—Antes de que encontremos la cantidad necesaria, utilicemos otros metales procedentes de las estrellas. Ese simple espejo ritual acaba de demostrar su eficacia, por mínima que sea. Otros, mejor modelados, ayudarán a la savia a circular por sus venas.
—¿Y si dispusiéramos decenas de espejos alrededor de la acacia? —preguntó el Calvo.
—Correríamos el riesgo de quemar su escasa vitalidad y matarla así nosotros mismos. Nuestra intervención debe ser prudente y medida.
—He aquí, sin embargo, un nuevo paso en la dirección adecuada.
—Mis investigaciones no han terminado aún. Los antiguos videntes nos legaron algunas claves importantes. De modo que seguiré examinando sus palabras.
En el laboratorio de Abydos se conservaban las recetas de fabricación de los cosméticos, los perfumes y los ungüentos rituales, indispensables para la práctica cotidiana del culto. El Calvo y los sacerdotes permanentes conocían tan bien esos textos que ya no les prestaban atención. Volviéndolos a examinar, al igual que las columnas de jeroglíficos grabadas en los muros, Isis se lanzó en busca de un detalle insólito o una alusión a algún secreto perdido que la pusieran tras la pista del metal sanador.
Primero, advirtió varias menciones del oro de Punt, pero sin precisión alguna sobre el emplazamiento de aquel misterioso país cuya realidad nadie podía asegurar; luego, conoció la existencia de una «ciudad del oro», donde se extraía un metal muy puro de excepcionales virtudes. No obstante, tampoco ahí había indicación geográfica alguna. El contexto permitía suponer, sin embargo, que se encontraba en el desierto de Nubia.
Agotada, enrolló los valiosos papiros y los metió en unos estuches de cuero. Luego, salió del laboratorio y se recogió unos instantes en el silencioso templo antes de regresar al mundo exterior.
El sol se ponía.
A la suave luz del crepúsculo avanzaba un gigante.
—Majestad…
—¿Qué has descubierto, Isis?
La muchacha le habló al monarca de su observación del cielo y de la ciudad del oro.
—He venido a celebrar un ritual destinado a rechazar a los enemigos de la luz, para proteger mejor a Osiris. Serás una de las cuatro sacerdotisas encargadas de representar a las diosas que me ayudarán.
En una capilla, el Calvo instaló un relicario rodeado por cuatro figuras aladas, con cabeza de leona. Simbolizaba el primer cerro que emergió durante la creación, cuando se materializó el fulgor divino.
Acompañada por tres sacerdotisas de Hator más, Isis modeló una bola de arcilla. Cada una de ellas representaba una faceta del ojo de Ra, capaz de disipar las tormentas provocadas por Seth.
El faraón depositó en el relicario una quinta bola en la que clavó una pluma de avestruz, evocación de Maat.
—Que esa tumba de Osiris esté siempre defendida contra sus agresores —declaró el rey—. Las cuatro leonas velan en los cuatro puntos cardinales, sus ojos no se cierran nunca. Que sus cuatro orientes permanezcan estables y el cielo no vacile.
Con su bola de arcilla, cada sacerdotisa se presentó ante el monarca. Él repitió cuatro veces la fórmula de conjuro.
—Ahora, el sol tiene cuatro ojos. El cielo entero se ilumina. Violentos soplos, preñados de fuego, dispersan a Seth y a sus cómplices.
El monarca lanzó la primera bola hacia el sur, la segunda hacia el norte, la tercera hacia el oeste y la cuarta hacia el este.
—Abydos sigue siendo para siempre el paraje que alberga al Venerable, y Seth se ve condenado a llevar a quien es más grande que él, Osiris.
Concluido el rito, Sesostris reunió a sacerdotes y sacerdotisas permanentes en la sala de columnas del templo.
—La protección de la acacia se refuerza —reveló—. Sea cual sea el lugar donde se oculte el ser maléfico, el ojo de Ra lo descubrirá e impedirá su acción. En mi ausencia, una de las iniciadas pronunciará las fórmulas que prolongan la eficacia del rito. Isis velará por la acacia y nombrará los elementos de la barca de Osiris, «la Dama de Abydos». Puesto que no circula ya libremente, la energía de la resurrección se agota. Isis preservará lo que pueda ser preservado, y proseguiremos nuestra lucha y la búsqueda del oro sanador.
Bega tenía la garganta seca. Ciertamente, Isis no sustituía aún al Calvo, pero estaba adquiriendo una considerable importancia. Representante de la voluntad real, no dejaría de extender su influencia. Afortunadamente, su papel se limitaba a la acción sagrada, y no afectaba a la administración ni a los bienes materiales. Dado su temperamento místico, la muchacha se encerraría en la espiritualidad y no advertiría nunca el tráfico de estelas.
En cuanto a la muerte definitiva de Osiris y a la destrucción de Abydos, sólo advertiría el peligro demasiado tarde.
Un veterano digno de ese nombre no desdeñaba una buena cerveza, sobre todo si era algo más fuerte que de costumbre. Por eso Gergu la emprendía con uno de los
soldados de más edad de la escolta del general Nesmontu. Al finalizar sus servicios, al ser relevado, el militar había aceptado una visita a las mejores tabernas de Menfis, en compañía de un experto.
—Trabajo en las viñas reales —mintió Gergu—. Tras habernos remojado el gaznate con cerveza fuerte, te haré probar algunos caldos que no olvidarás nunca.
Nadie aguantaba mejor el alcohol que Gergu. Incluso borracho como una cuba, seguía comprendiendo lo que le decían. El veterano, en cambio, carecía de práctica al más alto nivel. De modo que, tras haber hablado de sus hazañas, no se negó a responder a las preguntas de su nuevo amigo.
—¿Por qué el general Nesmontu regresó precipitadamente de Menfis? —quiso saber Gergu.
—¡Extraña historia, muchacho! Una caravana fue atacada, hubo víctimas civiles y militares. ¿Y sabes quién era el jefe de los criminales? ¡El Anunciador! Los piojosos de Siquem no acabaron con el de verdad, ¿te das cuenta?
—¿Y ahora se conoce su verdadera identidad?
—El general, sin duda… Estaba impaciente por comunicárselo al faraón.
—Programarán entonces un gran rastreo de la región…
—Me extrañaría.
—¿Por qué?
—Porque ya lo han hecho diez veces y no han obtenido resultado alguno. Nesmontu es un hurón. Mandará a un espía que se infiltrará entre los cananeos para descubrir el lugar donde se oculta el Anunciador. Luego, golpearemos.
—Excelente trabajo, Gergu —reconoció Medes—. Ese charlatán nos ha sido muy valioso. Informaré al libanés esta misma noche para que avise al Anunciador.
—El hijo real Iker solicita veros —lo avisó un ujier.
Medes salió inmediatamente de su despacho.
—¿En qué puedo serviros, Iker?
—Acepté vuestra invitación a cenar pero, desgraciadamente, no podré haceros el honor.
—Espero que no estéis enfermo.
—En absoluto, sólo es que debo abandonar la corte por algún tiempo.
—¿Alguna misión en provincias?
—Perdonadme, pero me es imposible deciros nada más.
—¿Deseáis que fijemos otra fecha?
—Ignoro la duración exacta de mi ausencia.
—Permitidme que os desee buen viaje y que os diga cuán impaciente estoy por volver a veros. En cuanto regreséis, concededme el privilegio de ser uno de los primeros en recibiros.
—Prometido.
—¡Hasta pronto, pues!
—Si los dioses quieren, Medes.
Sólo podía haber una sola explicación para la precipitada marcha del hijo real: Sesostris acababa de ordenarle, con el mayor secreto, que se infiltrara entre los terroristas cananeos. Iker no era un soldado, nadie lo conocía en la región, fingiría ser adepto del Anunciador y obtendría más resultados que el ejército de Nesmontu.
Si Medes no se equivocaba, ya tenía el medio más seguro para librarse de aquel aguafiestas. El libanés haría que sus agentes lo siguieran y, luego, éstos pasarían el relevo a los discípulos del Anunciador. Cuando Iker entrara en la zona tribal de Canaán, creyendo engañar a sus interlocutores, sería hombre muerto.
Muy pronto estaría en Canaán, un país hostil, con el peligro, la soledad, el miedo y, sin duda, la muerte. Iker no se hacía ilusión alguna sobre su suerte, pero no la temía. Antes de afrontar esta prueba, probablemente la última, gozaría de la paz y el frescor de los jardines de palacio. Le habría gustado escribir, el resto de su vida, a la sombra de un sicomoro, seguir la carrera del sol al ritmo de los jeroglíficos desplegados sobre un papiro, penetrar en los pensamientos de los sabios e intentar modelar una nueva formulación de acuerdo con la tradición. Pero el destino había decidido otra cosa, y toda rebeldía hubiera sido una niñería.
De pronto, se creyó de nuevo víctima de una alucinación.
Ella… acercándose a él, con una túnica de un rosa muy pálido y una flor de loto en el pelo.
—¿Isis, sois vos…? ¿Realmente sois vos?
Ella le sonrió, luminosa, solar.
—Por orden de su majestad, ahora resido en Menfis para consultar algunos archivos que no han sido examinados desde hace mucho tiempo. Antes de pasar largas horas en la biblioteca del templo de Hator deseaba volver a ver este lugar. Perdonad que haya interrumpido vuestra meditación.
De nuevo las palabras se atorbellinaban en la cabeza de Iker, y no sabía cuáles elegir.
—El granado… ¿Lo recordáis? Me gustaría admirarlo con vos.
El árbol era magnífico. Una flor nueva sustituía, sin cesar, a la antigua.
Se sentaron en un banco de madera, cercano y muy distante al mismo tiempo el uno del otro.
—¡Esperaba tanto volver a veros, Isis! Ésta será sin duda la última vez.
—¿A qué viene ese pesimismo?
—He obtenido autorización del rey para cumplir una misión que me incumbía: intentar infiltrarme en el grupo de terroristas que dirige el Anunciador.
—¿De qué modo?
—Los estrategas me lo indicarán.
—¿Con qué medios?
—Con el cuchillo de un genio guardián que me ha ofrecido su majestad, un amuleto que representa el cetro «Potencia» y la experiencia de combate adquirida durante mi formación.
Isis pareció trastornada.
—¿No será una misión suicida?
—Como hijo real debo obediencia a mi padre. Más aún, tengo que servirlo sin pensar en mí mismo. Hoy, mi lugar está en Canaán. Si lo consigo, el faraón luchará más eficazmente contra las fuerzas del mal. Si fracaso, otro intentará la aventura.
—Parecéis casi indiferente frente a vuestro destino…
—No me creáis resignado, ¡ni mucho menos! Pero sé que mis posibilidades de éxito son muy escasas. Por eso solicito un favor de vos, si aceptáis escucharme.
—Hablad, os lo ruego.
—Al salir hacia Canaán me veo obligado a abandonar a mi más fiel compañero,
Viento del Norte
, un asno al que salvé dos veces de una muerte cierta. El me ha preservado de la mala suerte. ¿Querríais llevároslo a Abydos y velar por él?
—Claro que sí, e intentaré ganarme su amistad. Podéis estar seguros de que nada le faltará a
Viento del Norte
.
—Me proporcionáis un gran consuelo antes del temible exilio. En Menfis es fácil mostrarse valeroso. Pero ¿cómo reaccionaré, lejos de Egipto? Y aunque descubra el cubil del Anunciador, ¿podré avisar al rey?
—La magia de Abydos os protegerá, Iker. Gracias a vos salvaremos al árbol de vida.
—Que los dioses os oigan, Isis.
El muchacho pensaba en las palabras de la serpiente, pronunciadas en la isla del
ka
: «No pude impedir el fin de este mundo, ¿sabrás tú salvar el tuyo?»
Ella se levantó.
Dentro de unos instantes iba a alejarse, a desaparecer para siempre, y él no le había dicho nada aún.
¿Cómo enfrentarse con la muerte sin revelarle la naturaleza del fuego que lo abrasaba?
Se levantó a su vez.
—Isis…
—¿Sí, Iker?
—Probablemente no volveremos a vernos, y debo confesaros que… os amo.
Temiendo su reacción, el muchacho bajó la vista.
Se hizo el silencio, interminable.
—También a mí me ha confiado el faraón una misión abrumadora —dijo ella con una voz en la que Iker sintió brotar la emoción—. Como vos, temo ser incapaz de cumplirla, y a ella debo reservarle todos mis pensamientos. Sin embargo, algunos permanecerán junto a vos y no os abandonarán ya.
Él no se atrevió a retenerla ni a hacerle preguntas, y la vio partir, aérea, casi frágil, tan elegante y hermosa.
Sólo quedaba ya un jardín vacío, bañado en luz.
(1)
Abydos se encuentra a 485 km al sur de El Cairo y a 160 km al norte de Luxor.
(2)
La
neshemet
(3)
Khenty-imentiu
(4)
Uah-sut
(5)
A un centenar de kilómetros al suroeste de Menfis (El Cairo).
(6)
El
akhet
, palabra construida con la raíz
akh
, «ser luminoso, útil».
(7)
Para tan extraordinaria escena véase
Mélanges Mokhtar
, I, El Cairo, 1985, p. 156, fig. 3.
(8)
Véase S. Aufrère,
L'Univers minéral dans la pensée égyptienne
, El Cairo, 1991, tomo I, p. 109.
(9)
Bau Ra
.
(10)
Entre ambas ciudades hay una distancia de 485 km.
(11)
«Textos de las pirámides», 1657a-b.
(12)
A unos 40 km al sur de El Cairo.
(13)
Kedehut
.
(14)
Los días epagómenos.
(15)
2,60 m.
(16)
Las dimensiones del edificio eran de 53 x 82 m.
(17)
Se trata de la Osa Mayor.
(18)
Ese respeto por los escritores, que no hablan de sí mismos, sino que vehiculan palabras de sabiduría, está muy presente aún en el Imperio Nuevo. En una tumba de aquella época (véase D. Wildung,
L'Age d'Or de l'Égypte, le Moyen Empire
, París, 1984, p. 14, fig. 4) se honra a grandes autores como Ptah-Hotep, Ii-Meru, Ptah-Chepses, Kaires y Neferti.
(19)
Neni-nesut (Herakleopolis Magna).
(20)
Esa fuerza llevaba por nombre
at
. Los egipcios clasificaban al cocodrilo en la categoría de peces.