Read La clave de las llaves Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Biosca, que tiene la prodigiosa capacidad de oler el dinero a través de puertas cerradas, salió de su despacho con los brazos abiertos y la sonrisa más diabólica de su colección, desparramando a su alrededor un penetrante olor de colonia viril y afrodisíaca.
—¡Querida señora! Ha pasado usted la prueba de la obediencia, la austeridad y resistencia, que es la más difícil de superar para convertirse en cliente nuestro. Me complacerá sobremanera que me cuente usted las circunstancias del asesinato de su hija. ¡Adelante, adelante!
Prácticamente la levantó en brazos, como hacen los novios con las novias para introducirlas en sus noches de bodas, y la metió en su sanctasanctórum. A mí me endiñó una ojeada por encima del hombro y dijo, secamente:
—¡Venga usted también, Esquius! ¡Le necesitamos!
Les seguí.
Doña Maruja entró en el despacho de Biosca sin despegar los pies del suelo, avanzando milímetro a milímetro, contemplando apabullada en contrapicado aquella multitud de pantallas de televisión que llenaban la estancia con una iluminación de centelleos multicolores. TV-1, La 2, TV-3, Antena 3, Tele 5, CANAL +, CNN, Foxnews, imágenes en blanco y negro de la calle y del aparcamiento subterráneo y de la escalera y, por si fuera poco, aquel saco de ladrillos olvidado en un rincón que, si te fijabas bien, no dejaba de mirarte de reojo, estuvieras donde estuvieses. Tonet.
Biosca, con sonrisa de neón y ojos de hipnotizador demente, nos esperaba con un muslo sobre el escritorio de anticuario y las manos reposando delicadamente sobre el sexo.
—Querida señora, no me diga nada, puedo ver perfectamente a la hermosa dama que era antes de que le sucediera la espantosa desgracia, y atisbo la metamorfosis cruel provocada por el desconsuelo. Unos ojos de gacela devastados por la miopía, el cuerpo doblado por el peso aplastante que la abruma, el maquillaje descascarillándose debido a las muecas del llanto, y el buen gusto y la elegancia exquisitos que la caracterizaban arrinconados y sustituidos por la vulgaridad abominable propia de las almas en pena. Una madre nunca podrá superar el descalabro que representa la muerte de una hija. Pero, si podemos hacer algo por aliviar su dolor, como por ejemplo encontrar al asesino de la muchacha, siempre que disponga de unos cuantos euros para pagar los gastos, nosotros lo haremos con mucho gusto…
—No, no —decía la mujer desde hacía rato—. No, no. —Y, por fin—: No
cal
que encuentren al asesino de la nena. —Se expresaba recurriendo a expresiones catalanas. Seguramente conjugaba con soltura los verbos
plegar
y
enchegar.
—¿Ah, no?
—No, porque ya sé quién es —dijo doña Maruja con aquellos ojos de mirada incolora, inodora e insípida.
—¿Sí? —hizo Biosca, sin disimular la decepción. Y, a continuación, cabeceando comprensivo, dispuesto a escuchar cualquier disparate que pudiera decir la buena mujer, siempre y cuando fuese a cambio de dinero, la invitó a que continuase hablando.
—Sí. Mire usted… Si me permite que se lo cuente…
—Claro, claro, buena mujer, cuénteme todo lo que quiera.
—Mi niña era puta, ¿no que sí? —Detrás de los cristales de mil dioptrías, los ojitos de la buena mujer miraban fijamente con inocencia prodigiosa. Dijo «Mi nena era puta» con la naturalidad virginal del niño que le pregunta a su madre si le quiere. Biosca soltó un «Aaah, caray» que daba un elevado valor a aquella afirmación. Y continuó la mujer—: Trabajaba para la señora Leidi Sophie, una mujer muy seria, que tiene una empresa de lujo. Porque la niña era mu hermosa, ¿no que sí? Miren ustés…
Nos mostró una fotograba salida de las profundidades de aquel bolso oscuro y deshilachado. La niña era demasiado niña para dedicarse a la prostitución, y aún más joven para haber muerto. El cuerpo espectacular, la postura, el biquini y el decorado hacían que aquella instantánea pareciera una vieja postal de estrellas de un Hollywood de color pastel, lejano y ficticio. El rostro era sincero y miraba directamente al objetivo, con la misma naturalidad sin artificios como su madre nos estaba mirando a nosotros. Tenía el cabello y los ojos claros y una sonrisa infantil de niña buena dispuesta a servir a Dios y a usted.
—Se llamaba María —dijo la señora, después de tragarse un suspiro imperceptible—. María Borromeo. María como yo y Borromeo como el hijoputa de su padre.
—Ah —volvió a decir Biosca—. Era mona.
—El jueves pasado, o sea, hace una semana, el jueves, 4, por la tarde, la señora Leidi Sophie la llamó, que tenía que hacer un servicio. Las cosas van así: de vez en cuando, la llama y le dice «Mira, Mary, que hay clientes». Una cosa de lujo, le dijo aquel día: que se pusiera bien elegante, con su mejor vestido, y aquellos zapatitos de tacones de a palmo, de aguja que le dicen, que le sacaban más el culito, y ropa interior bien sexy, y portaligas y todo, que la nena tenía un vestuario que parecía una actriz de cine… El cliente tenía que recogerla delante de El Corte Inglés y la llevaría a una fiesta de alta sociedad con mucha gente.
—¿Cuál de los establecimientos de El Corte Inglés? —la interrumpí.
—No sé, sólo me dijo eso, «El Corte Inglés», y que la llevarían a una fiesta. A la nena le gustaban las fiestas con mucha gente, porque eran más animadas, y se relacionaba. Mucho mejor que encontrarse con un señor aburrido, que siempre es lo mismo. Se fue con el coche y la despedí desde el balcón, «No tardes, no hagas locuras, llámame por teléfono si te vas a retrasar…», en fin, si son padres ya sabrán lo que es eso…
—Muy bien, muy bien —Biosca le metía prisa al mismo tiempo que se provocaba un bostezo muy elocuente.
—Bueno, pues —dijo precipitadamente la pobre mujer—. Bueno, pues, sí, perdone, bueno, pues… —Recuperó el tono de narradora de cuentos infantiles para continuar: El caso es que la mataron. Al día siguiente, viernes, me llama la policía y me dice que la han encontrado, allí, cerca de los chiringuitos de Las Planas, pobrecita, muerta…
Le temblaban los labios, le costaba mantener aquella actitud estoica aprendida después de muchas pruebas crueles como aquélla. Biosca hizo un gesto de impaciencia. Yo agarré la mano arrugada, huesuda y callosa y ella me lo agradeció con una mueca simpática y dolorida. Tragó saliva, tomó aire y continuó haciendo un esfuerzo de voluntad:
—Tuve que ir a identificar a la niña en el depósito… —Una nueva pausa. Hacía esfuerzos por normalizar la respiración, por dominar los suspiros y los sollozos. Se los tragó como si fueran una medicina y el sufrimiento que la desgarraba sólo se notó en un leve movimiento de nalgas como si la silla que ocupaba le resultase un poco incómoda. Miraba mis manos, que daban a las suyas el calor que me habría gustado proporcionarle con un abrazo—. Estaba muy mona, la verdad, aunque esté feo que yo lo diga.
Una nueva pausa. Biosca y yo nos miramos. La mujer tomó impulso y reemprendió el relato:
—El lunes, claro, como comprenderán, fui a ver a Leidi Sophie. Porque se me ocurrió que a lo mejor tenía asegurada a la nena, o que yo tenía derecho a alguna compensación económica porque, al fin y al cabo, murió en plena faena. Una especie de accidente laboral, ¿no que sí? Que no es para mí, no… Es para la nena, mi nieta, de cinco años, que ahora de repente se ha quedado sin madre… Y sin padre, claro, de padre ya no tenía por definición, claro. Miriam, se llama…
Otra foto. Una niña sonriente que nos contemplaba con una mirada transparente idéntica a la de su abuela.
—Que dice que Miriam es como María pero en español… —Nadie la sacó de su error—. O sea que, en realidad, se llama María, como yo. Bueno, igual que mi hija, pobrica, que también se llamaba como yo. Sólo que a mi hija la llamábamos la Mary, y a mi nieta la llamamos la Miriam. A mí siempre me han llamado la Maruja.
—Muy bien, señora —la cortó Biosca—. María, Mary, Maruja, Miriam, Mireya, Mariona y Marieta, una imaginación desbordante, en su familia, si, señora, preparándose para el Alzheimer, cuantas menos cosas tengamos que aprender, más tarde nos pillará, ya la entiendo. Lo que todavía no entiendo es qué quiere exactamente de nosotros.
—Pues eso, pues eso… —Se aturrullaba la señora, abrumada por la grosería de mi jefe—. Una compensación, una pensión, para que a mi nieta no le falte de nada, porque no hay derecho lo que le ha pasado. Porque se la pedí a Leidi Sophie y me dijo, tuvo el coraje de decirme, que no sabía quién había contratado a la Mary. —Ahora, se excitaba, hablaba más de prisa—: Que ella no le había dicho nada, que la Mary había hecho un servicio por su cuenta. Digo «¿Pero qué dice? ¡Si usted la llamó, que yo estaba allí…!». Dice: «No, pero más tarde la Mary me llamó y me dijo que se encontraba mal y que lo había pensado mejor, y seguramente actuó por su cuenta, hizo el servicio y se embolsó el dinero…» Pero yo sabía que era mentira. Porque, a Mary, el que la mató no le quitó el bolso y, dentro, encontramos ochenta euros y dos tarjetas de crédito, o sea que no la mataron para robarla, ¿no que sí? Lo que no tenía eran los trescientos euros que la nena cobraba por servicio. Porque las chicas que trabajan para Leidi Sophie cobran en metálico y después liquidan con ella. Mary, según dice la policía, folló pero no cobró. O sea, que la estafaron. Porque, mire usted, si una es puta y folla pues ha de cobrar, ¿no que sí? De manera que yo sabía que aquello que me decía Leidi era mentira, y le dije: «Mire, señora Leidi, eso es mentira…»
—¿Y ella qué le contestó? —intervino Biosca, con la paciencia a cero.
—¿Sabe qué hizo Leidi Sophie? —Aquella mujer tenía un cierto sentido dramático de la dosificación del argumento, aprendido, seguramente, a fuerza de ver culebrones suramericanos.
—No, no sé lo que hizo.
—¿No sabe lo que hizo?
—¡No, señora! ¡No sé lo que hizo!
—Pues me dio esto.
Y volvió a sacar el ladrillo de billetes de cien euros del bolso roñoso. Los ojos de Biosca chispearon como debieron de chispear los ojos de las pastorcillas de Fátima al ver que se les aparecía la Virgen. Nuestro jefe estaba teniendo una experiencia mística. (jumenta mil euros.
—¡Cincuenta mil euros! —Biosca, como un eco.
—¿Se los dio inmediatamente? —pregunté yo.
—Inmediatamente.
—¿No tuvo que bajar al banco, o le firmó un talón…?
—No, no. Los tenía allí, en un cajón, expresamente para dármelos en cuanto fuese a reclamar.
Hice una pausa para tragar un poco de saliva. Biosca continuaba con la vista fija en los billetes y con sonrisa extática en los labios y en los ojos.
—Bueno, pues consiguió lo que quería, ¿no? —dije, porque todavía no acababa de comprender nuestra función en aquel drama—. Una compensación económica.
Me miró de manera insultante.
—¿Con eso cree que yo puedo pagar la carrera de Miriam? —Se corrigió, para evitar malentendidos—: … ¡La carrera universitaria, quiero decir! ¿Tiene usted hijas? —Sí que tengo una, Mónica, pero no afirmé ni negué—. ¿Y con cincuenta mil euros se daría por satisfecho? Piense que la nena hizo estudios hasta primero de universidad, ¿eh?, que quería ser pedagoga, y había hecho cursillos de modelo, estaba apuntada en algunas agencias de actores y de
topmodels
, y había hecho unos cuantos
castings
para ser estrella de cine… Cincuenta mil euros no son ni cuatro años de la vida de la María, si cuenta a dos polvos por día y el cincuenta por ciento de los trescientos euros que le tocaban por sesión. No, no, yo callaré, porque tengo que callar, porque es de ley que calle, pero me parece que Miriam se merece mucho más que eso por el mal que nos han hecho. Yo, en todo caso, utilizaré estos dineros como inversión para conseguir lo que realmente me corresponde por derecho…
—¿Qué quiere decir…? —me interpuse entre las manos codiciosas de Biosca y el dinero que exhibía doña Maruja—. Un momento, un momento. ¿Dice que callará…? ¿Que sabe quién mató a su hija pero que está dispuesta a callar…?
—Tengo que callar igual. Con dinero o sin dinero.
—De acuerdo. Pero a mí… ¿Me diría quién mató a su hija?
—Bueno, supongo que ustedes tienen que saberlo… —Pero le costaba decirlo.
—¿Quién fue?
Me miró. Y miró a Biosca. En contrapicado, encogida en aquella silla que parecía inhumanamente pequeña.
—El rey —dijo, al fin.
—¿El qué? —pregunté instintivamente.
—El rey.
—¿El rey? —hizo eco Biosca.
—Sí, sí, el rey, el rey.
—¿Pero qué rey?
—¿Cómo que qué rey? ¿Cuántos reyes tenemos? ¡El rey de España!
Con aquella mirada transparente y sin artificios.
De no ser por los cincuenta mil euros que la mujer estrujaba entre sus dedos supongo que Biosca y yo habríamos variado el tono y la expresión y habríamos comunicado a la buena mujer que, de momento, teníamos mucho trabajo y no podríamos dedicarnos a su caso hasta dentro de unos días, que ya la llamaríamos y, sobre todo, que no se le ocurriera llamarnos si le parecía que nos retrasábamos un poco. Aquello era tan estrafalario que incluso Tonet había alzado un poco una ceja.
Pero aquel ladrillo de papel verde nos paralizaba. A Biosca, simplemente porque tenía la intención de apropiárselo. A mí, porque me hacía pensar que nadie regala una morterada como aquella por una tontería.
—¿Y ya se lo ha dicho a la policía? —pregunté.
—¿Cómo quiere que se lo diga a la policía? ¡Me meterían en la cárcel! ¡Estoy hablando del rey de España!
—¿Y cómo…? ¿Por qué…? ¿Qué le hace pensar…?
—¿Ah, no se lo he dicho? La nena me llamó, por la noche, cuando ya me estaba metiendo en la cama. Debía de hacer tres o cuatro horas que se había ido, y en éstas que suena el teléfono y era la Mary que me llamaba. Y estaba tan contenta, hija de mi corazón, con una ilusión… Hablaba en voz baja porque estaba en un lugar cerrado y debía de haber gente por allí, que se oía ruido de conversaciones y música, pero si hubiera podido habría gritado como una loca. Estaba tan plena de vida. Dice: «Mamá, que estoy con el rey». Le digo «¿Con el rey?», como ustedes hace un momento. Y ella «¡Que te lo juro, que es emocionante a tope, que yo cuando lo he visto tampoco me lo creía, un lujo que no te puedes ni imaginar. ¡El rey en persona, te lo prometo, mamá! ¡Ya te lo contaré!» Y colgó. Fue la última vez que hablé con ella.
Biosca y yo estábamos un poco pasmados.
—No, no —continuó ella—. A la policía, ni palabra. He hablado con ellos un par o tres de veces. Porque se ve que este señor ha mayado a más de una, de puta, ¿saben? ¿No lo han leído? —Buscaba en las profundidades de su bolso de color cachumbo—. Una que mató cerca del parque de los animales. Y la policía vino a verme para preguntarme si yo conocía a aquella tal Leonor, si era amiga de mi hija, si había alguna relación entre ellas… Una puta que hacía la calle, que hacía esquinas, una mujer negra, una arrastrada. Yo digo: «¿Mi hija? ¿Qué quiere que tenga que ver mi hija con una de esas mujerzuelas?» No sé si me entienden. Yo me los miraba y pensaba «¿Estos tíos sabrán o no sabrán quién es el asesino fetén?» ¿No lo han leído? —repitió mientras nos ofrecía cinco recortes de prensa.