La cortesana de Roma (44 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

De repente, se volvió de nuevo. Cuando la puerta se estremeció, lo hizo también su cuerpo.

En aquella ocasión, no había sido el viento, sino una mano, la que había golpeado la puerta.

—¿Quién está ahí?

El viento silbaba por las ranuras de las ventanas, el ruido de la
piazza
alcanzaba el interior de la casa. ¿Habría un hombre o una mujer en la puerta? No lo sabía.

«¡Qué tontería», pensó, «menuda estupidez, asustarse por una puerta». Al fin y al cabo, no iba a ser la muerte en persona la que estuviera tras la puerta.

Corrió el cerrojo.

—¿Quién está ahí? —gritó Carlotta desde el otro lado de la puerta.

¿Debería contestar? No cabía duda de que ella le abriría la puerta cuando oyera su nombre, puesto que le conocía. Por otro lado, corría el riesgo de que algún vecino pudiera oír su nombre, ya que las paredes y las puertas de ese tipo de viviendas eran de papel.

Decidió callar. Permanecer calmado.

El sonido de los pasos de Carlotta aproximándose se hizo más claro.

De pronto, la corriente de aire que ascendía por la escalera se volvió más fuerte, y llegaba acompañada de voces. Alguien subía los peldaños.

El asesino se dirigió, de puntillas, hacia un rincón oscuro, se encogió y se pegó a la pared.

Cuando Carlotta abrió la puerta, no vio a nadie. La escalera, que no recibía luz de ninguna ventana, permanecía en la penumbra. Solo al fijarse bien se percató de la presencia del gato, que permanecía ante la puerta como un visitante.

Carlotta rio para sí. ¿Sería posible que aquel gato hubiera llamado a la puerta? ¿O solo habría sido una extraña broma del viento?

Oyó ascender el sonido de pasos mezclados con el de voces; una de las cuales pertenecía a Antonia, la otra, a un hombre. Carlotta aguardó ante la puerta abierta.

El gato trotó hacia una esquina oscura, como si hubiera algo interesante que descubrir allí. Carlotta iba a seguir al confiado animal para llevarlo de nuevo consigo.

Pero entonces apareció Antonia, acompañada del capitán Forli.

—Carlotta, estás aquí —exclamó Antonia—. ¿Estás disponible? Sandro nos pide que vayamos a verle. A partir de ahora, daremos caza al asesino entre los cuatro.

34

Sobre el Vaticano flotaba un aura de festividad sagrada. Cientos de voces en el interior de la inacabada cúpula de la basilica de San Pedro se unían en un poderoso aleluya, como si intentaran darle forma a una idea a través del sonido, y convertirlo así en realidad. La Nada transformada en Algo, que empapaba el alma y acompañaba hasta al más indiferente. Sin embargo, tan solo era una prueba para el servicio que Julio III había ordenado para el día siguiente, y con el que pretendía celebrar la conclusión de una nueva etapa en la construcción del templo más enorme de la cristiandad.

Las fanfarrias y el sobrecogedor coro se colaban a través de las ventanas en el despacho de Sandro. Antonia, apartada de los otros tres, dejaba que la brisa de la tarde le acariciara el rostro. En el cielo del día moribundo flotaban un par de nubes llameantes, como islas rojas sobre un mar de luz dorada que hacía resplandecer la habitación. El día anterior, aproximadamente a la misma hora, había tomado una decisión: al acostarse con él, se había decantado por Milo, y no por Sandro. Milo, Milo, Milo: susurraba a menudo el nombre para sí, como si evocara la tierra prometida. Se sentía feliz de haberle encontrado. ¿Le habría elegido a él de no haber sido Sandro un monje? Nunca se sabría, puesto que Sandro seguía siendo y siempre sería un monje. ¿Acaso no había sido una locura desde el principio: un religioso atado a su celibato y una mujer hambrienta de deseo? El problema y el error entre ellos había sido su incapacidad para aceptar aquel hecho, su falta de honestidad mutua. Ella misma había tomado parte en la gestación de una tragedia que les rondaba desde hacía meses.

—Antonia.

Sandro la llamó con aquella voz suave de la que se había enamorado en Trento, y que había añorado tanto desde entonces. Se volvió y le miró. En los ojos del jesuita no había reproche ni dolor, tan solo el deseo de la reconciliación, y un último hálito de enamoramiento. Ella se preguntó si quizá siempre sería así, si quizá, entre ellos, nunca existiera un auténtico amor, pero sí un permanente enamoramiento. Como figuras en un fresco de Miguel Ángel, habían alargado los brazos el uno hacia el otro, se habían estirado tratando de tocarse, pero al final habían permanecido separados, refrenados por fuerzas divinas. Tendrían que aprender a convivir con su infructuosa atracción.

—¿Vienes? —le invitó él.

Ella sonrió y asintió.

Sobre el impresionante escritorio, casi tan grande como una barca, Sandro había colocado los objetos hallados a lo largo de la investigación. Forli, Carlotta, Antonia y él mismo rodeaban aquella miscelánea procedente de dos asesinatos y la observaban con atención: el collar de piedras preciosas con el nombre «Augusta»; un joyero repleto; dos testamentos; algunas escrituras de compra, entre ellas, la del Teatro; un par de bolsas de cuero marrón de la
camera secreta
y otros elementos del secreter de Maddalena.

—Además —comentó Sandro—, hay que tener en cuenta la afirmación de Porzia de que el nombre de la Signora A es Augusta, así como la declaración de Forli y
donna
Francesca de que Sebastiano dio con un secreto cuyo descubrimiento le produjo tal terror como para estar dispuesto a cometer un asesinato. He de admitir que, tras desvelar los «negocios» de Maddalena y Quirini, estoy bastante falto de ideas. Me siento como si hubiera vuelto al principio de todo esto; por eso os necesito.

—Hay algo más —dijo Antonia—. Milo me contó que Maddalena y su madre mantuvieron una relación íntima y física que sobrepasó con mucho los límites de la amistad.

—Esto se vuelve cada vez más confuso —dijo Sandro.

—Será mejor que seamos sistemáticos —opinó Carlotta—, y vayamos paso a paso. Habéis descartado ya todo lo relativo a las intrigas, incluyendo las pistas falsas de Massa. Creo que también podríamos olvidarnos del collar. Maddalena lo mandó hacer para ella misma.

—Exacto —apuntó Sandro—. El collar, en sí mismo, no juega ningún papel, pero podría ser que Maddalena hubiera elegido para sus transacciones el nombre de Augusta, como un recuerdo de su amante, la Signora A, porque ese hubiera sido su verdadero nombre.

—La Signora dijo algo completamente diferente: que Augusta era, en realidad, el verdadero nombre de Maddalena. Solo porque esa Porzia, más bien ambigua, haya declarado algo, no significa que sea verdad —replicó Carlotta, quien parecía erigirse como abogada defensora de su empleadora.

—¿Es importante, en cualquier caso? —preguntó Antonia, queriendo mediar—. Sea Augusta la una o la otra, sabemos que la Signora era tan importante para Maddalena que le dejó en herencia todo lo que tenía.

—Lo que supone un poderoso móvil para un asesinato —arguyó Forli—. Todo apunta a que esas dos mujeres que, inicialmente, mantenían una relación, discutieron o, como mínimo, se distanciaron: las visitas cada vez más escasas, el testamento modificado...

—Mientras que Porzia —exclamó Antonia— no tenía ningún motivo para mentir o para asesinar. Al contrario, perdió una oportunidad. Si Maddalena hubiera muerto tan solo una semana después, Porzia sería una mujer muy rica, propietaria, entre otras cosas, de un prostíbulo. Eso es algo que a alguien como ella le hubiera gustado, sin duda. Ahora, no recibirá nada.

Sandro asintió.

—Aún queda la pregunta de por qué habría matado la Signora a Sebastiano Farnese, pues en mi opinión son acciones cometidas por el mismo asesino: una puñalada en el estómago, heridas prácticamente idénticas, horas similares... Después de todo, y que nosotros sepamos, la Signora no tenía ningún motivo para matar a Sebastiano. Lo mismo ocurre con el cardenal Quirini —suspiró y colocó el collar a un lado, como Carlotta había sugerido—. ¿Con qué secreto habría dado ese muchacho? —se preguntó, pensativo.

—Podría ser —apuntó Carlotta— que no hubiera estado al tanto de los manejos de su hermano y de Quirini, por lo que se refiriera a ese secreto.

—Uhm, no, más bien no, Carlotta —respondió Sandro—. La posibilidad de ascenso en la jerarquía eclesiástica se deduce como único motivo por el cual seguía siendo monje: que le hubiera prometido que, en un futuro no muy lejano, podría conseguir una carrera meteórica.

—Además, no se mata a un caballo que va cagando oro —comentó Forli.

—Correcto —secundó Sandro—, aunque yo no lo había expuesto de esa manera tan gráfica. Ranuccio no se beneficiaba ni de la muerte de Maddalena ni de la de Sebastiano.

El jesuita observó los objetos y tomó uno de los saquitos vacíos que había encontrado en el cadáver de Sebastiano, una talega de la
camera secreta.

—Todavía no hemos hablado de Massa —dijo Forli, con cierto placer sádico—. Tenía un móvil, y la oportunidad de matar a Maddalena; en lo concerniente a Sebastiano, hay algo que os estáis callando, Carissimi. Puede que no tenga pinta de ser particularmente inteligente, y admito que en ocasiones me comporto de acuerdo a mi apariencia, pero no estoy tan atontado como para no darme cuenta de que hacéis un gran rodeo en torno a la guardia que hizo Sebastiano en una portería secundaria la noche del asesinato. Resulta evidente que le pagaron con dinero de la cámara secreta, por lo que vio algo que hubiera sido mejor que no viera, y vos sabéis el qué. O mejor dicho, nosotros sabemos el qué.

Sandro volvió la vista al tablero de la mesa, mientras Forli seguía sumergiéndose en sus sospechas.

—¿No queréis decir nada, Carissimi? Bien, entonces os diré lo que pienso: Sebastiano vio al Papa. El Papa encontró muerta a Maddalena. Fue el Papa el que impidió que Quirini saqueara el cajón secreto. Pero, ¿pagaron a Sebastiano para que no contara nada de ese testimonio concreto? No, puesto que imagino que os lo contó a vos. Así pues, le pagaron por ocultar a alguien que había estado en la villa antes que Quirini y que el Papa: el asesino de Maddalena. Sin embargo, el asesino corría un riesgo demasiado grande al dejar vivo a un testigo. Sebastiano se dio cuenta de ello demasiado tarde. Tendréis razones para guardar silencio, Carissimi, pero yo digo...

Sandro levantó la cabeza de golpe y miró a Forli directamente a los ojos. Los dos hombres callaron, mientras Carlotta y Antonia los miraban con curiosidad.

—Nunca —exclamó Sandro con rostro serio, y repitió—, nunca, nunca jamás volveré a pensar que sois un burro, Forli.

Con eso daba a entender, sin admitirlo directamente, que el capitán había acertado en sus suposiciones.

La alabanza sorprendió tanto y tan visiblemente a Forli, que este apenas pudo esbozar una sonrisa.

—Vaya, muchas gracias.

—Un placer. Estoy dispuesto a seguir vuestra exposición, que señala a Massa como quien pagó y después mató a Sebastiano. Solo le encuentro un defecto.

—¿Cuál?

—Que no podemos demostrarlo. Sebastiano está muerto y enterrado, no puede decirnos lo que sabe. Los registros del portal de aquella tarde están destruidos. Todo lo que tenemos son teorías, y una bolsa vacía de la
camera secreta
. Si se la presentara al Papa, me mandaría al diablo.

El coro elevó a los cielos un nuevo aleluya, celebrado por los clarines. En aquel momento, el sirviente de Sandro entró en la habitación. Parecía ligeramente sin aliento. Frente a él se balanceaba una bandeja con tazas de té de hierbas que desprendía un aroma seductor y que a él le harían bien. Colocó la bebida sobre el escritorio sin decir una palabra, y entonces Antonia se dio cuenta de que temblaba ligeramente. El criado cerró, después, la ventana para evitar que siguiera entrando ruido y se dirigió con pasos suaves hacia la puerta. Antonia se sorprendió de que, en el breve tiempo que él permaneció en la habitación, había mirado de reojo a Carlotta dos veces sin que ella se percatara.

Se hizo un gran silencio, que acompañaba al inicio del ocaso. Era como si hubieran colocado un oscuro sudario sobre la habitación.

Sandro golpeó la mesa con el puño, haciendo vibrar los objetos y las tazas colocados sobre ella, y asustando a Antonia y a todos los demás.

—Maldita sea —gritó—. Maldición, maldita sea. Casi todos tenían motivos para matar a Maddalena, y Sebastiano murió en mitad de la noche. No hemos salido de ahí. ¿Está la solución directamente delante de nuestras narices, o es que no he buscado bien, he pasado por alto algo esencial, he hecho una chapuza? ¿Nos falta alguna pieza esencial, un eslabón en la cadena? Es lo único que se me ocurre. Simplemente no tengo ni idea de cómo podemos seguir adelante con todo lo que tenemos ante las narices.

Se mesaba los cabellos, mientras Antonia, Carlotta y Forli se miraban los unos a los otros. Antonia había conocido a aquel Sandro insatisfecho, autocrítico y ligeramente desesperado ya en Trento. Era extraordinariamente exigente consigo mismo, y cuando no lograba satisfacerse, se exasperaba, como alguien a punto de venirse abajo, si es que no se desmoronaba en realidad. En momentos como aquel, en que estaba luchando consigo mismo, en que le podía la impaciencia, en que las borracheras de los días anteriores aún se le reflejaban en el rostro y él trataba de evitarlo, en que algo le hacía daño o le asaltaba alguna desgracia, ella le encontraba absolutamente irresistible, y se preguntaba si él sería consciente de aquel efecto o si, al menos, una parte de sí mismo lo sabría y lo estaría haciendo por ella.

Pretendiendo hacer algo de utilidad, Antonia se dispuso a encender lámparas de aceite que hicieran frente a la creciente oscuridad. Fue así como su mirada recayó en la bolsita de cuero colocada sobre la mesa. La cogió y miró en su interior.

—¿No decías que estaba vacía? —le preguntó a Sandro.

Este frunció el ceño.

—Y lo está.

—Ah, ¿sí? ¿Y esto qué es? —volcó la bolsa y presentó su descubrimiento: una diminuta piedra de color verde, una esmeralda pulida.

Sandro se agarró las manos.

—Eso es imposible. No me percaté de la piedra ayer por la mañana cuando registré la bolsa. Debía estar escondida en algún pliegue.

Forli sostuvo el collar Augusta, y Carlotta se puso a buscar en el joyero de Maddalena.

—El collar está compuesto únicamente de zafiros azules —dijo Forli.

Carlotta añadió de inmediato:

—No hay ninguna joya de esmeraldas en el joyero.

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