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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La clave de las llaves (40 page)

Por el amor de Dios. ¿No podía entender Beth que cualquier hombre del mundo, incluidos los más santos y castos varones, habría jadeado como un perro al ver una maravilla de mujer como ella haciendo así con el dedo? ¡No había que ser un crápula! Traté de dominar mi contrariedad pero no había forma de cerrar la boca. Como si se me hubiera desencajado la mandíbula.

—Pero, entonces, me estás diciendo que… —A trompicones y riendo histérico, como para quitar importancia al drama—… Bueno, que le has quitado el novio a mi hija!

—¿Quitado? ¡No! ¿Qué quieres decir? ¿Si hemos ligado? ¿Si nos vamos a casar? ¡No! ¡Ni loca! ¡Juego! Lo tengo engolosinado, absolutamente obnubilado, atrapado, caliente, encoñado, adúltero, infiel, traidor y renegado de la causa principal, que tendría que ser la de tu hija. ¡La hemos salvado! Y, mira, ya estaba pensando en enviarle a Mónica unas fotografías aclaradoras por correo electrónico, estaba dudando entre hacerlo o no, pero no hizo falta.

—Oh. No hizo falta —repetí con una voz muy parecida a la de los autómatas del Tibidabo.

—Ayer estábamos en un local que hay cerca del piso de Mónica, y de repente, aparece tu hija y nos pilla. Imagínate: entra y se encuentra al hombre de su vida morreándose con una chica de cabellos verdes.

—¿Que Mónica os vio…? —grité. Pero, como la música del local resultaba ensordecedora, ella debió de pensar que sólo trataba de hacerme oír.

—No veas la escena. Se quedó de pasta de boniato y, entonces, aquel imbécil le suelta de golpe todos los tópicos de las películas románticas: «Lo siento, Mónica, quería decírtelo, esta chica y yo nos hemos enamorado, no ha sido culpa de nadie».

—¿Y qué hizo Mónica?

—Salió corriendo. Seguro que tuvo un disgusto, no te digo que no, pero créeme que salió ganando.

Me terminé el cubata de un trago, reprimí las ganas de destrozar el vaso con la mano y tragarme también los cristales y se me despertó un tremendo dolor de cabeza y ganas de huir corriendo del local y no parar hasta casa donde me encerraría para no salir nunca jamás.

—No te preocupes —remataba Beth, sin darse cuenta de nada—, que ese mamarracho no volverá a molestar a Mónica. Por cierto, ¿qué haces esta Navidad? ¿Quieres que la pasemos juntos?

—No —dije:—. No. No. Uh, qué tarde es. Me parece que me tengo que ir.

De repente, comprendí que estaba más viejo que nunca. Éste es un hecho que nos sucede a todos continuamente, pero nunca nos paramos a pensarlo, y a mí, en aquel momento, me pareció catastrófico.

Tal vez incentivado por la mezcla de alcohol y medicamentos, vi con toda claridad la tradicional comida de Navidad en casa de Oriol, con estridencias de Navidades y los niños balbuciendo el verso, y escudella y carn d'olla y pavo relleno, y turrones saliéndonos por las orejas, todos abotargados y entorpecidos por el alcohol y, allí, en un rincón, Mónica, mi hija querida, la que tanto vela por mí, llorando y diciendo que se quería morir. «¡Esteban me ha traicionado!». Y yo mordiéndome la lengua para no añadir. «¡Por mi culpa!». El genio del theremin la había abandonado para irse con una pelandusca de cabellos verdes. «Y, papá, por cierto, perdona, pero… ¿En vuestra agencia no hay una chica que lleva los cabellos teñidos de verde?»Nunca he sido muy aficionado a las celebraciones navideñas pero, de repente, aquel año, se me presentaban como terribles condenas infernales.

Mónica llorando, abrazada a mí, «Esteban me ha dejado», ignorando que yo era el principal culpable. ¿Qué podía decirle?

La noche de Navidad me excusé con Ori diciendo que había conocido a una mujer y que queríamos celebrarlo juntos y a solas, y que no me esperase ni por Navidad ni por San Esteban. Y el chico primero protestó en nombre de las tradiciones pero, acto seguido, me felicitó y me recomendó que no me olvidara los condones ni el Viagra.

—Por cierto —le dije, ahogado de miedo—: ¿Qué sabes de tu hermana?

—Nada. Supongo que vendrá mañana, pero hace días que no sé de ella.

Y, poco después, dirigía mis pasos, envejecidos, rígidos y culpables, hacia aquella casa del Ensanche donde creía recordar que todo había comenzado.

No podía quitarme de la cabeza a Ginni, Eugenia antes Cristina. Me justificaba diciendo que pensaba en ella porque quizá se le ocurría alguna manera de reconciliar a nuestros hijos. Al fin y al cabo, los dos habíamos luchado, codo con codo, a nuestra manera, por su felicidad. Y, si ella era una embustera manipuladora, yo no me quedaba corto a la hora de liar las cosas hasta el desastre total.

Me decía que era una cuestión de fuerza mayor lo que me hacía volver a aquel piso pero, por el camino, cuando me miraba en los cristales de los escaparates, tuve que reconocer que buscaba compañía para aquellas Navidades tan negras. No quería volver a casa y encontrarme con el fantasma de Marta, de una vida anterior que no se acababa de morir nunca. Buscaba un poco de alegría, sombreritos de papel, espantasuegras, trompetillas impertinentes, serpentinas y confeti. Para eso, estaba seguro de que Ginni se las pintaba sola. ¿Qué importaba si un día me había engañado? Sólo pretendía ayudar a su hijo, y esa clase de cosas creo que sí que se le pueden consentir a una madre. Ella necesitaba a alguien que la quisiera y yo también. De alguna manera, éramos dos almas gemelas, dos almas solitarias corriendo la una al encuentro de la otra.

Bueno, no se puede decir que yo corriera, pero sí que avanzaba a tanta velocidad como era capaz a pesar del daño que me hacía todo el cuerpo.

Me detuve al ver aquella furgoneta mal aparcada, con dos ruedas sobre la acera, delante mismo de la casa de Ginni. De la furgoneta se apeaba un chico joven y fuerte vestido con un mono azul. Tanto en el vehículo como en la ropa de trabajo del adonis se podía leer: FONTANERÍA SILVESTER.

Pulsó un botón del portero electrónico, no vi exactamente cuál, a lo mejor no iba a casa de Ginni, a lo mejor sí que se trataba de una urgencia doméstica del tipo de una cañería reventada o un cortocircuito. A lo mejor sí. ¿Para qué tenían que llamar a un fontanero la noche de Navidad, si no?

En todo caso, yo no me atreví a llamar al timbre porque ya no tengo edad ni ánimos para sorpresas.

Empezaba a nevar, tal como había anunciado el hombre del tiempo.

Pasé de largo y continué caminando entre luminarias navideñas, y los villancicos atronando proyectados desde las tiendas resplandecientes hacia la calle, y de los árboles adornados con brillantes oropeles, y niños embobados, y papanoeles tocando la campana, y padres cargados de regalos, y conductores exasperados tocando el claxon, continué caminando, dudando si irme a casa, cabizbajo, resignado a encontrarme con los fantasmas familiares que nunca te abandonan, o si llamar a Beth.

Recurrí al teléfono móvil.

—¿Beth? —dije.

Y ella, entusiasmada:

—¡Ven, que conocerás a mi novio!

—¿Tenéis gorritos de cartón, y trompetillas, y espantasuegras, y serpentinas…?

Me dijo que sí.

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