La clave de las llaves (7 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Y los zapatos, también rojos, de tacón de aguja altísimo, exagerado, casi vertical, desmayados uno al lado del otro, en medio de un bodegón de basura compuesto por una bolsa de plástico y una lata de cerveza arrugada.

Y el bolso, pequeño, de color rojo, a juego con los zapatos y el vestido. Aquella noche, María Borromeo había sido la Mujer de Rojo. El informe de la Policía Científica describía su contenido. Un billetero con el DNI a nombre de María Borromeo Fernández, de veintidós años, tres billetes de veinte euros, un billete de diez y diez euros más en monedas, una tarjeta de metro y dos tarjetas de crédito, la Visa y la MasterCard, aparte de una fotografía de su madre. Un llavero con llaves. Un paquete de preservativos abierto, un paquete de toallitas húmedas, un espejo, un estuche de maquillaje, un teléfono móvil y un aerosol defensivo. Parecía mentira que cupieran tantas cosas en aquel bolso tan pequeño.

El fotógrafo había disparado un par de fotos más del cuerpo entero sobre aquella superficie desigual de grava y barro. Una la había encuadrado agachándose, buscando la mirada perdida del cadáver, captando la torsión extraña del cuerpo, las piernas dobladas hacia allá y ofreciendo al objetivo la blancura de las plantas de los pies enfundados en medias. La imagen captada desde el otro lado resultaba extrañamente dinámica y dramática. Las piernas dobladas con las rodillas apuntando hacia la cámara daban la sensación de que estaba saltando hacia el enfoque, pero el rostro vuelto hacia atrás hacía pensar que se trataba de un salto involuntario, el salto hacia la muerte, y la muchacha apartando la mirada, porque no quería ver el fondo del abismo.

La proximidad de aquellas fotografías tenía el poder de avinagrar el Enate.

La escena del crimen era descrita, en el informe, como «descampado con basura y escombros, casi un vertedero, en las cercanías de la Colonia Sant Ponç, detrás de la iglesia». Como telón de fondo, el decorado presentaba una tapia con desconchones en la cal, una pintada muy artística donde se podía distinguir la palabra feliz y el dibujo emblemático, omnipresente en diferentes puntos de la ciudad, del Chupete Negro. Este muro encalado y multicolor terminaba bruscamente al llegar a otro que pertenecía a una construcción antigua, de grandes bloques de piedra unidos por pegotes de argamasa.

Aparte de unas cuantas fotos más que mostraban un camino ascendente, sinuoso, irregular y pedregoso, flanqueado de matorrales y zarzales, la ubicación del crimen quedaba bien establecida en un plano donde se veían claramente los merenderos de Les Planes junto a la carretera y aquel camino que conducía hasta las primeras casas de la Colonia Sant Ponç. Una cruz roja señalaba dónde había sido hallado el cadáver, frente a las paredes posteriores de la iglesia. Al otro lado del templo había una docena de casas y, más allá, una zona cuadriculada donde alguien había escrito con letra de palo, la palabra «huertas».

Después de la escalibada y el queso de cabra, con el solomillo y las alcachofas, venían las fotos de la autopsia, el cuerpo desnudo y hermoso de una chica de la edad de mi hija convertido en objeto sobre una mesa de disección. Una muñeca hinchable. Un monigote erótico.

Experimenté una perversa excitación ante aquella foto, y aparté la vista de los documentos para tomar conciencia de que estaba bebiendo demasiado vino, casi me había terminado la botella de Enate. Y Marta me observaba, sonriendo con mala intención, desde el otro lado de la mesa.

—Eres un viejo verde me dijo.

—No me siento viejo y necesito una mujer —respondí—. Viva.

Al reparar en que estaba hablando solo, bebí otro trago y regresé al estudio de atrocidades. Coloqué la foto del desnudo de Mary Borromeo bajo las otras y resoplé. Como quien dice, resuelto: «Vamos allá y que no sea nada».

Diane Krall cantaba: «
I've got you under my skin, I've got you deep in the heart of me…
»

La muerte había sobrevenido entre las dos y las tres de la madrugada del viernes, 5 de diciembre, y se atribuía a una fractura cervical con lesión medular.

El informe y más fotos de detalle exponían algunas excoriaciones y abrasiones superficiales en la espalda, producidas por la caída del cuerpo, un hematoma prácticamente imperceptible en la mejilla izquierda y una herida penetrante en el occipucio, que había sido la fatal. En esta herida se habían encontrado restos minerales y granos de arena, evidentemente procedentes de una piedra hallada a pocos centímetros del cuerpo y manchada de sangre.

«
… I've tried so not to give in / I've said to myself this affair never will go so well / but why should I try to resist, when baby will I know than well / that I've got you under my skin…
»

Se hacía notar también que el maquillaje de la mejilla izquierda había sido limpiado con algún producto que contenía alcohol, muy probablemente agua de colonia, mientras que se conservaba intacto el maquillaje de la mejilla derecha. No había heridas defensivas en los brazos ni nada que hiciera pensar en un forcejeo. En la vagina, se habían encontrado indicios de una relación sexual reciente, con restos de lubricante de preservativo.

La hipótesis plausible que se desprendía del informe era que la víctima había recibido un golpe (probablemente una bofetada o puñetazo) en la mejilla izquierda, que la había hecho caer de espalda y que, en la caída, se había golpeado con la piedra que le había producido la muerte.

«
… Use your mentality, wake up to reality… makes me stop before I begin… 'cause I've got you under my skin.
»

Se había enviado muestras de sangre, de orina, de bilis y humor vítreo, y la totalidad del estomago, al Instituto Nacional de Toxicologia para rastrear la posible presencia de psicotropos y el índice de alcoholemia. El Instituto Nacional de Toxicología, en documento adjunto, certificaba la ausencia de psicotropos, un índice de alcoholemia de más de dos gramos por litro de sangre y «restos alimenticios compatibles con gambas, langostinos, cigalas, ostras, zanahoria, apio y alguna clase de carne».

Alejé de mí el plato, con asco, y me terminé el vino del vaso.

Diane Krall ya estaba entonando el tema de Fats Waller: «
I can't give you anything but love…
»

Cerré los ojos y apoyé la frente en la mano, descorazonado. Con ganas de pegar un grito y echarlo todo a rodar. Pero me reprimí porque ya no había nadie a quien gritar, ya todo el mundo se había ido, incluso Marta. A lo mejor los había ahuyentado yo, con mis estallidos de intemperancia. Cuando castigué a Mónica encerrándola en un armario, o cuando le pegué a Ori aquel tortazo tan bien dado, o cuando envié a Marta a la mierda, y me largué de casa aquel día con aquel portazo definitivo, o cuando me levanté de la mesa y tiré la servilleta y grité que estaba harto, pero muy harto, que ya no aguantaba más.

«
… That's the one thing I've got plenty of, baby / I dreaming awhile, scheming awhile you're sure to find / happiness…
»

Estaba harto y, de pronto, cuando ella ya no estaba conmigo, me encontraba hambriento. Me veía a mí mismo de lejos, en un pasado no tan pasado, y me despreciaba, me consideraba el peor de los imbéciles, como el niño que agarra su juguete preferido, el que más quiere, y lo golpea sistemáticamente contra el suelo, para ver si es resistente o no. No, no era tan resistente como yo creía: se hizo pedazos, me quedé sin mi juguete preferido. Y ya puedes llorar, ya, que no lo volverás a tener.

Marta.

«
… Diamond bracelets Woolworth's doesn't sell, baby / Till the lucky day you know darn well, well baby / I can't give you anything but love.
»

Una pausa y, en seguida, Diane Krall continuaba su recital: «
You may not be an angel / cause angels are so few / but until the day that one comes along / I'll string along with you…
»

Marta me sonreía desde el otro lado de la mesa y me decía que no tenía que pensar en todo aquello, que yo no era culpable de nada, que me estaba comiendo el tarro con premeditación concentrándome en esos episodios dispersos que sólo eran las excepciones necesarias para confirmar la regla de una convivencia plácida y feliz, que todos esos pensamientos culpables y crueles eran paparruchas provocadas por la soledad.

—Lo que tú necesitas es otra mujer —me decía con frecuencia, y volvió a decírmelo entonces—. No sé cuántas veces tendré que decírtelo, para que lo entiendas.

Yo pensaba que la necesitaba a ella, que me había acostumbrado a ella y ahora me parecía que ninguna otra mujer le llegaba a la suela de los zapatos. La necesitaba mucho. O a lo mejor ella tenía razón y sólo necesitaba una mujer, cualquiera, alguien que la sustituyera al otro lado de la mesa, o colgada de mi brazo, o agarrada de mi mano, o entre mis brazos, o en la cocina, o en la cama. Aquella mirada turbia y depravada que se le ponía cuando yo me movía en su interior.

«
… The human little faults you do have / just make me love you more…
»

Por las fotos y los informes de Leonor García pasé más de prisa. Probablemente por efecto de la acumulación de horrores, la exposición de aquel cuerpo grueso, grasiento y deforme me provocó más repulsión e indignación que el de Mary Borromeo. En la primera foto que vi, estaba de costado, en posición fetal, con el torso en la acera y las piernas en la calzada, el rostro vuelto hacia el suelo, entre dos coches mal aparcados. Llevaba una blusa blanca sobre la cual la mancha roja y brillante de la sangre había retenido las miradas de las alegres despedidoras de casadas. En aquel espacio estrecho entre automóviles, el fotógrafo de la Policía Científica no se había podido lucir tanto. Prácticamente sólo había un punto de vista. Los primeros planos de aquel rostro negro, que parecía rehuir la cámara con una especie de vergüenza, habían captado de soslayo una mueca de furia y dolor bajo las marcas violáceas de los golpes. Esta mujer no llevaba bolso: le habían encontrado ciento veinte euros enrollados y sujetos con una goma elástica, formando un cilindro dentro tic sus bragas. Y tampoco tenía zapatos. Había una instantánea que evidenciaba esta carencia reflejando los pies sucios y desnudos, igual como otra foto que había ido a buscar, más tarde, cuando ya habían podido mover el cadáver, la presencia siniestra del cigarrillo sobre su lengua, entre el estallido luminoso de unos dientes grandes y muy blancos.

Gran Celtas, con boquilla.

Pensé que, si el rey fumaba, no debía consumir Gran Celtas, por mucha boquilla que llevasen. Sabía que aquella razón nunca convencería a Biosca, que consideraba a la realeza capaz de cualquier disparate, pero dudaba mucho que nuestro rey, por muy excéntrico que fuera, consumiera la marca más barata del mercado.

Después, en la sala de autopsias, fotografías del rostro (frontal y dos perfiles), y del cuello, la espalda, el hombro y la nuca describían una paliza en diferentes tonos de morado sobre morado. Había brotado sangre en abundancia por las orejas y en el informe se hablaba de hemorragia subaracnoidea y de hemorragia intraventricular, pero no me entretuve para saber qué quería decir. El forense aventuraba que el agresor había atacado a Leonor desde su lado izquierdo y con poca libertad de movimientos, y eso le hacía pensar en el interior de un coche donde la víctima ocupaba el asiento del acompañante. Había recibido el primer golpe en el cuello, bajo la mandíbula, probablemente propinado con el canto de la mano. Se podía suponer que aquél quería ser un golpe mortal, pero no lo había sido. La mujer se había vuelto de espaldas, seguramente con la intención de abrir la puerta del coche, y había recibido una lluvia de golpes en el lado izquierdo de la cara, en la nuca y en el omoplato izquierdo. El agresor la había agarrado de la blusa, se la había sacado de la falda. Tampoco habían encontrado sangre o piel bajo las uñas de la víctima, que no se habría defendido de la avalancha de golpes, ni cubriéndose ni plantando cara, sino que sólo habría pensado en huir. Finalmente, el atacante recurrió a un objeto contundente, muy pesado, la naturaleza del cual se desconocía, y le descargó un mínimo de cuatro golpes en la parte posterior de la cabeza provocándole una «fractura de la base del cráneo incompatible con la vida». A continuación, parecía que el asesino había echado a la mujer del coche a empujones y puntapiés: se calculaba que aquello habría provocado la postura enroscada en que se había encontrado el cadáver.

No había indicio alguno de que la mujer hubiera practicado el sexo de ninguna manera en las últimas horas y los restos de alimento eran escasos, indefinidos, y el forense de turno había considerado innecesario su análisis a fondo.

El informe de la Científica hacía notar que los zapatos de la mujer no habían aparecido por los alrededores y que no había fibras sospechosas, ni rastro de sudor o grasa en la blusa de la víctima, en el lugar por donde la habían agarrado, lo que sugería que probablemente el asesino había utilizado guantes de cuero o de goma. Aquello hacía pensar que nos encontrábamos ante un crimen premeditado.

Se calculaba que Leonor había sido asesinada hacia las once de la noche y un informe adjunto de homicidios confirmaba que la última vez que sus compañeras la habían visto era precisamente a las once. Después la perdieron de vista, pero ninguna de ellas vio qué coche se la llevaba. Algunas afirmaban haber visto un vehículo sospechoso rondando por la zona, unas decían que un Opel Corsa, otras que un Seat Ibiza, otras que un Fiesta y, respecto a su color, ofrecían casi toda la gama del arco iris, que si amarillo, que si verde, que si azul. De manera que el asesino había recogido a la prostituta en un lugar solitario, con toda probabilidad lo había elegido precisamente porque no había testigos a la vista, y eso sugería que había sido elegida al azar. Una vez en el coche, la llevó al lugar donde la mató. Allí, sin practicar sexo, fue al grano. Un golpe en el cuello que quizá consideraba que sería definitivo y, después, la furia desencadenada de puñetazos hasta que se le ocurrió agarrar alguno sólido y pesado que tenía a mano.

Pensé que eran dos crímenes completamente diferentes. Se podría pensar que habían sido cometidos por dos personas, de no ser por el detalle del cigarrillo en la boca.

En otro documento, la Científica notificaba que habían llevado los cigarrillos al Instituto Nacional de Toxicología donde se analizaría el ADN de la saliva que había en las boquillas. A continuación, el resultado de los análisis del INT certificaba que ambos cigarrillos habían sido fumados por la misma persona.

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