La clave de las llaves (30 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Se abrió la puerta, ya veía la puerta, y entró Luis Ardaruig, joven, atractivo, dinámico, sanote, inteligente e incluso brillante en las tertulias, defensor del neoliberalismo como única filosofía capaz de salvar el mundo. Aún llevaba puesto el traje marrón, con camisa amarilla y corbata tabaco rubio, que le había visto en la boda de los Clausell-Zarco. Con él, entró un olor empalagoso a chicle de fresa, azúcar perfumado, gominolas y caramelos pegajosos.

Yo estaba sentado en una especie de sillón sin brazos, repantigado de manera que la cabeza reposara sobre el respaldo, muy incómodo. Había otro sillón parecido a mi lado, escay negro, un ángulo recto acolchado sobre estructura metálica cromada. Luis Ardaruig lo ocupó mientras me miraba con lástima.

—Esquius. ¿Esquius? ¿Me oye? —Moví la cabeza afirmativamente. Suspiró. Estaba pasando un mal rato, estaba tan afectado que podía echarse a llorar de un momento a otro—. Esquius, ostras, tío, en qué lío nos hemos metido. Tenemos un problema.

—¿Usted también? —dije. Me sorprendió comprobar que la voz y la boca eran mías—. Usted no sabe lo que es tener problemas.

—Sí, sí, Esquius, sí, ya lo creo que sí —era el psicólogo comprensivo, el confesor benévolo, el médico protector y tranquilizador—. No se crea que se le han complicado las cosas a usted solo. Nosotros también estamos con el agua al cuello por culpa de un imbécil desgraciado que tenía una pistola y se puso a disparar y mató a un cura e hirió a un policía.

Por un instante, el susto paralizó mis constantes vitales y no sentí dolor alguno, como si acabaran de administrarme un chute de morfina.

—¿El cura está muerto?

Ardaruig movió la cabeza con expresión de estar dándome el pésame y de dárselo también a sí mismo.

—La misma bala. El cura debía de ir detrás. —Efectivamente, recordé que cuando sonaron los tiros, Soriano arrastraba al párroco tirándole del brazo—. La bala le atravesó el cuello y luego hirió al policía.

—No joda —murmuré.

—Las cosas se nos han escapado de las manos.

—No joda, hostia, no joda.

Se me ocurrió que, si yo hubiera sabido detener a Soriano y su estúpida exhibición, el padre Fabricio aún estaría vivo. Se me ocurrió que aquella pandilla se había salido con la suya. Ya tenían un cabeza de turco. Y muerto, además, que no se podía defender, que podían endosarle todos los asesinatos que quisieran. El de Mary Borromeo, el de Leonor García y el de John Fitzgerald Kennedy, si les apetecía. Pobre padre Fabricio.

—¿Y Soriano?

—En la UCI, pero fuera de peligro. Saldrá de ésta. Dios mío, no se imagina cómo puede complicar las cosas un imbécil como ése.

—Sí que me lo imagino. ¿Estamos hablando de Cañas?

—Cañamás, sí. Se la tiene jurada, Esquius…

—¿Todavía? ¿Aún no ha tenido bastante?

—¡No! —reprimió un golpe de risa, «este Esquius es lo que no hay»—. Usted le rompió la nariz delante de Lady Sophie, y ésa es la peor humillación que ese animal ha sufrido jamás. Y, después, dice que le pegó una patada en los huevos. —No se la había pegado yo, sino Octavio, pero agradecí que la bestia me atribuyera a mí el mérito—. Dice que nunca nadie le había hecho nada parecido. Va por las calles aullando como un lobo… —Se detuvo. No era momento para bromas—. Llevaba días sin hacer nada más que buscarlo. Cuando lo vio allí, Esquius, se le subió la sangre a la cabeza, sacó la pistola y empezó a disparar antes de que nadie se lo pudiera impedir… El quería matarle a usted, pero en lugar de eso mató al detenido e hirió al policía. ¡Hay que estar majara!

—Sí, ya lo veo. Matar o herir a un investigador privado no tendría ninguna importancia.

Ardaruig prefirió pasar a otros temas que le parecían más urgentes.

—¿Qué vamos a hacer, Esquius?

—¿Tengo que considerarme su prisionero?

—¡No! —casi se escandalizó. «¡Qué disparate!»—¿Entonces, me puedo ir?

—Antes, me gustaría hablar un poco con usted. Pedirle excusas…

—No, no hace falta.

—… En nombre de ese loco.

—A ese loco, me gustaría verlo colgado de los huevos. ¿Por qué no me hace feliz, antes de irse?

Hice gesto de levantarme. No lo conseguí a la primera, y Ardaruig me puso la mano en el brazo.

—Un momento. ¿Qué piensa hacer? Quiero decir: ¿saldrá de aquí y qué hará?

—Me iré a mi casa y les agradeceré que me dejen en paz. — ¿Qué iba a decir, dadas las circunstancias?

—¿Y nada más? —Ahora ya movía la mano derecha con facilidad. Me limpié las lágrimas del ojo izquierdo y le vi con absoluta nitidez. Él le hizo un gesto al Greñas para que nos dejara solos, y el sicario obedeció inmediatamente, como si ya llevara rato deseando salir de allí—. Quiero decir, Esquius: ¿nada más? Si le llevamos a su casa, o a un hospital…

—No diga «si lo llevamos», diga «cuando lo llevemos».

—¿… Qué explicación dará de lo que ha pasado?

Me habría echado a reír.

—En mi situación, sólo puedo decir que callaré como una tumba. No diré nada a nadie.

—¿Tengo que creérmelo?

—¿Qué puedo hacer para convencerle?

—¿Qué sabe usted de todo este caso, Esquius?

—Nada, nada de nada —habló el cobarde. Pero pudo más el amor propio. Era demasiada claudicación. Estaba en sus manos, no tenía salvación; si le decía que no sabía nada, no se lo iba a creer, de manera que, ¿por qué iba a pasar por imbécil? Rectifiqué—: Creo que ahora ya lo sé todo.

—¿Qué es todo, Esquius? —preguntaba como un confesor. Yo dudaba. ¿Se lo decía o no se lo decía?—. Podemos negociar, Esquius. Por nuestra parte, por parte de los que estábamos en la fiesta y a los que yo represento en este momento, queremos y podemos negociar. Las cosas han ido como han ido y se nos han escapado de las manos, pero no somos asesinos, Esquius. No queremos hacer daño a nadie.

—Bastante daño le hicisteis ya a Mary Borromeo, ¿no?

—¿A quién? —dudó unos segundos. ¿Estaba fingiendo?—. Ah, la pobre chica que murió. —Ahora, parecía que no era ése el tema que más le preocupaba—. Bueno, nosotros no tuvimos nada que ver con lo que le pasó a esa chica. Ahora, el asesino ha muerto, pero las pruebas contra él están bien claras y eso desvanece toda duda que incluso nosotros pudiéramos tener. Lo único que hicimos, sin saberlo, fue llevar a la pobre chica al lugar donde tenía que encontrarse con su asesino.

«Hicimos.» Todos. Fuenteovejuna. Como si todos los participantes en aquella santa cena hubieran acompañado a la chica a su cita con la muerte.

—Entonces, no deberían tener ningún miedo. ¿Por qué no se presentaron a la policía, para declarar que sabían dónde y con quién había pasado la chica las últimas horas?

—Vamos, Esquius, que ya somos mayorcitos. El problema es que la investigación de ese crimen podía sacar a la luz cuestiones privadas, muy privadas, de gente que no tenía nada que ver con él. Y eso terminaría con carreras y reputaciones. Y sería injusto. Quizá nos reunimos para cometer una locura, no se lo niego, pero todos éramos personas adultas actuando libremente y sin ánimo de perjudicar a nadie. Supongo que no tiene nada contra la libertad sexual, ¿verdad? Ahora, aquello ya es agua pasada. Ya sabemos quién mató a Mary y a la otra, pero la muerte del padre Fabricio complica las cosas. La policía hará preguntas. Le hará preguntas a usted. Y yo, lo que quiero que me diga, es lo que sabe usted de aquella noche y lo que estaría dispuesto a contar a la policía. O, mejor dicho, lo que estaría dispuesto a callar ante la policía.

¿Quería que se lo dijera? Bueno, pues se lo diría. Tal vez después me mataría pero, al menos, no mataría a un Esquius cobarde e imbécil.

—¿Lo que sé? Pues que el jueves, día cuatro, organizaron una cena de cambio de parejas en la mansión que Felip Monmeló tiene en Sant Cugat. La montó Monmeló para comerle el tarro al ministrable Costanilla, para que le ayudase a adquirir y recalificar no sé qué terrenos de Barcelona ocupados por no sé qué cuarteles. Un negocio de muchos millones. Dicen que fue la Enebro quien lió las cosas. Se le metió en la cabeza que quería follar con Joan Reig. Y su marido, impotente y mamarracho, consentía.

—Enebro es que es la hostia —intervino Ardaruig, excitado—. Tiene la idea de que la gente de Cataluña es libertina. Se cree que aquí todos somos unos depravados y unos descreídos, y, aficionada a los juegos sexuales como es, pidió al presidente la oportunidad de hacérselo con Reig. Fue ella quien propuso el juego de las llaves.

—Lo había visto en una película —apunté.

—El presidente pensó que, si la complacía, obtendríamos los favores que queríamos, de manera que nos prestamos al juego. Y convenció a su mujer y, entre los dos, convencimos a los Plegamans, que tienen mucha pasta para invertir. Y los Plegamans se mostraron dispuestos a cualquier clase de sacrificio con tal de entrar en el negocio.

—Incluido el sacrificio de sus almas —intervine—. Aunque sólo fuera durante un tiempo, hasta la próxima confesión. Y asistieron también Joan Reig y Danny Garnett.

—Claro: imprescindibles para el exprimento. Los futbolistas son empleados, y cobran mucho y, por tanto, tienen que hacer lo que se les mande.

—Y usted y su mujer.

Ardaruig bajó la cabeza, arrepentido.

—Primero nos mostramos reticentes —confesó—, pero luego pensamos que un día es un día y que podría ser divertido. —Hablaba el separado deprimido, culpable y dispuesto a purgar sus pecados como fuera. Se estaba desahogando—: Sobre todo, fue divertido ver la confusión de los Plegamans… Después, todo se complicó. Mi mujer y yo decíamos que no queríamos hacerlo pero, a la hora de la verdad, ¿sabe qué pasó? Que el azar nos reunió. Conchita metió la mano en aquel maldito sombrero y sacó las llaves de nuestro coche. Vino a mi encuentro, yo estaba esperando a ver quién me había tocado y… y los dos descubrimos que nos habíamos frustrado. Nos sentó fatal… y discutimos. Una bronca de campeonato. Desde entonces no hacemos más que discutir… y ahora estamos en trámites de divorcio… Una catástrofe.

Se me escapó un golpe de risa. Si no estallé en carcajadas fue porque me dolía todo el cuerpo.

—No fue la catástrofe más importante de la noche —dije.

Él se retorcía los labios.

—¿A quién le tocó ir con Mary Borromeo? —pregunté.

—No lo sé, yo estaba esperando en el coche —Me sostuvo la mirada con obstinación de jugador de pòker con una mierda de juego en las manos, confiando poco en que le creyera—. Pero, sea quien sea, la dejó en la carretera. Y ella se fue andando hacia la Colonia Sant Ponç, donde encontró a su asesino…

—No —dije yo, en un tono casi insultante—. Olvídese del cura. No. Mary no caminó desde la carretera hasta el lugar donde murió. Llevaba unos zapatos de tacón exagerado. Era imposible caminar con ellos por aquel terreno pedregoso. Habría tenido que quitárselos por necesidad y, entonces, si hubiera andado descalza por aquel sendero, tendría las plantas de los pies sucias, negras. Y he tenido acceso a las fotografías forenses y debo decir que las tenía impolutas. Y las medias sin una carrera.

—¿Entonces…?

Luis Ardaruig se quedó mirándome tenso, como Edipo debía de mirar al Oráculo de Delfos justo antes de enterarse de la verdad de la vida.

—¿Entonces…? —dijo, muy despacio, horrorizado—. Según usted, ¿quién la mató?

Tardé unos segundos en contestar.

—Danny Garnett —dije. —¿Qué?

Yo pensaba: «Fotografías. Claro: Danny Garnett y sus putas fotografías».

—Danny Garnett —repetí.

Me miraba fijamente, pálido, incrédulo, tenso. No por la sorpresa, sino porque no se esperaba que yo supiera tanto.

—¡No diga tonterías! —exclamó, mucho menos seguro de lo que le gustaría aparentar.

—Déjeme continuar, por favor —pedí. Acababa de agarrar la punta del hilo que había de conducirme fuera del laberinto—. Déjeme continuar. Por lo que yo sé, Joan Reig se fue con Enebro, y Jordi Plegamans fue con la esposa de Monmeló, y Felip Monmeló se fue con Lali Plegamans. Ahora me acaba de decir que a usted le tocó ir con su propia esposa… Sólo quedan por aparejar cuatro personas y una de ellas es la pobre María Borromeo. ¿Con quién se fue María? ¿Con el ministrable Costanilla? ¿O con Garnett? —Luis Ardaruig me miraba sin parpadear. Continué—: La lógica se impone: a María la mataron de un tortazo. Una simple bofetada. Según consta en el informe del forense, el asesino borró sus huellas dactilares limpiando la mejilla izquierda del cadáver. Un tortazo y una mala caída: eso mató a Mary. Costanilla es un alfeñique, pequeño y delgado: no tendría la fuerza suficiente para pegar un tortazo así. O sea, que estamos hablando de Garnett. Un futbolista. Un atleta al que se le fue la mano.

—¡No sabe lo que dice! —me cortó Ardaruig, muy nervioso.

—Claro que sé lo que digo. Y usted también lo sabe. —Yo pensaba: «Las fotografías, que no se te olviden las fotografías. Tu prueba son las fotografías. Así, todo encaja»—. Antes, ha dicho: «No sé con quién se fue Garnett» —lo parodié a mala idea—. ¿Por qué tendría que mentir si yo no tuviera razón?

—Es que no lo sé, de verdad…

—¡No joda! Al día siguiente, Lady Sophie debió de llamar a Joan Reig para reclamar qué había pasado con su nena, y Reig seguro que llamó a Monmeló y a usted y a Costanilla y, por eliminación, debieron deducir a quién le había tocado Mary. Hubo una reunión de emergencia, ¿no? —La expresión de Ardaruig era una afirmación a regañadientes—. Y, en aquella reunión, debieron llegar a la conclusión de que Mary se fue con Garnett.

—Pero él no la mató —claudicó el joven político.

—¿Ah, no?

—Sí, Garnett admitió que se había llevado a la chica en su coche, y que se detuvieron en la cuneta de la carretera y que follaron allí. Pero entonces la chica dijo que era una profesional, y que quería cobrar, porque Reig no había pagado por adelantado o no le había pagado lo suficiente o no sé qué, y Garnett se cabreó, se negó a pagar, y discutieron…

—Y él le pegó una hostia.

—¡No! —Un grito excesivo. «¡Ni pensarlo!»—. Dice Garnett que la hizo bajar del coche a empujones y arrancó y se fue. La abandonó junto a la carretera.

Una pausa. Los dos mirándonos sin parpadear. Continué:

—Entonces tiene sentido que Garnett se pusiera furioso y le hiciera aquella entrada a Reig en los entrenamientos, porque lo consideraba culpable de todo por haber llevado una puta a la fiesta. Y después, en los vestuarios, le dijo que había hecho trampa, que había jugado sucio, que era un guarro. No estaba hablando de fútbol. Estaba cabreado porque, de todas les mujeres disponibles aquella noche, a él le había tocado la puta. Y, lo que aún es peor, la situación había terminado en desastre.

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