La clave de las llaves (18 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Eran cuatro o cinco tipos uniformados de rojo y proclives al asesinato, que estaban firmemente decididos a impedir que dos papanatas en calzoncillos les arruinaran el espectáculo.

—¡Vámonos!

Tiré del brazo de Octavio justo cuando él estaba enviando un puntapié contra la cara del Bigotes, tumbándolo de espaldas otra vez. Cañas se retorcía con las manos entre los muslos, de manera que supuse que, durante mi distracción, a él también le había tocado algo en el sorteo.

—¡Espera! —exclamó mi colega.

Arrebató el cuaderno y el boli de las manos del patidifuso Joan Reig, comprendió que no era el momento oportuno de exponerle sus teorías acerca de las estrategias de juego, y echó a correr a mi lado.

La manada de gorilas rojos ya estaba sólo a cinco zancadas de nosotros, a cuatro, a tres…

Octavio y yo hicimos un movimiento en falso. Buscábamos otra salida, hacia el lado derecho, pero por allí venía otra piara roja interesada en nosotros, de manera que tuvimos que variar la trayectoria en la única dirección posible, porque los más cercanos ya estaban sólo a dos zancadas, si alargaban la mano ya podrían atraparnos, de manera que nos lanzamos a ciegas.

Nos encaramamos por unas escaleras de madera que acababan en unas cortinas negras. Atravesamos las cortinas con la cabeza por delante. Si al otro lado hubiera habido una pared, nos habríamos dejado en ella el cerebro. Por suerte, no había ninguna pared.

Había una pasarela.

El público guardaba un silencio religioso en la penumbra de luces azules, rojas y amarillas, impresionado por la salud de aquellos cuerpos de excepción, la dureza de aquellos músculos firmes bajo la piel tersa y brillante, aquellos hombros anchos, cinturas estrechas, paquetes abultados —centro de atención magnético— piernas perdonablemente zambas, mandíbulas dignas de candidato a la presidencia de la Generalitat, aquellas miradas de castigador que tanto gustan a las mujeres, y venas gruesas como maromas de barco. Y, de repente, la experiencia mística se vio truncada por la aparición de nosotros dos, peludo como un oso Octavio, con tipo de camionero de mudanzas amigo de las fabadas y enemigo de los gimnasios, y aquella cara de delincuente especializado en decir marranadas a las mujeres por la calle; y yo, con mi pelo blanco y las carnes blandas de «abuelo, que ya no estás para estos trotes».

Quisimos frenar en seco cuando ya era demasiado tarde, y resbalamos por encima de la pasarela como surfistas californianos sobre las olas. Nos salvaron las risas del público, bruscamente distendido después de tanta excitación sexual. ¡Habían llegado los payasos! ¡Ya teníamos el espectáculo completo!

Nuestros perseguidores se habían detenido frente a la cortina negra. No tenían que ser muy listos para darse cuenta de que, si venían por nosotros, ellos serían quienes arruinarían el espectáculo.

Yo le pegué un capón a Octavio y pegué un saltito con movimientos ridículos que fueron recompensados con la hilaridad de todas las mujeres presentes.

—¿Pero qué haces? —protestó Octavio sin entender por qué le pegaba.

—¡Te estoy asustando una mosca! —grité para que todos me oyeran.

Aumentó el volumen de las carcajadas.

Continuamos corriendo hasta el final de la pasarela, yo propinando pescozones a mi compañero y gritando «¡La mosca, la mosca!», y él esquivándolos, «¿Pero qué haces, pero qué haces?», hasta que llegamos al final del camino, como los piratas llegaban al final del tablón bajo el que esperaban los tiburones con la boca abierta.

Era el momento en que todo el mundo debía de esperar que nos detuviéramos y volviéramos atrás. Las espectadoras de primera fila no tenían previsto que saltáramos sobre ellas.

Hubo un chillido unánime cuando los payasos se atrevieron a hacer lo que aquel público femenino estaba deseando que hicieran los otros participantes del desfile. Se levantaron alborotadas, huyeron de nosotros, retozonas, pidiendo la persecución, lanzando sillas en todas direcciones, propiciando nuestra fuga mientras se partían de risa. Y nosotros no nos entretuvimos ni un segundo porque teníamos prisa, mucha prisa. Teníamos que llegar a la puerta de la discoteca antes de que lo hiciera el ejército de esbirros rojos que querían nuestra piel.

Aún no habíamos llegado a la salida cuando explotó una ovación clamorosa, éxito apoteósico de crítica y público en mi primera aparición sobre una pasarela, fueron el acontecimiento de la noche, despertamos más entusiasmo en aquel público Octavio y yo que cualquiera de los adonis de actitud arrogante y presuntuosa.

Para los miles de admiradoras que nos habían aplaudido, allí terminó el número, pero no para nosotros que, tres segundos después, éramos los dos locos que corrían por las calles de Poble Nou sin otra cobertura que los calzoncillos. Vi a maridos que tapaban los ojos de sus mujeres, y viejecitas que se ponían las gafas para asegurarse de que el Alzheimer o la demencia senil no les estaba gastando una mala pasada, y bandas de
skins
que se prometían no volver a probar pastillas de ningún tipo. Correr, en aquel momento, nos proporcionaba un cúmulo de ventajas: huir de hipotéticos perseguidores, pasar menos vergüenza y también combatir el frío que hacía. Y, entretanto, Octavio, indignado, me contaba que había caído en manos de un pervertido que le quería violar. El hombre de cabellos rubios y metálicos se había puesto a sobarlo mientras le decía: «Supongo que has entrado aquí a mirar, ¿verdad? Pues yo dejo que hagas si tú me dejas que haga». Lo que más irritaba a Octavio lo resumió en pocas palabras cuando ya estábamos llegando al lugar donde habíamos dejado el coche:

—¡… Se me estaba poniendo morcillona!

También lo irritaba haber perdido la oportunidad de su vida:

—¡Esas tías iban quemadas, Esquius! ¡El suelo resbalaba, no te has dado cuenta? —Y otras barbaridades.

Por suerte, conservaba la cartera y las llaves. Eso me permitió montar en el coche, ponerlo en marcha y regresar tranquilamente a nuestros respectivos hogares.

Por el camino, Octavio emitió un gemido agónico:

—¡Será hijo de puta! ¡Reig no me ha firmado el autógrafo! ¡Ese cabrón se ha quedado embobado mirando cómo nos pegábamos y no me ha firmado el autógrafo!

Protegido dentro del vehículo y por la oscuridad de la noche, yo ya podía concentrarme en otros temas. Lo que le había sacado a Reig.

—Oye, a ti que te interesa el fútbol, ¿qué sabes de Felip Montmeló?

—Que es el presidente, un ricachón, y que ha fichado a un entrenador que no tiene ni idea.

—¿Dónde vive?

—Tiene un chalet que te cagas por los alrededores de Barcelona. Joder, Esquius, ¿no lees los periódicos deportivos o qué?

Reduci la velocidad sin darme cuenta.

—¿En San Cugat?

—Sí, cerca de allí.

Dejé el coche en el aparcamiento subterráneo de casa de Octavio con los intermitentes puestos (él se había guardado las llaves y la cartera y el mando a distancia en los calzoncillos, «para ofrecer una imagen más atractiva», según sus palabras), tuvimos la suerte de no tropezamos con ningún vecino en el ascensor y subimos a su casa. No sé qué clase de vida y de trato debían de tener él y su resignada esposa; el caso es que su mujer no se inmutó ni preguntó nada al vernos entrar a los dos en calzoncillos. Unos minutos después salía del piso de mi compañero vestido con un chándal que me prestó y que me venía como cinco tallas grande. Al menos, iba vestido y pude llegar a casa sin más sustos.

Al cerrar tras de mí la puerta del piso, respiré tranquilo.

Después, para despedirme de mi abrigo, del traje de alpaca gris y mi corbata preferida, la de rombos, me cagué a gritos en todo lo que se me ocurrió y pegué unos cuantos puñetazos a los muebles.

Y, cuando ya me había metido en la cama, una risa convulsa e interminable me impidió dormir durante un buen rato.

Escena 4

Al día siguiente, cuando lo miré, encontré catorce llamadas en el contestador.

Una era de doña Maruja, otra del comisario Palop, una tercera del inspector Soriano y once pertenecían a la voz crispada de Biosca.

En la primera llamada ya se notaba que Biosca estaba en uno de sus momentos más delirantes porque, por primera vez en su vida, me tuteaba. Empezaba en tono mesurado: «Escucha bien, Ángel Esquius, escúchame con detenimiento, incluso con devoción: espero que hayas abandonado la investigación imprudente y suicida que emprendiste…». En la última llamada, se acercaba peligrosamente a la frontera de la locura «¡… Quedas despedido, ya no tienes nada que ver conmigo ni con mi agencia! ¡Eres un desconocido, no me acuerdo ni de tu nombre, Antonio, o Andrés, o Anselmo, o como te llames! ¡No pienso invitarte a comer nunca más, nunca pisarás mi casa nueva, y ahora mismo voy a llamar a la policía para que te consideren sospechoso de cualquier cosa, porque tú te lo has buscado!». El resto de sus monólogos era un crescendo consecuente entre la primera llamada y la última.

Palop se mostraba mucho más breve y sosegado:

—Todavía continúas interesado en el caso que me dijiste? —decía—: Pues vete con cuidado, porque Soriano te puede dar un disgusto. Está empezando a actuar por su cuenta.

Para confirmar su noticia, Soriano intervenía a continuación:

—¡Tráigame inmediatamente el expediente de las putas que se llevó, porque tengo que estudiarlo! —Con aquello el jefe de Homicidios del GEPJ me estaba diciendo que, antes, ni siquiera se había molestado en repasar los informes de las autopsias y de la Policía Científica o bien que no recordaba que lo que yo tenía sólo eran fotocopias que me había hecho él mismo. Majadero.

Y doña Maruja me decía:

—Su compañero Fernando me ha dado su número de teléfono para que le pregunte cómo va todo, si hay posibilidades de cobrar mi pensión. Me han traído los efectos personales de mi hija. ¿Quiere verlos?

El informe policial hablaba de las pertenencias halladas en el bolso de Mary Borromeo y no creía que pudieran revelarme nada nuevo pero, sin pensarlo dos veces, busqué la dirección de doña Maruja en el atestado policial y fui a visitarla.

Vivía en unas casas adosadas construidas poco después de 1992 cerca del Velódromo de Horta. Eran cuatro calles con una cincuentena de viviendas, todas iguales, con un pequeño jardín donde cabía un árbol y poco más, garaje y dos pisos. A pesar de su modestia, hacía pensar que el trabajo de Mary era bastante rentable. El árbol que les había correspondido era un pequeño abeto negro, de hoja espesa, en el que habían puesto guirnaldas, bolas de plástico y una estrella de oropel. Me imaginé a doña Maruja decorando el árbol con su nieta mientras, en algún lugar de la ciudad, el cuerpo de su hija era diseccionado en una sala de autopsias. Y me estremecí.

Entré en el jardincillo y lo crucé procurando no tropezar con un camión y una hormigonera de plástico y una pala y un rastrillo, armamento utilizado por unas manos infantiles para destrozar el césped casposo. Estaba claro que hacía días que nadie regaba unas flores raquíticas, medio ahogadas por malas hierbas.

Abrió la puerta doña Maruja, con su máscara de culo de vaso, y una bata de flores desgarbada sobre un jersey deshilachado, los calcetines caídos y unas zapatillas de felpa que parecían haber pasado por una trituradora.

—Perdone que me presente sin avisar.

Me reconoció en seguida.

—Oh, no importa, no se preocupe, pase, pase —dijo alegremente.

En cuanto atravesé el umbral, me bastó con analizar el hedor contra el que topé para adivinar que todas las ventanas de la casa estaban cerradas desde hacía semanas, que la puerta del váter estaba abierta y que hacía tiempo que nadie hacía correr el agua de la cisterna, y que en la cocina se acumulaba la basura sin que a nadie le importara, y que en algún rincón había alguna cosa orgánica en putrefacción, y que doña Maruja bebía vino barato y tenía problemas de halitosis y aerofagia. A medida que avanzábamos hacia el interior, noté que las suelas de los zapatos se me pegaban al suelo, en cuyos rincones la suciedad formaba manchas negras.

En la sala comedor, todavía estaba puesta la mesa, desde hacía muchos días, y había una botella de vino casi vacía, y un vaso enorme casi lleno de vino, y platos con restos sobre los cuales revoloteaba un enjambre de moscas. Aquí y allí, podían verse paños de cocina y una sartén olvidada y cajas de cartón que habían contenido pizzas, y hamburguesas, y pollo empanado.

En el sofá, de tapicería arrugada, medio cubierto de cojines desordenados y mezclados con un burujo de sábanas, como si alguien durmiera en él habitualmente, vi a una niña de cinco años, preciosa como su madre, con los ojos fijos en el televisor y una sonrisa beatífica fosilizándole la boca. Estaban poniendo un programa matutino en que el presentador y un médico debatían con entusiasmo los síntomas y las consecuencias del cólico nefrítico agudo. Decididamente, no era un programa que justificara aquella sonrisa en una niña de cinco años. Estaba hipnotizada, ausente, y mantenía el rictus empeñada en vivir en un mundo feliz y ajeno, porque si en lugar de mirar la pantalla de colorines miraba a su alrededor, podía caer en el fondo de un pozo demasiado negro y demasiado oscuro. De repente, como el personaje de una película de terror que sale de la catatonía, se volvió hacia mí y preguntó:

—¿Y la mama?

Me estremecí.

—¡Ya vendrá, la mama, carajo! —gritó detrás de mí doña Maruja—. ¡Que siempre estás con la mama, cojones! ¿No ves que tiene que trabajar, la mama? ¡Mira la tele y calla, hostia! —La niña, sin olvidar su sonrisa, devolvió la atención a la pantalla, y la abuela, en tono empalagoso, se dirigió a mí—: Pase, pase por aquí.

—Esta niña tendría que estar en el colegio —dije mientras avanzábamos por un pasillo estrecho.

—¡Pero si no quiere ir al colegio! Mire usted: ¡Miriam! ¿Quieres ir al colegio?

—¡No! —respondió la niña desde la sala—. ¡Hasta que no vuelva la mama, no!

—¿Lo ve?

Con espantosa indiferencia, tal vez enturbiada por el vino, la mujer abrió una puerta y me mostró el interior de una habitación.

Era otro mundo.

En aquella estancia, el hedor del resto de la casa se diluía en un perfume caro mezclado con ambientador barato que era como un bálsamo para la pituitaria.

Las paredes estaban empapeladas en rosa con florecitas azul cielo, muebles lacados en rosa y en la cama había una colcha de seda con volantes, como sólo se ven en las películas americanas más cursis y ridículas. Y ositos de peluche, que no podían faltar, y una colección de Barbies con vestidos largos y pretenciosos, y en un marco un poema de Restrepo sobre la amistad (
La amistad no se conquista, / no se impone, / se cultiva como una flor; / se buena con pequeños detalles de cortesía, / de ternura y de lealtad… ¡LA AMISTAD!
), y una foto donde Britney Spears estaba menos sexy que nunca, foto de adolescente captada en toda su ingenuidad, y una imagen de yeso de la Virgen niña a la manera de Ferradis. Ni una referencia directa a ídolos masculinos. Sólo una bufanda con los colores del club de fútbol local, colgada de la cabecera de la cama, que explicaba su entusiasmo al encontrarse con que su cliente era Reig. Pero pensé que Mary no habría ido a la discoteca Sniff-Snuff a ver desfilar hombres desnudos. Tenía hombres de sobra en su vida. Se me ocurrió que debió de tener a su hija a los diecisiete años.

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