La conspiración del mal (35 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

—Tu última hipótesis es una grave acusación.

—Perdonadme, majestad, pero no puedo olvidar que ese muchacho intentó asesinaros.

—Te equivocas, Sobek. Iker no quería matarme a mí, sino a un tirano criminal y sanguinario, decidido a arrebatarle la vida y a sumir al pueblo egipcio en la desesperación. Un maestro de las tinieblas, que actuaba a través de otras personas, manipuló al joven escriba. Yo sabía que Iker iba a venir aquella noche. Tras haberlo visto, durante una fiesta campesina, sabía también que su corazón es grande y recto. Gracias a Sekari fui informado de las peripecias que jalonaron su camino hacia palacio.

Las explicaciones del monarca hicieron dudar al Protector.

—¡Corristeis un riesgo enorme, majestad!

—Ningún razonamiento podría haber convencido a Iker de que renunciara a hacer justicia. Sólo una entrevista podía desgarrar el velo que lo cegaba.

—De modo que realmente confiáis en él…

—El título que lleva no es sólo honorífico, pues sus deberes serán numerosos y abrumadores. Muchas pruebas se anuncian y, sea cual sea el afecto que yo sienta por Iker, no tendré derecho a tratarlo con miramientos.

—Si comprendo bien, preferís mi primera hipótesis.

—Por desgracia, sí.

—¡Lo que implica me parece terrible! Los terroristas gozan, forzosamente, de cómplices entre la población egipcia. Tienen alojamientos seguros y una organización infalible, en la que ninguno de mis informadores ha conseguido introducirse hasta el momento. Y, más asombroso aún, el silencio. Nadie habla, nadie se felicita por desafiar a las autoridades.

—He aquí la prueba de que todos los miembros de la organización tienen miedo; miedo de un jefe supremo que no vacilará en acabar con quien no sujete su lengua. Ese monstruo utilizaba a Iker, y forzosamente lo encontrará en su camino.

—¿Por qué el hijo real no ha regresado a Menfis?

—Porque tú velas sobre la capital y él sigue otra pista. Kahun no teme ya nada, pero probablemente una parte de los asiáticos no ha salido del Fayum. Iker debe descubrir por qué.

40

Precedido por
Viento del Norte
, Iker se dirigía hacia el gran lago
(21)
. Pese a las objeciones de Sekari, que lo seguía a bastante distancia y, como un perro de guardia, mantenía en alerta todos sus sentidos, el joven escriba quería explorar aquella pista.

Iker, tranquilizado sobre la suerte de Kahun, sabía que el alcalde no se mostraría ya tan ingenuo y velaría con firmeza por la suerte de su ciudad. En cambio, se preguntaba por qué parte de los asiáticos había huido hacia aquel lago.

Provisto del amuleto que representaba el cetro Potencia, dotado de la rápida fuerza del cocodrilo y armado con el cuchillo de un genio guardián que le había ofrecido Sesostris, el hijo real no temía el peligro.

Su única debilidad era pensar demasiado a menudo en Isis.

Estúpido, tímido, inconsistente, había sido incapaz de confesarle sus sentimientos. Y su nuevo estatuto, inesperado, sin embargo, no le procuraba ventaja alguna. A la muchacha le traía sin cuidado su título, pues sólo se interesaba por Abydos.

¡Había soñado tanto con aquel encuentro, había ensayado tanto sus palabras y su actitud! Resultado: ¡un lamentable fracaso! No conseguía olvidar a Isis, al contrario. Haber estado tan cerca de ella, haber podido hablarle, mirarla, respirar su perfume, oír su voz, admirar su porte… ¡Tanta felicidad y tan fugaz, lamentablemente!

La aparición de dos mocetones que blandían unos garrotes lo devolvió a la brutal realidad.

El asno se detuvo y arañó el suelo. Ante esta señal, Iker comprendió que se trataba de un mal encuentro.

Los dos hombres avanzaron. Barbudo el uno, lampiño el otro.

—Zona prohibida —dijo el de la barba—. ¿Qué estás buscando?

—Un astillero abandonado.

Los fortachones parecieron intrigados.

—Un astillero… No lo conocemos. ¿Quién te envía?

—El alcalde de Kahun. Estoy confeccionando un mapa del lugar, con indicaciones de los establecimientos públicos.

—El problema es que nos han encargado que impidamos el paso.

—¿Por orden de quién?

El barbudo vaciló.

—Pre… precisamente del alcalde de Kahun.

—En ese caso, se acabó el problema. En mi informe indicaré que habéis respetado escrupulosamente sus consignas.

—De todos modos, no podemos autorizarte a pasar. Las órdenes son órdenes.

—¿Y sólo sois dos para vigilar las riberas del lago?

La pregunta hizo enmudecer a los dos guardianes.

—Daré marcha atrás —concedió Iker—, pero tomaré otro itinerario. Además, vuestra guardia no tardará en terminar, pues unos soldados llegados de Kahun inspeccionarán muy pronto la región.

—Ah… ¿Qué sucede?

—El alcalde debe comprobar que unos asiáticos huidos no se ocultan en estos parajes.

Los dedos de la mano derecha del lampiño se crisparon en la empuñadura de su garrote.

Con el cuello tenso,
Viento del Norte
miraba al barbudo.

—Eso supera nuestras competencias —estimó—. Regresaremos a nuestro puesto y esperaremos refuerzos.

—Sobre lo del astillero, ¿quién podría informarme?

—No tengo ni la menor idea. En cualquier caso, no se encuentra por aquí.

—Así pues, me dirigiré en dirección opuesta.

Iker se alejó lentamente, sintiendo clavada en él la mirada poco amistosa de los dos fortachones.

Cuando estuvo fuera de su vista, Sekari se reunió con

él.

—Han salido corriendo como liebres —le dijo—. He temido que te apalearan.

—Sus explicaciones eran absurdas —afirmó Iker—. Son cómplices de los asiáticos. De hecho, montaban guardia y han ido a avisar a su jefe.

—El lugar no parece seguro. Será mejor que nos larguemos de aquí.

—Al contrario, ¡estamos llegando al final!
Viento del Norte
seguirá fácilmente su rastro.

—Nuestro ejército se reduce a dos combatientes.

—Te olvidas de mi asno.

—Tres contra una pandilla armada, ¿no es muy poco?

—Bastará con ser prudente.

Sekari conocía la obstinación de Iker, por lo que no insistió.

—Sobre todo, avancemos lentamente.

—En caso de peligro,
Viento del Norte
nos avisará.

El azul de las aguas del gran lago, tan brillante como el del cielo, los dejó maravillados. En la orilla, unos pescadores descansaban mientras degustaban un pescado asado. Amablemente, invitaron a Iker a compartir su comida. Tras un largo período de observación, Sekari se unió también a ellos.

Mientras comían, hablaron de su técnica y de la inteligencia de algunos peces.

—¿No habrá por aquí un astillero?

—Extraña historia —respondió un pescador—. Había uno, efectivamente, a unos cien pasos. En él se fabricaban embarcaciones de buen tamaño. Un día llegó un carpintero que merecía su nombre: ¡Cepillo! Lo acompañaban algunos obreros muy poco amables. Y a partir de entonces se prohibió el acceso al astillero. Modelaban unas piezas enormes, como si construyeran un navío de alta mar. Luego las trasladaron, sin duda para montarlas en otra parte. Poco después se produjo un incendio. Yo mismo vi a Cepillo prendiéndole fuego a una rama. Posteriormente, el astillero fue abandonado.

Iker acababa de encontrar el lugar donde había sido construido
El rápido
. Lamentablemente, ese descubrimiento no le procuraba información alguna sobre la identidad del comanditario. Aunque Cepillo hubiera desempeñado un importante papel, no pagaba a los artesanos.

—¿No habréis visto a una pandilla de asiáticos vagando por los alrededores? —preguntó Sekari—. Nos han robado material y nos gustaría decirles cuatro cosas.

—Por ese lado del lago no hemos visto nada. Tal vez se hayan ocultado junto al templo de las grandes piedras. Allí nadie los molestará.

—¿Por qué razón?

—Porque el lugar está embrujado. Antaño, algunos sacerdotes, unos treinta policías y sus familias vivían allí, y los obreros trabajaban en una mina cercana. El santuario era el punto de llegada de caravanas procedentes de los oasis de Baharia y Siwa. De allí parte una ruta que conduce hasta Licht y Dachur. Los demonios expulsaron a todo el mundo.

Iker y Sekari se miraron.

—Nos gustaría examinar de cerca el santuario.

—Ni lo soñéis. Quienes se han aventurado por esos parajes en estos últimos tiempos no han regresado.

—¿Cuál es el mejor camino de acceso?

—Habría que cruzar el lago para llegar al embarcadero, pero…

—Si nos lleváis, le pediré al alcalde de Kahun que os entregue unas barcas nuevas —propuso Iker.

—¿Co… conoces al alcalde?

—Soy hijo real y escriba de palacio.

La travesía supuso un nuevo hechizo. Aunque algo nervioso, el pescador maniobraba con agilidad. Su embarcación se deslizaba sobre el agua fácilmente, y
Viento del Norte
, bien plantado sobre sus patas, disfrutaba de la brisa. Iker y Sekari, apreciando aquel momento de comunión con el cielo, el aire y el lago, no dejaban de mirar fijamente la orilla.

Nadie.

El lugar parecía desierto.

—Atracaré, desembarcaréis a toda prisa y volveré a partir —declaró el pescador, cuyas manos temblaban.

Una magnífica calzada enlosada llevaba hasta el templo
(22)
, cercano a la ribera norte del gran lago. Centinela en el lindero del desierto, protegido por una muralla, precedido por un patio y flanqueado por construcciones anexas, el edificio se había levantado con enormes bloques de gres, tallados oblicuamente, que recordaban los que utilizaron los constructores de la IV dinastía en Gizeh.

En el lado sur, una estrecha puerta daba acceso a la única sala interior, especie de corredor bastante ancho en el que desembocaban siete capillas, hornacinas verticales cubiertas por un techo.

Viento del Norte
permanecería en el exterior, y avisaría a ambos hombres en caso de peligro.

—Todo ha sido saqueado —comprobó Sekari—. Los culpables han hecho creer que el lugar estaba endemoniado para evitar que se descubriera su fechoría.

Ni escenas ni inscripciones. El templo parecía un relicario donde se celebrara el poder del número Siete, expresión del misterio de la vida. No quedaba ya objeto ritual alguno, pero Iker encontró algunas piezas de alfarería y diversas estelas.

—Aquí ha dormido alguien —advirtió.

A la derecha de la entrada, el muro exterior intrigó a Sekari. Tomó un estrecho paso, excavado en el grosor de la construcción. A un extremo, un agujero permitía espiar las idas y venidas. En el suelo, una túnica multicolor y unas sandalias negras.

Se las mostró a Iker.

—Objetos asiáticos. Aquí había un centinela, y sus cómplices se ocultaban en el interior del templo. Pero ¿adonde han ido?

Los dos compañeros registraron los anexos, donde encontraron otras huellas de la presencia de los intrusos.

—Sigamos la ruta enlosada —recomendó Iker—. Nos llevará a las viviendas de los mineros y los policías.

—Probablemente, los asiáticos se han instalado allí; no corramos riesgo alguno, pues. Yo estoy acostumbrado a pasar desapercibido; tú espérame aquí. Si
Viento del Norte
se manifiesta, volveré.

Sekari no fanfarroneaba. Fuera cual fuese el medio natural sabía desplazarse sin hacer ruido ni llamar la atención de los mejores centinelas. Su experiencia lo salvó, pues un asiático vigilaba la ruta que desembocaba en el paraje que incluía las casas de los canteros, dispuestas de modo geométrico, y las de los policías, divididas en cuatro barrios que albergaban unas treinta viviendas.

Un barbudo de gruesos brazos arengaba a unos hombres bien armados. Sekari no oía el discurso, pero no podía acercarse más.

Regresó al templo.

—He encontrado a los fugitivos —anunció a Iker—. No hay ya canteros ni policías. ¿Cuáles son las intenciones de los asiáticos? O se dirigen a Libia por el desierto o proyectan algún golpe bajo.

—¿Hay algún puesto de observación donde podamos ocultarnos?

—El tejado del santuario me parece perfecto. Si los enemigos hacen algún movimiento, los veremos, Por lo que se refiere a atacar, siendo dos, ni lo sueñes. Ignoro su número exacto, pero van armados con lanzas, espadas y arcos.

—Se trata de un pequeño ejército, por lo que forzosamente se preparan para una ofensiva.

—¡No contra Kahun, sin duda! Esta vez, el alcalde no se dejaría sorprender.

—Tenemos que descubrir su objetivo —afirmó Iker.

—Mientras tanto, ve a dormir. Te despertaré para tu guardia.

—Sekari… ¿Por qué me has hablado del «Círculo de oro» de Abydos?

—No lo sé…

—Estás iniciado en sus misterios, ¿no es cierto?

—¿Cómo un patán como yo podría ser admitido en esa cofradía? Mi honor consiste en servir al faraón lo mejor posible. Dejo los secretos para los demás.

La espera no fue muy larga.

Al amanecer, una columna de asiáticos salió de su campamento. Iker reconoció a su jefe, Ibcha, con su espesa barba y sus gruesos brazos, pero no descubrió a Bina. ¿Habría ido a Menfis con el otro grupo?

Sekari abrió los ojos.

—¿Se marchan todos?

—Tengo esa impresión.

Minutos más tarde la duda desapareció: los terroristas abandonaban su madriguera del Fayum. La elección de su itinerario proporcionaría una información decisiva. El desierto supondría la huida. La pista del este, una estrategia de ataque.

—La pista del este —advirtió Sekari, inquieto.

—Sigámoslos —exigió Iker.

41

El general Nesmontu detestaba la ciudad de Siquem y también a los cananeos. Si hubiera podido mandar más al norte a toda la población y transformar la región en reserva natural, habría obtenido una tranquilidad ilusoria, pues el viejo soldado no se engañaba: la calma impuesta era sólo aparente. Cada familia tenía uno o varios disidentes que soñaban con exterminar a los egipcios.

Por décima vez intentaba poner en marcha un gobierno local encargado de administrar la ciudad y las aldeas de los alrededores. Pero en cuanto un cananeo disponía de un espacio de poder, por mínimo que fuera, pensaba de inmediato en instalar su propio sistema de corrupción, sin importarle en absoluto el bienestar de sus compatriotas. En cuanto tenía pruebas de una malversación, Nesmontu encarcelaba al culpable y elegía a un nuevo responsable, que muy pronto resultaba ser tan deshonesto como el precedente. El general debía contar también con los innumerables clanes que estaban constantemente en conflicto para obtener las máximas ventajas del protectorado.

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