Read La clave de las llaves Online

Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La clave de las llaves (39 page)

—No, gracias, no fumo.

—Mal asunto. ¿Y una copa? ¿Coñac? ¿Whisky?

—No, gracias,—Mal, muy mal. Me tendrá en su contra. Se arrepentirá. Debe saber que quien entra en este despacho debe permitirse todos los vicios que yo ya no me puedo permitir. ¿Quiere que le presente una señorita muy liberal? Es broma. Va, hablemos en serio. Tendría que haberme informado, Esquius.

—Ya pensé en ello. Pero tenía miedo de que usted transmitiera la información a otras personas.

—¿Yo? Yo soy una tumba.

—Cuando Soriano le dijo que iba a detener al asesino, usted avisó a Monmeló, o a Ardaruig…

—Incluso las tumbas tienen mensajes escritos en las lápidas, para quien quiera leerlos, ¿no? No, es broma. No tengo por qué darle explicaciones, Esquius, pero le diré que no me quedó más remedio que hacerlo. El caso era tan sumamente delicado que decidí que teníamos que trabajarlo todos los implicados juntos. Yo informaba pero a mí también me informaban. Teníamos que andarnos con mucho cuidado.

—Iban con tanto cuidado que, por un momento, sospeché que estaban protegiendo al rey.

—¡Ja, ja! ¡El rey! ¡Ja, ja! ¡Eso habría estado bien! No, es broma. En serio: no, el rey no habría sido problema. Al rey nadie le habría creído capaz de hacer algo así. Y, en caso de que se lo hubieran creído, le habrían perdonado en seguida, los republicanos aparte, claro, jajá. Un reyes un rey y una puta es una puta. Pero un futbolista… Ah, un futbolista es diferente de un rey, porque sí que creerías que es capaz de cualquier cosa, y a la hora de juzgarlo la opinión pública, no lo considera tan elevado por encima de una puta como pueda estarlo un rey, por ejemplo. Incluso hay una larga tradición de futbolistas puteros, que salen al campo con las piernas de goma después de una sobredosis de actividad sexual. El problema es que al futbolista lo necesitamos. Millones de aficionados de todo el mundo lo necesitan para que marque goles. Claro que marcar goles no es tan importante como gobernar un país, pero la verdad es que el Gobierno la caga y no pasa nada, la gente continúa votando a los mismos, y, en cambio, si Danny Garnett la caga y falla un gol o, aún peor, mata a una puta, eso sí que moviliza masas, eso puede romper el equilibrio social, el oasis catalán a tomar vientos, si me permite la expresión, ja, ja, ja, es broma. Va, ahora en serio: usted nos quitó un peso de encima al desenmascarar a Ardaruig. Ardaruig era el culpable ideal. Porque es político, que quiere decir negociador y quiere decir que no haría explotar el escándalo aunque creyera que eso podría favorecerlo actuando como atenuante. Muy al contrario de su amigo Cañamás, Esquius, que entró por esa puerta gritando que lo sabía todo y que lo contaría todo y, después de unos minutos de charla conmigo, ya no sabía ni dónde tenía su mano derecha. Ardaruig, en cambio, sabe que, si calla y se come el marrón como un buen chico, será más recompensado que si conecta el ventilador de la mierda, no sé si capta el sentido de lo que quiero decir. Porque un político es otra cosa. De los políticos, la gente está acostumbrada a pensar lo peor de lo peor. El que no está metido en un fraude inmobiliario, prevarica como loco, o está escondido en su armario acojonado ante la posibilidad de que lo descubran, o cobra comisiones, o traiciona a los compañeros de partido o a los socios de pacto, o se cambia de camisa cuando menos lo esperas. Que un político sea un asesino de putas ya no escandaliza a nadie, nadie se va a extrañar, no provocará ningún descalabro social. No sabe cómo le agradezco que lo haya demostrado, Esquius. Nos quitó un gran peso de encima. —No se me escapó el plural «nos», pero no quise plantearme a quién incluía. Me daba igual—. Si el médico me permitiera alguna alegría, que no me la permite, ahora mismo lo invitaba a una copita de cava. O dos. O a una señorita liberal. Es broma, ja, ja, ja. Va, en serio… Lo que usted quería decir es que, como yo hablé con el hijo de puta de Ardaruig, éste envió a sus sicarios a ver cómo detenían al cura y lo mató y, de propina, hirió a Soriano, ¿verdad? No se corte, Esquius, no se corte, vivimos en un país democrático y yo soy más demócrata que Fidel Castro, ja, ja, es broma. Bueno, no se preocupe, en serio. Ahora sí que podemos actuar contra esos hijos de puta sin problema. A Cañamás y a su amigo se les va a caer el pelo, yo me encargo de eso, entre otros motivos para contentar a la policía, que está que se sube por las paredes y hay que calmarla: que una cosa es hacerse el tonto y otra, muy diferente, que te tiroteen al personal. Déjeme que le diga que, si esos cabrones estaban allí fue porque los envió Ardaruig, no yo. Y la iniciativa de disparar salió de ese Cañamás, que está loco. Usted no se preocupe, que no los volverá a ver por la calle hasta dentro de unos cuantos años.

Escena 5

El día 23 de diciembre por la noche, Beth me invitó a una captura de ladrones y no me pude negar. Estaba descansado porque había dormido todo el día, pero las punzadas en diferentes lugares del cuerpo se habían hecho más explícitas y atrevidas, más localizadas y más insoportables. La verdad es que acompañar a la chica en aquel safari nocturno era un sacrificio únicamente atribuible a la gratitud y admiración que ella manifestaba hacia mí, y al afecto que me despertaba.

Me pasó a buscar en su moto y, después de hacerme poner aquel casco infernal que me hizo ver las estrellas al presionar algunos puntos sensibles del rostro, me condujo hasta la salida posterior de los grandes almacenes TNolan. Se trataba de una zona de carga y descarga, un callejón inhóspito y sin salida, con camiones ruidosos y obreros de esos que inician la jornada cuando otros la terminan. Por allí, pudimos ver salir al personal de limpieza empujando unos grandes contenedores de basura con ruedas. Por todas partes había arcos detectores que no habrían permitido nunca la salida de ningún producto protegido por la tarjeta magnética.

Beth, muy excitada, me indicó a una de las mujeres del servicio de limpieza que empujaba un contenedor. Era gordita, muy pulida, con su bata azul, sus guantes y la funda de plástico para el pelo, y llevaba gafas.

—Es ésa —me dijo mi investigadora preferida—. Se llama Constancia Barrera.

Los contenedores se quedaron alineados a lo largo de un muro, esperando la llegada de los camiones municipales.

Mientras esperábamos los siguientes acontecimientos, ella no potila apartar la vista de allí y se reía, y se mordía las uñas, y no dejaba de decir que gracias, gracias, gracias a mí había descubierto todo.

—La pista más difícil de interpretar fue la segunda. Cuando me dijiste aquello de forrarse el bolsillo con papel de estaño.

Yo aún no entendía nada. Tenía la cabeza en otra parte. Mi hija Mónica, las próximas celebraciones familiares de Navidad, la convalecencia, las posibles secuelas de la paliza, yo qué sé.

Poco a poco, cesó la actividad de la zona. Los camiones se fueron, los obreros se encerraron en los almacenes, cayeron persianas metálicas y el callejón se quedó solitario y oscuro.

Media hora después, un hombre apareció entre las sombras avanzando con la determinación de quien tiene un objetivo bien preciso en la vida. Iba mal vestido, mal afeitado, sucio, y empujaba un carro de supermercado vacío, que chirriaba. Tenía la apariencia de un mendigo de los que recogen cachivaches de la calle y pernoctan en los bancos de los parques.

—Este es el otro —me anunció Beth, a punto de emitir un chillido de alegría—. Valentín Barrera. No te dejes engañar. Trabaja como repostador de artículos en TNolan.

—¿Repostador de artículos?

—Lo llaman así. A lo largo del día, a medida que se van vendiendo los artículos, las estanterías de los almacenes se van vaciando. A la hora de cerrar, hay unos empleados encargados de reponer el género, o repostar el género, de llenar las estanterías para que al día siguiente todo vuelva a estar en su lugar. Ellos ponen los artículos, que ya llevan enganchadas las tarjetas magnéticas.

—¿Y este hombre trabaja en eso?

—Sí. Y, algunos días, no todos, cuando se va a casa, se cambia de ropa, se ensucia, se maquilla, se disfraza de indigente, y vuelve a los almacenes convertido en este pelanas…

Ilustrando su exposición, el hombre del carro había levantado la tapa de uno de los contenedores y, de debajo de los papeles y de los plásticos, extraía un espléndido microondas nuevo, y lo depositaba en su carro.

—Brillante —dije, satisfecho del trabajo de mi alumna.

—¡Si me lo diste todo hecho! —exclamó Beth—. Sólo tuve que ponerme en el lugar de los ladrones. ¿Cómo podían sacar los productos con tarjeta magnética si por todas partes había arcos detectores? Pues la respuesta era sencilla, también me la diste tú el día que viniste a robar en el almacén con tu amiga. Yo pensaba, ¿para qué habrá venido? ¿Por qué habrán montado el numerito del bolso forrado con papel de estaño? —Se rió, como si no le cupiese en la cabeza que nadie hubiera dado con una solución tan sencilla—. Y, claro, es exactamente lo mismo. Me demostraste que el papel de estaño interfería la señal de los arcos detectores. Me recordaste este sistema más o menos clásico e hiciste aquel comentario sobre la posibilidad de robar cosas pequeñas forrándose el bolsillo con ese papel. Primero no lo entendí pero, pensando, pensando, acabé dándome cuenta de que querías que cambiara de perspectiva.

—Ah —dije, sinceramente desconcertado.

—Los seguratas del almacén, Octavio, yo, todo el mundo, pensábamos que era imposible que los ladrones utilizaran ese sistema. Porque es imposible, ridículo, que alguien se lleve un frigorífico o un televisor dentro de un bolso. Pero tú me hiciste aquel comentario… A fuerza de pensar en ello, comprendí que querías que pensara en eso, en las medidas. El tamaño. Basta con un pedazo de ese papel para robar una cosa pequeña. Hay artículos pequeños y artículos grandes, pero, ¿cómo son todas las tarjetas magnéticas? ¡Pequeñas, del tamaño de una tarjeta de crédito! ¡Cabrían dentro del bolsillo! ¡Ostras, cuando caí en eso pegué un grito y todo, que mi novio creyó que me corría antes de tiempo! —Supuse que era el exceso de entusiasmo lo que la había hecho revelar ese detalle de su intimidad. ¿Tenía novio?—. O sea, que, en realidad, sólo se necesitaba un trozo de papel de estaño para tapar la tarjeta. —Me miró, triunfal, segura de haber aprobado el examen—: ¿Qué tal falsificar una tarjeta idéntica por fuera, pero con el alma de estaño, con el anverso autoadhesivo para pegarla fácilmente sobre la original?

—Me parece que eso garantizaría que el producto saliera a través de los arcos magnéticos sin hacer sonar ninguna señal de alarma —dije, admirado.

—¿Y quién podía colocar la tarjeta falsa sobre el original, o sea manipular el producto o el embalaje sin levantar sospechas? Pues un repostador, porque su trabajo consiste precisamente en manipular artículos. Entonces fue cuando vi estos contenedores de basura gigantescos. Aquí cabrían objetos de gran tamaño. Y en seguida me figuré a una mujer del servicio de limpieza que, al mismo tiempo que recogía la basura, recopilaba también aquellos productos que el repostador le había indicado que cogiera, mediante una llamada o un mensaje al móvil, y los metía dentro de los contenedores. Y, así, salía a la calle sin disparar ninguna alarma.

—Muy bien —aprobé, para no repetirme. Y cualquiera diría que estaba escuchando lo que yo ya había predicho muchos días atrás.

—Recurrí a la nómina de los almacenes y me estudié la lista de los repostadores y la lista del servicio de limpieza. Seguí a unos y a otros al azar pero, por fin, acabé localizando a dos empleados relacionados entre sí. Los hermanos Barrera, Valentín y Constancia. Repostador y servicio de limpieza respectivamente. Para asegurarme, hice un seguimiento, un día, de Valentín Barrera. Lo vi entrar en su casa y salir disfrazado… Bueno, tengo que aceptar que el primer día me engañó, no lo reconocí cuando salió. El segundo día, en cambio, lo calé y, siguiéndolo, terminé de confirmar mis sospechas. Vi cómo venía aquí y se beneficiaba de un par de microcadenas de música. Aquel día, no pude hacer nada, pero hoy ya no he venido sola…

No se refería a mí. Hablaba de la policía que, en aquel mismo instante, hacía su aparición para atrapar al mendigo con las manos en la masa.

—¡Quieto! ¡No se mueva! ¡Las manos sobre el carro!

Luces azules, sirenas, policías uniformados, esposas, pistolas y «soy inocente, soy inocente, se están equivocando» y todo lo demás.

Beth me abrazó, agradecida y contenta, exultante y preciosa a pesar de su melena verde, y me dio un espontáneo beso en la boca y me habló tan de cerca que me acariciaba la nariz con su aliento.

—¡Gracias, gracias, gracias! Sé que esto me hará ganar muchos puntos delante de Biosca, y seguramente me perdonará el pago de los desperfectos del Jaguar, y me encargará casos cada vez más importantes, y todo gracias a ti, superdotado generoso y macho, de manera que a partir de este momento soy toda tuya y nos iremos inmediatamente a celebrarlo con un cubata o lo que sea que te tomes para celebrar los grandes acontecimientos.

Me dejé arrastrar a su bar preferido, halagado y tierno, condescendiente como un padre, o como, digamos, un amante veterano, diciendo aquello tan típico de «pero sólo una, que estoy reventado y me estoy medicando y mañana quiero madrugar», y fingiendo que no había oído lo de «soy toda tuya», imbécil de mí. Y, en la barra de su bar preferido, cuando yo me sentía observado por el pegote de gasas que me tapaba la cara, «mirad qué tío tan interesante», y envidiado por estar acompañado de una chica preciosa de cabellos verdes, fue cuando ella dijo, como de paso:

—Ah, y respecto al novio de tu hija, tenías razón.

—¿Tenía razón?

—Es un jeta. Pero no te preocupes, que ya lo he solucionado.

—¿Un jeta? ¿Lo has solucionado?

—Le estaba siguiendo, ya te lo dije. Primero, no quería meterme en eso, porque estaba enfadada contigo por lo de Reig, pero al final me decidí. ¡Me has ayudado tanto…! Y, un día, me acerqué a él. Anteayer o el otro, no me acuerdo muy bien. Él dejó a Mónica en su casa y se fue con aquel argentino llamado Roberto Noséqué. Estuvieron bebiendo y hablando de música en un bar y, después, Esteban se quedó solo. Entonces, aproveché para atacar.

—¿Para atacar…?

—Sí. Para probarlo. Beth la sexy.

—Y… ¿Lo probaste?

—Lo puse a prueba tanto como quise y más. —Yo pensé «Dios mío» y me llevé una mano a la cabeza, al mismo tiempo que ella también decía «Dios mío», pero en otro tono—: Dios mío, cayó de cuatro patas. Además de estafador, debes saber que es un reprimido y un sátiro, un sátiro reprimido, que son los peores. Sólo tuve que hacerle así con el dedo, «ven», y sacó la lengua como un perro y acabó la noche con promesas de amor eterno y todo. Un mal bicho.

Other books

Rebound by Michael Cain
The Guidance by Marley Gibson
The Bodyguard by Lena Diaz
Towers of Silence by Cath Staincliffe
All Around Atlantis by Deborah Eisenberg
Doppelgänger by Sean Munger
The Sea Devils Eye by Odom, Mel
Spellcrossed by Barbara Ashford