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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La clave de las llaves (31 page)

Escena 5

Ardaruig era una máscara de cartón. Pasta masticada, ensalivada y pintada encima con colores elementales y falsos. Me miraba con ojos sin vida.

—Comprenderá que no puedo permitir que vaya divulgando esa locura…

Yo me divertía. Un poco de placer para la momia patitiesa por el dolor. Quizá me habían suministrado algún medicamento euforizante.

—Menudo escándalo, ¿verdad? Imagínese el conflicto mediático que se nos prepara. El principal futbolista del club mezclado en un asesinato. ¿Una inversión de cuántos millones…?

Ardaruig se puso en pie, exasperado.

—¡Qué cono de escándalo! ¡Es mentira! ¡Lo hizo el padre Fabricio! ¡Tenemos las pruebas, el ADN, las colillas, todo…!

—Y un cadáver que no puede negar su culpabilidad. —Iba como loco, a tumba abierta—. Allí estaban Cañas y el otro, tan oportunos, para hacer precisamente lo que hicieron: matarlo, para que pasara por cabeza de turco. ¿Qué más se puede pedir? Un policía que acusa delante de la tele, unas pruebas de ADN y un asesino muerto que, por no poder, no puede ni protestar.

—¡Por el amor de Dios! —protestó Ardaruig—. ¡Matar a un sospechoso y pegarle un tiro a un policía! ¿Le parece una buena manera de desviar la atención hacia un cabeza de turco? ¿Le parece que la policía se va a conformar con cualquier cosa, cuando tiene a un inspector en la UCI? ¿No le parece que investigará a fondo? ¿No le parece que descubrirían la inocencia de ese cura, si usted tuviera razón, y que estarían más rabiosos que nunca al comprobar que todo había sido una patraña? ¿Le parece un plan muy inteligente? ¡No me ofenda! —Estaba indignado y cargado de razón—. No. Yo le diré lo que ha ocurrido. El inspector Soriano fue a ver al juez Santamaría para pedir una orden de detención para ayer por la noche. El juez llamó a alguien, a Monmeló o a alguien —no quería decírmelo: seguramente el juez le había llamado a él—, y le dijo «¿Ya sabéis que la policía se dispone a detener al asesino de las putas?». Alguien le dijo al imbécil de Cañamás que fuese al lugar de los hechos para comprobar si era verdad, y ver qué pasaba. Y todo se habría desarrollado estupendamente si no hubiera aparecido usted. Cañamás tenía orden de no intervenir para nada. Pero, al verle a usted, le dio la locura y se puso a disparar. El otro chico, Eusebio, nos llamó en seguida —era verdad: yo había oído el tit-tit-tit del móvil—: «¡Eh, que aquí tenemos a Esquius y éste se ha vuelto loco!». Sólo pudimos decir: «No le hagáis daño, no le hagáis nada, queremos hablar con él…». Pero Cañamás se pasó… Fue porque le vio a usted —parecía dispuesto a echarme las culpas de todo lo sucedido, si hacía falta.

Se volvió a sentar, puso los codos sobre las rodillas y acercó mucho su rostro al mío, los dedos cruzados como en oración, implorándome que le creyera:

—Óigame: en un primer momento, nosotros también teníamos nuestras dudas, no se lo voy a negar. Era lógico pensar que, si la chica se había ido con Garnett y él era el último que la había visto viva, él fuera el máximo sospechoso. En aquella reunión, a la mañana siguiente, le dijimos que debería entregarse a la policía. Pero en seguida nos enteramos de la muerte de la otra prostituta y de aquello de los cigarrillos en la boca, y eso ya no era obra de Garnett, seguro, de manera que preferimos ser prudentes. Ya sé que, de todas formas, Garnett debería haberse presentado ante la policía, ya lo sé, pero queríamos evitar el escándalo. Y, poco después, cuando conocimos los resultados de las pruebas del ADN de aquellos cigarrillos, ya nos fiamos de su palabra. Fue mala suerte, Esquius. Una putada que ese cura, ese padre Fabricio, eligiera aquel momento y aquel lugar para asesinar a su primera víctima.

Yo continuaba pensando «las fotografías».

—Escúcheme un momento —dije—. Garnett y Mary discutieron, en eso estamos de acuerdo. A Garnett, cabreado, se le escapó la mano. Le pegó un tortazo a la chica, y ella cayó de espaldas, se dio un mal golpe, y murió.

—No. En eso no estamos de acuerdo.

—Ya lo sé, pero escúcheme un momento. Garnett se asusta, la toma en brazos, la lleva lejos de la carretera, hasta aquel solar, a cien o doscientos metros, y le pone la piedra fatal cerca de la cabeza. Pero está horrorizado, piensa que los demás asistentes a la fiesta hablarán y que la policía averiguará que él se fue con la chica y que eso será el final. Su única oportunidad sería decir que, cuando la chica bajó de su coche, estaba viva. Pero, en ese caso, ¿quién la mató? Entonces, escúcheme bien, entonces ve un montón de colillas en el suelo y se le ocurre una idea muy sencilla: inventarse un asesino en serie, con su ritual de película.

Ardaruig movía la cabeza en una negación incontestable.

—… Y le mete a Mary una colilla en la boca. Pero un asesino en serie no es nada con una sola víctima. Necesita más. Y la noche siguiente, sale a buscar la segunda víctima.

—¡Sí, hombre, y qué más…!

—Elige una cualquiera. La mata.

—Basta ya, Esquius, basta ya —decía, sin énfasis.

—Le cuesta más que la primera, porque la primera fue un puro accidente. La segunda se resiste. Pero al final la elimina. Y le mete en la boca uno de aquellos cigarrillos que encontró en la primera escena del crimen. Debía de sentirse muy astuto. Y más astuto aún con la coartada que se inventó aquella noche, mientras mataba a la segunda prostituta…

Ahora, tocaba hablar de las fotografías.

—Basta, Esquius. Está loco. Nadie se va a creer esta paparrucha.

—Si salgo vivo de aquí, es lo que contaré a la policía. ¿No le interesa saber cómo termina mi teoría?

Me miraba a los ojos tratando de llegar al centro de mi cerebro, y yo adivinaba sus pensamientos. No me iba a matar, no era un gángster de película, y no sabía qué hacer conmigo.

—Tengo pruebas —dije.

—¿Tiene pruebas?

—La noche siguiente a la muerte de Mary Borromeo, la noche en que murió Leonor García, un ladrón entró en casa de los Garnett. ¿Ha oído hablar de eso? —Ardaruig frunció el ceño—. Hay fotografías. —Ardaruig torció la cabeza, intrigado—. Desde el primer momento, me pregunté cómo se las había apañado aquel ladrón para entrar en el jardín de los Garnett, con esa muralla inmensa que tienen, coronada de puntas afiladas. No parecía posible que la hubiera escalado. Y, después, vi fotos que mostraban que el ladrón llevaba sombrero, y que había sido atacado por el perro. Se formó un gran alboroto, tanto que algunos vecinos llamaron a la policía y la policía se presentó y todo. El ladrón, cuando se encendió la luz y se abrió la puerta de la casa, se quitó el sombrero y buscó refugio precisamente en el interior de la casa. Fíjese bien en esto, Ardaruig: buscó refugio precisamente en el interior de la casa. Era absurdo. Y, una vez dentro de la casa, con Garnett y su mujer, ¿cómo se las había apañado el ladrón para escapar? No me parecía posible.

Ardaruig me escuchaba con gran atención.

—Imagínese que Garnett tiene que salir, el viernes, para matar a la segunda prostituta. Se ha inventado un asesino en serie y él mismo se está convirtiendo en asesino en serie. ¿Qué le dirá a su mujer? Supongo que no le dice nada. Por ejemplo, le endiña un válium, para que no se percate de su ausencia.

—Pero todo esto son suposiciones…

—Sí que lo son. Pero imagínelo… Duerme a su esposa y… —Yo improvisaba—: Además, Garnett es famoso, no puede exponerse a que lo reconozcan. Se pone un sombrero…

Ardaruig volvía a negar con la cabeza.

—No, hombre —dijo.

—Sí. Y quizá unas gafas de sol, y a lo mejor barba postiza… —«Que no, que no», hacía el político—. Lo que sea, y sale a cometer el segundo crimen de su vida. Recoge a una prostituta cualquiera, la mata, le deja la colilla en la boca y, luego, vuelve a casa para meterse en el lecho conyugal. Pero, al llegar a casa, el perro, su propio perro, no lo reconoce…

—¿No lo reconoce? —Había un cierto sarcasmo en la expresión de mi interlocutor.

Yo mismo me daba cuenta de que la teoría empezaba a ser un tanto peregrina.

—No lo reconoce debido al disfraz. Se pone a ladrar y le ataca.

—Quizá ayer recibió golpes demasiado fuertes, Esquius. Deberían hacerle un TAC…

—El alboroto despierta a los vecinos, que llaman a la policía… Y con todo el jaleo se despierta su mujer… Sale al jardín y se encuentra con un tipo extravagante con sombrero…

—… Y barba postiza, y gafas de sol en plena noche…

—… Que rápidamente se descubre, se quita el sombrero, el disfraz, y corre hacia la casa para buscar refugio. Corre hacia la casa para buscar refugio. Después, naturalmente, cuando se presenta la policía, dicen que había un ladrón en la casa, pero que ha huido.

¿Qué era lo que no cuadraba, en aquella exposición? Había algún detalle erróneo, aunque no conseguía distinguir cuál era.

Luis Ardaruig no replicó. Sólo me miraba. Imagino cómo me veía, vendado, roto, paralizado por el dolor. Con el único ojo visible fijo en la nariz roja del payaso que comía Chanchipirulis.

—¿Eso es lo que piensa explicar cuando acuda a la policía, Esquius? —Abrí la mano en un gesto que significaba «¿Qué otra cosa puedo hacer?»—. Daría risa si no fuera tan peligroso. ¿Está dispuesto a salpicar de mierda a Garnett, a Reig, a Monmeló, a los Plegamans, a los Costanilla, basándose en esta… esta… —No encontraba palabras lo bastante fuertes—… payasada que se le ha ocurrido?

—Hay pruebas. Hay fotografías. —Pero, al mirarle, pensé «No hay pruebas. Felip Monmeló ha comprado esas fotografías». Y, además, yo mismo era consciente de que había algo que no encajaba en todo aquello.

—Mire usted, Esquius… —Solemne—: Lo voy a soltar. Le he prometido que lo soltaría y lo soltaré…

—Qué remedio —ironicé—. O me suelta o me mata.

Ardaruig hizo una pausa para perdonarme el despropósito. Y recuperó el hilo del discurso.

—… Pero tengo que convencerlo de que sea discreto. Que deje el caso en nuestras manos. El asesino del padre Fabricio será entregado a la policía, no tenga miedo. Cañamás todavía no lo sabe, pero lo tiene crudo.

—Él también dirá que ha estado en contacto con ustedes, que poco antes de matar al cura, habló con uno de ustedes a través del móvil…

—Usted no se preocupe por eso. Nosotros nos encargamos de él. Cañamás irá a parar a manos de la justicia y pagará por su crimen, se lo garantizo. De lo que ahora estamos hablando aquí es de hacer bien las cosas. De hacerlas lo bastante bien como para que la irresponsabilidad no destruya un proyecto político, una estabilidad social, el imaginario colectivo de todo un pueblo. Si piensa un poco en todo lo que me ha contado, se dará cuenta de que no tiene pies ni cabeza, Esquius. No puede acudir a la policía o a la prensa acusando a un personaje público de asesinato basándose en conjeturas sobre gente disfrazada con barba y bigote postizos y sin ninguna clase de prueba, ni una puta prueba, Esquius. Si es verdad que tiene alguna prueba contra Garnett, le ruego que nos la traiga, no, mejor: que se la lleve al juez o, si no se fía del juez, llévesela a la policía. Se lo digo con la seguridad de que esa prueba no existe, Esquius. El asesino de las dos prostitutas fue el padre Fabricio, un personaje extraño y solitario, siempre recluido en su parroquia y señalado por las pruebas de ADN. Y, por favor, no me diga que un cura no es capaz de hacer algo así porque me meo de risa. Él mató a Mary Borromeo en la carretera, donde la dejó Danny Garnett, y después la llevó en brazos por el camino de tierra hasta el lugar donde la encontramos, y por eso no estaban sucias las plantas de los pies de la muchacha.

—¿Por qué tenía que acercar el cadáver a su parroquia? —Me resistí—. Cuanto más lejos, mejor, ¿no?

Ardaruig resopló. Suspiró. Me contemplaba cargado de paciencia. ¿Qué esperaba de mí?

Yo también pensaba. Había algo que no encajaba en mi teoría improvisada sobre la marcha. No sabía qué era, pero me venía a la mente, como un reclamo, aquel partido de fútbol al que había asistido, en el que Joan Reig no veía el balón, y aquellos jugadores atléticos desafiando al frío.

—Bueno —dije—. Me ha pedido que le contara qué es lo que pienso, y esto es lo que pienso. ¿Y ahora?

—Ya se lo he dicho. Le sugiero que nos ceda la iniciativa, Esquius. Que permanezca al margen de todo esto y deje a Garnett en paz. Es un tema delicado y no podemos permitirnos el lujo de entrar en él como bomberos, hacha en mano.

—Cañamás…

—Cañamás será detenido, juzgado y condenado por el asesinato del padre Fabricio, se lo garantizo.

Silencio. Largo silencio y el payaso del póster continuaba comiendo Chanchipirulis. Y mis neuronas a toda máquina. Futbolistas atléticos desafiando al frío. Ése era el punto flaco de mi argumentación. Si no fuera por eso, podría mantener mi posición con firmeza, pero…

—Callaré —dije.

Se detuvo el tiempo.

—Callaré.

El tiempo continuaba parado.

—Con dos condiciones.

Estaba dispuesto a escucharme.

—Diga. Si son razonables, puede contar con ellas.

—La madre de Mary Borromeo debe recibir mañana mismo una compensación económica.

—Ya ha recibido una. Le dimos unos dineros a Lady Sophie para que se los diera…

—No basta. —¿Qué?

—Que no basta. Si una Lady Sophie podía darle cincuenta mil euros, supongo que todos los demás reunidos le podrán conseguir doscientos mil euros, por ejemplo.

Ardaruig me miró unos cuantos segundos seguidos, intentando poner cara de mala leche, pero, en el fondo, encantado de escuchar mi solicitud. No hay nadie más manejable que la persona que pide dinero. Es el corrupto en estado puro, el primer escalón que se pisa en la escalera hacia la infamia.

—Si es por dinero, no hay problema —dijo, tratando de disimular el exceso de salivación—. Eso está hecho. Hablaré con Monmeló y con Plegamans y, si hace falta, con Costanilla. Sólo como muestra de buena voluntad.

—Doscientos cincuenta mil —dije, en parte porque me apetecía tocarle los huevos, en parte porque acababa de recordar que Biosca se había quedado los cincuenta mil de la dienta y no se los iba a devolver.

Ardaruig torció un poco la cabeza, como si tuviera la impresión de que no me había oído bien. Pero en seguida se recuperó.

—Doscientos cincuenta mil y basta —aceptó—. No se le ocurra pedir más. Le daremos el dinero a usted y usted mismo se lo podrá entregar a la señora…

—No: yo les proporcionaré un número de cuenta y ustedes lo ingresarán allí mañana mismo. Lo comprobaré. Si le ha llegado el dinero a Maruja Fernández, seré su aliado. Pero yo, ese dinero, no quiero ni verlo.

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