era la ferretería del barrio. Se me ocurrió que allí me hablarían de Esteban, quizá no de una manera demasiado objetiva, porque lo habían despedido, pero posiblemente la verdad estaría en el punto medio existente entre aquella versión y la de Mónica. Tenía que encontrar la ferretería y me prometí que lo haría en cuanto tuviera un momento.
También me rondaba por la cabeza la idea de pedirle consejo a Beth, la empleada de la agencia poco mayor que Mónica.
Marta eligió este momento para picarme un poco.
—¿Te has dado cuenta de que todos los novios de Mónica te caen mal? ¿Te has preguntado el porqué de tanta coincidencia?
No, no me lo había preguntado ni pensaba hacerlo. Tampoco quería plantearme por qué no le hacía caso a Biosca y dejaba el caso de Mary Borromeo, ya que, al fin y al cabo, era él quien me pagaba. Para ahuyentar todas estas preguntas, me sumergí en páginas gastronómicas, buscando platos donde se combinaran verduras como la zanahoria y el apio con gambas, langostinos, cigalas, ostras, y alguna clase de carne. Encontré un apartado de cocina erótica. Supuse que si la zanahoria y el apio se consideraban afrodisíacos debía de ser por su forma.
Me quedé pensativo, ausente en el sillón giratorio, delante del ordenador. La
madam
le había dicho a Mary que tenía que ir a una fiesta de alta sociedad, con mucha gente. Aquello significaba una casa particular. La suma de cena afrodisíaca, prostituta contratada y un pandilla en una casa particular conducía mis pensamientos hacia la conclusión lógica de una orgía. ¿Una orgía con una sola prostituta? ¿O es que habían alquilado a otras en otras empresas?
A las once en punto, marqué el número de Lady Sophie.
—¿Sí?
Lady Sophie no ocultaba cuál era su profesión. El color, la fosforescencia y el tipo de letra de su tarjeta lo dejaban muy claro. Pero aquella manera de decir «¿Sí?» alejaba cualquier duda. Era un «¿Sí?» que podía matar a un niño, si lo oía.
—Me han dicho que vendes algo que me puede interesar —dije, e inmediatamente me sentí estúpido. Demasiado cine.
—¿Nos conocemos?
—Me gustaría que nos conociéramos.
—No hace falta. Dime dónde estás y a qué hora la necesitas y te enviaré compañía.
—¿No puedo elegir?
—Puedes fiarte de mí.
—¿Con esta voz? Sólo me fiaré de ti si puedo verte la cara.
—Está bien. Si te sobra el tiempo, ven.
Me dio su dirección y, cinco minutos después, ya estaba al volante del Golf, por la avenida de Sarriá arriba, hasta cruzar la Ronda del General Mitre por la plaza de Prat de la Riba, enfilando el paseo de San Juan Bosco y entrando finalmente en la calle de María Auxiliadora, donde se hallaba mi destino.
Allí tenía su feudo Lady Sophie.
Una casa de estilo vagamente neoclásico, pretenciosa, con frontón y columnas estriadas en la fachada. Pulsé el botón del piso correspondiente en el portero automático. En seguida, escuché:
—¿Sí? —Otra vez aquel «¿Sí?».
—Acabamos de hablar por teléfono. Me llamo Ayala.
Ya llevaba en la mano, a punto, una tarjeta que me presentaba como Enrique Ayala, abogado de una empresa denominada AGE, Asesores y Gestores Empresariales.
Subí en un ascensor que apestaba a perfume venéreo, o a mí me lo pareció.
La mujer que me abrió la puerta era extremadamente baja, una delicada miniatura que contrastaba con su voz de pantera. No sé por qué, se me ocurrió que no podía haber ejercido la prostitución antes de ser
madam
, era imposible. No sé por qué. Tenía unas facciones angulosas, afilados los pómulos y cuadradas las mandíbulas, y los labios delgados y desdeñosos, irradiaba descargas eléctricas incluso en estado de reposo, pero aún así era agradable de contemplar. Jersey de cuello cisne, probablemente para ocultar arrugas y disimular la edad, y ceñido porque tenía los pechos generosos, y sin mangas porque tenía los brazos bonitos. De un color verde, tan chillón como su tarjeta fosforescente. Pantalones de color beige y muy anchos. Debía de tener las piernas feas. Y babuchas bien planas para proclamar a los cuatro vientos que su altura no la acomplejaba en absoluto.
Me miró a los ojos, descarada, y después dejó caer la mirada escrutadora desde los cabellos blancos hasta los zapatos refulgentes, pasando por la bragueta como una caricia. No le convenció lo que veía, a pesar de que me había puesto el traje gris de alpaca, el abrigo azul y la corbata de rombos. Más bien me pareció que le confirmaba las sospechas y las paranoias anteriores. Su expresión profetizó dificultades, y dio media vuelta y pasó hacia el interior del piso dejándome solo en el vestíbulo.
El vestíbulo era un espacio pequeño, decorado con una consola con superficie de mármol y una banqueta minúscula de patas frágiles con incrustaciones doradas y acolchada, digamos que estilo Luis XVI o algo así. Había una puerta medio disimulada detrás de unos cortinajes de terciopelo y otra con cristales translúcidos y amarillos, que era por donde había pasado la
madam
. La seguí.
Me encontré en una sala lo bastante grande como para contener dos sofás, dos sillones, una mesita baja y una barra de bar que daba a la estancia aspecto de club privado. No había nada que hiciera pensar en el sexo, aparte, quizá, del olor de un ambientador demasiado dulce. Los cuadros eran abstractos, indescifrables, y aquí y allá se veían jarrones con flores naturales y móviles de esos que parece que nunca pueden estarse quietos. Nada de pornografía ni provocación de ninguna especie. Un ambiente tranquilizador para temperamentos medrosos y neuróticos. Lo agradecí.
Lady Sophie no tuvo que agacharse demasiado para coger una carpeta que había sobre la mesita enana. Me la dio con gesto despectivo, sin mirarme, como quien ya sabe que está haciendo algo que no sirve para nada. Ordenó:
—Elige.
Podría no haberla abierto, pero me venció la curiosidad. Me pasó peor la cabeza: «Así sabré lo que me estoy perdiendo».
Chicas muy hermosas. Cuerpos. Chicas que te gustaría conocer en el metro, o en un bar para tratar de ligar con ellas y acabar compartiendo almohada y sábanas. Podían ser estudiantes o administrativas o azafatas, sólo que llevaban poca ropa, o ninguna, y adoptaban actitudes seductoras que no les sentaban bien, que las hacían más baratas. Pero la baratura contribuía a hacerlas asequibles y, por tanto, excitantes. Era como si me estuviera poniendo a prueba. Reconocí a dos actrices de cine y a una presentadora de televisión. No era ningún secreto: allí se estaban ofreciendo, en aquel escaparate, al alcance de cualquiera que hojeara aquel menú. Yo podría ser cualquiera. El padre de una de ellas, por ejemplo.
Devolví la carpeta.
—¿Y Mary Borromeo? —dije.
Lady Sophie apartó la vista, asqueada.
—Me lo imaginaba —dijo.
Le entregué la tarjeta a nombre de Enrique Ayala.
—Represento a alguien que no está de acuerdo con la manera como se ha resuelto el tema de Mary Borromeo.
Frunció el ceño. Expresión desagradable, agresiva.
—¿A quién?
—El jueves pasado, contrataron a Mary Borromeo para un servicio y el cliente se la llevó hacia Sant Cugat… —Tenía que fingir que sabía más de lo que sabía, basándome en suposiciones: hay mansiones muy lujosas, en Sant Cugat, y habían encontrado el cadáver en la carretera de Vallvidrera a Sant Cugat.
Me clavó una mirada directa a los ojos, como hacen las personas cuando son sinceras. Pero las personas que dicen la verdad también parpadean al hacerlo. En aquella mirada artificialmente fija sólo había la determinación de aparentar sinceridad. Nada más.
—No sé de qué me habla.
Bajó la vista y, mirando las baldosas del suelo, con la cabeza por delante, pasó por mi lado, hacia el vestíbulo.
—Pues claro que lo sabe.
La agarré del brazo. Pegó un grito ensordecedor:
—¡Suélteme!
La solté, pero ella se había detenido.
—Pues claro que lo sabe.
—Hizo el servicio por su cuenta.
—La contrataron para una fiesta de alta sociedad…
—¡Me estafó!
—¿Y por eso la mataste?
Se quedó con la boca abierta.
En algún lugar de la casa, sonaban pasos de gigante con botas de siete leguas. ¡Bom, bom, tres, cuatro…!
Lady Sophie salió al vestíbulo. La seguí levantando la voz:
—… Mi cliente estaba allí, ¿comprendes? ¡Gambas, langostinos, ostras, comida afrodisíaca para antes de la orgía…!
Paralizó el gesto y se volvió hacia mí con tanta rabia como si le hubiera descrito el menú con toda exactitud. Hay gente que se pone colorada como un pimiento morrón en situaciones así. Y hay gente que se pone pálida. Lady Sophie se puso blanca como el papel. Me recordó a Esteban. Blanca amarillenta, blanca enferma, blanca a punto de lipotimia.