La cortesana de Roma (38 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

Entonces se produjo un amplio silencio. Milo permanecía inmóvil ante la puerta abierta, y miraba al pasillo. Antonia se echó la manta hasta encima del pecho y se inclinó hacia los pies de la cama para poder ver algo.

—Estoy aquí, Signora A —gritó, con toda la naturalidad de la que fue capaz pues, a pesar de que Milo pudiera verlo de otra manera, la situación resultaba un tanto vergonzosa—. ¿Qué ocurre?

La Signora carraspeó.

—Bueno, solo he venido porque... ha venido alguien a verte.

La Signora dio un paso a un lado.

29

Sandro volvía a estar allí donde había estado por la mañana. Junto a él, susurraba la corriente, atravesando una noche sin luz, acompañada únicamente por las luces encendidas los sábados en el Trastevere. Hacía casi veinticuatro horas, Sebastiano Farnese se había encontrado allí con su asesino, le habían acuchillado y herido mortalmente, pero a pesar de lo atroz de ese hecho, y a la impresionante cercanía con el lugar en el que se produjo, Sandro no se encontraba en situación de pensar en muertos. En su mente solo había sitio para una mujer que se encontraba al otro lado del Tíber, la mujer del Teatro, una mujer llamada Antonia.

Sandro contemplaba la negrura del río y recordaba las mayores humillaciones de su vida. Había algunas de terribles consecuencias. Sin embargo, ninguna podía compararse con la de aquella tarde, que le había impactado de forma tan directa, tan personal y tan completa, dejándolo tembloroso y hundido. Encontrarse ante el hombre que acababa de convertirse en el amante del amor de Sandro, era malo. Encontrarse ante Antonia, verla en la cama, expuesta a las miradas, y saber que ella era completamente consciente de la humillación, era mucho peor.

Sintió cómo la rabia crecía en su interior: contra aquel
gigoló
con pantalones de pescador llamado Milo, que le había recordado al Sandro frívolo de días pasados; y sobre todo contra Antonia, que se había dejado seducir por él. Se le ocurrió que no solo llevaran una hora juntos, que todo el mundo daría por sentada esa relación, tal y como le habían dado a entender nada más llegar al Teatro.

De la oscuridad surgió una figura que llevaba una antorcha en la mano. No la reconoció, pero los pasos del extraño se aproximaban a él. Durante un instante, jugó con la idea de si Sebastiano también habría caminado así el día anterior, si habría visto venir a su asesino y si le habría reconocido.

Era Carlotta. Cuando descubrió a Sandro, ralentizó los pasos. Estaba, al igual que él, sobre el empedrado que protegía la orilla, a un par de metros de distancia del jesuita, y miraba al agua.

—He oído lo que ha ocurrido —dijo, con tono suave y claro—. Lo siento mucho, aunque sé que en este momento no estáis demasiado interesado en mi consuelo —dejó pasar un instante antes de continuar—. Me encontraba de camino al Vaticano, para dejaros una carta en el portal. No sabía que estabais aquí.

Sandro no tenía ninguna gana de hablar con Carlotta, pero se dominó.

—¿Qué tipo de carta? —preguntó, forzado.

Carlotta parecía indecisa sobre si debía responder a la pregunta, pero finalmente se decidió.

—La carta es mía, hermano Sandro. Cuando la escribí no tenía idea de los acontecimientos de la tarde. Es en relación a... Bueno, no estoy segura de si este es el mejor momento... Sea como sea: es simplemente una pequeña petición. Desde hace un par de días, al parecer viene gente haciendo preguntas sobre mí, preguntas extrañas en torno a mi pasado. Cuando hoy por la mañana me dirigía a mi casa en la piazza del Popolo, tuve la impresión de que alguien había estado allí. No faltaba nada, sin embargo, un extraño había entrado allí. En un cajón, tengo guardado un rosario, y siempre está colocado a la izquierda de una carta que significa mucho para mí. Hoy estaban cambiados de sitio, ¿entendéis? El rosario estaba a la derecha de la carta.

Sandro intentó concentrarse para entender las explicaciones de Carlotta. Cajón, rosario, carta, izquierda, derecha. No entendía lo que ella pretendía. Puede que en su voz sonara un cierto tono de impaciencia al preguntar:

—¿Y qué?

—He pensado que, como sois visitador... Si hablarais con la guardia de la ciudad, investigarían todo este asunto de forma mucho más concienzuda que si yo... Quizá incluso vos mismo o algún otro...

Le parecía increíble que le estuviera pidiendo que resolviera un allanamiento de morada y descubriera la identidad de un fisgón. Tenía la cabeza llena de asesinatos, confesiones papales e intrigas vaticanas, preñada de pérdidas y catástrofes. Ahora esto: un rosario colocado a la derecha en lugar de a la izquierda.

—Claro —dijo, utilizando toda su paciencia—, haré lo posible.

—Gracias —dijo Carlotta—. Ya sé que ahora mismo tenéis muchas cosas en la cabeza.

—Sí.

Miró al suelo, donde la luz de la antorcha de Carlotta hacía destacar la sangre apenas fregada de Sebastiano como una mancha oscura.

—Sí, hay mucho por hacer —y debía empezar en algún momento.

—Ojalá pudiera ayudaros —dijo ella, mirando la misma mancha.

Sandro la miró pensativo. Aquella tarde no quería estar solo con su ira, no quería pensar en Antonia.

—De hecho, quizá podáis.

Estaban en la villa de Maddalena, ya bien entrada la noche. Desde el día de la muerte de la joven, Sandro no había vuelto allí. La vigilancia que él había ordenado colocar, seguía allí, pero solo como medida preventiva. Para él, la villa de Maddalena ya había entregado todos los secretos que merecían la pena descubrirse. Sin embargo, aquel día ya no estaba tan seguro. Lo que le hacía sospechar, pero hasta aquel día no le había llamado la atención, era el hecho de que, en su primera inspección de la villa, tres días atrás, no había encontrado ninguna joya y apenas algo de dinero: un ducado y doce denarios. No era, no obstante, imaginable, que una mujer como Maddalena careciera de joyero y tuviera tan poco dinero en casa. Al fin y al cabo, era la reina de las concubinas, la cortesana de Roma.

El primer pensamiento al respecto le había surgido cuando Ranuccio había mencionado los cinco mil denarios. Suponiendo que Maddalena en verdad los tuviera, ¿dónde los habría depositado? Incluso en el caso de que el primogénito Farnese se hubiera inventado toda esa historia para ocultar algún otro hecho, aún había otras muchas cantidades sospechosas, como la suma al contado procedente de la Cámara Apostólica, por valor de cuatro mil ducados, y aún más lejano, aquellas cifras considerables que figuraban en la lista de clientes. Sandro no había encontrado ninguna letra de cambio, ningún indicio de una cuenta abierta. Sin embargo, las grandes cantidades de dinero no se dejan simplemente por ahí, ni se guardan en un escritorio fácil de forzar. Así pues, cuando se fuerza la mente a pensar, al final tan solo queda una opción posible.

Maddalena tenía algún depósito secreto en algún punto de la villa, en el que guardaba el dinero a corto o largo plazo. No era algo inusual. Sandro recordaba el escondite de su padre en el palazzo Carissimi: un agujero sencillo y feo en el suelo de la bodega que, debido al emplazamiento del
palazzo
, siempre estaba húmedo. ¿No sería cómico que, cuando había acudido lleno de curiosidad a la bodega de Maddalena, no se hubiera quedado parado justo encima de su patrimonio?

Carlotta apoyaba la idea de que debía existir algún escondrijo, pero mantenía la opinión de que posiblemente estuviera vacío, porque hubieran robado el dinero. Se dividieron. Por propia iniciativa, ella se ocuparía de las habitaciones privadas de Maddalena, mientras que él investigaría el ala del servicio y la bodega. Aceptó la apuesta de Carlotta: el «perdedor» pagaría tres ducados al «ganador».

Sandro se dijo a sí mismo mientras descendía hacia el almacén de vinos que, evidentemente, no aceptaría el dinero. En caso de que ella le obligara, le compraría verduras, carne, huevos y pescado en salmuera y se lo llevaría de nuevo.

Cuando el olor del vino le dio de lleno en la nariz, no pudo resistirse a reponer sus propias existencias, y puesto que no había ningún vaso, bebió directamente de la jarra. Apartó los fragmentos del vaso que había roto hacía unos días, y golpeó con el puño el adoquinado suelo de la bodega. Era tan solo cuestión de tiempo que diera con un espacio hueco.

Pero, en lugar de eso, oyó en primer lugar unos sonidos estridentes y crujientes procedentes del piso de arriba, del coto de Carlotta. Apenas cuatro o cinco segundos después, ella le llamó.

—¿Hermano Sandro? He encontrado algo.

¿Que había encontrado algo? ¿En tan poco tiempo?

—¿Estáis segura? —gritó él.

—Si no venís de inmediato, os prometo que hoy cobraré más de tres ducados. Considerablemente más.

Bebió otro sorbo de la jarra, y después se apresuró a subir.

—Aquí arriba —la voz de Carlotta procedía del dormitorio de Maddalena.

Cuando entró en la habitación, sorprendió a la mujer con una mano sobre una silla y con la otra en el marco de una pintura que había descolgado de la pared. Se trataba de la
Venus dormida
, de Giorgione.

—No se puede negar que Maddalena tenía sentido del humor —dijo Carlotta—. Un cajón secreto detrás de una Venus, eso es tener estilo. Tres ducados, por favor.

De hecho, se veía, al observarlo más de cerca, una apertura fina y cuadrangular del tamaño de una ventana pequeña abierta en la pared.

—¿Cómo... cómo lo habéis encontrado tan rápido?

—Oh, es fácil. Busqué señales de uso en todos los marcos de los cuadros, y la Venus era la única candidata que se podía agarrar bien desde una determinada altura. No es nada sorprendente que, tras la diosa romana del amor... haya un tesoro escondido. Mirad: el marco está algo decolorado en determinados puntos, por donde Maddalena lo sujetaba cuando descolgaba el cuadro.

—Sois un genio.

—Sí, y como todos los genios me quedaré a gusto con un par de ducados.

—Tendréis diez veces más. Podría besaros.

Ella rio.

—Eso costaría tres ducados más, por lo menos.

Se aproximó a la pared y tanteó el cuadrado, al que apenas llegaba estando de puntillas. Cuando presionó uno de los bordes, se abrió.

—¿Habéis mirado ya en el hueco?

—He preferido tener cuidado. Quizá tuviera una víbora ahí metida.

—No lo creo —dijo Sandro, metiendo la mano en el cajón—. Siento cuero... y papel. También algo metálico, un joyero, creo. ¡Ay! Maldición.

Cuando extrajo la mano, se vio que el pulgar tenía un rasguño.

—Maldición —gruñó de nuevo, agitando la mano como si pudiera sacudirse el dolor. El dedo sangraba, si no algo peor—. He agarrado algo puntiagudo.

—Subíos aquí —dijo ella, acercando la maciza silla a modo de ayuda—. La traje de la sala de estar para poder descolgar el cuadro.

Sandro se subió al borde de la silla y miró en el hueco, cuyo interior mediría aproximadamente dos codos cuadrados. Su contenido se componía de casi una docena de bolsas de monedas de tamaño medio, así como un joyero y algunos pergaminos enrollados entre sí. En un lado de la pared, sobresalía un clavo, probablemente no como pequeño guardián, sino simplemente porque se había clavado con poca destreza.

Sandro fue pasándole a Carlotta todos los objetos uno tras otro, y una vez el hueco estuvo vacío, descendió de la silla y se sentó sobre la cama con su compañera. En torno a ella se encontraba tocio aquello que Maddalena había considerado suficientemente importante o caro como para esconderlo.

Lo primero que abrieron fue el joyero. Contenía exclusivamente joyas hechas de relucientes zafiros azul claro engastados en plata: anillos, collares, pendientes, brazaletes... Todas eran piezas sencillas, apenas sin ornamentos, pero llenas de gusto. Sandro podía imaginarse a Maddalena al observar aquellas joyas: la gargantilla «Augusta» sobresalía entre ellas.

Las talegas de cuero negro estaban llenas de los objetos para los que estaban diseñadas: monedas hermosas y relucientes de oro, todas ducados, sin excepción.

—¿Cuánto creéis que hay en total, con todos los sacos? —preguntó Carlotta, impresionada.

—Entre cuatro mil y cinco mil. Pero son ducados, fijaos, no denarios. Con esta suma podría comprarse una villa como esta, o vivir treinta años con humildad, si se prefiere.

—No son ahorros que puedan obtenerse con el sueldo de una cortesana.

—No, yo tampoco lo creo.

Carlotta volvió la vista hacia los rollos, como si fueran un misterio a punto de desvelarse.

—¿Puedo?

—Por supuesto.

Carlotta desenrolló el primer documento.

—Se trata de un documento de compra —dijo—, pero no de algo.

—Entonces, ¿qué compró?

—El Teatro. Mirad, había adquirido el Teatro, apenas hace cuatro meses. Siempre se ha especulado sobre a quién pertenecería en realidad el edificio, pues la Signora solo es la regente, y solo ella sabía quién era el propietario. Aquí está: era un comerciante de Parma, y Maddalena se lo compró en diciembre por mil ochocientos ducados.

—Evidentemente —bromeó Sandro —no se lo regaló a la Signora por navidad.

La mirada de Carlotta se desvió a los demás pergaminos, que un sello notarial delataba como testamento.

—Si esto sigue así —exclamó—, va a ser una noche de lo más ilustrativa.

Sandro estaba solo en la villa, solo con Maddalena, con su muerte y con su vino. Le había dado las gracias a Carlotta, se había despedido de ella y había enviado a la guardia con ella, como escolta. Mientras estuvo con él, el jesuita se había alegrado de su presencia; pero una vez se hubo marchado, se alegró de su ausencia. La lenta inmersión de un bebedor en su enfermedad se disfrutaba mejor sin compañía.

«Hoy es la última vez», se dijo. Bebió.

Había hecho un pequeño fuego en la chimenea, y se había sentado a la mesa; frente a él, una jarra medio vacía y una copa, que sobresalían como faros sobre el tenebroso paisaje de papeles, y mientras tanto él reflexionaba sobre hasta qué punto aquellos documentos arrojaban nueva luz al caso.

Maddalena había comprado en los últimos meses toda una serie de empresas: una tejeduría en Pisa, algunos viñedos en Sicilia, un terreno de cultivo cerca de algunos molinos harineros en la costa... Y el Teatro. El testamento era de hacía dieciocho meses, cuando aún no había comprado ni los negocios ni las tierras, pues las transacciones se habían realizado seis meses atrás. De aproximadamente esa misma época procedían las riquezas que habían surgido como una lluvia de oro sobre Maddalena. Las había utilizado para hacer algunas compras, de las que se desprendía que sus sentidos se orientaban más a la gestión de manufacturas y a los terrenos explotables que a las alhajas más sensuales. Todo destilaba esa inteligencia que habían destacado quienes habían conocido a Maddalena. Se estaba construyendo un futuro como mujer adinerada, exitosa e independiente, y establecía como herederos a aquellos que la habían ayudado. La Signora A era la heredera universal de los negocios, tierras y de todo el dinero encontrado, cinco mil ducados exactamente, de los que probablemente la perspectiva de tomar posesión del Teatro fuera la que le supusiera una mayor alegría. Alguien que, como ella, hubiera servido a una casa y a una idea concreta, bien podía llamarla suya.

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