—Mi informador no hizo demasiadas preguntas, pues advirtió que el charlatán lamentaba haber ido demasiado lejos. Pero por fin tenemos un eslabón de la cadena. Romperlo sería estúpido; utilicémoslo para ir ascendiendo por la jerarquía. Retiraré mi peón del juego; necesito, pues, un hombre nuevo y lo bastante creíble para que el peluquero le diga algo más.
—¿En quién estás pensando?
—Me siento desconcertado, majestad. Ese tipo de malhechores identifican instintivamente a un policía, por muy experto que éste sea. Además, nuestra operación debe llevarse a cabo en el mayor secreto, lo que excluye a un dignatario de la corte.
—Así pues, no queda más que un candidato: Iker. Sigue siendo un desconocido en Menfis.
—Iker, el hijo real…
—Si no me equivoco, ésta es la prueba que tanto estabas esperando.
—Hermosos cabellos, sanos y espesos, muchacho. ¿Qué deseas: la cabeza afeitada, un corte a la moda, ondulaciones?
—Que los dejes cortos, sencillamente.
—Siéntate en ese taburete de tres patas —indicó el peluquero—, y mantén recto el busto.
Sobre una mesa baja estaba dispuesto el material del fornido y simpático artesano: varias navajas de afeitar, de distintos tamaños, pinzas para ondular, tijeras y un bol que contenía agua con natrón.
Iker era el primer cliente de la mañana. Los demás esperarían, prolongando su noche, jugando a los dados o chismorreando un poco.
—Tus cabellos están limpios y no necesito lavarlos. ¿Eres nuevo en el barrio?
—Soy escriba y vengo del sur. He oído decir que aquí, en Menfis, un escribano público se gana bien la vida.
—Con el número de reclamaciones que hay dirigidas a la administración no te faltará de nada.
—¿No desea el visir facilitar el día a día de los más humildes?
—Eso es lo que dice, pero nadie cree en los espejismos.
—Yo creo que tiene las manos atadas.
—¿Por qué dices eso, muchacho?
—Porque nadie puede oponerse a la voluntad de un tirano.
La navaja quedó unos segundos suspendida en el aire.
—No estarás hablando de…
—No es necesario que pronuncie su nombre, ya sabes a quién me refiero. No todos somos corderos baladores, y sabemos muy bien que sólo la revuelta nos devolverá la libertad.
—¡Habla en voz más baja! Palabras como ésas podrían llevarte a la cárcel.
—Otros me sustituirían. Ya escapé de la policía durante la matanza de Kahun.
—¿Estabas allí?
—Ayudé a mis amigos llegados de Asia. Esperábamos apoderarnos del ayuntamiento, pero fuimos traicionados. Yo conseguí escapar. Lamentablemente, muchos de los nuestros cayeron. Los egipcios lo pagarán.
—¿Te buscan, acaso?
—Sobek el Protector sueña con capturarme —confesó Iker—. Y a mí me gustaría encontrar a la joven asiática que estuvo a punto de llevarnos a la victoria. Pero supongo que murió…
—¿Cuál es su nombre?
—Si está viva aún, la pondría en peligro al revelártelo. Tú eres un pobre peluquero y sufres la tiranía como la mayoría de la gente.
—Te equivocas, muchacho. También yo lucho, a mi modo.
—¿Realmente tienes ganas de combatir al déspota?
—¡Y no te he esperado para empezar! Tu joven asiática se llama Bina.
Iker pareció pasmado.
—¿La… la conoces?
El peluquero se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Está viva, entonces?
—Afortunadamente para nosotros.
—¿Dónde puedo encontrarla?
—Me pides demasiado.
—¡Sin Bina estoy perdido! Antes o después seré detenido. A su lado puedo ser útil aún.
—Yo no sé casi nada. En cambio, conozco a alguien que tal vez pueda informarte: el fabricante de maquillaje que hay al fondo de la calleja, enfrente. Dile que vas de mi parte.
El consejo, presidido por el rey, escuchó el detallado informe de Iker.
—Sin duda es una trampa —estimó Sehotep—. Es inútil seguir adelante.
—Al contrario —objetó Sobek—. ¿Por qué no hemos conseguido descubrir la organización de los asiáticos implantada en Menfis? Pues porque están perfectamente aislados unos de otros. El peluquero se mantiene en su papel, es uno de los múltiples peones sin importancia. Pero Iker se ha ganado su confianza y eso le permite seguir tirando del hilo.
—Comparto el análisis —aprobó Senankh.
—¿Y si el peluquero fuera sólo una trampa? —sugirió el visir.
—Iker no tiene el aspecto ni la forma de actuar de un policía —declaró Sobek—. El peluquero y él han dado, cada uno por su parte, un paso hacia el otro, mencionando Kahun y a Bina. De modo que no hay peligro alguno en proseguir esta infiltración.
—¿Qué decides, Iker? —preguntó el rey.
—Continúo, majestad.
El fabricante de maquillaje abastecía a los principales médicos de la ciudad. Combinando sustancias
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como la galena —sulfuro de plomo—, la cerusa —carbonato de plomo—, la pirolusita —bióxido de manganeso—, la crisocola —silicato de cobre hidratado— y la malaquita obtenía notables productos de belleza. Pero no se limitaba a eso y creaba, también, productos de síntesis, como la fosgenita y la laurionita. Añadía a sus maquillajes virtudes terapéuticas que permitían prevenir o cuidar el tracoma, el leucoma y la conjuntivitis.
Cuando el técnico estaba procediendo a preparar una mezcla, Iker llamó a la puerta de su laboratorio.
—Estoy ocupado.
—Vengo de parte del peluquero.
—¿Quién eres?
—Un aliado de Bina. En Kahun participé en la revuelta contra el tirano. Hasta ahora, he conseguido esconderme en Menfis, pero quisiera reunirme con mis amigos.
—Descríbeme al peluquero.
Iker lo hizo.
—En Kahun, el alcalde vive en una modesta morada —prosiguió el fabricante de maquillaje—. Sin embargo, le gusta ponerse ropa excéntrica y costosa.
—De ningún modo —rectificó Iker—. Vive en una villa inmensa donde trabajan numerosos empleados y viste de un modo tradicional.
—Bina es demasiado vieja para reanudar el combate.
—¡Es muy joven y hermosa!
—Dame la contraseña que te reveló el peluquero.
Una catástrofe.
El peluquero no tenía, pues, confianza alguna en Iker. Debía encontrar de inmediato una contraseña plausible, tal vez «Bina», «Kahun» o «revuelta», pero sus posibilidades de éxito eran ínfimas, por lo que el escriba decidió hacer uso de la sinceridad.
—No me dio ninguna; se limitó a decir que podríais ayudarme.
El perfumista pareció satisfecho.
—Sal de aquí, toma por la segunda calleja a la izquierda y entra en la primera casa a tu izquierda. Luego, espera.
Iker debería haber dado cuentas a Sobek de esa nueva etapa, pero temía ser vigilado por algunos terroristas. Además, el hombre acosado que afirmaba ser no debía perder ni un segundo en dirigirse a aquel lugar.
La puerta se cerró a su espalda.
Sumido en la oscuridad, el vestíbulo de la pequeña casa blanca le pareció siniestro. Si lo agredían, Iker no vería llegar los golpes.
—Sube la escalera —ordenó una voz enronquecida.
Iker fue consciente entonces de su imprudencia. Sobek no sabía dónde se encontraba, ningún policía acudiría en su ayuda.
Y si el joven escriba era confrontado a algunos de los asiáticos a los que conocía, ¿sabría mostrarse convincente?
Nunca había visto al hombre que lo recibía. Bajo, de mediana edad, no parecía muy temible.
—¿Qué deseas, muchacho?
—Reunirme con Bina y mis aliados asiáticos, proseguir con ellos nuestro combate contra el tirano.
—Ya no residen en Menfis.
—¿Adonde han ido?
—A Siquem, con el Anunciador.
—El Anunciador… ¡hace mucho tiempo que ha muerto!
—Nadie puede matar al Anunciador. Propagará el fuego divino por toda la región sirio-palestina. Nosotros, los cananeos, expulsaremos a los egipcios de nuestro territorio, formaremos un inmenso ejército y derribaremos el trono del faraón.
El consejo restringido del faraón no se había perdido ni una sola palabra de las declaraciones de Iker.
—Por eso, Sobek el Protector no conseguía desmantelar la organización asiática implantada en Menfis —concluyó Senankh—. Esa pandilla de malhechores salió de la ciudad hace mucho tiempo y se refugió en Canaán, donde tiene numerosos cómplices.
—Ahora le toca al general Nesmontu resolver el problema —apoyó Sehotep—. Que extinga el deseo de revuelta deteniendo a los émulos de ese Anunciador y que proceda a llevar a cabo ejecuciones públicas, tras un resonante proceso. Mientras la reputación de ese rebelde aliente a los fanáticos, no reinará la paz en la región.
—Gracias al hijo real Iker —observó Khnum-Hotep—, hoy sabemos que Menfis fue sólo un lugar de tránsito para los terroristas, y que han regresado a sus bases de partida. Buena noticia, por una parte; por la otra, una amenaza muy presente. Si el enemigo agrupa sus fuerzas, se volverá temible.
—Yo soy más escéptico —declaró Sobek—. Si la verdad fuera ésa, Nesmontu nos habría comunicado más incidentes en Siquem.
—Su último informe es alarmista —recordó Sesostris—, pero el general espera elementos concretos antes de pronunciarse de un modo claro.
—¿Y si el hijo real hubiera sido manipulado? —preguntó Sobek.
—No minimicemos el éxito de Iker —recomendó Sehotep.
El Protector se mostró huraño.
—La conclusión se impone por sí misma —estimó el visir—. El mayor peligro sigue siendo Siquem. Por prudencia, mantengamos un cordón de seguridad alrededor de Dachur y de Abydos. En cambio, propongo restablecer aquí la libre circulación de bienes y personas.
El rey aprobó las palabras de su primer ministro.
Sobek miró a Iker con ojos desconfiados, como si sospechara que había mentido.
Los discípulos del Anunciador se prosternaron varias veces ante su señor. Luego, al unísono, pronunciaron una repetitiva plegaria a la gloria del dios de las victorias, que les daría la supremacía sobre el mundo.
Mientras que Shab
el Retorcido
participaba con fervor en la celebración, Jeta-de-través se aburría tremendamente. Aquella comedia le parecía fútil comparada con la única realidad digna de interés: la violencia. Gracias a él y a sus comandos, y sólo a ellos, triunfaría el Anunciador.
Cuando las letanías se extinguieron, Shab
el Retorcido
permaneció en éxtasis.
Jeta-de-través le propinó un codazo en las costillas.
—¡Vuelve, amigo! ¡No vas a caer, ahora, en ensueños infantiles!
—¿Por qué te muestras tan cerrado a las enseñanzas del Anunciador? ¡Te ofrecerían una fuerza que todos necesitamos!
—La mía me basta.
Cuando los discípulos hubieron regresado a su lugar de trabajo o a su puesto de observación, el Anunciador reunió al trío encargado de preparar el atentado que pondría fin al reinado de Sesostris.
Shab
el Retorcido
y Jeta-de-través se sorprendieron ante la transformación de Bina. Ya no era una guapa morenita, vivaz y juguetona, sino una temible seductora segura de su encanto. A pesar del desprecio que sentían por el sexo opuesto y de la convicción de su superioridad, los dos hombres hicieron ademán de retroceder ante ella.
—Bina pertenece ahora al primer círculo —reveló el Anunciador—. Le he transmitido directamente parte de mi poder para que se convierta en reina de la noche. Participará, pues, en nuestras operaciones de envergadura.
Ni Shab ni Jeta-de-través se atrevieron a emitir la menor protesta. En la mirada de Bina había un fulgor tan terrible que ni siquiera ellos deseaban provocarlo.
—¿Están preparados tus hombres? —preguntó el Anunciador a Jeta-de-través.
—La leña ha sido escondida en los lugares previstos. Cuando dé la señal, se iniciará la acción.
—Hablé largo rato con el aguador —añadió Shab
el Retorcido
—. Gracias a su charlatana lavandera, tenemos las informaciones necesarias. Por lo que al libanés se refiere, me entregó los frascos.
El Anunciador tomó dulcemente la mano de Bina.
—Es tu turno. Ahora te toca intervenir a ti.
—-Jefe, el peluquero y el fabricante de maquillaje han desaparecido —dijo el policía.
—¡Cómo que han desaparecido! —exclamó Sobek el Protector—. Pero ¿no estaban vigilados?
—Claro que sí, pero de modo muy leve, para que no se sintieran descubiertos. Consiguieron escapar a la vigilancia de nuestros centinelas.
—¡Estoy rodeado de ineptos! —rugió Sobek.
—-Jefe, hay algo más.
—¿Qué pasa ahora?
—El cananeo con el que habló el hijo real está preparando su equipaje.
—¡A ése no lo dejaremos escapar! Yo mismo me encargaré.
Sekari estaba entregado a una de sus ocupaciones favoritas: dormir. Sin tener preferencia alguna porque se le pegaran las sábanas, por una larga siesta y por una buena noche, se zambullía siempre en el sueño con ejemplar facilidad y no lo abandonaba de buen grado.
—Despierta —exigió Iker sacudiéndolo.
—¡Ah!… ¿La cena?
—El cananeo me ha mandado un mensaje. Debo reunirme con él al sur de la ciudad. El rey quiere que me sigas.
Sekari se puso en pie de inmediato.
—Eso no me gusta, Iker.
—Tal vez me proporcione un medio de reunirme con mis supuestos aliados.
El guardia le cortó el paso a Bina, impidiéndole entrar en la cantina de los soldados.
—¿Adonde vas con ese cesto?
—Es un regalo del visir.
—Ábrelo.
El soldado descubrió unos frascos.
—Unos contienen aceite de primera calidad para cocinar —explicó Bina—; otros, un ungüento que calma los dolores. Me han dado órdenes de que se los entregue al cocinero.
—¿Desde cuándo trabajas en palacio?
—Desde siempre —afirmó la muchacha, incitante—. A ti, en cambio, nunca te había visto.
—Es normal, acaban de destinarme aquí.
—Deberíamos conocernos mejor, ¿no te parece?
El guardia se estremeció, Bina sonrió.
—Buena idea.
—¿Estás libre mañana por la noche?
—Mañana por la noche… es posible —murmuró ella, haciéndose la remolona.
Bina tomó un frasco, lo destapó, humedeció su índice y lo pasó dulcemente por el cuello del hombre, que creyó deshacerse de placer.
—Hasta pronto, apuesto militar.
Tampoco el cocinero fue difícil de seducir. A Bina le resultó muy fácil derramar aceite en las marmitas donde se cocían los platos destinados a los centinelas que hacían guardia a partir de las primeras horas de la noche. Caerían en un sueño comatoso del que, en su mayoría, no despertarían. En cuanto a los soldados que aún estaban despiertos, los hombres de Jeta-de-través se encargarían de ellos.