—El capitán me ha prohibido que abandone mi puesto y…
—Yo te cubro.
—Bueno, vamos allá.
Los dos hombres se dirigieron rápidamente hacia el canal.
Oculta por la vegetación había una embarcación de buen tamaño, con una cabina central.
—¿Estáis ahí, Rechi? —preguntó el soldado con voz fuerte.
Importunadas, unas aves blancas y negras emprendieron el vuelo.
—Es curioso, no responde. Espero que no le haya pasado nada. Vayamos a ver.
A popa se veían dos arpones utilizados para la caza del hipopótamo.
Cuando Iker empujó la puerta de la cabina, presintió el ataque.
Tratando de evitar que lo dejaran sin sentido, recibió sin embargo un golpe en el hombro y se derrumbó.
—¡Un hurón en exceso curioso! —exclamó Rechi, cogiendo un arpón.
A pesar del dolor, Iker rodó sobre sí mismo para evitar la punta del arma, que se clavó en cubierta, a una pulgada de su cabeza.
Rechi se disponía a golpear de nuevo, con el segundo arpón esta vez, cuando un violento rodillazo en los riñones lo detuvo. Una llave en el brazo lo obligó a soltar el arma y un golpe en la garganta, con el canto de una mano, le privó de aire hasta hacerlo perder el conocimiento.
—Ese cobarde no sabe combatir —advirtió Sekari—. ¿Cómo te sientes, Iker?
—Sólo será un hematoma. Despertémoslo.
Sekari hundió en el canal la cabeza del capitán.
—¡No me matéis! —imploró.
—Eso dependerá de tus respuestas. Sabemos que eres el traidor comprado por Bina, la asiática.
—Nuestra causa triunfará, estamos oprimidos y…
—Tu discurso no nos interesa, y vuestra conspiración ha fracasado. ¿Adonde han ido tus cómplices?
—Debo callar…
Sekari volvió a sumergirle la cabeza en el agua y la dejó así un buen rato. Cuando volvió a sacarla, a Rechi le costó recuperar el aliento.
—Estoy perdiendo la paciencia. O hablas o acabarás en ese canal tu miserable existencia.
El capitán no tomó a la ligera las amenazas de Sekari.
—Los asiáticos se han separado en dos grupos. El primero ha tomado la pista que lleva al gran lago, el otro ha embarcado hacia Menfis.
—¿Para reunirse con quién? —preguntó Iker.
—Lo ignoro.
—¿Otro chapuzón? —sugirió Sekari.
—¡No, piedad! ¡Os juro que os he dicho todo cuanto
sé!
—Llevémoslo a Kahun —ordenó el escriba.
El alcalde, agitado y envejecido, recuperaba poco a poco el ánimo. Eliminados los sediciosos y desaparecidas las huellas del combate, Kahun volvía a ser una ciudad tranquila y coqueta.
—Nunca podría haber imaginado semejante tragedia —le confesó a Iker.
—Los terroristas contaban con nuestra imprevisión —estimó Iker—, y están muy lejos de haber sido aniquilados.
—Antes de marcharte, asiste a la fiesta de Sokaris —solicitó el alcalde—. Así tendré tiempo de reunir las informaciones que necesitas.
Iker recordaba que el nombre de aquel dios misterioso figuraba en el canto de los hombres que llevaban la silla de manos: «La vida es renovada por Sokaris.»
Como sacerdote temporal de Anubis, se integró en el equipo que llevó procesionalmente la extraordinaria barca de Sokaris, que encarnaba la fuerza de las profundidades que conduce el alma de los justos por el camino de la resurrección. A proa, una cabeza de antílope, animal de Seth, cuya capacidad de destrucción había sido dominada, sacrificada y, luego, utilizada en favor de la armonía. En las proximidades, un pez encargado de guiar al dios de la luz por las tinieblas de los abismos, y las golondrinas llegadas del más allá. En el centro de la barca, la cabina simbolizaba el cerro primordial donde se manifestó la vida en la «primera vez», revitalizado todos los días. De ella salía una cabeza de halcón, afirmación del poder real y de la victoria de la claridad celestial sobre la oscuridad del caos.
—¿Está Sokaris vinculado a Osiris? —preguntó Iker al ritualista que dirigió la ceremonia en el santuario del segundo de los Sesostris.
—Esta barca aleja a sus enemigos. A Osiris le ofrece un lugar de mutación y de alimento. Por eso, tras la ceremonia, será transportada a Abydos.
Abydos… El paraje sagrado no dejaba de poblar los pensamientos de Iker. ¿Acaso su nueva función no le permitiría, en un porvenir más o menos lejano, ser admitido allí y poder ver de nuevo a Isis? Recogido, el muchacho participó con fervor en la entrada en el templo, oculto a las miradas profanas. ¿Le concedería Sokaris la ayuda que necesitaba?
—Sobre Cuchillo-afilado y Ojo-de-Tortuga no queda ya duda alguna —declaró el alcalde—. Pertenecieron efectivamente a la marina mercante, pero fueron expulsados de ella por robo. Cuando se enrolaron en
El rápido
, actuaban ya al margen de la ley. Sus colegas, incluido el capitán, probablemente no valían mucho más.
—A barco fantasma, tripulación fantasma —concluyó Iker—. ¿Y la lista de los astilleros?
—He enviado a algunos investigadores para que interrogaran a los responsables y a los artesanos de los astilleros activos hoy en el Fayum. Ninguna anomalía. En cambio, no dispongo de información alguna sobre un lugar que se cerró el año pasado, junto al gran lago.
—¡Es uno de los destinos de los fugitivos!
—Si deseas ir personalmente allí, te proporcionaré una escolta. Suponía que el lugar era apacible, pero tras los acontecimientos…
—Que un mensajero salga de inmediato hacia Menfis, para que su majestad sea avisada del drama de Kahun en el plazo más breve posible.
Iker dudaba de que los asiáticos fueran interceptados antes de llegar a sus cubiles, preparados sin duda desde hacía mucho tiempo. Sobek el Protector debería desmantelar las organizaciones subterráneas, cuyo número y magnitud seguían siendo desconocidos. ¿Proseguiría el enemigo, en Menfis, lo que había emprendido en Kahun?
Con su pequeño equipo de prospectores y policías del desierto, el general Sepi acababa de penetrar en Nubia tras haber explorado los parajes desérticos situados a uno y otro lado del valle del Nilo.
Gracias a los mapas proporcionados por las provincias no se había extraviado. En los lugares de explotación del oro, casi todos abandonados, el general había tomado algunas muestras que uno de sus subordinados entregaba al gran tesorero Senankh, de camino hacia Menfis.
La región parecía segura. Sin embargo, los especialistas se mostraban reacios a proseguir hacia el sur.
—¿Qué temes? —preguntó Sepi al teniente—. ¿Acaso no has recorrido cien veces esta región?
—Sí, pero no me fío de las tribus nubias.
—¿Piensas que no somos capaces de meter en cintura a unos pocos bandidos?
—Los nubios son poderosos guerreros, de legendaria crueldad. Necesitaríamos algunos refuerzos.
—Imposible, nos verían desde lejos. He recibido la orden de pasar desapercibido. ¿Qué tipo de enemigo esperáis, concretamente?
—Ya veremos.
—Un monstruo del desierto… ¿Es eso?
—-Si se manifiesta, dispongo de las fórmulas adecuadas para dejarlo clavado.
Sepi no era un fanfarrón, por lo que el teniente se sintió tranquilizado.
—¿Por qué en Elefantina no han advertido al faraón de los desórdenes que provocan esos nubios? —preguntó el general.
—Cuando la provincia se consideraba independiente, adoptó malas costumbres, y modificarlas requerirá tiempo.
En cuanto regresara al valle del Nilo, Sepi resolvería el problema sin miramientos. Aunque la gran provincia del sur se hubiera unido a Sesostris, su comportamiento seguía siendo poco satisfactorio.
El pequeño cuerpo expedicionario tomó la pista que recorría el uadi Allaki, hacia el este. Por desgracia, el mapa de Sepi no se adecuaba ya a la realidad del terreno.
El teniente, asombrado, no reconocía el lugar.
—Los vientos desplazan las dunas —recordó—, y las violentas tormentas alimentan los ueds, cuyo curso se modifica. Pero es muy extraño, se diría que unas manos gigantescas han movido las rocas. Será mejor dar marcha atrás.
—Al contrario —opinó Sepi—, no desdeñemos semejante señal. Iremos tan lejos como nos lo permitan nuestras reservas de agua. Tal vez encontremos un pozo.
Al cabo de tres días de marcha divisaron unos edificios de piedra seca que señalaban el emplazamiento de una explotación minera.
Un técnico penetró en una estrecha galería con la esperanza de que contuviera aún filones explotables. Apenas había avanzado cuando el techo se derrumbó.
Sus compañeros intentaron liberarlo en seguida, pero tras varias horas de esfuerzos sólo sacaron un cadáver. Otras entradas de galerías parecían también accesibles, pero Sepi decidió no correr riesgo alguno. Cogió una gran piedra y la lanzó al interior de un pasadizo descendente.
Unos segundos más tarde se oyó un gran estruendo. También aquel techo se había derrumbado.
—La mina entera es una trampa —concluyó el general.
—Volvamos a Egipto —recomendó el teniente.
—Quieren obligarnos a renunciar. Pero el enemigo no me conoce.
—¡Más allá de este lugar no hay nada!
—Tú te quedarás aquí con el equipo; yo, junto con un voluntario, proseguiré. Si descubrimos otro yacimiento, volveremos a buscaros.
Robusto y atezado, el voluntario lamentaba su decisión. Sin embargo, ya hacía mucho tiempo que recorría las pistas del desierto. El calor, la ardiente arena, los ojos inflamados, los espejismos, los insectos… Nada de qué asustarse. Pero respiraba mal. El viento se levantaba de pronto, azotaba la piel y, luego, desaparecía con la misma rapidez, dando paso a un sol devorador. Algunas pulgas le torturaban las pantorrillas, y era la tercera víbora cornuda, muy agresiva, que ahuyentaba tirándole piedras.
—Dejémoslo, general.
—Un esfuerzo más, soldado.
—Esto es el infierno. Aquí sólo hay arena, reptiles y escorpiones, pero ni rastro de oro.
—Yo no lo creo así.
El voluntario se preguntaba de dónde sacaba Sepi tanta energía. Paso a paso, lo siguió.
De pronto, una aparición.
Un hombre de gran talla, con barba y la cabeza cubierta por un turbante.
Sepi se acercó, intrigado.
—¿Quién eres?
—Soy el Anunciador y sabía que te atreverías a llegar hasta aquí, general Sepi. Inútil hazaña, condenada al olvido. Y ahora debes morir.
Sepi blandió su espada y se arrojó sobre el extraño personaje. Creyó poder hundirle la hoja en el vientre, pero unas garras de halcón se clavaron en su brazo y lo obligaron a soltar el arma.
Rozando al voluntario, petrificado, unos monstruos brotaron de ninguna parte. Un enorme león, un antílope con un cuerno en la frente y un grifo se abalanzaron sobre el infortunado general, que fue derribado y desgarrado.
El soldado intentó huir, pero una poderosa mano lo arrojó al suelo.
—A ti te concedo la vida, así podrás contar lo que has visto.
—El pobre muchacho está completamente desquiciado —advirtió el teniente—. El sol le ha calcinado el cerebro.
—¡Los monstruos del desierto existen! —objetó un prospector.
—Pienso más bien en un ataque de los nubios. Aterrorizado, ha abandonado al general Sepi. Deserción… Si no estuviera en ese estado, este asunto le supondría una dura condena.
—Tiene el cuerpo quemado casi por completo, está viviendo sus últimos momentos. Llegar hasta aquí le ha exigido un increíble valor. Recordadlo, teniente: ¡también vos teméis a esos monstruos!
—Tal vez, tal vez… En todo caso, no podemos abandonar en el desierto el cadáver del general Sepi, suponiendo que, en efecto, haya muerto.
—¿No estaréis insinuando que vamos a ir a buscarlo?
—Si volvemos sin el general, y sin poder explicar lo que ha ocurrido, tendremos muchísimos problemas.
El prospector reconoció que el teniente tenía razón. Pero la idea de enfrentarse con las terribles criaturas que destrozaban los huesos de los humanos y bebían su sangre lo hacía temblar.
—Iremos todos —decidió el oficial.
El grupito no tuvo ningún mal encuentro.
Descubrió el cadáver de Sepi en un estado espantoso, lacerado por anchas garras. Sólo su rostro no había sufrido.
—Excavemos una tumba a la entrada del uadi Allaki —ordenó el teniente, conmovido—, y cubrámosla de piedras para que las bestias salvajes no devoren sus despojos.
En cuanto recibió las muestras de oro que llevaba el emisario de Sepi, el gran tesorero Senankh se dirigió a casa del visir Khnum-Hotep. Dejándolo todo, ambos dignatarios solicitaron audiencia al rey.
—Convocad a Sehotep y a Djehuty —exigió el faraón—. Avisaré a la reina y saldremos todos hacia Abydos. En nuestra ausencia, Sobek el Protector se encargará de la seguridad de Menfis. ¿Dónde se encuentra actualmente el general Sepi?
—En Nubia —respondió Senankh—. Pronto tendremos noticias suyas.
—Comprobemos de inmediato el valor de estas muestras.
—¿No tendría que seguir en mi puesto, majestad? —sugirió el visir.
—Ha llegado el momento de ampliar el «Círculo de oro» de Abydos —reveló Sesostris—. Bajo la protección de Osiris y en su territorio, Djehuty y tú viviréis su ritual. Eso aumentará más aún el peso de vuestras responsabilidades, pero fortalecerá nuestra coherencia ante la adversidad.
De acuerdo con las recomendaciones de Sobek, cuyo pesimismo y desconfianza no dejaban de aumentar, cada uno de los ilustres viajeros tomó su propio barco, escoltado por dos navíos de la policía fluvial. Sin embargo, a pesar de las protestas del Protector, el faraón insistió en ponerse a la cabeza de la flotilla.
En cuanto llegaron a Abydos, el paraje quedó por completo cercado. Ninguno de los temporales que acudieron a trabajar durante el día fue admitido.
Acompañado por las sacerdotisas y los sacerdotes permanentes, el Calvo se inclinó ante el faraón. El ritualista encargado de velar por la integridad del gran cuerpo de Osiris despojó a los recién llegados de sus objetos metálicos.
Bega, por su parte, se preguntaba por los motivos de la presencia en Abydos del faraón, la gran esposa real, el visir y los más altos personajes del Estado. Sin duda se había producido un acontecimiento excepcional que justificaba tan espectacular desplazamiento.
—Majestad, la barca de Osiris se ha detenido y no circula ya por los universos donde recoge las energías necesarias para la resurrección —declaró el Calvo—. Pero el árbol de vida sigue resistiendo aún el maleficio.