La clave de las llaves (19 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Sobre la colcha rosa de seda reluciente, estaba el vestido rojo que yo le había visto en las fotografías del Gabinete Científico de la Policía. Manchado de barro y los zapatos de tacón de aguja, desentonando en aquel ambiente infantil, zapatos de mujer, zapatos de puta. Zapatos sucios de barro. También estaba el bolso, a juego, y una bolsa de plástico transparente con las pertenencias de la difunta.

Pensé que la habitación había sido convertida en capilla funeraria sin que doña Maruja lo supiera. Me invadió una melancolía insoportable. No me atrevía a tocar nada. Yo ya sabía lo que había en aquella bolsa. Lo decía el informe policial. Un billetero, un llavero, un paquete de preservativos, un paquete de toallitas húmedas, un espejo, un estuche de maquillaje y un aerosol defensivo.

—Qué vestido tan bonito, ¿verdad? —dijo la buena mujer, con helada frivolidad—. Estaba tan guapa, y mire, mire, tenía más.

Abrió las puertas del armario para mostrarme una colección de vestidos digna de una modelo de alta costura. Pero yo no miraba los vestidos. La miraba a ella.

—Mire, mire qué bien vestida la tenía. Todo, todo, de primera calidad. Desde las bragas a los zapatos, las medias, las camisetitas, los sujetadores, las blusas…

Era un androide sin alma. Y había perdido el alma mucho antes de perder a su hija. Hacía muchos años que aquella mujer estaba definitivamente desanimada. Pero se me ocurrió que no era una desalmada. Eso no. Muy al contrario.

—Le conseguiré esa pensión que me pide —dije, con la boca demasiado seca. Me pasé la lengua por los labios, deglutí para provocar la salivación. Tosí—. Le conseguiré la pensión que me pide —repetí—, pero sólo cuando sepa que la niña va al colegio.

Me miró horrorizada. Yo no podía saber a qué situación abominable quería empujarla. Pero se tragó todo comentario. Devolvió su atención a los vestidos del armario.

—… y los abrigos, y los pantalones, y las faldas, y… y… —Siempre mirando al armario, de espaldas a mí y al tocador—: y los perfumes, que también se los compraba yo. —Muy quieta, encogida—. Chanel número cinco, el del anuncio de Caperucita y los lobos, era el que a ella más le gustaba, y era el que usaba Marilyn, ¿lo sabía? —Allí, obstinadamente clavada.

Yo había desviado la vista, con un nudo en la garganta, y volvía a contemplar el vestido rojo, los zapatos, el bolso rojo y la bolsa transparente que permitía ver las llaves en primer término. Llaves de casa y llaves de coche. Un llavero con el emblema de la marca Ford.

—¿Le han devuelto el coche?

—¿Qué?

Ahora sí, la mujer se volvió hacia mí, sobreponiéndose, agradecida porque le proporcionaba un nuevo tema de conversación.

—El coche. Ella se fue en coche y la policía lo recuperò en el aparcamiento del El Corte Inglés.

—Ah, sí. No, aún no me lo han devuelto.

—¿No ha recordado nada más, de lo que le dijo aquella noche, antes de irse?

—Nada. Un cliente y un servicio y basta.

—¿No conocía al cliente?

—¡No! ¿Cómo se iba a imaginar que era el rey? A veces, sí que conocía al cliente, y entonces me lo comentaba. «Mama, que tengo que ir con ese cerdo que se viste de colegiala…». De vez en cuando me contaba cosas de éstas y me hacía reír.

Hablaba de un pasado perdido para siempre. Ahora, se hacía difícil imaginarla riendo con alegría. Quizá sí riendo histérica, o loca, o borracha.

Me decidí a coger la bosa transparente. Dije «Con su permiso» y la abrí y vacié su contenido mientras hablaba:

—¿Le habló de algún cliente que viviera en la zona de San Cugat o Les Planes?

—No recuerdo.

—¿Le suena el nombre de Felip Montmeló?

—Sí que me suena.

—¿De qué?

—De la tele, ¿no? Es un señor que sale por la tele.

—¿Nada más? ¿No le habló de él, nunca, su hija?

Negó con la cabeza.

—¿Su hija tenía una agenda?

—No lo sé.

En el bolso no había ninguna agenda.

Una vez revisado el resto de los efectos personales de Mary, sin resultado alguno, señalé a doña Maruja con el índice y le repetí:

—Sólo le conseguiré su compensación económica si mañana mismo la niña va al colegio.

—Dígaselo usted. A mí no me hace caso.

Salí de la habitación, volví a la sala comedor envuelto en olores ofensivos, y me debatí un momento entre la necesidad de hablar con aquella niña y las ganas de largarme. ¿Qué iba a decirle a Miriam? ¿Que tenía que volver al colegio? ¿Que su madre no iba a regresar nunca más? ¿Me correspondía a mí, deciselo? Y, si no se lo decía yo, ¿quién se lo iba a decir? ¿Su abuela?

Fui cobarde. Me dirigí a la puerta, salí a la calle sin mirar atrás y caminé muy de prisa, muy de prisa, hasta mi coche, como si tuviera miedo de que alguien saliera en mi persecución.

De camino al centro, llamé al 010 para preguntar dónde podía encontrar una asistente social para una anciana y su nieta de cinco años.

Me detuve en una esquina para anotar el número de teléfono de uno de los cuatro centros de Servicios Sociales que hay en el barrio de Horta-Guinardó. En el centro me prometieron que enviarían a una asistente social a ver a Maruja y Miriam tan pronto como pudieran.

Ahora, sólo me quedaba resolver el tema de la compensación económica. Una buena cantidad que garantizara el futuro de la pequeña Miriam.

Escena 5

Hacia mediodía, sentado en la terraza del bar Zúrich de la plaza de Cataluña, consciente de que rehuía la protección de mi piso y del despacho, llamé a Palop.

—¿Qué pasa con Soriano? —le pregunté.

A pesar de que lucía el sol en un cielo sin nubes, hacía frío en la terraza del Zúrich. Soplaba tramontana y el fondo del aire era helado. Me preguntaba qué estaba haciendo, yo, allí, tomándome una cerveza fría.

—Soriano se picó contigo. No tenía la menor intención de investigar este caso, había recibido el mensaje: «Si el juez dice párate, yo me paro», pero, al ver que tú te metías en el asunto, no ha querido ser menos. Ya sabes lo que piensa de los investigadores privados. No quiere que le vuelvas a pasar la mano por la cara. De manera que ha puesto manos a la obra con todas sus fuerzas y con ganas de darte una lección. Ya sabes cómo es.

A pesar del biruji, en la mesa de al lado, había dos turistas con camisetas de tirantes, como si estuviéramos en pleno verano, tan contentas. Debían proceder de algún país del Norte de Europa, donde todavía hay adoradores del Dios Sol, a pesar de las advertencias de los dermatólogos.

—¿Y ha averiguado algo, de momento?

—Fue a hacer una nueva inspección ocular a fondo. Y, en los alrededores del lugar del crimen, encontró más colillas parecidas a las que las víctimas tenían en la boca. De la marca Gran Celtas, con boquilla. Para él, éste es un indicio claro de que el asesino ya había estado por la zona antes de cometer el crimen. ¿O tal vez viva en las cercanías? Las recogió con todas las precauciones y esta mañana las ha llevado a Monzón, de la Científica, y las ha hecho analizar. Ha elaborado su propia teoría. Ha estado leyendo muchos libros sobre asesinos en serie y dice que todo encaja.

—Está bien —dije.

—¿Y tú? ¿Has averiguado algo?

—Muy poco.

—¿Qué has averiguado?

—Casi nada.

—Esquius: yo confié en ti —convencido de que le engañaba.

—No te escondo nada, Palop. No tengo más que conjeturas y no me gusta divulgar suposiciones sin tener pruebas o estar seguro. Oye… —Desviando su atención—: Ah, y otra cosa.

—Di.

—Hay un gorila, el esbirro de Lady Sophie, que me la tiene jurada. Me ha cogido manía y viene a por mí. ¿No podrías hacer alguno?

—Ya te lo miraré. ¿Por qué te tiene manía?

—Considera que hizo el ridículo por mi culpa. Y no le gusta. O a lo mejor es que no le sentó bien que le rompiera la nariz y le abriera una ceja, para resumírtelo de alguna manera.

El comisario Palop soltó una risa complaciente y, a continuación, en un tono que yo no le conocía:

—Esquius… ¿No te parece que este caso te va un poco grande? ¿No crees que te estás metiendo en un jaleo del que no podrás salir?

—Ya te lo diré cuando haya salido.

Corté la comunicación, pedí otra cerveza con aceitunas rellenas y, mientras me las traían, marqué otro número. Hacía frío para estar en aquella terraza, joder, pero si podían soportarlo las dos nórdicas de las camisetas de tirantes, yo también. Me crucé de brazos, hundí el cuello entre las solapas del anorak y hablé.

—¿Sisteró? Soy Esquius.

—Hombre, mi detective favorito. El rey fuma habanos, pero sólo en la intimidad. Está prohibido hacerle fotos cuando tiene un puro o una copa en la mano, y me debes una cena en Cal Tito de Cadaqués.

—Un momento, un momento, aún no, no corras tanto. Ya no necesito para nada saber si el rey fuma o no…

—No jodas. Me pediste y te lo he averiguado poniendo en peligro mi vida.

—Pues sólo has resuelto la mitad del problema. Ahora, la cuestión es otra. Dos cuestiones. ¿Sabes si Enebro es un nombre? Segunda: ¿conoces a alguien que se llame así?

—Enebro. ¡Pues claro! ¿Pero tú no lees la prensa del corazón o qué? La Virgen del Enebro. Uno de esos nombres que han proliferado últimamente por Andalucía, o Extremadura, o La Mancha, recuperando tradiciones. Valle, Camino, Laguna, Monte, la Virgen del Valle, la Virgen del Camino, la Virgen de la Laguna, la del Pino, la del Cerezo, la del Enebro, ¡qué sé yo! Santa Enebro Luarca, virgen y mártir, ja, ja, ja.

—¿Enebro Luarca?

—Es la única Enebro que conozco y que conocen miles de españoles, la Enebro por antonomasia. Es la mujer de Evaristo Costanilla, el que dicen que será futuro ministro de Educación y Deportes en la próxima remodelación del Gobierno.

—Explícate.

—¿Tampoco lees las páginas de política de los periódicos?

—Me lo ha prohibido el médico. Vamos, vamos, gánate esa comida en Cadaqués como Dios manda.

—Nunca tan fácil. Será el próximo escándalo que tratará de explotar la oposición. Un escándalo inútil porque ya se ha visto que este Gobierno es inmune a los escándalos. Pero oiremos hablar del tema, eso sí.

—¿Quién será la fuente de escándalo? ¿Enebro o su marido?

—El escándalo lo provocará Costanilla, pero su mujer hará que lo divulguen las revistas del corazón y se comente en las peluquerías de señoras. Porque Enebro va de gran dama, exquisita entre les exquisitas, destacando entre la gente guapa de Madrid. No está mal, la tía, y luce unos escotes de aquí te espero. Siempre se fotografía con artistas, actores de cine y gente así, y enseña su casa de La Moraleja, y organiza fiestas en Mallorca, con toda la
jet-set
, y hace declaraciones a todo el que se las pide, convencida de que su marido será el próximo presidente del Gobierno…

—¿El próximo presidente del Gobierno?

Se acercaban las elecciones y el presidente del partido en el Gobierno ya había designado a su sucesor públicamente y estaban seguros de que arrasarían. No podía creer que, de pronto, hubieran sustituido al candidato por Costanilla.

—No, hombre, no. Es una manera de hablar. Pero, si la vieras, dirías que se lo tiene bien creído, la tía.

—¿Y él?

—El único mérito que ha hecho en su vida para destacar, aparte de ser millonario per vía paterna y materna, ha sido el hecho de presidir la Federación de Árbitros de Fútbol de España. Y, agárrate, su nombre suena como futuro ministro de Educación y Deportes. No suena el nombre de un insigne filósofo, ni el de un eminente científico, ni el de un destacado catedrático, ni el de un famoso académico, no, no… ¡El presidente de la Federación de Árbitros de Fútbol de España! Eso demostraría una vez más el interés que tiene el actual Gobierno por la cultura y la educación. La oposición, ingenua, ya se está frotando las manos, pensando en el descrédito que eso creará, etcétera, ¿pero tú crees que, si Costanilla sale como ministro se tambaleará la estabilidad política del país, o del partido del Gobierno? ¡Ca! ¡Son incombustibles! ¡Como si nombran portavoz del Gobierno a mi suegra! ¡Tampoco pasaría nada!

Me interesaría hablar con ese Costanilla y su mujer. ¿Cómo puedo hacerlo?

—Vete a Madrid y métete en cualquier fiesta de alta sociedad o sarao de gente guapa. Allí estará la Enebro, segurísimo, luciendo el palmito, y allí estará Costanilla haciendo campaña.

—¿Sabes si este matrimonio ha estado por Barcelona recientemente?

—Eso mismo me preguntaste del rey. ¿Hay alguna relación…?

—Ninguna. Olvídate del rey.

—No puedo. Es el único que nos puede salvar del cataclismo político que se nos viene encima.

—Vamos. Si han estado por aquí, seguro que se han hecho notar, por lo que dices.

—Sí, sí que estuvieron. La semana pasada. Se entrevistaron con Monmeló y con el presidente de la Generalität.

El presidente de la Generalitat. Lo que me faltaba. El presidente de la Generalitat. Pero, por otra parte, Felip Montmeló empezaba a ser un cromo repetido. Reig me había dicho que había sido él quien le había obligado a ir a la fiesta y, además, tenía una casa en San Cugat.

—Bueno. Si sabes algo más, llámame.

Ya iba a colgar cuando el periodista me lo impidió:

—¡Eh, espera!

—Dime.

—Quítame allá esas pajas.

—¿Qué?

—El estreno de la película, mañana. Mañana, martes, diecisiete. En el cine Capitol de Gran Vía, 41. Un superestreno. Seguro que irán.

—Bueno, gracias.

—Me he ganado la comida en Can Tito?

—Casi.

—¿Qué quiere decir casi?

Colgué.

Me quedé pensativo. Seguro que me iría bien alejarme de Barcelona mientras el comisario Palop le paraba los pies al chulo que me perseguía. Ya me habían traído la cerveza. En realidad, no me apetecía aquella bebida tan helada. Tenía ganas de tomar un café con leche o un chocolate caliente.

Marqué otro número.

—¿Cristina?

—¡Eh, Ángel!

—¿Cómo estás?

—Bien, ¿y tú? ¿Cuándo nos vemos?

—Cuando quieras. Bueno, quizá no inmediatamente porque tengo que irme a Madrid por asuntos de trabajo.

—¿Ah, sí?

—Sí. Y, a propósito de eso, quería pedirte un favor. Me dijiste que trabajabas para una productora de cine, ¿no?

—Sí…

—Es que… Verás… Tengo que asistir al estreno de una película, en Madrid. El de
Quítame allá esas pajas.

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