Djehuty meditó largo rato en aquel lugar situado lejos del mundo de los hombres. De acuerdo con la tradición, los constructores modelaban un espacio donde lo invisible podía revelarse sin temer las agresiones profanas. Allí, el faraón partía realmente vivo por y hacia la luz.
Cuando volvió al exterior, Djehuty advirtió que el sol no tardaría en ponerse. Los artesanos habían abandonado las obras, y al alcalde le extrañó descubrir sólo a un guardia en el umbral del templo de la pirámide.
—¿Dónde están tus colegas?
—El teniente ha sido avisado de que acaba de producirse un grave incidente en la ruta del Fayum. Está socorriendo a los heridos.
—Debería haber solicitado mi autorización.
—No se ha atrevido a importunaros.
Djehuty, preocupado, avisó al maestro de obras y a los constructores de que ya no estaban protegidos por las fuerzas del orden, y les ordenó que colocaran centinelas alrededor de la aldea.
Agotado, con las articulaciones hinchadas, regresó a su casa, bebió un poco de agua y se tendió en la cama temiendo no poder levantarse ya.
En la lejanía, bañada por los fulgores del poniente, la pirámide en construcción atraía irresistiblemente la mirada de Ibcha y de los miembros de su comando.
—Nuestro falso mensaje ha alejado a los guardias —advirtió—. Ya sólo quedan artesanos cansados de su jornada de trabajo. Como todos los egipcios, disfrutan de ese momento inigualable en el que el sol se hunde en el occidente. Los invade una sensación de paz, por lo que no serán capaces de defenderse.
Propagando el terror y derramando sangre en el paraje de Dachur, Ibcha cumpliría la misión que Bina le había confiado, siguiendo órdenes del Anunciador: impedir que la pirámide produjera
ka
y reducirla a un montón de piedras inertes. Gracias a sus revelaciones, los asiáticos comenzaban a comprender que la fuerza de los egipcios no residía sólo en sus armas. Para vencer era preciso destruir sus edificios mágicos, que emitían una energía misteriosa y les permitían cambiar las más comprometidas situaciones.
Transformar Dachur en un campo de ruinas sería una brillante victoria. El faraón vería destruida la obra que destinaba a la eternidad. Sus certidumbres se convertirían en aflicción y temor.
—¿Respetamos a las mujeres y a los niños? —preguntó un terrorista.
—Cualquier debilidad nos llevaría al fracaso —respondió Ibcha—. Que el fuego del Anunciador destruya esos lugares impíos.
Los asiáticos estaban a punto de lanzarse sobre su presa cuando uno de ellos soltó un grito:
—¡Jefe, por allí corre un hombre!
—No malgastes una jabalina, está demasiado lejos.
—¡Otro por allá, con un asno! Huye.
—¡Al ataque! —ordenó Ibcha.
Sekari nunca había corrido tanto. Temía ser derribado de un momento a otro y seguía acelerando.
¡La entrada de la aldea de los constructores, por fin!
Sekari se topó con un artesano armado con un mazo.
—¿Dónde están los soldados?
—Han ido a socorrer a unos heridos en la ruta del Fayum.
—¡Avisad a todo el mundo, van a atacaros!
El cantero reaccionó con rapidez. Sus colegas tomaron sus herramientas y se dispusieron a combatir.
—Defendamos la pirámide —exigió Djehuty, asombrado porque, una vez más, había conseguido ponerse en pie—. Que las mujeres y los niños se encierren en su casa.
—Que el «Círculo de oro» nos proteja y nos dé la fuerza necesaria para luchar contra
isefet
—murmuró Sekari al oído del alcalde.
Sus manos se unieron por un breve instante.
—Iker traerá al ejército.
—¿Llegará a tiempo?
—Un escriba educado en la provincia de la Liebre no puede llegar tarde. Ponte a cubierto.
—Combatiré como los demás —declaró Djehuty—. Nuestra muerte no importa si salvamos la obra real.
Una primera jabalina hirió en el muslo a un artesano. Sekari replicó de inmediato lanzando un cincel de cobre, muy afilado, que se clavó en la garganta de un asiático.
El alcalde blandió su bastón.
—¡Al templo, rápido!
Agrupándose en el interior del edificio, los artesanos ya sólo dejaban un acceso posible al adversario. Obstruyeron la puerta con bloques contra los que se quebraron lanzas y flechas.
—Esos bandidos escalarán los muros —advirtió Sekari—, y no conseguiremos deshacernos de ellos. ¿Cuál es el lugar de más difícil acceso?
—La tumba real, pero me niego a profanarla. Defenderemos este lugar sagrado sin ceder.
—¡Cuidado, ahí llega uno!
El mazo lanzado por Sekari alcanzó en plena frente al asiático que había aparecido en lo alto del muro, entre dos columnas. Cayó hacia atrás y derribó al tipo que subía tras él.
Aquel fracaso sembró el desorden entre los hombres de Ibcha, inquietos ya ante la idea de invadir un templo y provocar el furor de las divinidades.
Sekari, en cambio, no se hacía muchas ilusiones. A pesar de su valor, los artesanos serían vencidos muy pronto.
Repentinamente, un poderoso rebuzno petrificó a los sitiados.
—¡Es… es la voz del dios Seth! —exclamó un escultor—. ¡Ayuda a los asaltantes!
—Al contrario —replicó Sekari—, nos da el poder necesario para vencerlos.
Ibcha degolló al herido, pues no debía dejar a sus espaldas a ningún combatiente que pudiera hablar.
—Sólo nos ha faltado un poco de tiempo —masculló al observar el regreso de los soldados, que Iker y
Viento del Norte
dirigían hacia Dachur.
Tras haber perdido a dos hombres, Ibcha prefería preservar el resto de su comando en vez de lanzarlo a un enfrentamiento mortífero del que no estaba seguro de salir vencedor.
Rabioso, disparó una flecha hacia la pirámide y dio orden de batirse en retirada.
Los egipcios se lanzaron tras los asiáticos, pero éstos llevaban demasiada ventaja.
El teniente se presentó ante Djehuty.
—Me han mentido. En la ruta del Fayum nadie necesitaba nuestra ayuda. Yo…
—Que un asiático te haya engañado podría tener excusa, pero has actuado sin mi autorización, violando las consignas de seguridad. Te destituyo de tus cargos y serás juzgado por el tribunal del visir. A la espera del nombramiento de un nuevo oficial, yo tomaré el mando de la tropa.
Djehuty se sentó. Iker le sirvió bebida.
—Has salvado la pirámide, hijo real.
—El mérito os corresponde, y también a Sekari. No olvidemos, tampoco, que el rebuzno de
Viento del Norte
nos ha ayudado poderosamente.
La paz del anochecer envolvía de nuevo Dachur, como si nada hubiera ocurrido. Pero las manos de Djehuty temblaban aún.
—Esos bárbaros se han atrevido a atacar un paraje sagrado. Ahora sabemos que no retrocederán ante nada y que cometerán los peores crímenes. ¿Quién puede ser su jefe, sino el demonio que intenta matar al árbol de vida?
—Esa chusma se enardece y sale de las tinieblas —añadió Sekari—. Lo que demuestra que se sienten capaces de pasar a la ofensiva. En Kahun, como aquí, estuvieron a punto de lograrlo. Debemos adoptar las medidas necesarias para prevenir los próximos atentados.
—¿Estáis seguro, realmente seguro? —preguntó el hijo real.
—¡Lamentablemente, sí! —confirmó el visir Khnum-Hotep al acabar su relato—. Sepi ha muerto.
Ni Sekari ni Iker pudieron contener las lágrimas.
El general, prudente, había salido siempre de las más peligrosas situaciones.
—¡Unos bandoleros nubios nunca hubieran conseguido hacer caer en la trampa a mi maestro e instructor! —estimó Sekari—. Por lo que se refiere a los demonios del desierto, los dominaba porque conocía las fórmulas capaces de inmovilizarlos o devolverlos a sus ardientes soledades. El asesino de Sepi es, forzosamente, el príncipe de las tinieblas.
—El mismo destructor que ataca al árbol de vida —supuso Iker.
Sekari apretó los puños.
—¡Tienes mil veces razón! Quería impedir que el general encontrara el oro sanador. Pero ¡eso significa que ese monstruo merodea por todas partes!
—Que el dolor no te engañe —recomendó el visir.
—Sepi me lo enseñó todo. Sin él, yo no existiría.
—¿Seguiste sus clases de jeroglíficos? —preguntó Iker.
—A mí me llevaba sobre el terreno. Tracé la escritura en la arena; viví los signos del poder sobre las peligrosas pistas, ante las bestias salvajes y los bandoleros de todo pelaje. No me perdonaba nada, pero me daba armas para defenderme.
El gran tesorero Senankh intentó consolar a su hermano del «Círculo de oro» de Abydos, pero sabía, al igual que él, que la ausencia de Sepi nunca podría colmarse.
—Iker y tú actuasteis bien en Dachur. El general se habría sentido orgulloso de vuestra intervención. De acuerdo con las exigencias de Djehuty, las medidas de seguridad se han reforzado considerablemente. En adelante, el paraje no tiene ya nada que temer.
—Dachur, tal vez, pero ¿y Menfis y las demás ciudades? —se rebeló Iker—. Los terroristas pueden atacar en cualquier lugar y en cualquier momento.
Ni el visir ni el gran tesorero contradijeron al muchacho.
—Hemos perdido a uno de nuestros pilares —dijo Sekari—. Mostrémonos dignos de él y prosigamos su obra donde la muerte cree haberla interrumpido.
El rostro de Sobek era francamente hostil.
—Lo siento, hijo real, pero me veo obligado a registrarte.
—Como quieras.
Dada la personalidad del visitante, el jefe de todas las policías del reino se encargó personalmente de la tarea.
—Puedes entrar.
Sobek abrió la puerta del despacho de Sesostris.
—Todo en orden, majestad. ¿Deseáis que me quede en la habitación?
—Retírate, Sobek.
En las rodillas del monarca, sentado con las piernas cruzadas y el busto muy erguido, había un papiro desenrollado.
Iker adoptó la misma postura, frente a él.
—Sobek me detesta.
—A su modo de ver, no has dado aún pruebas de tu inocencia y tu fidelidad a la corona.
—Ya lo convenceré.
—Eso forma parte de las misiones que se te han asignado, hijo mío.
—Mis resultados son escasos, majestad. Encontré la acacia de Neith, pero el árbol ha sido quemado. Descubrí el astillero donde se construyó
El rápido
, pero no obtuve la menor información sobre quién lo encargó. Finalmente, contribuí a impedir que los asiáticos se apoderaran de Kahun y de Dachur, pero no conseguí detener a los cabecillas principales, Bina e Ibcha.
—¿Qué piensas de ello?
—Considero a Ibcha un asesino sin escrúpulos. Llevará a cabo, estrictamente, las órdenes recibidas, aun a costa de su vida. Él atacó Dachur. No se lanzó a un combate de inciertos resultados, y esa actitud me preocupa. Ibcha preservó a sus hombres con vistas a futuras acciones.
—¿No será el cabecilla principal?
—En Kahun obedecía a Bina.
—¿Manda esa mujer al conjunto de los rebeldes?
—Implacable, colérica y astuta, es más bien su mentora, dotada de una formidable capacidad para dañar. Nada la desviará del objetivo que le ha fijado su guía: la conquista de Egipto para Asia.
—Semejante discurso merece atención —reconoció Sesostris—, pero los hechos no lo corroboran. A estas alturas no existe en la región sirio-palestina ningún jefe de clan capaz de llevar a cabo una ofensiva contra nosotros. Si así fuera, el general Nesmontu me lo habría advertido.
—¿Esa revuelta rastrera no se parecerá a un
ued
, majestad? Durante la mayor parte del año permanece seco, y luego llegan unas lluvias cuya abundancia lo transforma en devastador torrente. Bina e Ibcha, probablemente, se ocultan en Menfis, donde sus aliados se instalaron hace ya tiempo. Aquí, en la capital, piensan dar un golpe decisivo. Y sigue existiendo un enigma: el falso policía que intentó acabar conmigo. No era un asiático. ¿Quién lo enviaba, sino una facción egipcia, decidida sin duda a perjudicaros? Si esas fuerzas negativas se unen, el adversario resultará temible. ¿Acaso no han demostrado su eficacia asesinando al general Sepi?
Sesostris estaba de acuerdo con el análisis de Iker. Ninguno de los dramas recientes era fruto de la casualidad. Un profundo vínculo los unía con la muerte del árbol de vida.
—Sean cuales sean las pruebas, Iker, estaré siempre a tu lado para ayudarte a cumplir un destino que aún ignoras.
El muchacho se quedó atónito.
El rey acababa de enunciar, al pie de la letra, el último mensaje que el viejo escriba de Medamud había dirigido a su discípulo.
—Majestad, yo…
—Descansa un poco. La tensión excesiva no favorece la lucidez.
Nariz-de-Trompeta superaba los veinte años de servicio. Policía ejemplar, detestaba la brutalidad y aplicaba las consignas con rigor pero con humanidad. Aunque admiraba a Sobek, lo consideraba a veces demasiado severo. ¿No era ser amado por los menfítas tan importante como que a uno lo temieran? Nariz-de-Trompeta resolvía numerosos conflictos de orden doméstico y no encarcelaba a los jaraneros algo ebrios. El mismo, a veces, se abandonaba sin tener la impresión de poner en peligro al reino.
Las últimas órdenes recibidas no le gustaban. Estaba encargado de uno de los accesos de la ciudad, y debía registrar e interrogar a quienes desearan entrar en ella. A la menor sospecha: detención, apertura de expediente y encarcelamiento. Esas trabas a la libertad de circulación disgustaban a la población y complicaban la cotidianidad, por eso Nariz-de-Trompeta, al igual que sus homólogos, no cometía ningún exceso de celo. Se limitaba a saludar a las personas conocidas y a los comerciantes, y molestaba a un mínimo de individuos de sospechosa apariencia.
La hermosa morena que se presentó acompañada por un barbudo de grandes brazos nada tenía de sospechosa, pero tuvo ganas de decirle unas palabras.
—Tú, ¿cómo te llamas?
—Agua-fresca, comandante.
—¿Es tu marido?
—Sí, comandante.
—Nunca os había visto por aquí. ¿De dónde venís?
—Del Delta.
—¿Qué pensáis hacer en Menfis?
—Mi marido está muy enfermo. Nos han dicho que aquí había excelentes médicos. Tal vez lo curen.
—¿Dónde os alojaréis?
—En casa de mi abuelo, un fabricante de sandalias.
Nariz-de-Trompeta debería haber sometido a los dos viajeros a un intenso interrogatorio, pero el hombre parecía estar tan mal de salud que no tuvo la crueldad de insistir. Además, la mujer, con su hermoso palmito, en nada parecía una terrorista ávida de sangre.