Read La clave de las llaves Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Inmediatamente, el entrenador lo cambió por un suplente en edad de juvenil, sin esperar a que terminara la primera parte.
En el descanso, Tete Gijón me agarró del brazo y me dijo, con vez grave, de pésame:
—No hay nada que hacer. Cuando jugaba en el B, Reig era el mejor del equipo, pero últimamente la ve cuadrada. Y los otros, por un estilo. No pone alma. Ni siquiera Garnett, aunque juegue bien.
—¿Garnett? ¡Pero si ha hecho algunas jugadas estupendas!
—Pero le falta motivación. Fíjate que ya no se molesta ni en abroncar a sus compañeros cuando la cagan, parece que le dé igual, no da consignas, no actúa como líder como hacía antes. Juega solo, con el piloto automático.
No me había dado cuenta. A quien había visto preocupado, distraído por algo terrible, atormentado por obsesiones que le impedían concentrarse en lo que estaba haciendo, era a Reig.
El club local aún encajó un tercer gol del equipo visitante, que acababa de subir de segunda.
—… Danny Garnett centra en el espacio entra Modiano que se encara al portero…, oooooh…, qué lento qué lento que ha sido el portero ha salido y se le ha adelantado…
Después, todo eran excusas:
—Como Garnett ha centrado sin mirar, además de engañar a los defensores, ha engañado incluso a Modiano y cuando ha querido reaccionar…, Lástima, porque la jugada de Garnett merecía acabar en gol…, Lástima, porque necesitamos un gol para entrar en el partido…
Al ver que no ganaban, los periodistas se dedicaban a hablar de la quiniela, tie las substituciones, del banquillo, de la empanada mental del entrenador, y de otros partidos más gloriosos o de otros deportes en que ganaba el equipo que ellos querían.
A la salida, los aficionados hacían aspavientos, rezongaban, escupían en el suelo, buscaban pelea y, algunos, rompían unos carnets que ya habían sido rotos y pegados con papel adhesivo muchas veces.
Cristina resultaba una imagen insultantemente feliz en medio de tanta amargura, cualquiera diría que era partidaria del equipo contrario, y yo quería creer que el único motivo de su satisfacción era el hecho de ir colgada de mi brazo.
De repente, se me hizo evidente que estaba buscando a alguien entre la multitud. Alargaba el cuello, torcía la cabeza hacia todas direcciones, se ponía de puntillas o daba saltitos para otear por encima de las cabezas de los ciudadanos que teníamos alrededor, o se detenía para mirar por segunda vez a alguien que le había parecido conocido. Por fin, encontró lo que buscaba.
—¡Ah, ahí está!
—¿Quién?
—¡Ven, quiero que le conozcas! —Me arrastró entre la confusión de personas y coches, hacia un hombre que nos saludaba con la mano—. Ya suponía que habría venido, es de los que no se pierde un partido… El conoce muy bien a Mónica…
Era un hombre fornido, de mi edad, con el pelo muy largo recogido en una coleta, pendiente en la oreja derecha y vestido con una gabardina negra abrochada hasta el cuello, que le llegaba casi hasta los pies, como una sotana. Nos sonreía por compromiso y, cuando estuve cerca, tuve la sospecha de que llevaba alguna clase de cosmético en su rostro.
—¡Hola! Mira, éste es Ángel, el padre de Mónica, la novia de Esteban.
—¡Ah, sí! —hizo él, como si no lo supiera.
Me esquivaba la mirada. Me pareció que sólo me dedicaba un cincuenta por ciento de atención. El otro cincuenta por ciento lo monopolizaba Cristina. ¿Sería que estaba incómodo porque le gustaba Cristina y tenía celos de verla coqueteando con otro?
—Él es Roberto Montaraz, el hombre que ha enseñado a Esteban todo lo que sabe de música.
—Ah —exclamé—. El theremin.
—Sí —replicó él, complacido—. El theremin.
Parecía que ya no teníamos nada más que decirnos. Intervino Cristina:
—Le digo a Ángel que Esteban es un genio, que su composición de theremin es excelente, a que sí.
—Sí —concedió Roberto Montaraz, con acento argentino cuidadosamente cultivado, muy serio y un poco afectado—. Excelente, soberbia, valiente, sobre todo valiente, un hallazgo, todo un hallazgo. —Declamaba, como hacen algunos argentinos, con excesivo énfasis—. Sólo le falta una buena grabación para tener oro puro en la mano. Un estudio
comme il faut
, un digei que le haga las mezclas con criterio metamoderno. Su música tiene luz, una luz a la manera de Monteverdi, pero aún podemos alcanzar un estadio más, todavía necesitamos otro paso más para conseguir que deslumbre. —Su mano se posó encima de mi antebrazo como un pájaro inquieto. No era capaz de sonreír, aunque trataba de fingir amabilidad—. Apostar por Esteban es jugar sobre seguro. Oiremos hablar de ese pibe, se lo aseguro.
—Ya —dije, mirándole la mano.
—Enséñale una tarjeta —exigió Cristina, siempre pendiente de mis reacciones—. Dale la tarjeta, por si quisiera comunicarse contigo o, no sé, hacerte alguna pregunta…
Me dio una tarjeta donde ponía:
ROBERTO MONTARAZ
Catedrático Honorario de la Escuela de Ingeniería Electrónica de Buenos Aires.
Director del Laboratorio de Acústica y Electroacústica de la Universidad de Rosario.
Professore alla Facoltà de Scienze Esatte. (Roma).
Había, además de su dirección, un teléfono y una dirección web.
Mientras yo la leía, el catedrático, director y
professore
iba diciendo, de un tirón, casi sin detenerse a respirar, como Tete Gijón cuando retransmitía el partido:
—El pibe ha enviado unas maquetas, con mi recomendación personal, a una serie de productores de cine y de teatro, a empresas de publicidad, e incluso al Liceu. No creo que nadie le conteste antes de Navidad pero yo le aseguro que el año que viene ese chico triunfará. Seguro. —Miraba a Cristina como si temiera que pudiera salir corriendo. Y, de pronto le habló con urgencia—: ¿Venís? ¿Te llevo en coche y continuamos hablando?
—Ah, sí —dijo ella.
Era evidente que la invitación me excluía. Experimenté una especie de pellizco en el corazón. Nada grave: sólo una pizca de celos.
—Yo… —dije—… Yo tengo el coche en el aparcamiento… No puedo ir con vosotros.
—No, no, claro.
Cristina me tomó de las manos, siempre mirando directamente a los ojos como un hipnotizador.
—¿Nos volveremos a ver?
—Sí, claro.
—Prométemelo.
—Te lo prometo.
—¿Me volverás a llamar?
—Que sí.
—¿Cuándo?
Ríos de gente pasaban por nuestro lado y Roberto Montaraz nos miraba y nos escuchaba descaradamente, y yo hubiera preferido tener un poco más de intimidad. Me hubiera gustado despedirme con un beso en la boca, aquella boca tan grande que me atraía como un imán.
—A lo mejor, mañana —dije finalmente—. ¿De acuerdo?
—Seguro, ¿eh? ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Se fueron. A mi alrededor, los aficionados blasfemaban, maldecían, abominaban del club de fútbol que más querían. Me pregunté qué opinión les merecería el club que más odiaban.
Me fui a casa solo.
Completamente solo.
Los atardeceres de domingo siempre me han parecido especialmente grises.
La página personal de Roberto Montaraz en Internet no era gran cosa. Un poco chapuza en el diseño, exhibía una foto del hombre que acababa de conocer, un apartado en que desarrollaba la biografía profesional resumida en su tarjeta (y que yo me salté), un par o tres de archivos de conciertos de estilo alienígena para descargar y un artículo donde se mencionaba, entre un grupo selecto de músicos destinados a tomar el relevo de la antorcha del theremin el día que él faltase, a Esteban Merlet. Lo halagaba casi con las mismas palabras que había utilizado al hablar conmigo. Aquello de la luz que podía llegar a deslumbrar y blablablá. Visité, a través de los links, las páginas de las Universidades de Rosario y de Roma, y descubrí que lo citaban en lugares destacados de las listas de sus cuadros docentes, casi usándolo como reclamo para dar más prestigio a los departamentos correspondientes. Llegado a este punto, me di por satisfecho y apagué el ordenador. Si pensaba en Montaraz, pensaba también en Cristina, y estaba descubriendo que plantearme lo que (a lo peor) estarían haciendo juntos en aquel mismo momento me producía un modesto, pero inconfundible, malestar.
Me dormí sin poder quitármelo de la cabeza. El truco de pensar en otras cosas no funcionó. El caso de Mary Borromeo me recordaba que había un tipejo llamado Cañas que me buscaba para conseguir que meara sangre, y cuando quería solucionar el misterio de los robos en los grandes almacenes poniéndome en la piel de los ladrones para saber cómo actuaban, tal como yo mismo recomendaba aBeth, se me imponía el recuerdo de la aventura del robo de sacacorchos y Cristina recuperaba su protagonismo. Es lo que decía Marta: «Necesitas una mujer». Y ahora resultaba que la que tenía a mano se había ido con Roberto Montaraz.
Al día siguiente por la mañana, a primera hora y con la intención de sacarla de la cama y, sobre todo y de paso, de despertar a Esteban, llamé a Mónica.
—¿Mónica…?
—¿Sí? Ah, hola, papá, ¿cómo estás…?
—Muy bien. Que ya te he hecho la transferencia, eh.
—¿De verdad? —Se despertó de golpe—. ¿Lo dices en serio? ¿De doce mil euros? —Se puso a llorar—. Oh, papá, eres un sol, no sabes cómo te lo agradezco…
—Vamos, vamos, espero que sea con fin de bien. Oye… Ayer, mirando eso del theremin por Internet, vi que hay un intérprete de ese instrumento por Barcelona, un tal Roberto Montaraz… ¿Lo conoce tu chico?
—¿Roberto Montaraz?
—No creo que haya muchos músicos de theremin por esos mundos…
—¡Oh, papá! ¡Si es un genio! ¡Es el maestro de Esteban! —El entusiasmo hacía que las palabras se le atascaran en la boca—. Papá. Es un genio, y el día que quieras te lo presentaremos. En los años 80, Montaraz ya estaba revolucionando la música moderna con Paralelepipédico Flash, un grupo de culto de la electrónica, adorado por los amantes del
underground
, pregúntale a cualquiera que entienda un poco y verás. Es profesor de acústica de una universidad italiana y apuesta por Esteban a ojos cerrados, papá, a ojos cerrados, él es la garantía. Cuando lo conozcas, fliparás, papá, te juro que fliparás.
Acabó de convencerme.
Inmediatamente después de la llamada, bajé al banco e hice la transferencia de doce mil euros a la cuenta corriente de Mónica. No quise efectuarla desde mi ordenador, como si recurriendo a una empleada ilei banco otorgara más solemnidad al ritual, o me proporcionara un testigo para mi estupidez.
A continuación, huí de casa y desconecté el móvil, para hacerme invisible a cualquiera que quisiera localizarme. No quería hablar con nadie, ni con la policía ni mucho menos con Biosca, porque estaba seguro de que tratarían de impedirme que continuara investigando. Y, por alguna razón, por romanticismo o por terquedad, me negaba a renunciar a descubrir al asesino de aquellas dos pobres mujeres.
Dediqué el día a trámites de esos que siempre dejamos para más tarde. Protestar a la compañía de aguas porque aquel mes me había cobrado más de la cuenta, hacer los trámites de renovación del carnet de conducir y comprarme un abrigo en una tienda de la Diagonal que anunciaba rebajas prenavideñas pero que resultó bastante cara.
El vendedor, un comercial copiado de los maniquís que tenían en el escaparate y con gafas, me dijo que el ahorro se haría evidente cuando pasara el tiempo y yo comprobase la duración y la vigencia de aquel modelo.
Al atardecer, pasé por casa un momento para tomar una ducha, ponerme el traje gris de alpaca, la corbata de rombos y el abrigo negro que acababa de comprarme, limpiarme un poco los zapatos y comer un poco de pan con tomate y lomo embutido. Cogí medio metro de hilo de pescar y le até a ambos extremos unos anzuelos, me lo embolsé y salí hacia la discoteca Sniff-Snuff del Poble Nou.
Habían instalado en la entrada focos móviles orientados hacia lo alto, como los reflectores que barrían el cielo de Londres buscando bombarderos alemanes. No había bombarderos, pero sí un zepelín que anunciaba el Congreso de Moda Interior que se celebraba en Barcelona en aquellas fechas, y del cual aquél era uno de los más celebrados eventos. A la puerta se apiñaba una multitud chillona compuesta por jovencitas y no tan jovencitas excitadas que esperaban la llegada de sus ídolos agitando en el aire las entradas compradas a precios abusivos. También se veía a miembros del sexo masculino, algunos tan alborotados como las chicas, y otros que procuraban mantenerse al margen del griterío, como queriendo demostrar que, si estaban allí, era por casualidad o para acompañar resignadamente a sus mujeres e hijas.
A uno de estos hombres se le iluminaron los ojos al verme y vino corriendo hacia mí, encantado de encontrarme al fin. Era Octavio.
—i Eh, Esquius, aquí, aquí! —gritó, dando por supuesto que yo lo estaba buscando con ansia—. ¡Joder, has visto qué furor uterino? Daría cualquier cosa por estar en el lugar de los que hoy desfilarán. Estoy seguro de que esta noche mojan el chirro, ¿no te parece? ¡Y con más de una! ¡Uau! ¡Y a lo mejor nosotros también! Porque todos los tíos que andan por aquí son maricones, ¿sabes?
—Sí, supongo que tendremos que resignarnos a que también lo piensen de nosotros… —dije.
Octavio sufrió una especie de sacudida. Miró a su alrededor, dispuesto a romperse la cara con el primero que se atreviera a pensar algo parecido de él. Me reí.
—Venga, vamos, que ya se puede entrar.
Tuvimos que esperar a que la riada delirante inundase el local antes de pasar sin empujones entre dos vigilantes vestidos de rojo. El interior de la discoteca estaba en una penumbra de colorines, con focos rojos, azules y amarillos que, en los rincones, apuntaban hacia la pared. Las mujeres gritaban y parloteaban, y se empujaban y se peleaban para obtener las mejores sillas, muy cerca de la larga pasarela que atravesaba el local. Y se saludaban las unas a las otras, a la distancia; y se subían a los asientos, y emitían risitas histéricas, y gritos intemperantes e intempestivos, e iban y venían de los mostradores donde los camareros les servían brebajes que aún las estimulaban más. Y la algarabía aguda y ensordecedora se imponía a la música de blues, apropiada para el
striptease
, que surgía de los amplificadores a más decibelios de los aconsejados por la Organización Mundial de la Salud. Mientras nos desplazábamos hacia el fondo del local, reconocí una versión muy sensual del
Big Spender
del musical
Sweet Charity.