La cortesana de Roma (42 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

—¿Queréis decir que Quirini y Ranuccio lo enviaron?

—Sí, igual que a Francesca hoy. Quirini informó a ambos del emplazamiento del cajón secreto, y Ranuccio utilizó tanto a Sebastiano como a Francesca para obtener el dinero.

—Pero Sebastiano odiaba a su hermano, y con toda seguridad no se dejaría intimidar por él.

—Imagino que él mismo tendría un gran interés en conseguir el dinero o, mejor dicho, en recuperarlo.

—¿Para qué quería el dinero?

—Vamos por partes —dijo Sandro—. Por favor, pensad en que, desde el mismo momento en que se descubrió el cadáver, la villa ha estado bajo vigilancia. Por consiguiente, Quirini y Ranuccio ni estaban al tanto de si yo o algún otro habíamos descubierto ya el escondrijo, ni podían acercarse al dinero, particularmente porque seguía escondido. Sebastiano fue lo suficientemente hábil como para esperar hasta que me encontré en la villa, y entonces preguntó por mí. Los guardias le dejaron pasar. En un principio solo esperaba poder echar algún vistazo a la habitación durante nuestra conversación para asegurarse de que el escondrijo seguía oculto, pero al encontrarse la villa desierta, porque vos estabais en el jardín y yo en la bodega, aprovechó la oportunidad para abrir el cajón. Llegó a descolgar el cuadro, pero entonces se encontró con una dificultad imprevista: era demasiado bajo. Necesitaba una silla para poder abrir el escondite y hacerse con el dinero. Como no había ninguna silla en el dormitorio, cogió una de la sala de estar. Esas sillas son tremendamente pesadas, especialmente cuando uno no es un Sansón como vos, Forli. Sebastiano hizo muchos ruidos sordos al arrastrar la silla. Yo los oí, grité, y Sebastiano tuvo el tiempo justo para volver a colocar el cuadro, llevar de nuevo la silla a su lugar y encontrarse conmigo.

Forli alzó la barbilla.

—No suena mal, pero le encuentro un «pero». Sebastiano apenas logró sacar algo de dinero del cajón, pero a los guardas no les pasaría desapercibido que había extraído algo de la villa.

—Deduzco que escondió solo una parte del dinero bajo el hábito, y el resto lo dejó allí. Su experiencia probablemente fuera el motivo por el cual la doncella haya traído ropas tan amplias y pesadas. Apuesto a que si buscáramos bajo sus vestidos, algo que no haremos por motivos evidentes, encontraríamos alguna bolsa cosida en el forro.

—¿Y Sebastiano se inventó la historia que os contó? ¿Qué os dijo?

Sandro estaba convencido de que la narración de Sebastiano no era ficticia, pues coincidía con el relato del Papa. El testimonio de Sebastiano le había proporcionado mucho antes una buena razón para visitar a Sandro, además de darle la oportunidad idónea para apartarle de la pista de Quirini y del dinero. Bajo circunstancias normales, y si el propio Sebastiano no se hubiera visto envuelto en una situación tan complicada, habría sucumbido a las presiones de Massa y no habría contado nada de lo que vio en la portería. Sin embargo, había ignorado las advertencias del chambelán y había ido en busca de Sandro.

Aunque el jesuita no quería, tuvo que mentir a Forli, pues la visita de Julio a la villa de Maddalena en la noche del asesinato pertenecía al secreto de confesión.

—Una historia confusa —respondió—. Tal y como vos dijisteis, se la inventó, así que no tenemos que preocuparnos por ella —Sandro se santiguó mentalmente y volvió de inmediato a hablar con sinceridad—. Después de que Sebastiano regresara al Vaticano, el prior le castigó por cometer algunas faltas, prohibiéndole las salidas. Eso le imposibilitó informar a su hermano de lo ocurrido, y cuando Quirini quiso llegar hasta él, el estricto prior se lo impidió. Hasta la tarde de la fiesta de compromiso, Sebastiano no tuvo la oportunidad de hablar con Ranuccio.

Unos aplausos sonaron procedentes del fondo de la sala: eran palmadas lentas y llenas de respeto. El cardenal Quirini se encontraba en la puerta. Su expresión parecía tallada en piedra.

Nada más descubrirse el intento de robo por parte de Francesca y su doncella, Sandro había enviado a uno de los guardias al Vaticano para pedirle a Quirini que se personara en la villa. Había dado al soldado instrucciones precisas de no acompañar a Quirini para que no cundiera la sospecha de que se lo llevaban detenido: el pobre hombre ya había sufrido demasiado.

—Tenéis todos mis respetos, Carissimi —dijo—. Desearía que hubierais llevado la investigación vos solo, así no me habría visto implicado desde ayer en absurdas acusaciones.

Quirini evitaba deliberadamente mencionar a Forli, pero era imposible ignorar que se refería a él.

—No sois del todo inocente, Eminencia —exclamó Sandro en defensa del capitán—. Vuestros secretos y artimañas ocultas fueron el abono perfecto para las suposiciones erróneas —Sandro se aproximó al cardenal hasta que sus cuerpos casi se tocaron—. Sois la pieza clave en un juego de lo más enrevesado, en el que se mezclan mucho dinero y aún más poder, y de no ser por ese hecho, no os encontrarías hoy en la complicada posición en la que estáis. Os aconsejaría que de inmediato...

—Vuestras amonestaciones son superfluas, querido Carissimi. Toda esta situación se me ha escapado de las manos, por lo que quiero aclarar completamente las cosas —miró a la terraza, donde Francesca seguía sentada junto a su doncella, sonándose la nariz—. Será mejor que hablemos aquí. Ya es suficientemente malo que
donna
Francesca se viera envuelta en esto contra su voluntad. Mejor si le ahorramos los detalles.

Sandro se mostró comprensivo, y Quirini se sentó sobre la silla bajo el cajón secreto y cruzó una pierna sobre la otra.

—¿Qué queréis saber, estimado Carissimi?

Quirini hablaba, como de costumbre, con cierto aire de superioridad. Los pasados días, sobre todo el interrogatorio del día anterior y la acusación de Forli, habían dejado huellas en su rostro, pero sus costumbres permanecían intactas. Seguía siendo el camarlengo, un cardenal, y aunque hubiera perdido una o dos batallas, no le habían derrotado definitivamente. Sandro pudo seguir momentáneamente la línea de pensamiento de Quirini, y previo la oferta que este le haría al final de la conversación.

—Empecemos con el dinero —dijo Sandro, señalando los sacos que yacían sobre la cama—. ¿Pertenece a Ranuccio Farnese?

Quirini asintió.

—Correcto. En un principio, perteneció a vuestro padre, querido Carissimi, quien se lo entregó a Ranuccio como dote. Este, por su parte, se lo entregó a Maddalena prácticamente la noche de su muerte, cuando visitó su casa.

—Cinco mil ducados —dijo Sandro—. Cuando me encaré con Ranuccio y le conté que sabía lo de la visita de Maddalena a su casa, se sorprendió tanto que de inmediato se escudó en la mentira habitual de mi padre y del resto de «clientes» de Maddalena; incluido vos, eminencia: la farsa de los honorarios como cortesana.

Sandro desató una de las talegas, cogió un puñado de monedas y las dejó caer tintineando sobre la cama.

—Hasta cierto punto yo mismo soy culpable de que esa mentira siguiera en vigor. En mi primera conversación con vos cometí el error de preguntaros cuántos denarios le pagabais a Maddalena. ¡Denarios, monedas de plata! Basaba mis preguntas en la lista de clientes, que acompañaba todas las cantidades con una letra D. Pensé, lógicamente, que se trataba de denarios, porque la suposición de que Maddalena recibiera de cada cliente cinco mil o siete mil ducados, escapaba a mi entendimiento, incluso con posterioridad, cuando comencé a tomar en consideración la hipótesis de la extorsión. Ya cinco mil denarios es una cantidad considerable, pero la misma suma en ducados es una auténtica fortuna. Mi error os permitió elaborar una mentira que os sirvió para ocultar el verdadero propósito del dinero.

—Lamentablemente debo daros la razón, estimado Carissimi. Fue una chapuza por vuestra parte. Tras vuestra visita, informé a toda prisa a los demás implicados de que sus nombres figuraban en una lista que Maddalena había redactado sin que yo lo supiera. Di la consigna de que todos debían afirmar que habían recibido sus servicios antes de convertirse en manceba del Papa. Las sumas que, en realidad, eran ducados, se transformaban fácilmente en denarios. Fue así como vuestro padre, que en realidad es moralmente impecable, afirmó haber pagado siete mil denarios a una prostituta, aunque en realidad se trataba de ducados, y no se correspondía en absoluto con los honorarios de una cortesana.

—Estaba dispuesto a confesarse como adúltero ante mí, su propio hijo, antes que traicionar el secreto. Y que desvelar la identidad tras el nombre de Augusta.

Quirini suspiró, como si tuviera que separarse de algún objeto muy querido. —Querido Carissimi, cuando recientemente os comenté que Maddalena era una mujer inteligente, la subestimaba. Era la criatura más astuta de Roma, y nadie se daba cuenta de ello. Yo mismo no me percaté de ese hecho hasta llevar varias semanas compartiendo mis noches con ella. Yo había elegido a Maddalena como mi concubina porque el hermano Massa estaba interesado en ella. En realidad, me hubiera acostado con una cabra con tal de jugársela a Massa. Sin embargo, la mantuve en el puesto porque su combinación de belleza, inteligencia y dignidad me resultaba sumamente atrayente. Nuestra relación, que comenzó siendo meramente física, creció, y no tardé en considerar a Maddalena... ¿Cómo lo diría yo? Como mi igual. Haberla retenido permanentemente como mi mantenida habría sido un crimen. Como mostró deseos de conocer al Papa, lo arreglé todo para que pudiera entrar en una de sus conocidas fiestas, aunque yo sabía lo que ella se proponía. Su plan funcionó: a Julio le gustó. Pero lo que supuso el fin de nuestra relación corporal marcó el inicio de una asociación comercial extraordinariamente fructífera, como estáis a punto de comprobar.

—Os propuso poner en marcha un negocio —dijo Sandro.

—Y qué negocio. Asno de mí, al principio me mostré un poco escéptico, pues la idea me pareció un tanto fantástica. Maddalena planeaba, en caso de muerte de un papa Julio que ya no era tan joven, apoyarme como su sucesor. Con toda seguridad, no os cuento nada nuevo, estimado Carissimi, si os digo que, para ello, se debe contar con extraordinarias relaciones o con extraordinarios patrimonios, preferiblemente ambos. Yo carecía de los dos. Maddalena me propuso dirigirse a un grupo selecto de personas ricas o nobles que pusieran a mi disposición el dinero para que, en el próximo Cónclave, pudiera obtener voz y voto a base de monedas contantes y sonantes. No creo que haga falta que entre en detalles.

—No, no hace falta —secundó Sandro, que no era tan ingenuo como para pensar que la elección de un Papa en aquellos tiempos estuviera libre de corrupción.

—En caso de que saliera elegido —prosiguió Quirini—, las correspondientes familias, por los servicios prestados, podían esperar gestos de simpatía cuyas características se negociarían y, por supuesto, serían proporcionales a la suma aportada. Era una plan extraordinariamente audaz, que debía haberse llevado a efecto con toda la discreción y secretismo del mundo. Por ese motivo, era imposible que fuera yo quien dirigiera las negociaciones. Maddalena se ofreció a llevarlas en mi nombre, algo que había constituido la base de su idea desde el momento de su concepción. Ella recogía el dinero que las familias le iban entregando, para posteriormente proporcionármelo a mí. De esta manera, no se establecía ningún vínculo directo entre ellas y yo y, por si llegaba a ser Papa, algo que no se podía descartar, firmé para ellas recibos de concesión de créditos. Las familias, entonces, solo tendrían que reclamar la devolución de sus créditos de mi patrimonio, y nadie perdería nada. Incluso en el caso de que a Maddalena le ocurriera algo... —se interrumpió y bajó la mirada—. Incluso en ese caso, no había ningún peligro, pues Maddalena solo era etapa intermedia, y el dinero estaba bajo mi custodia. Aquel plan tan ingenioso no solo terminó por convencerme a mí, sino a algunas familias adineradas que contaban con hijos entre el bajo clero y querían conseguirles una rápida y provechosa carrera. Como Papa, habría podido hacer realidad sus deseos, y otorgarles a sus retoños puestos elevados en la jerarquía eclesiástica, que irían aumentando en importancia de acuerdo con la fama y la riqueza de la familia en cuestión. Un plan sencillo que nunca se habría descubierto si... Pero decidme, querido Carissimi, ¿cómo diantres disteis con el plan?

Una sonrisa de orgullo apareció en el rostro de Sandro. A lo largo de su vida, algunas de sus características como hijo y como hombre no habían discurrido como deberían, por lo que se sentía profundamente satisfecho de que al menos como visitador lograra aproximarse a la conclusión de los objetivos que se le habían marcado. La niebla en torno a la muerte de Maddalena comenzaba a despejarse, aunque fuera muy lentamente.

—Tuve suerte —dijo—. Encontrar la lista en el escritorio, por ejemplo, fue uno de esos golpes de fortuna. La cantidad que figuraba bajo los nombres sumaba un total de cuarenta mil. Maddalena, alias Augusta, recibió de la Cámara Apostólica esa misma cantidad con el asunto: un décimo. Cuarenta mil. Cuatro mil. Lo que aparentemente era un crédito concedido a una banca, consistía en realidad en el pago de una comisión.

—Así es —corroboró Quirini—. Ella se reservaba un diez por ciento de comisión, que ella dedicaba a la compra de todo tipo de empresas con las que aumentar su capital. Yo mismo no podía reunir el dinero, y tampoco quería desviarle capital de las recaudaciones, por lo que lo extraía de la Cámara Apostólica mediante algunas cantidades encubiertas procedentes de una cuenta oculta accesible únicamente para mí y la pagaba al contado. Maddalena propuso el pseudónimo Augusta, hacia el cual se le realizaron todos los demás pagos.

Forli, que hasta entonces había permanecido en segundo plano, bufó:

—Eso es malversación de los bienes de la Iglesia.

—Qué rápido sois, capitán —replicó Quirini, irónico.

Sandro pasó por alto aquel delito. Había algo mucho más importante detrás de aquello.

—El hecho de que hicierais el ingreso a Maddalena en ducados despertó mis sospechas de que guardaba relación con la lista, y que las cantidades marcadas con una D en realidad indicaban ducados. Entonces, entendí por qué vuestro nombre, eminencia, aparecía en la lista, solo que, intencionadamente, sin ninguna cantidad, todo ese tiempo me había basado en el hecho de que el título «Lista de clientes» hacía referencia a clientes de Maddalena. En realidad, ella había escrito una lista de vuestros clientes, y por ello había añadido justo debajo el nombre de Vincenzo Quirini. Lo que el título indicaba en realidad era «Lista de clientes de Vincenzo Quirini», y debajo, los nombres de vuestros ilustres clientes, es decir, de los patrocinadores que esperaban obtener beneficios. Cuando encontré aquel registro en los archivos de la Cámara Apostólica, mis reflexiones se volvieron en aquella dirección, e intenté entonces encontrar pruebas que confirmaran mi teoría. Desgraciadamente, mis esperanzas de que mi hermana Bianca pudiera confirmar que Maddalena hubiera visitado el palazzo Carissimi no se cumplieron. Nunca se la había visto por allí.

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